martes, 18 de enero de 2011

Una academia (27)

Muchos cuadros pintaba Silvia Jara... Adrede cultivaba el otro el desconcierto, se sentía a gusto sobremanera en esas prácticas insidiosas. Y la otra: A ver, a ver donde va a parar todo esto...
El no sabía de ella más que la voz que escuchaba, los titubeos y las réplicas, la arrogancia que adivinaba en su carácter aún contenido, los cuadros de pintura fresca y brillante que encontraba a un lado, algún horrendo dibujo.
Se encandilaba así... No le hechizaba el sortilegio de sus palabras; menos una figura que ignoraba del todo: era que ya no concebía su vida sin eso, esa cosa de la piedra y el árbol, del monte y el cielo que hablaba y existía para él de modo tan natural.
¿Qué hay aparte de la luz? ¿Sólo la luz y nada más?, le preguntaba con insistencia la artista invisible.
Brell afirmaba sin perder el control de sí mismo, murmuraba un "sí" pacífico y tranquilo.
"Y toda la pesca de lo otro", pero se decía para sus adentros con algo de alborotada emoción.
La inducía una y otra vez a copiar un discurso pictórico fácil de falsificar, no tanto de sentir sinceramente. (Luego, ya la devolvería a la mudez más extraordinaria, la cambiaría de nuevo a lo que era pero despojándola de la superchería.) El era el afortunado. Por ese tiempo, ya pintaba ella Campo de trigos con cipreses (junio, 89); El olivar (setiembre, 89); Bosque de abetos al declinar el día, (octubre, 89); Alamos sobre la colina... Esos trabajos halagaban en Brell su enfermiza intuición. Ella, engendrada así: de tierra y aire, algo de luz, colores... (Zumbando las abejas alrededor, mientras los tallos ligeros se comban al viento suave de la tarde, y aves desconocidas escapan raudas de un árbol para posarse en otro, se va fundiendo el sol en la tierra verde y amarilla...)
¿No han comenzado por el principio, cuando él se desayunaba con un trozo de pan seco y un vaso de cerveza (perfecto remedio para los que están a punto de suicidarse) y dibujaba ella Una mañana de domingo?: en la buena hora de Vincent van Gogh...
("Que pinte una docena, dos, de cuadros. Será suficiente.") ¿Copias...? No: pretensión semejante a la del iluminado de Nîmes.
Sus cuadros coincidían con los del otro línea por línea... (palabra a palabra).
Ese memorable empeño, no tan gran estupidez. Un entretenimiento.
Ansía Brell robar a la memoria del mundo un saber de antes de su tiempo, y devolverlo a su origen principal bajo el sol y el silencio solemnes de la naturaleza.
¿Ella? Por fin se ha ilusionado completamente: ahora quería pintarlo todo, la médium.
Ahora quería apropiarse de todas las formas del pequeño universo que era su entorno, como si las palabras de él la hubieran revelado apariencias y encantamientos invisibles antes. ¿Estaría fingiendo? Quiere pintarle hasta a él, de quien sólo ve el cogote, siempre vuelto de espaldas entre matorrales. Sin embargo, a ella también le divierte en su escondite tanta añagaza. Mejor si no me ve. Que me imagine.
Se sentía exacerbada por ese cometido al que le abocaban: en poco valoraba su utilidad, pero sin entenderlo le intrigaba, iba viendo cómo surgían de su tosca paleta (rota y pequeña, con una gruesa capa rugosa y policroma en la superficie, rayados y estriados regueros de óleo herido a espatulazos) unos colores cuyo vigor en la tela le causaba admiración. ¿Invento yo eso?
(Más tarde empezó a dolerle la patraña ridícula de Brell, cuando de una sombra empezó a emerger un hombre o algo más atractivo.)
¿No lo había definido tiempo atrás, y sin la menor compasión? Conocía sus rasgos, el manchón blanco del rostro, los ojos de miedo sin ninguna aleluya. A lo mejor ese tipo era una estampa hueca y vagarosa entre realidades de piedra. Pero de no verle ya, comenzaba a olvidar (aunque vistos siempre de lejos) las líneas y brillos de la cara, los ojos negros, la mata de pelo, la boca entreabierta, su expresión de susto.
De modo que un día decidió retratarle.
El rechaza la idea de firme (la vería, y eso rompe todas las reglas). "Deja la figura en paz", censuraba con un tono desdeñoso, sin compasión.

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