¡Concluyeron las utopías, la vecindad con los milagros, los vinos con Dionisos…! ¿Toda revolución acaba en las dietas, los sexenios y los complementos? Así se acaba, encerrado o al aire.
¡Madre,
me he vuelto loco!, escribió el desdichado alemán a aquella pobre mujer y madre
desprevenida que nunca entendió nada de nada de las perversas mentes de sus dos
hijos navegando en aguas turbulentas, sucias o simplemente en marejadillas de
andar por casa (pero disfrazadas las ojeras, tapado el brillo homicida, el
incesto, nutridos con las peores intenciones tras las pupilas negras y
universales).
1984,
bonito año para acabar: Autobiografía
intelectual de Ignacio Brell Gay, 1960-1984.
Excelente
menú, al tuntún, sin recetario a mano y a renglón seguido.
¿Y
luego? ¡Gloriosa digestión!
¿Luego…?
Ya dije, el diluvio.
¿Qué
pasó a partir de 1984…?
Usted
lo sabe, Orwell y toda la compañía de secuaces imitadores. En fin, todo eso…
¿Y todo eso? Bonita respuesta culmen de
adolescente: …todo eso. Así van las
cosas de bien.
Tantos duques excelentes,
Tantos marqueses e condes
E
varones
Como
vimos tan potentes,
Di,
Muerte, ¿do los escondes,
E traspones?
¿Qué
pasó a partir de 1984? ¿Además del VHI?
Que
el misterio desapareció… Todo lo que sucedía encima de esas viejas tablas
cervantinas era… ¡un corral de comedias! Eran (éramos) cómicos andrajosos (a
pesar de las nobles telas y los perifollos y los maquillajes, y tanta la
verborrea desatada) arrastrando los harapos y las tristes lentejuelas hacia la
ruina total: descubrí que yo era el Gran Hermano, un pequeñito gran
duendecillo, diablillo cojuelo y fisgón, catasopas, hideputa levantaladrillos,
anteojos desde el infinito de las estrellas (quizás sólo fuera mirador desde la
luna cercana y prosaica, muda y aburrida, tan apegada a pesar del espacio
cósmico a esa tierra azul y blanca donde imperan el mal y el milagro a partes
iguales y donde el bien se esconde… y el mal también), y todo fueron prodigios
a partir de ese momento, un espectáculo anodino y presuntuoso pero de chillones
abalorios, un una y mil noches de
miserable decorado de tramposos coloridos reiterado a pesar de sus múltiples
formas, una combinatoria interminable e inútil.
El
hombre ya había llegado a la luna, pero como si nada.
Bueno,
amigo, let it be: tasca el freno.
Sólo
se desengaña quien previamente se ha engañado.
¿De
qué estás hecho tú, monserga infinita?
Del
apeiron de Anaximandro.
(Su
materia es el caos.)
Imperfecto.
Incorregible. Indefinible.
(Ha
de alargarse esa suma, pues no hay cifra que no pueda aumentar hasta el
infinito.)
Pues arrastras ficción como si realidad fuera… ¡Inaudita joroba la de
este tipo inacabable!
Se
creía eterno, ¿no lo era el libro, el pensamiento y la imagen, el cuento (de
nunca acabar), el mismo mundo, y el mismo reflejo de ese mundo, y la música de
ese mismo mundo, y esa era la sustancia que alimentaba su engreimiento de ser
vivo, de estarlo encima del mundo
mismo?
Éramos
jóvenes, todo lo creíamos… porque esa era la llave de oro que los viejos
tapados de cobre gastado en plena friolera habían perdido para siempre y sólo,
ya en el desengaño, como perros al sol, les quedaba la muerte: habían perdido
la inmortalidad aunque fueran eternos.
¿Y
vos? Un Hesíodo, un JD.que apacenta por el valle de Ascra.
(Le
llamaban el Niño de Praga: siempre había creído, con todo derecho, que tenía el
mundo en sus manos: vosotros todos sólo limpiarme los pañales, tal la misión
que os espera. Doblad la cerviz.)
Cómicos…
Cómicos
en viaje a ninguna parte arrastrando el baúl de los disfraces por caminos
polvorientos, de escenario en escenario, de poblachón en poblachón atravesados
de resecos yermos habitados por fantasmas, espectadores rústicos con la boca
abierta y la mirada fija, inexpresivos e incorregibles, ah, pero ellos, los
actores con pluma en la mano o sin ella, persisten en su comedia: la de la vida
y la muerte, y todo lo que acontece entre las ellas: cómicos, si paran los pies
caen como fardos, muertos.
Soy
el objeto de aquella filosofía que rige en el reino animal: ellos no me pueden
comer a mí; yo no puedo comérmelos a ellos: el mundo en paz. Bajo el sol todo
es un equilibrio perfecto: vida o muerte.
Alzad
el telón, la vida sigue, el mundo rueda… Recitad vuestros versos, afilad vuestras
lenguas: entretened al vulgo.
Dios
es una idea... entretenida
Una
creación de… palabras, cuentos, música, imágenes… Ahora bien, ¿es la Idea, o
por el contrario sólo es el recurso del ser humano ante los misterios de la
naturaleza y el enigma de su propia consciencia? Bonita solución: ideo un dios
que explique todo arcano que mi entendimiento es incapaz de penetrar. La razón
se torna servil: hola, dios, perdona nuestros pecados, perdona nuestras
afrentas. Tengamos la fiesta en paz.
No
refuta usted una opinión: niega los hechos, le recriminó harto de su
arbitrariedad argumental.
Los
hechos se equivocan, respondió el otro de modo tajante.
Asunto
zanjado.
¡Qué
viva la fantasía, dómine (de los cojones)! ¡Qué importa la verdad!
Nuestro
pequeño senecio, nuestra pequeña planta venenosa.
Alzad el telón, que los viejos decorados pintarrajeados una y mil veces
engañen vuestros ojos, que los actores semidesnudos y en ayunas diviertan
vuestros estómagos saciados de trampas y embelecos de falsa eternidad.
Cómico, abre la boca:
Le
administraba una inyección de pentotal y esa prosa largaba de buena manera, sin
reticencias, a todo tren.
Atrás
queda esa lista, ¿quién podría refutarla…?
Cada
vez estoy más cerca de los muertos.
Peor
para ti.
Buenas
noches, 1984.
Yo,
señor, no formo parte de la opinión pública, ese insecto que revolotea
hipnotizado de aquí para allá y muere en un día: yo, señor, elijo mis
tragantonas, llámense Montaigne, Cervantes, Shakespeare, el pobre Kant onanista
esmirriado…
Todo
aquel que no es religioso espera, si no clama, por una solución a los males del
mundo… Pero Dios es un estado de ánimo, una conciencia (afortunada) en paz que
aspira a la eternidad.
Pues
entonces me hablas de los artistas, de los de la pluma, de los de la flauta de
Pan, de los que miran detrás de las sombras y las luces, ¿de quiénes si no?
Paradiso:
página
112: esa noche es como el tintero donde el diablo va mojando para escribir la
historia de alguien que ya es de su milicia… Nunca podrá contar lo que hizo esa
noche, que será siempre para él la noche de las noches.
A
las seis sencillas pero singulares preguntas había de responder aquel que
poseyere sabiduría auténtica y se dejase de monsergas de manual.
Ajá:
¿Cómo
se llamaba el perro de Robespierre?
¿Cuánto
medía Napoleón?
¿Cuánto
medía Luis XIV?
¿Fue
envenenada Enriqueta de Inglaterra?
¿Dónde
venden el mejor chocolate del mundo?
¿Cuánto
miden los labios del diablo?
(Ríase
usted de la pobre, engreída y espachurrada finalmente Esfinge con su ridículo
enigma en un siglo donde hasta los perros filosofan.)
¿Y
todo esto?
Vale
para sostener un tinglado. En este caso, las cosas funcionan así.
La
mayoría de los creadores no lo entenderían de ese modo. Se piensan
constructores de palacios.
Bueno,
quizá los plagiarios (más lúcidos ellos, qué remedio, siempre a las caídas, a
los desfallecimientos) sí lo piensen sin ningún género de dudas.
Fiodorov sorprendió a JD. leyendo una de las cartas de Moses
Herzog. Atisbaba por encima del hombro de su hermano, sentado plácidamente en
uno de los sillones del salón mientras leía.
¿Qué
aprendes en esas páginas?
Cosas…
Di
alguna memorable…
El
pianista particular de Hitler se llamaba Puzzi Hanfstalengl.
¡Cómicos!
Cómicos:
vierte en el oído de tu padre, pequeño senecio, ponzoña indescifrable de
aprendiz de hombre, el tósigo vengador.
Tenía
más libros de los que podría leer: siempre cree uno, en cuestión de libros y
juventud, que tiene todo el tiempo del mundo (ni un día sin farsa: leída,
contemplada, oída).
Crispín
sonríe ante tu engaño: te la meten doblada. Y mueres.
¿Y
qué más da? Soy eterno… incluso muerto.
La
batalla más sobresaliente que se haya filmado jamás en el cine fue la que se
entabla en la segunda parte de la película Campanadas
a medianoche de Orson Welles. Fue rodada en España con cuatro pesetas y una
docena de extras: la verdadera guerra la libraban el dinamismo de la cámara,
los intensos contrastes de un claroscuro dramático y genial y las cien horas
empleadas posteriormente trabajando en la sala de montaje. ¡Qué verborrea y
telones viejos engañosos, qué de cambalaches!
Se
trata de una combinatoria, la trastienda donde se arma el tinglado de la farsa.
Y,
sin embargo…
Cómicos…
en el gran teatro del mundo donde todo es posible, ellos son quienes más te
acercan a la eternidad.
El
Guionista: Puedes ser cualquier cosa, mozalbete… ¡Estamos en 1969, el año
después de La Gran Revolución!
¡Morderás
el polvo!, exclamó el guionista, y sonrió sardónico, cruel, invencible, sin
dejar de darle al asunto, aporreando sin cesar las negras teclas de la Olivetti
mientras pergeñaba el guión del episodio 126 de El Implacable Viking, aquel que con su espada atravesaba de pecho a
espalda a sus enemigos.
Reconócelo,
padre, Gran Protector de las Letras y Las Artes, en esta casa (El Diablo la
bendiga durante el día y la deje en paz durante la noche) falta si no el toque
de distinción, admítelo, algún ejemplo de fiesta democrática, de revuelo
plebeyo… Acaso bastara, fecundo progenitor, con unas gotitas de midcult.
Hecho.
Hágase tu voluntad si lo deseas: completa decoraciones, que andamos en esta
casa con las alforjas del santo Tomás.
Y
un día fatídico abandonó el hogar de los Brell Servidora con su maleta de plástico y en la sangre bien inoculado
el vicio de leer hasta el final de sus días…
Y
semanas después de la aciaga ausencia, en una pequeña estantería ornada de
baldas perfectamente pulidas, se exhibía la colección completa de los Premio
Planeta hasta ese año del Señor de 1976 (en tales calendas, todavía sin
desgarrar el sobre con la plica que desvelara ante la sorpresa general el nombre del ganador): desde el mismísimo
En la noche no hay caminos de 1952
hasta el mismísimo La gangrena de
1975, año en el que el recordado guionista de Raza, Jaime de Andrade, entregó su espíritu al Señor reconfortado
por los Santos Sacramentos ante el estupor unánime de las buenas gentes de
España y la desesperación de gran parte de los aficionados al cinematógrafo.
Como
decía Descartes, se decía Boceto,
espero ser entendido incluso por las mujeres.
(Hasta los más grandes pensadores naufragan en charcas imprevistas sin
ahogarse del todo).
Del
fuego sí salen chamuscados.
El cartesiano, en cuestión de mujeres (y embelesado por el canto de
sirena de una de ellas purgaría definitivamente el francés sus delitos
metafísicos al ser arrojado sin piedad al peor de los inviernos suecos que se
recuerdan en siglos: frío que helaba los hielos), tenía salidas de pata de
banco.
(Cómicos…
divertirnos… y dejarnos sin la conciencia del bien o del mal.)
1992: enero, cinco meses antes de su muerte repentina, el viejo Brell
interpela al único hijo todavía a su alcance inquisidor, de visita al hogar
paterno sin la bella consorte Paula pero con un libro debajo del brazo:
¿Qué lees, feliz esposo sin progenie, cornudo comprensivo?
El patriarca se lo arrebata al benjamín de un tirón, antes de que éste
pudiera evitarlo.
El patriarca leyó por encima.
El jinete polaco.
Eso
es un planeta, al cubo de la basura con él…
No,
no lo es. Engaña el premio otorgado su magnífica hechura.
Estos son los más excelentes actores del mundo,
así en la trágico como en lo cómico; en lo histórico como en lo pastoral; en lo
pastoral-cómico como en lo histórico-pastoral; en lo trágico-histórico como en
lo trágicocómico-histórico-pastoral, escena indivisible o poema ilimitado... No
es para ellos Séneca demasiado profundo ni Plauto demasiado ligero. Ateniéndose
a las reglas del arte de la composición o a la libre improvisación, estos
cómicos son únicos en el mundo.
1977:
Últimas tentativas de vil seducción con un planeta
(En el día de hoy…) en la mano, toma esta fruta del árbol del bien y del
mal…
La
nueva Servidora sería más dura de pelar
desvestir que la revoltosa aunque consentidora Plácida:
Oye,
niño, ¿por qué no te vas a tocarle el culo a tu puta madre… si es que la
encuentras?
2005:
Sólo le diré una cosa acerca de mi madre, doctor: está loca.
¿Vive?
Lejos
de aquí… Vive. Vive… ¡y no llora por mí!
¡Loca
insensible!
Y
andando el tiempo, a los renos y planetas se los comieron bichos más
sutiles pero no menos culpables y dulcemente tóxicos:
Había
sustituido a Míster Yerby e incluso al señor Moix por un happy together de unos turtles cualquiera… Tenía donde elegir,
que el elenco planetatartario era fastuoso además de sus pieles.
¿Tú
sabes quién es Neil Diamond?
Bien militas en la noche donde las copas son la moneda de cambio para el…
recuerdo (nunca el olvido). Ni una sola de ellas, esa copa leal a tu desastrada
memoria, te despoja de lo que has sido tú y han sido los demás:
La adúltera anda en esta noche de grotesco walpurgis: el noctámbulo
descubre su rostro macilento en los melosos y embriagadores reflejos del licor:
estudiar tu enredosa psicología, querida, requiere
volver a los árboles, follar a cuatro patas y a la dentellada al cuello sin
miramientos del rival: ese mono chulo.
Cómicos…
Sabiéndose
eterno. Sin embargo, se reprocha como aquel vate que moriría a la intemperie:
Que poco he muerto hoy…
Me
hubiera gustado ser sacerdote, mintió, pero ando nublo del ojo derecho, decía
verdad en ello, y esa calamidad me ciega el camino de la teología.
Tal
impedimento déspota y sin razón que te aparta de la carrera eclesiástica,
¿quién lo impone?
Don
José Lezama Lima. Lo dejó escrito en papeles (Paradiso) para convencimiento de incrédulos, sudando a chorros, a
mares, en su pequeño despacho atiborrado
de libros y cuadros de no gran formato, sufriendo el sofocante e interminable y
húmedo calor de La Habana.
Lezama Lima, ese mismo que describió a un
personaje en una novela (?) señalando que tenía
algo de diplomático egipcio.
(Inmediatamente,
el lector impenitente pensó en el Mountolive de Durrell.)
¿Tú
sabías que una vez hubo un tipo que, por esas cosas que pasan, quiso escribir
una tesis doctoral sobre el gusto de Hart Crane por las frutas tropicales?
¿Y
eso quién lo dice?
La
Buñolería Moderna…
¡Qué
cosas!
Si
yo te contara…
Igual
fue aquel mismo otro, un tipo de inventiva desmesurada que describía en una de
sus páginas a un personaje haciendo notar su parecido con un diplomático
egipcio… el mismo que sacrificaba
vocaciones alegando causas peregrinas, aquel que hurgaba en las aficiones
gastronómicas de los vates…:
El cuento de la buena pipa.
¿Usted
por qué bebe?
¿Y
usted por qué escribe con tinta verde?
Hay
cada uno…
No
se dignó ladear la cabeza: lo más peligroso de un bar al filo de la medianoche
(de antiguo lo hemos sabido y así lo hemos dejado constar páginas más atrás)
siempre es el tipo solitario sentado a la barra de cuero frente a los pequeños
estantes de cristal donde se exhibe la fascinante botillería mientras el
Charlie de turno al otro lado va y viene de extremo a extremo con un trapo o un
vaso corto (lleno o vacío) en la mano.
Después
de un silencio prolongado el tipo de las preguntas inoportunas se largó.
Ahora
podría hablar de nuevo consigo mismo sin abrir la boca, gritando lo que le
placiese:
Bebo
porque me hace un poco mejor y no me hace peor: me deja en el sitio justo.
(Lo
demás, salvo lo que te lleva el suicidio, es cosa vana.)
Lo
peor que puede ocurrir, se sorprendió pensando, es que la vida te destruya sin
remedio antes que la muerte te mate del todo.
¿Y
has cambiado mucho a lo largo del tiempo? ¿Te salvaste del estrago de los años
y los gobiernos pendejos?
Amigo,
soy carnaza de pura arqueología: capa tras capa hasta llegar al lodo
petrificado… ¡Todo un lujo para esos excavadores en busca de la tumba del
demonio con los isótopos en la mano! ¡Me han de poner hasta un nombre!
Coge estas llaves… Ellas te conducirán a las
madres.
(¡Viejo
Goethe!)
Hablaba
consigo mismo: los otros le servían para disimular: un simple decorado.
Como
los peces dando vueltas y vueltas en un maldito acuario… de cruel invención.
Así
que un símil desconcertante, ¿eh? Pues trajina con éste si puedes: … seriote
como quien acaricia el perro de un familiar muerto. (En los mismos papeles,
verde sobre blanco, lo puso el mismo
que te apartó por tuerto de una canonjía, de una vicaría.)
Tuvo
suerte, el joven Brell, aún danzando por estos 2008: envejecía el cuerpo no el
alma, que mantenía fresca, sana, limpia, con los dientes bien afilados a punto,
siempre presta para un buen polvo… mental.
Más
allá de los 40, hermano Brell, hermana Paula, disímiles camaradas en edad, sólo
puedes esperar tu medio limón: puro
ácido fluye por las venas. Adiós, media naranja.
Pero
ella se cepilla 100 veces al día el pelo tan sedoso con un cepillo de cerdas de
jabalí: quiéreme por mi cabellera, mi príncipe.
Otras, antes de dormir, una vez pulcramente desmaquilladas, se toman una
copita de fentanilo o tramadol: felices sueños.
La última primavera de tu padre la pasó con Haydn… algunos libros, los
museos kleenianos, ningún recuerdo, la eternidad de la nada tan próxima.
¿Qué sería de nosotros sin los cómicos?
Nos retratan con mágicos pinceles, como sirenas halagan nuestros oídos,
nos emocionan sus versos, nos cautivan sus maravillosas historias sentados en
la oscuridad de un cine, en el escenario o a través de las páginas de un libro,
y aún otros hay de más grave talante que, diafrazados o no, nos hacen creer en
nuestra condición indestructible a despecho de la endeble materia del cuerpo.
No necesitamos a los dioses para ser eternos.
Cómicos… los hay tan antiguos. Arrastran los baúles de sus mil disfraces
por las tierras graves y huérfanas de las españas madrastras de hijos de serio
semblante, torcidos a la tierra seca.
En
el siglo XXI un sistema filosófico es una fachada que oculta lo inexistente,
una catedral vacía y desierta en la que ningún rayo de sol enciende sus
vidrieras antaño prodigiosas, una desmesura espacial ya sin imágenes ni
feligreses ni rezos ni creencias, sólo llena de polvo y silencio, trampantojo
del lenguaje.
Curiosamente de aquel hombre entendía la idea irrefutable que yacía tras
sus palabras (no sabemos nada de lo que
hay antes de la vida ni lo que sucede
después de ella), pero no su lenguaje. Lo difícil no era el alcance
conceptual de su pensamiento, que llegaba a él meridianamente claro, sino la
jerga que lo transmitía y a la que había que desbrozar a machetazos:
desentrañábamos a duras penas el misterio de estar vivos y ser conscientes de
ello. Y esa era toda la filosofía posible, más allá del acto encomiable y
soberbio de ese entretenimiento intelectual, ese pasatiempo para personas
serias.
¿Qué me dice?
Un
cielo desprovisto de dioses, un Olimpo en la inopia, a la luna de Valencia:
supercherías creadas por el lenguaje en momentos de dislates.
(Eres culpable –escribe, créese infalible, oráculo, gran pensador, gran
fabulador, creador sumo, en fin-: de ese tipo podría decirse lo que de tantos:
escribe… ¡y encima quiere que le lean!)
Servidora:
Líneas
iniciales de la primera y única novela (inacabada, por desaliento, por
desinterés, por dejadez, por olvido) de Plácida Albentosa Campillo:
EL AMANTE
Era bastante más joven que yo… Tenía
la piel pulida de los ricos sin vicios demasiado destructivos, el gesto
sosegado y elegante, como esmaltado en marfil, ojos negros como el abismo, la
boca carnosa, mordedora, húmeda y deseable…
El Guionista, en los ratos de ocio que le permiten las múltiples
peripecias semanales de los tebeos (¡ese cruelísimo continuará la próxima semana que no tolera descanso!), escribe
novelas policíacas para la conocida serie también quiosquera FBI publicada por
una editorial de la competencia. Nuestro guionista encubre su identidad
hispánica (y la de colaborador desleal que pueda menoscabar su condición de
guionista en exclusividad) bajo el seudónimo de Fred Somer.
Dick Sanders, con la chaqueta al
hombro, en mangas de camisa, flojo el nudo de la corbata azul, miraba a la
rubia escrutando cada centímetro de piel desnuda que dejaba al descubierto el
ceñidísimo vestido corto de terciopelo negro.
-¿De dónde eres? –le preguntó al
tiempo que abría la pitillera de plata. La mujer, sentada con las desnudas
piernas cruzadas, aburrida, se acodaba sobre la barra de pulido nogal del bar
Charlie, uno de los cientos de ellos que a esas horas guiñaban su rótulo
luminoso en la fachada a lo largo y ancho de la inacabable periferia de la gran
ciudad.
-De Nueva York.
-Me refiero antes de que llegaras a Nueva York –Dick Sanders no le
ofreció un cigarrillo a la rubia, ni tampoco estaba dispuesto a invitarla a una
copa. La furcia le traía sin cuidado, quería seducir a la mujer que se hallaba
debajo de ese disfraz de cortesana a base de modales poco refinados, los
propios de un hombre como él, rudo, directo, con pocas ganas de perder el
tiempo en el juego de la seducción. Ella sólo era un instrumento.
-Nunca hay un “antes de Nueva York”
cuando vives aquí –dijo con voz ronca.
A Dick Sanders le sorprendió la
respuesta de la mujer. Ingeniosa, perfectamente cómplice. Tenía la voz ronca, y
de seguro que un pasado tormentoso adosado a las bellas y ahora descubiertas
espaldas.
Hizo una pausa y esbozó una sonrisa
con el cigarrillo entre los labios. El cabello largo y dorado
exhalaba un perfume a la vez sensual y suave que empezaba a embriagarlo.
Me gustas, muñeca –dijo divertido, con
la mirada fija en el río verde de sus ojos donde, sin duda, fluía la traición.
-Vamos a pasarlo muy bien esta noche tú y yo.
Minutos después salían a la cálida
oscuridad de afuera, sólo teñida intermitentemente de rojo y azul por las luces
de neón encima de la puerta de acceso a ese bar de copas escondido entre
callejones.
No habían andado ni siquiera una
decena de metros en busca del Packard de Sanders cuando un disparo surgió de
las sombras densas e impenetrables que les envolvían. La bala impactó en el
hombro izquierdo de Dick que, sin pensarlo dos veces, empujó a la mujer a un
lado mientras se agachaba escudriñando las tinieblas de en derredor. Buscó la
protección de la parte trasera de un Buick y se palpó la herida. No parecía haber
dañado hueso alguno. “Cuestión de chapa”, se dijo resignado.
Fatalmente esa era la noche de asueto
de Dick Sanders, la que destinaba a la conquista de damitas solitarias,
especialmente viciosas y que nunca en su vida habían experimentado algo
parecido al remordimiento.
De modo que, decidido a precipitarse
en el juego de la seducción más inmediata en cualquiera de los bares de
alterne, nuestro hombre había salido de su apartamento esa tibia noche de mayo
desarmado.
Al menos de pistola.
Y, ahora, ahí estaba, mordiendo el
polvo, con una bala en el cuerpo, una rubia aterrorizada a dos metros de él con
la estrecha falda hasta las ingles y un asesino agazapado en la oscuridad
dispuesto a coserle a balazos.
El
Ilustre Guionista ya había pervertido la lejana infancia de JD., y su nefasta
influencia de escritor todoterreno emborronaría asimismo su adolescencia,
juventud y, acaso, alcanzaría hasta su madurez, aunque eso nunca lo sabremos,
pues perderemos su rastro mucho tiempo antes del año del Señor de 2008, año de
culminación.
(JD.:
un escritor todoterreno: al final terminó escribiendo cualquier cosa
(verbigracia: una tesis doctoral, aforismos para los sobrecillos de azúcar de
los bares, las memorias de la duquesa…), hasta que acabó haciéndose cargo de
los horóscopos que una agencia distribuía para dos decenas de periódicos. Un
día escribió el suyo propio: no le gustó el pronóstico: agarró la máquina de
escribir y la lanzó al vacío. (A tomar por saco.)
El
alma se va de viaje: he ahí el origen de los sueños. El sueño como el ocio del
alma, que diría Quevedo.
El
Guionista, en los albores del año dos mil, inmovilizado por la artritis, murió
con el cigarrillo entre los labios, achicados los ojos por el humo fétido (con
la sardónica sonrisa en los labios y los ojillos de hideputa muy brillantes).
No
continuó la próxima semana. Hasta nunca, enanos de mierda devoradores de
tebeos: que os la metan doblada por el culo.
(Invocamos
a los muertos con el habla de los vivos: he ahí la razón de su silencio.)
Puede
que todo esto no signifique nada… pero como decía el poeta es precisamente esa
posibilidad la que otorga a lo escrito su verdadera trascendencia.
¿Y
cómo escribiría? Sin falsas ambigüedades, como ese hombre silencioso, pulcro y
mesurado… ¡pero qué pluma la del señor Zamacois!: En sus ojos alumbró el vicioso resplandor de
los deseos…
(Vivales sentenció:
¡Insuperable!)
En
el desván (en el ficus) escarba en el baúl sicalíptico del abuelo joyero:
cientos de ejemplares de Los
contemporáneos, El Cuento Semanal
y La Novela Semanal, libros de Belda,
Alberto Insúa, Mata, Hoyos y Vinent…
¿Por
qué le gustaba tanto a su padre Luciano
Leuwen?
Porque
estaba incompleta.
Al
igual que Lamiel.
Cosas
de la farándula aun siendo cosas de pluma.
Su
prosa, leyó en una crítica acerca de la novela de…, exhibe una falsa lozanía,
un bronceado de rayos uva: desde la tribuna impune era el censor de los gustos
quien ansiaba parecer de ocurrente y cátedro de letras: calvo y marchito,
aburrido, murió enseguida.
Ante
la mirada de ceniza de su esposa ataviada con una bata manchada y grasienta por
las salpicaduras del aceite de los fritos y sofritos, que lo observaba mustia y
hasta con una mueca de desprecio en los labios fruncidos desde el umbral de la
puerta en penumbras, sentado a la mesa del comedor (frente al televisor en
marcha), nuestro hombre funcionario escribía sonetos los domingos por la tarde,
próximo el anochecer. ¡Qué hora melancólica! ¡Qué día infausto y sombrío!
Miraba el poeta a su interior como el
peintre des dimanches oteaba los
verdes y azules del horizonte. ¡Ah… la creación!
En
cuanto a mí, ¿leer…? Me basta con un blinks
de 15 minutos para librarme de un libraco de cuatrocientas páginas (o más).
A
los poetas les perdió pronto el respeto.
A
Jaime Gil de Biedma lo descubrió en vivo nuestro protagonista con grande
asombro una tarde tibia y olorosa de mayo con los pantalones meados haciendo
eses por Vía Layetana, eso sí, pulcramente encorbatado bajo el estruendo de los
pájaros emboscados en las copas profusas. Pero la mancha de la meada
oscureciendo la bragueta… Raro, muy extraño en un tipo que presumía de dandi.
También
podías haber visto a Barral vomitando el hígado apoyado en una esquina de la
calle Valencia.
Respecto
al otro…
Meaba
hacia el cielo y el chorro le empapaba la pechera.
(Son
cientos de otros, incluso los encorbatados, haciendo el ridículo con sus
refinadas o toscas proposiciones
literarias.)
Lo
pillé, descompuesto, con la mirada cerúlea, en una calleja gris del Soho, a las
puertas de White Horse.
¿Qué
ocurre, poeta? ¿Estás bloqueado? Necesitas una musa…
¿Una
musa? ¡Qué coño una musa! ¡Lo que necesito es un trago! Y si son veinte, ¡mejor
todavía!
Las
musas son imprevisibles.
Tiene
sus antojos el poeta.
Cada
uno su pasatiempo, hasta que… se muere.
20
copas. Acabó en 18. Sobrevivió un par de horas al salir del bar. Uno dijo que
ni se tambaleaba: la muerte iba por dentro.
Casi
lo consiguió, pero la raya roja quedaba dos límites abajo. Una pena.
Yo
sé de otro que se hizo traficante de armas.
Uno
hubo que creyó resucitar a su abuela. Convocaba espíritus.
Una
tomaba sorbetes de monóxido de carbono.
Y
otro que disparó a su mante, el que se hizo traficante de armas, que huyó por
piernas antes de acabar en la trena.
Éste
último, el disparador, se ahogó en un pozal de absenta.
Y
otra que versificaba entre horas, entre comidas y pañales, con dos críos en los
brazos, asqueada (humillada), metió la cabeza en el horno con el gas abierto:
para ti la perra gorda, perro poeta.
Los
hubo ahorcados.
Y
caídos al vacío.
Y hasta fusilados
hubo.
Y los muertos por agua
(los más).
¡Tropa patética!
Gustan, vivos o
muertos (1000$), de salir en antologías de papeles astrosos y pliegos sin
coser.
Que son como
cementerios de bellas, ingeniosas o extravagantes palabrerías acabadas en
graciosas rimillas.
A esa invención le
ponen tapas solemnes, como a cualquier vida de muchos o pocos años la visten,
la acicalan y la mean antes de salir de casa, y ya tenemos libro luciendo
galas, primores y ocurrencias en el escaparate.
Nos, versificamos (sin contar con los
dedos).
No es tarea condenable
por… inútil, propia de artificio de viejas con ganchillo. Es entretenimiento de
inocentes ¿Y a quién trovamos, dama o galán, si no es impertinencia?
A quien o a lo que se
nos ponga por delante: humano o nube, hombre, mujer o cosa.
Yo ando prevenido. Ni
me llamo. Las manos, blancas de vanidad.
Más te vale si no
quieres ser pasto de papeles de desocupado o pasatiempo de encandilado en
sueñecillos: pericia de viejas durante siglos.
Queda dicho: ni me
llamo… ni me llaman.
Hora fuggax, Fugit irreparabile tempus.
¡Qué tiempos de gigantes y enanos!
Decidme,
Esfinge, ¿cómo distinguir a esos dos que sin ser lo mismo son los mismos, como
los sirios y los babilonios que tan raros y parecidos nos resultan tres mil
años después?
Por
la barba.
Cómicos,
a ninguno os ha de amparar el disfraz.
Acabó
en distracciones y miramientos menores aunque suculentos que no exigieran
calenturas, así que un buen día le bastaron las andanzas y las réplicas
afiladas de Marlowe, detective algo desmañado, escéptico y de dudosa ducha
diaria.
Anda,
le decía su padre tirándole el libro a la cabeza, mira a ver lo que dice el
señor Iglesias Laguna en la Estafeta… esas páginas literarias funcionariales y
esclarecedoras.
Ese
distinguido y culto censor de faz del color del café con leche, larguito de
café, y olor a cigarrillo negro de hebra, tipejo con los sesos repletos de
letras que acabó tirándose una mañanita por la ventana de un octavo piso hasta
estrellarse contra el suelo: acabó despanzurrado el vigilante de las esencias
literarias franquistas.
Boceto El Oscuro se iba al desván del abuelo (inexistente pero más real
que el propio abuelo), rebuscaba, hallaba entre polvo, ruinas, libracos: tenía
el alma diletante de aquel Arnheim.
También
dijo el poeta que las madres hacen daño en silencio.
Boceto escribe su novela De
Senecio (1980).
Apartó
las manos del teclado, se reclinó sobre el respaldo y echó para atrás la
cabeza.
Alzó
la vista a las molduras de estuco del techo tan alto, buceaba en el tropel de
pensamientos que hervían en los sesos.
¿Qué
habrá sido de Kate?
¿Quién
era Kate? ¿Quién eras tú?
¿Quiénes
sois todos vosotros?
Kate
era una inglesa rolliza, presumida y torpe, analfabeta de todo aquello que
quedara lejos de la existencia trivial y anodina que sobrellevaba en la brumosa
Birmingham donde trabajaba de dependienta en una carnicería. Una semana al año,
durante el verano, en la barata Spain,
se embriagaba de sangría hasta casi enloquecer: sus ojos azules y vidriosos en
el rostro mofletudo y rosado de frente estrecha y orejas pequeñas y regordetas
casi lo gritaban: ¿a qué esperas para matarme follando?, imploraba con la piel
al rojo vivo al macho hispanicus.
Te
haré bella como el sol, le escribió a Paula una vez, una dolorosa vez: un
verso, uno solo bastó. Luego, los cielos alejaron la gracia (que no quisieron
darle) de sus dedos contadores (poco oído para la métrica). ¡Versitos a Paula!
¡Qué ocurrencia! El baldón le perseguiría a través de los años.
Empezó
a leer a Séneca.
Estoico
a la manera del moralista, proclive al relajamiento senecio: indolencia,
lujuria y dinero, la ninfa deseable llegada de regalo.
Un
poeta tóxico, dominguero, de rima y métrica digital, con el hedor del café con
leche entre los dientes amarillos, es como una sierpe infatigable en busca de
una presa a la que inocularle su veneno, atontarla y leerle sus sonetos y sus
centenares de endecasílabos blancos. Es inútil que la víctima se encierre en
casa y eche el cerrojo con las siete llaves: se mete por debajo de la puerta,
se esconde en el bolsillo de la chaquetilla del pijama o te aparece en la
pantalla del televisor al lado del tipo del informativo de las 3 de la tarde o
asomando la testa pelona por detrás del de las 21 de la noche. Ha de recitarte
sus versazos en sueños, con él amaneces y cuando enciendes la luz del lavabo,
allí está él, sonriendo desde el espejo, con la bocaza abierta, su culo cagado,
el papel en la mano, su recitado de puñales.
¿Por
qué lo ahorcas?
Se
olvidó de la iusticia poetica.
Tendrás que empezar inventio…
Andamos, todavía, dispositio…
En dicendi...
Necesitaba
pocas cosas, pero esas pocas cosas las necesitaba muchísimo.
Incipit hic
Era un sentimental (imperfecto, incorregible). Se diría que, como el cefalópodo, tenía tres corazones…, así daba
principio el primer borrador del primer relato que Boceto pergeñaba con olímpicas intermitencias en el año en curso
(1977).
¿A
qué tanta pausa en el trabajo?
Sólo
escribo inspirado, cuando tercia la musa.
Aligera
la elocutio.
Bardos
incomprensibles… ¡si son como niños que juegan con sus lápices de colores! La
inspiración entra por el culo… ¡Sentado!
Tal
vez escriban por aquel ilusionante asunto de la posteridad.
Muerto
el burro…
No
me preocupa ser mortal, puesto que me sé eterno.
¿Dónde
aprendiste tal cosa?
En
la Buñolería Modernista.
¡Maestro, pongámonos el traje de luces de la
cortesía! ¡Maestro, usted tampoco se siente pueblo! Usted es un poeta, y los
poetas somos aristocracia, la más grande de todas las hidalguías españolas.
No han de entendernos en siglos: las greñas las confunden con lo
harapiento y lo desdeñable y aun lo deleznable; la exquisitez, con la
mariconería; lo sublime del adjetivo, con las ganas de andar enredando; la
divina visión, con la pesadilla y los delirios del vinazo. ¡Incomprendidos
hasta que la muerte nos haga eternos! Será que los versos acanallan al final
(de la comedia).
¿Quién lo dice?
Hasta al primer poeta de España acanallan. Eso lo suscribo yo, Max
Estrella. Y en griego, para mayor claridad. Y también lo digo en alguno de sus
cuatro dialectos si fuese menester.
(Demasiadas copas para esta una sola noche, Boceto, se dice Boceto.)
¿Tú sabes qué es un grito internacional?
¿Quién? ¿Yo?
Fiodorov anduvo por buenos caminos y, sin embargo,
mal acabó, bailando en el vacío colgado de una cuerda.
No peor que el otro convertido en calabaza aunque esté vivito y coleando,
que sin ser gemelo del mártir, se envenenó de lo mismo, incurrió en iguales
sacrificios memorables y perpetró idénticos errores, pero salvó la piel dando
el portazo al aire: era más poeta y menos que cualquier otra cosa, nada
redentor.
Aquel, El Colgado, llenaba su caletre de docenas de libros que abarcaban
la ciencia, la economía, la astronomía, la historia, la física, la geografía,
las matemáticas y todavía hizo hueco para el divertimento literato y la
distracción cinematógrafa (sic).
Eso ocurre por descubrir antes de hora que Dios es un cuento de viejas
(con el ganchillo en la mano).
Ah, pero como los caramelos, cuanto más te dure en la boca Dios, mejor
que mejor, te refresca los pecados.
Al igual que el viejo Marx, aprendió de memoria las tragedias de
Shakespeare (al menos tres de ellas); se regodeaba con el Fausto de Goethe y la Divina
Comedia; leyó a Esquilo, a Demócrito y a Epicuro y le entretenían
sobremanera Los Nibelungos y Don Quijote de la Mancha.
Escribió algunas poesías… malas. Ni siquiera logran el nombre de poema,
se dijo muy pronto. Rompió aquellos papeles sin el menor remordimiento y acudió
al amparo siempre lenitivo de los libros escritos por otros: que doblen ellos el
espinazo, que para mi deleite escriban mientras yo vivo.
Fiodorov no limitó en esas obras las similitudes con
el santón judío alemán de Tréveris, también estudió leyes y leyó filosofías:
Aristóteles, Spinoza, Hume y Hegel.
Mejor principio no cabía imaginar.
Incluso alcanzó, por sus propios medios, a establecer las diferencias
entre la filosofía natural de Demócrito y Epicuro.
Luego, pasó a la acción.
Las revoluciones son las locomotoras de la historia, leyó del Gran
Hombre.
A Fiodorov aquello le sonaba a
versículo. Le hacía feliz. Tenía una misión.
Ahora hazle un hijo a la criada mientras revolucionas a las masas…
trabajadoras y adoctrinas con saña a esos jovenzuelos pequeñoburgueses de medio
pelo aficionados al vodevil del espectáculo (literatura, teatro, cine, el arte
y sus variaciones).
La policía franquista le atrapó en seguida, como hemos visto páginas atrás.
No hallaron en él ninguna culpa. Su diferencia, inocente, sólo le
condenaba a un maltrato inicial de reajuste y a una reclusión posterior para
poner las cosas en su sitio. Ese era el juego de entonces en el gran teatro del
mundo (Llevas en las barbas la ponzoña de la conspiración, en las manos el
libro prohibido, a hurtadillas miras acechante la vida honrada en torno a ti,
nada más hay que probar, ¡a las mazmorras contigo, subversivo!)
¿Quién me llama?, pregunta el mundo.
Tu autor.
¿Qué me quieres?
Una fiesta quiero hacer a mi mismo
poder…
Acabado el primer acto, pronto empezará el segundo y no tardará el
tercero.
Prodigios verán los hombres en tres actos.
Repartid, autor, los papeles.
No vale aquí un no quiero: rey,
rico, labrador, hermosura, discreción, niño, y hasta pobre actúa que más que en
comedia lo atropellan a su representante con la tragedia en este reparto.
No ha de quejarse nadie, no hay motivo. Es representación: igual manda el
que hace de pobre que el que hace de rey, de niño o hermosura, de rico,
labrador o discreción.
Cómicos.
Dejó de escribir el primogénito en nabo convertido.
Dejó de creer (sobre todo en sí mismo) el colgado.
Curanderos moriscos hay que alivian la desgana y procuran la viveza.
¿Viveza?
Viveza en todo lo emprendido y hasta imaginado.
Que se llame a Pinterete, pues.
1983:
otro
que busca su desierto para perderse en él, sin soltar ni por un momento una de
las tres (por si acaso) brújulas de las que se había aprovisionado antes de
emprender el largo viaje para encontrarse a sí mismo en el futuro traidor (nos cambia, ay, nos muda en otra cosa, qué
vamos a hacer, pobres de nosotros) libre de barbas y greñas convertido en alto
funcionario, subsecretario de estado o quién sabe si en algo más principal si
jugaba bien sus cartas de truhán en aquella tierra de alacranes que ya se
divisaba en el horizonte donde la prebenda habría que conseguirse a dentelladas
cayera quien cayera.
En
estas españas de hogaño, aseguró el prohombre encumbrado desde las
alcantarillas a ministro clarividente, el dinero se lo embolsa uno a paletadas.
En el 83, año de armas tomar, le pegas una patada a una piedra y levantas un
rascacielos a la verita del mar.
Era empresa baladí, muy generalizada en la vetusta
Iberia hasta entonces casi medieval: derribaban chimeneas y levantaban áticos
con vistas a la lontananza marina.
Tales consentimientos aplacaron definitivamente a los
muchos tipos que campaban por la piel de toro con aire embravecido, aún
asomándoles el trabuco guerracivilista por los camales.
20 años más tarde (de todo hace veinte años, que dijo aquel al que
primero se le ocurrió), el triunfador, El Rey del Cascote, murió no sin
sorpresa de propios y extraños un lunes de octubre, mediada la mañana sería,
riquísimo, de atavío elegante, liberal.
(Y
el caso es que el tipo llevaba una buena seguida ahora que era verdaderamente
rico y empezaba a temer a la muerte -católica, con infierno incluido-: empezó
como flexiteriano, siguió como vegetariano, se convirtió en vegano y no llegó a
crudista porque, inexplicablemente, en la plenitud de la vida, se murió.)
¿Qué recuerdo guardamos de él?
Su porte distinguido y mirada altiva.
Sus tres matrimonios.
Sus tres residencias de aparatosa construcción: urbana, marina,
montañesa.
Su velero bergantín.
Su flota de seis automóviles de importación.
Su colección de 52 Rolex de oro, la mitad de ellos con brillantes
engastados, uno por cada año de vida cumplidos.
Su escogida pinacoteca de cuadros contemporáneos aunque de obligado
estilo figurativo o rabiosamente informalista.
Sus cuatro hileras de libros encuadernados a la española, todos del mismo
tamaño y color de pasta: exquisita manera y cuidada decoración.
(Su
violencia cobarde y ruin, la única conocida y oculta por unos pocos allegados
más allá de la ferocidad de su avaricia, consistía, previo pago, en el derribo
y posesión sin contemplaciones de la hembra mercenaria dispuesta por ello al
golpe, al insulto y al ultraje absoluto. El orgasmo sobrevenía tras la
vejación, micciones, defecciones, salivazos: en eso consiste el dinero.)
Sus malas artes y alguna (o muchas) de sus malas trazas.
Rico y duro. Y fue abatido un octubre, lunes, de mañanita.
Te
pagaré con aceitunas y algún dátil.
Devuélveme
los ganados, exige la Biblia.
Y
allá vuelven las ovejas, los camellos, los asnos…
En
el tanatorio se congregó gente principal.
Dios
nos lo dio, Dios nos lo quita.
Un
santo era (además de varón).
Hasta
se diría que en su mesilla de noche, entre las últimas lecturas, allá
descansaban escrituras de Antonio María Claret, los sermonarios de Bossuet y
Fenelón.
A
través del grueso cristal miraban en compungido silencio los deudos y
acompañamiento general al muerto tan bien compuesto en su caja brillante de
bronces y pulidos.
Cortejo
resplandeciente y mudo a la nada… de otro. ¡Y no ha de volver!, se decían
algunos para sus adentros. ¡Qué estafa!, que exclamaría divertido el señor Haro
Tecglen.
También
hubo en la sentida congregación el despechado, el garbanzo negro de la amistad
interesada, el vengativo sinuoso que nunca ha de faltar en las crueles
despedidas:
Sé
que tenía mucho dinero porque era el clásico tipo que escondía en un bolsillo
de la chaqueta los sobrecillos de azúcar de los bares que sus acompañantes no
utilizaban, musitó casi sin aliento uno al oído de otro.
¿Qué
me dices?
Ahí
estaba de cuerpo presente. Era todo lo que había sido pero sin respirar, sin
moverse, con los párpados de cera cubriendo los ojos, tieso. Era todo lo que
era antes, pero ahora muerto y pronto a desintegrarse en el fuego o a pudrirse
en la oscuridad de un féretro bajo tierra. Y a pesar de esto, que ya es,
seguiría siendo. Para siempre: incluso desaparecido y en la nada cósmica el ser
humano, apagado el sol y estallados en mil pedazos candentes el planeta Tierra
y su luna gregaria, eterno iba a ser.
Con
posterioridad: solicitaron fiel escribano mercenario que compusiera en papeles
biografía laudatoria sin pérdida de tiempo, pues del ilustre cadáver aún fresco
podían sacarse buenos réditos económicos y sociales.
No
fueron pocos los cómicos pobretones de la pluma que acudieron a dar cumplida
prestación al anuncio. Pero sólo uno de ellos, tan anónimo como todos, fue el
elegido: se resignó a una cobranza menor, pues escribiendo mentía con mayor
facilidad que nadie en el mundo. Eso abonaba una rapidez de aseada redacción
que rentabilizaba cualquier trabajo de encargo.
Afiló
la péndola y se dispuso a mentir como si tal cosa.
Y
usted, JD., ¿cómo se las arregla para llevar a buen término encargos tan
peregrinos? Por muchas trastadas domésticas que hiciera el finado, qué
soporífera debió ser la aventura de esa vida metiendo dineros en el saco año
tras año, sin mayor ambición, así de mediocre esa personalidad, qué pobreza de
carácter, qué estrechez de miras.
Amigo,
no existe tinta más fértil e inspiradora que cebe la pluma que un billete (por
esas calendas, verde) de curso legal. Y respecto al muerto, sujeto de la
escritura, lector más benévolo y comprensivo no puede hallarse ante el
predicado ruin, el adjetivo feo, los adverbios acabados en mente y los
complementos directo o indirecto: ni desdeña el halago, ni se encoleriza con la
mentira, ni censura la fantasía ni el despropósito. Mudo es frente a la
desvergüenza y la soltura de la invención en un sentido u otro: lector callado
como un muerto.
Mundo
traidor donde todo es verdad y todo es mentira... allá donde se alza lo iluso,
ahí resulta la función: mejor callar, que en boca cerrada no entran moscas
(gordas, de vuelo lento y pesado, acechantes, de verdes reflejos metálicos,
necrófagas).
1992.
Su
padre, eterno, yacía en el suelo como un muñeco de trapo, caído sobre sí mismo,
como si le hubiesen cortado los hilos desde lo alto: ya me cansé de ti,
juguete, me aburres, dice la vida, dueña y señora de cuerpos, la terrible y
colérica fábrica de ilusiones se hartó de la marioneta mutilada del hálito
mágico, y la suelta de golpe en el vacío hastiada del entretenimiento, y se da
la vuelta, y se aleja como un gato saciado de vulgaridades.
Solo
entre libros, esa tarde de junio de sinfonía vibrante, muerto: la muerte
invicta.
No acabar fulminado
como el viejo Brell… Que metan por la vena los stents biodegrables que les
venga en gana y a seguir dándole a la bola, y cuando el tema se agote,
echaremos mano de la Tavi y… a rodar aunque sólo sea un par de años más. (A
rodar, se dice en este 2008 de nuestros pecados el jurisconsulto, don Pedro
Coloma Bonet, separado, 72 años, consorte que fue de doña Eugenia Espina,
padre, manoseador lascivo y maestro de La Gran Paula, bastante preocupado por
la pesadez del brazo izquierdo, el pinchazo sentido ocasionalmente en el pecho,
entre las tetillas.)
Ignacio Brell Gay
abrió la puerta y no sonaba Haydn. Era el crepúsculo, todavía dorado. Encendió
la luz del recibidor. El olor a madera y el olor al papel de los libros eran
más densos y tranquilizadores que nunca, y sin embargo… Intuyó en seguida que
la placidez era engañosa. Sin haber encarado aún el curvo pasillo en penumbras
supo que toda la casa, los dormitorios, la cocina, las habitaciones anejas y
los dos salones del fondo, estaba silenciada, una extravagancia, no tanto por
la ausencia de la música del vienés como por la sustancia del que parecía estar
hecho ese momento, un silencio como
materializado en piedra qie se le antojó extraño, premonitorio, y que su padre
aunque estaba allí, en algún rincón, no iba a contestar a su llamada, ¿dónde
estás, padre?, lo sabía de sobra cuando empezó a andar con las llaves en la
mano, adentrándose en esa guarida de reposo, descreencia y tal vez un poco de
sabiduría, mientras con liviano temblor en las piernas iba encendiendo todas la
luces, aún innecesarias en esa tarde tibia e iluminada, que encontraba su mano,
consciente ya del todo de la imagen patética y brutal que, como nacida en
pavoroso relieve del propio suelo, el destino le condenaba a contemplar: ahora
su padre era un bulto inerte, sin interés, e incluso se le ocurrió pensar que
una cáscara, la forma exterior, frágil, rompible, de una pura y absoluta vaciedad.
¿A cuántos has matado
hoy, Dios?
Los suficientes para
agradar mi naturaleza.
En el año de gracia
del 92, Paula Coloma, que en París ejerce de freelance simplemente por coquetería sin necesidad de agente o
intermediarios, envía reportajes de arte directamente a dos revistas de moda,
afortunadamente hoy desaparecidas, cuya única justificación contemporánea de su
existencia de por entonces era la de no hacer ascos a ninguna propuesta
plástica que escapara de la odiosa figuración: la pintura ha muerto.
Escribía con crueldad.
Esa terminología, oscura y confusa, como nacida del propio vocabulario plástico
confuso y también oscuro, los engañará a todos, se decía. En efecto, lo escrito
lo imprimían, lo publicaban, lo vendían y le pagaban: París es gratis.
He conocido a todo el
mundo importante que hay que conocer aquí, afirmó por teléfono tres semanas más
tarde de su llegada a la capital parisina:
A los tipos y tipas
que pasaban el tiempo y adormecían su genialidad sentados y varados en las
terrazas de las cafeterías de una ciudad que a nada exitoso llevaban. A esos
conocía. O ni a ellos. Sartre murió. La Gran Época existencialista murió. Mao
murió hastiado de meter el dedo en la vagina de su gran harén de adolescentes
complacientes.
Ha muerto una época.
¿Todo murió?
Puede que no el
pernod.
¿Qué tal un traguito
de absenta?
Y un Rimbaud como
joroba gangrenosa a la espalda de por vida.
Anda que te andarás.
Hasta París cansa. Quel fatigue...
La Gran Paula se
compró una Leica. No le gustaban las fotografías que acompañaban sus
reportajes.
Aquellas fotos
pretendían ser más importantes que las mismas obras de arte que reseñaba en los
textos.
Se ponía verde de
fumar porros disfrazados de cigarrillos muy finos y de tersura elegante.
Se compraba vestidos y
libros de arte. No dejó de reseñar ni una sola de las exposiciones importantes
del momento que se inauguraban en la capital parisina.
Por lo demás, nunca le
había gustado dormir sola. Hasta ahí podíamos llegar.
Eso era algo que Boceto sabía de sobra.
No había que imaginar
nada más.
Todo iba sobre ruedas.
¿Quién engrasaba el
mundo?
El viejo Brell murió
ayer. Era todo lo que había que comunicar.
No fue incólume a los
nuevos tiempos.
Un asco, mierdecilla.
Los nobles de intelecto habremos de escondernos entre los sombríos y algo
raídos brocados de la estirpe.
Épocas infaustas.
Con sus muertes en el
haber.
Con la vida de todo
ser humano en el debe.
Padre, te has quedado
sin sirvientes. ¿Quién ha de uncir los caballos al tílburi, al faetón, al
simón…? ¿Quién dispondrá manteles, encenderá velones, sacará brillo a la plata,
te vestirá en la cámara, recibirá visitante en la antesala?
No es momento de duda,
siglo veinte cambalache.
Venderé caballerías y
landó, libraremos espacio en el comedor: que ganen sitio los libros, al diablo
con todo lo demás… Una página de Cervantes vale mil hombres, dos de Quevedo
todo un ejército.
Estas épocas nos
desnudan.
Padre,
¿qué pasó? Bien podías como aquel payés ilustrado haber alcanzado los 80 años
sin dejar de zampar en plena mañana tres huevos fritos, una loncha de panceta y
una botella de vino de Espolla. Y a rodar, que hace buen tiempo.
Pero la muerte le
sorprendió a traición, con el chaleco puesto, aflojado el nudo de la corbata de
liso color gris, calzados los pies en las zapatillas de orillo domésticas y
confortables.
La Bella Paula, mujer
de calenturas siempre, en París follándose a una mujer, se excusa, nada de
muertos oliendo a podrido, qué asco:
Qué repentino y triste
todo.
Querido, qué gran
herida en el corazón.
Comparto contigo estos
dolorosos momentos.
Asunto importante
entre manos.
Imposible coger avión.
Nos vemos pronto.
Mil besos.
(Huye, paloma, de la
aflicción de la vida, sus penas, que engorro una muerte, que mal gusto cuando
ella transitando por el gran París.)
¿Moriría abatido el
patriarca por el vislumbre de un futuro (acaso) atroz? ¿Asqueado? ¿Arrepentido?
¿Qué clase de hilacho
de vida deja tras él?
Varios y diversos: él
se deleitaba con Haydn, sus libros, Klee…
Se encontró encerrado
entre páginas hasta nota testamentaria que mucho aclaraba:
Antes prefiero yo los
pies de Cervantes, tan soldados a la tierra, que las alas de Góngora que tanto
alto vuelan.
(El otro desdichado Fiodorov enmudecía ante los órganos de
Stalin.)
Asilvestrado o en
barbecho el primogénito.
Y el tercero… ¡en
discordia perpetua y ocios interminables!
Tres hijos había el Rey,
Tres hijuelos, que no mas;
Por enojo que hubo dellos,
Todos malditos los ha.
Boceto entierra (incinera) a su padre. Solo,
sin hermanos, sin madre, sin viuda deshecha en llanto, sin parientes, dos
amigos ateneístas, algún catedrático de la Literaria jubilado y cobarde, algún
antiguo alumno fracasado, y el guionista de sonrisa petrificada que, del brazo
de su mujer, arrastra como puede sus piernas artríticas, ¿qué quieres ser de
mayor?, y todo el mundo sabe lo que ocurre cuando eres mayor y todavía sabe
mejor lo que ocurre cuando incluso eres un poco más mayor, no llovía, pero
soplaba a ráfagas un viento de poniente que secaba hasta las lágrimas. En eso
consistía el cortejo que honraba al muerto, en unas nubes grandes y blancas
volanderas en un cielo de poniente muy azul, azulísimo, en unos cipreses
majestuosos y trágicos (?), de una solemnidad que le llenaba a uno el alma aún
viva de congoja (ha muerto el padre, eso es todo, he ahí lo que fue ahora
inerte, he ahí la pestilencia de lo que será), de respeto y sumisión, eran como
los guardianes que custodiaban siglo tras siglo el silencio increíble y
definitivo de todos los muertos en la última singladura, se erguían terribles y
altivos a los lados del camino a la eternidad de la casa de la muerte que
recorrían en procesión esos cadáveres dentro de las cajas que fueron atildados
por manos del todo extranjeras, mercenarias e indiferentes por artesanas de
muerte.
Buena muerte la de
Séneca (después de tan buena vida de faltriqueras llenas), al menos de suma
estética, de elegante estoicismo. Cayo Cornelio Tácito nos cuenta como mandó a
su santa, con las venas abiertas, dispuesta a sacrificarse junto a él, a morir
al aposento contiguo a fin de que no le viera a él agonizar, pues ese cuerpo
viejo hasta se negaba a caer rendido sin oponer resistencia.
Alargas tus esperanzas
más allá de lo razonable, le amonesta el imaginario Boceto a alguno de sus múltiples personajes imaginarios.
Lo más razonable es la
muerte, supongo, se contesta impávido alguno de esos, aunque algo incrédulo.
Más allá de esto,
nada. Cosa de los vivos y sus aseados protocolos para pasar el tiempo (malo o
bueno, provisional, o definitivo como es el caso)
Estamos rodeados de
cuerpos, vivos o muertos. Visibles y tocables, o recordables y traídos de
vuelta al mundo material mediante la imaginación. Cuando intentas recordar qué
pensaba tu padre de esto o aquello, se te hace presente su rostro, hasta su
mirada, y puede que hasta el timbre de su voz, sus gestos, o su quietud. Lo ves
a él y entonces recuerdas lo que pensaba. No puedes oírle hablar muerto sin imaginarle físicamente vivo. Somos
el álbum de fotos y retratos andante y portable de los muertos, y los
accionamos a nuestro arbitrio... esas fúnebres marionetas.
La fotografía es luz.
Hasta el retrato de los muertos reflejan la luz viva de cuando estaban vivos.
París es toda luz,
decía Paula. El cielo gris y feo, las calles sombrías, las viejas piedras
oscuras, la lluvia gris y fea de junio, y sin embargo todo parecía dorado en el
interior de los museos, de los cafés, de las librerías, hasta el oro falso de
las verjas de los parques y jardines parecía henchido de luz bajo la penumbra
ininterrumpida de la llovizna lóbrega, fea y el aire hosco, pero era grisura
que la cobijaba, algo había de excitación y oscuro en ella.
Volveré lo más pronto
posible, mentía la cronista… oscura.
Lo que le ocurre a
Paula en París es Laura, el encuentro axial, necesario.
Laura áurea.
Y de repente todo fue
como un rayo de sol. Junio empezó a brillar, todo lo doraba también el
exterior, maravillaba lo de afuera, nueva, azul, majestuosa y bella la capital
del mundo que alborozaba el ánimo.
La propia ciudad la
corporeizaba, la creó en cualquier arrabal o en alguna estancia radiante de
cuadros y bustos de mármol blanquísimo, bronces de un verde noble y fascinante,
misterioso y antiguo como todo lo
finisecular.
Laura Roser había
alquilado (no exactamente, como pronto
comprobarán nuestros lectores)
una buhardilla amarilla y blanca en forma de huevo por los alrededores más
tristes y húmedos del Panteón.
En 1992 Laura Roser
tiene 27 años y una niña de menos de tres, se halla separada de su marido
suizo, un artista mediocre que yace en coma, agonizante, en la habitación de
una clínica de grandes ventanales con vistas clamorosas al lago Leman, imparte
clases de francés acelerado y algo latino en la incubadora del chagal a latinoamericanos recién
llegados de América en busca del cadáver de Cortázar y por las tardes pinta pequeñas
acuarelas urbanas (a la manera de Utrillo) que vende por debajo de los
doscientos francos los domingos por la mañana en un mercadillo falso concebido
y decorado para turistas incautos: parodiaban unos y otros, vendedores y
compradores, sin saberlo, muy serios en sus cambalaches, el otrora mercado de
las pulgas, que aquél en tiempos más antiguos sí era un mercadillo de verdad.
Pero tenía el sabor del óxido en el paladar esta española. Engañaban sus
palabras, no su mirada estragada de secretos y pactos con la sordidez: una
mujer herida, acuchillada de parte a parte por las corrupciones de un mundo
balzaquiano, pletórico, depredador, sin misericordia. Aunque ella también tenía
sus armas ocultas.
Todo sabía ruin,
sucio, ella misma y, en especial, eso, el mundo, que entonces era París, esa
Laura hermosa y vengadora (pero sólo por capitulación) a la que, derrumbada,
únicamente alienta la huida allí, a ese lugar. Todavía no sabe por cuanto
tiempo.
Esta hada buena viene
de las brumas verdes, las tierras negras y las noches lúgubres de las brujas,
pero ella se disfraza de rosa y blanco. Además, sabe demasiado (el horror, el
horror).
Mucho
ha navegado por los cielos oscuros mientras vivía o creía vivir como un ser
áureo, esplendente. Y sólo era una criatura terrenal expuesta a las trampas y
venenos del mundo.
El
año 92 tenía forma de rayo de sol. No había por donde cogerlo. Pon:
inobjetable. Pero era un sol viejo, al igual que ese que entrevén los muertos
un instante antes de morir, como si ya no fuese sol ni luz, un aire lánguido y
mortecinamente visible entre grisuras
cobrizas, un aire por fin, a la hora de la muerte, evidente, al que puedes dar
el color de la calavera sonriente.
Nadie
imaginaría en ese año que andando el tiempo, con sus mañas y propósitos indescifrables,
cualquiera acabaría teniendo en casa, al igual que se tiene un televisor o una
aspiradora, una fábrica para todo, un artilugio que remedando la forma de una
impresora podría replicar cualquier vestido, zapato u objeto que uno fuese
capaz de concebir: el perfecto esclavo: dáselo diseñado el objeto de tu deseo y
lárgate al cine: a tu regreso habrá cumplido su faena sin rechistar, exigir un
tiempo precioso para el almuerzo o maquinar cualquier otra conspiración
proletaria.
Nadie
nacido una década y media después de 1992 imaginaría que aquel mundo siendo lo
mismo era muy distinto al de 2008.
Terminarás
comiendo salmón hecho de algas.
Niño
rollizo y saludable el de la generación zeta de nuestro siglo incipiente:
biotecnológicamente puro.
De
insectos o microalgas, decide la clase de entrepán (pan de sorgo, naturalmente)
que echarte a las tripas. La bebida la eliges tú.
Producto
de la hidroponía, la tal lechuga de tu plato (ovoide o rectangular, que tanto
da) nada tiene que ver con la vieja y recia lechuga verde troceada sobre
aquellos platos redondos, aliñada de sal, buen aceite y unas gotas de aromático
vinagre.
Tu
lechuga ahora es roja, no nace de la tierra y para nada necesita el sol.
Y
tú comes carne de pollo cultivada, como si fuese un boniato.
No
olvides Sancho, amigo, que las buenas ideas se cuecen en la oficina del
estómago.
Entonces,
¿tal retahíla…?
Frente
al Pompidou a punto de abrir sus puertas, una mañana de junio, clara y tibia,
Paula la descubrió en una de las esquinas, de pie, comiendo un bocadillo de
fuagrás. Parecía tener verdadera hambre. París acucia al exiliado, lo desagua:
natural 1992.
Comemos
lo que se puede y cuado se puede: devoraba la otra el entrepán hasta con
grosería, lejos de cualquier verdulería.
Unos
se atiborran de sustitutos proteicos de origen vegetal y otros le hincan el
diente a una tostada de pan de trigo untada de sobrasada.
2008:
hay tipos desalmados que en siniestros laboratorios clandestinos ya fabrican
mantequilla con agua de garbanzo.
Usted
se toma un vaso de leche; yo, acorde a los tiempos, engullo media docena de
guisantes tratados genéticamente.
Te
doy mi gamba sintética a cambio de ese pescado in vitro.
Hecho.
Ayer
llené la bolsa de la compra con carne cultivada en el interior de un reactor y unos trozos de cordero
microbiano (pitanza memorable la de hoy, pues).
¿Y
esa albóndiga? (insectos, algas y carne de cultivo).
¿Y
esa hamburguesa? (remolacha, chirivía, patata y gusanos de harina).
Ya
andamos por la tercera generación de proteínas vegetales: adiós a los rancios
tofu, tempeh y el seitán. Que aproveche.
Grandioso
bocadillo de fuagrás. ¿Me dejas dar un mordisquito?
Sin
haberse visto nunca, se reconocieron en seguida: bienvenida al club.
Ambas
mujeres estaban en una de esas inevitables introspecciones íntimas.
¿De
Valencia?
¡Qué
casualidad!
¿Me
dejas dar un mordisquito?
Ya
se comían una a otra con los ojos.
Así
eran las cosas de fáciles en el 92, el año en forma de rayo de sol, tan
distinto a aquellos de otros tiempos:
Estuve en París en una época en que
Picasso aún no era Picasso, así que no fui a ver a Picasso.
Eso
lo escribió como si nada El Madriles en Automoribundia
(para información y conocimiento del público en general).
Compartieron
después bocadillos griegos, una milanesa, un poco de queso y una botella de un
Chardonay de trago goloso, chispeante y sutil como estilete florentino,
aliviaba la garganta demasiado habladora como el aire fresco y nochiergo de un
día de sofoco apacigua por fin la piel.
Laura
Roser aireaba un pasado sin fingimientos, de culpas o sin ellas: una parte de
él, de ese pasado poliedro, rompecabezas y calidoscópico, se llamaba Hanna y
tenía cerca de tres años, en esos instantes al cuidado de una estudiante suiza
en un sotobanco parisino donde el tiempo maduraba igual que la luz de melocotón
iba disipándose en ese atardecer alto de buhardilla parisina.
Es
una niña preciosa, dijo muy seria. (¿No es pronto para saberlo?, apenas un
bebé, esa mueca graciosa puede tornarse al cabo en giro simiesco, esos ojos
verdes hacerse carbón, quién sabe en qué rictus la boca…)
¿Eso
te hace sentirte sucia?
Y,
ahora, ¿qué?
Somos
lo que comemos…
Pero
eso no lo dijo un ecologista, un nutricionista, un manipulador de vegetales
nacidos en un laboratorio… Lo dijo un marxista.
Si
eres pobre, un tipo precario, de cultura escasa y salario miserable, aunque
comas mucho, comes mal. Y eso mata antes de tiempo, precipita tu putrición en
vida: te hincha de grasas pero no te alimenta ni vigoriza el organismo, engorda
la sangre de porquerías, tus límites empiezan a ser tus sobras repelentes.
Junio
en París es Hemingway sentado al aire libre en la terraza de un café,
escribiendo muy concentrado con un lápiz corto en una libreta arrugada, dijo
una de las dos.
Laura
Roser, en París, es pobre como una rata: las clases de francés sazonado con
acento latino y helvético impartidas a niños bien sudamericanos a duras penas
sufragan los bocadillos de fuagrás y sobrasada y los utrillos de imitación,
incluso enmarcados los exhiben algunos, de abundosa oferta desde Montmartre
hasta el Barrio Latino, es una pobre mercancía de venta tan esporádica como
regateable hasta la humillación.
Laura
Roser, por las tardes, mientras la niña duerme, también escribe en francés una
novela lírica, sin apenas diálogos, sobre una aventura artístico-sentimental
que se inicia a los dieciséis años y ha de alcanzar hasta ese mismo año
olímpico del 92: se diría que los capítulos de una andadura de perra lista pero
que al final pudieron con ella las otras dentelladas, las del lobo.
El
aire de junio es limpio y fragante; las copas grandes de los árboles, el techo
de fértiles y protectoras sombras del escritor en ciernes; las calles abiertas
de París, que es todo el mundo, la inspiración.
(También
la inspiración era la pata de conejo oculta en el bolsillo izquierdo.)
Hemingway
escribía corto y rápido. Todos los jóvenes escritores del mundo, al empezar a
colmar folio tras folio, ansían escribir de tal forma, al menos por entonces,
mediado el siglo XX, o poco más, hasta la muerte del escritor de resultas de un
escopetazo que se estampó en la cabeza un día infausto del 61. Pero los deseos
se estrellaban contra la punta de la pluma, se desvanecían como el polvo al
golpear las teclas: esa facilidad implicaba no poco genio, y, además, desvela
con crueldad la posible pobreza de ideas, es capaz de desnudar un simplismo
intelectual de cuidado, es estilo demasiado próximo a un pozo seco donde yace
la nada, tan cerca del balbuceo sintáctico y de la escueta redacción y
vulgaridad bachilleres.
Dejaron
de hablar de Hemingway: la frase corta, gitana y navajera, aunque luciente y
genial, irrepetible.
Por
entonces tampoco París era la libertad, la revolución…
El
proletariado ya no existía, estaban las clases pudientes, corruptas o no, la
clase media indefinible por arriba o por abajo y los parados, los marginados,
los emigrantes. Los palacios de invierno se alquilaban por horas para celebrar
bodas o puestas de largo. Ni un tiro, pues.
¿La
revolución? ¿Qué revolución? Yo lo único que quiero es no parecerme a mi padre
y lo que quedó de él, proclaman sin el menor asomo de cinismo los hijos de la
famélica legión.
Todo
acaba sucediendo en el pasado. Por lo demás, el Nilo sigue siendo el río más
largo, el Caspio el lago más extenso, el Everest la montaña más alta.
París
ya no era el gas de las granadas lacrimógenas del 68 que envenenaba los ojos y
paraba en seco los pies de una carrera desenfrenada a ninguna parte huyendo de
la carga policial.
En
1992 París ya sólo es una estación de tránsito. Una tregua. Y en el peor de los
casos, un hospital elegante, nostálgico y monumental donde curar las viejas
heridas, las del espíritu.
¿Ella?
¿Quién…?
París,
hospicio de almas bohemias, leía ella en noveluchas que todas eran la misma a
pesar de los disfraces, los cambios de nombre, las tramas.
La
mujer bella, joven, inteligente, algo perra, rebotada de un lado a otro desde
que salió de España con los dientes bien afilados y sabiendo muy bien lo que quería, amanece y atardece en un urbe que
desdeña las peripecias personales, la tragedia o las festividades de cada cual,
fugaz como los días.
Tal
vez lo importante de veras, al menos lo más prudente, sea saber muy bien lo que no quieres.
Uno
escribe su propia biografía, que es lo que en realidad está haciendo Laura
Roser en esas tardes parisinas mientras vigila el sueño intranquilo y terrible
de la niña yacente a su lado, sus sueños de desasosiego aún más indescifrables
que los del adulto, para saber aquello malvado que permanecía al acecho en el
mismo discurrir y malogró la andadura. ¿Qué hizo mal?
Estaba
allí… ¿en París? Ella era el mal, pues sucedió.
Escribe
en francés (quizás sólo para sí misma, sin pensar en el Goncourt) para
averiguar las encrucijadas y sus caminos arteros que no aclaran una dirección,
un destino, quiere saber cosas del pasado que expliquen los desastres, el mal
camino elegido, la fatalidad, pero el pasado nada transparenta opacado por los
olvidos, el miedo, el asco.
Una
sombra de lo que fue: acobardada, sin aguja de marear, la niña Hanna como un
apéndice soldado a su costado proclama sin ambages los fracasos de la juventud:
en París, pero lejos de ese París (aún) atrayente en todas las épocas, pero
ella lejos de los estudios y talleres de los artistas, ausente de los
seminarios, de las universidades, de los libros…, pero lejos en especial del pasado
¿Qué hacer y cómo? Conseguir el dinero imprescindible, reflexionar, dejarse
llevar, detener el mundo.
Ganar
tiempo. ¡Qué español es eso!
Al
tercer vaso del Chardonay, Paula nota el calor en el rostro, una sierpe húmeda
y tibia enroscada en la entrepierna. Ahora está a punto para la pasión. La
conciencia ya se diluye en un ardor que le hace perder la cabeza. Ahora sólo es
un cuerpo en plena animalidad. En cuanto la vio, supo que era ella. En cuanto
la vio, comprendió que ella también la adivinaba a ella como se presagian antes
de hora los finales malos de las malas películas y las malas novelas.
Ah,
Paula, acuciada por la avidez del sexo (la avilantez) se intoxica con ese
cargamento de grasas que no ha de limpiar ese vino tan obvio. ¿Adónde quedan la
mesura, las obligaciones gastronómicas que mantiene tus órganos y vísceras a
salvo del envenenamiento? ¿Adónde las microalgas y demás sucedáneos?
Si
hoy, sexo, mañana ostras, caviar, codornices con salsa Périgord, champaña
rosado: más sexo.
Hojearon
montones de libros en el Beaubourg, atisbaron entre postales y catálogos.
Naciendo la tarde dorada se asean en los lavabos de una cafetería extrañamente
tranquila al otro extremo del Pont Neuf, cerca del Instituo de Francia.
Demasiado Pernod a media tarde. Se dan el primer beso.
Como
si toda la vida fuera nueva, recién descubierta, extraña también todo el
silencio que les rodea a pesar del movimiento y el tráfico incesante, recorren
el bulevard Saint Germain, cruzan Saint Michel con miedo a mirarse una a otra,
no fueran a desvanecerse como las criaturas intangibles, pero tan reales, de
los sueños. Turistean por un callejero tan reiterado y revisitado que prefieren
olvidarlo cuanto antes; no así las sensaciones, la voluptuosidad de un ánimo
que lejos de hacerles desfallecer les exalta hasta el paroxismo. Y es que,
ahora, las dos tienen alma de artista, alma de puta sosegada por la novedad.
En
la excitación, merodeando por los Jardines de Luxemburgo, les dan las horas de
la noche, pero aún incipiente.
Paula
pagó las groseras consumiciones de los bocadillos, la fresca y acariciante
bebida del Chardonay, el café tan negro, amargo, pues Laura dijo que siempre lo
tomaba sin azúcar y Paula quiso imitarla, eso también puedo hacerlo yo, había
pensado divertida mientras abonaba la cuenta, que le pareció exagerada hasta
para la piratería culinaria francesa: es el primer precio que Laura Roser, a su
vez, también paga en esa amistad sin ser consciente de ello: su boca dibuja una
sonrisa triste, agradecida.
¿Qué
lees?, pregunta Paula disimulando el deseo.
La
noche de Junio es excitante y tibia: la más larga de tu vida, no amanecerá
nunca entrelazada a las piernas y los muslos de ese cuerpo de la otra que la
está matando sólo por mirarla. ¿Qué será lo de después? Que sea la noche eterna.
Kristeva.
Les Samouraïs.
Esas
lecturas que parecen tan importantes en ese tan
tiempo.
(Sabe
de lo que escribe, de lo que se arrepiente, de lo que vivió quizás
estúpidamente, siente esa época, apenas la describe, los años te matan, te
destruyen o te borran como si nada: eso le permite tener tono, andar a sus anchas aupada por los zancos de los personajes
–marionetas de lo real- a los que lleva de aquí para allá, aunque no tanto como
parece: París, China, Nueva York (Nueva York La Inevitable) en el juego
intelectual de finales de los años ochenta. La India murió, se disipó en el
aire sucio del tráfico aberrante y la pobreza brutal y resignada, se olvidó
para siempre ella y sus gurús impostados de ojos hipnóticos cuando la heroína
os llevaba a los chicos de la panda al infierno con la jeringuilla envenenada
colgada del brazo esquelético o del cuello acribillado de suicida.)
Todo
ha de quedar viejo, rancio. ¿Llegaría? Como de una moda de temporada, que
siempre termina pasado. Pero fue. Como sus personajes, que creían en el mundo
mejor de después, y cuando llegó la fiesta había acabado y todo fue
peor, cuando menos inútil.
¿Les Samouraïs? Discurriendo por tales
cauces, el viejo Durrell no tiene nada que temer: imbatible en esas lides en el
mismo tiempo de su gestación y en los de más adelante: coger de la mano del
pensamiento a los personajes no es reto fácil. Puede aburrir si no se anda con
tino. Por lo demás, ¿cómo se crea un personaje. (Es sencillo, se crea él sólo:
déjate llevar.)
Andan
despacio por las calles viejas nocturnas, tan festivas y acogedoras ahora para
ellas dos. Qué fácil ha de ser hacer el amor con ella, piensa Paula, tan
natural, con morosidad, sin hacer daño, ella se dejará llevar sin importarle
nada hasta el éxtasis de las dos. Complaciente, complacida. Y, sin embargo,
debajo de esa piel hay una columna de hierro. A veces hasta al rojo vivo.
También
escribo.
Bienvenida
al club.
Paula
escribe de arte actual, pero lee a Orwell: una imposición del redactor jefe de
la revista de Valencia recién casado al que se tiraba (el infeliz creía manejar
de las riendas a esa mujer que lo sorbía de arriba abajo como si nada y lo
arrojaba luego lejos de sí como un pañuelo de papel mojado de semen, inservible
ya) antes de recalar en la capital parisina.
¿Aún
se lee 1984?
¿Por
qué no había de hacerse?
No
existe año que no sea 1984.
Paula
se enoja ligeramente: hablar de Orwell momentos antes de echar el polvo de mi
vida…
Sólo
faltaba oler a legumbres cocidas... ¡o a coliflor!
¿Qué
diablos es eso de una telepantalla? O es televisión o es una pantalla.
El
verdadero cóctel se hacía con ácido nítrico.
Un
adoquín de mayo del 68 es un pisapapeles (ahora).
¿Qué
diablos es eso del tubo neumático?
(En
París se hallan los más indicados para contestarte.)
(En
la habitación 101… el horror, el horror…)
A
todos los niños buenos les compran un juguete.
Tú
no tendrás libros escritos antes de 1960, ¿verdad?
Amarás
a Dios (GH) sobre todas las cosas.
¿Qué
diablos…?
El
Winston Smith del año 48 ya tenía suerte si, depauperado por las carencias de
una postguerra triste, larga y precaria, aún vivía un par de años y alcanzaba
el medio siglo.
El
Winston Smith del 84 creía en demasiadas cosas, sobre todo en un futuro
tecnológico que facilitase el lugar del ser humano en la tierra, que le librase
de los embates destructivos de la naturaleza embravecida y le aliviase de
trabajos, enfermedades, plagas y supercherías, que hiciese desaparecer
definitivamente las violencias nacionalistas y depredadoras. Le darías una
patada a un piedra, al hidrógeno o al sol y tendrías la energía a raudales, a
precio de baratillo. El sucio petróleo tendría los años contados ante la
panacea de la fusión nuclear. El pasado era calderilla de la que podría uno
desprenderse como si nada, un forúnculo.
Todo
lo predecible acaba siendo… sólo que de forma inimaginable décadas atrás:
ninguna figuración ideal del futuro concebida en el pasado representa con
fidelidad la realidad y los usos de las apariencias ulteriores, se desangra en
futilidades.
Han
de volar los hombres… libres de aparatos.
Pero
sin alas en los costados.
¿Cómo
saber lo que va a ocurrir? ¿A qué oráculo dar fe?
No
han de bastar las visiones, ni las profecías, ni saber leer las entrañas del
animal despedazado, ni la hidromancia, ni la cristolomancia, ni la taza del
café en la sobremesa, ni siquiera el I Ching (mero pasatiempo filosófico y
matemático con que mecerse en el tiempo)… Respecto a la corte celestial y sus
correrías, ¡puro cuento!
A
diferencia de las calles del 48, las del 84 son más luminosas, anchas y fáciles
de andar.
En
el 84 no te vigila nadie. En 2008 todo son cámaras vigilantes que cuidan del
robo y del crimen, de la violación. Y no hace falta que te escudriñen desde una
cámara para conocer tu percal, porque tú mismo proporcionas todos tus datos personales,
tus andanzas, gustos e intimidades. ¿A qué, entonces, el espionaje furtivo, la
delación? Te revelas a ti mismo del modo más idiota, tú eres tu perseguidor:
deliberadamente dejas rastro de tus huellas hasta en la soledad de tu
dormitorio, donde tan fácil es adivinarte a través de una pantalla que tú mismo
enciendes y llenas de imágenes privadas, y algunas de ellas hasta asquerosas.
Tonto
diablillo, cojuelo de tu cogote.
Tú,
infelice, eres El Gran Hermano de ti mismo. Ya no existe el escondite. Juegas a
la descubierta: has perdido, desnudo andas por las aceras: paga (y calla).
Lo
que ocurre en el 84 es tan previsible, ruin o encomiástico como lo que ha
ocurrido en el 48 o ha de suceder en 2008:
Ah,
el 84. Puede suceder que en Melbourne los cuatrillizos se fabriquen en los
laboratorios, que el sultanato de Brunei se independice del Reino Unido o que
en el Perú se descubra un templo preincaico de 2.700 años, que el Challenger inicie su cuarto vuelo
espacial (y ya no a la Luna, ya no se viaja a la Luna), que continúe la
escalada en la guerra iraquí-iraní con lanzamiento de misiles a centros urbanos
o que en Nigeria una algarada religiosa se salde con más de 1000 muertos, que
los mineros del carbón del Reino Unido inicien una huelga general, que el rey Olav
V de Noruega visite España y que la URSS lance una nueva ofensiva contra las
fuerzas afganas.
Por
lo demás, el papa Juan Pablo II viaja a Suiza.
En
el 48 George Orwell, recluido en una casa destartalada, sin luz eléctrica, en
la isla escocesa de Jura, donde llovía sin cesar, estaba enfrascado en el
borrador de una novela futurista que resultaba un caos absoluto. Como al
futuro, que no se sabe lo que es, no había por dónde cogerlo a ese borrador
lleno de tachones, correcciones y adiciones en notas sueltas sujetas a él. Lo
malo del futuro es que empiezas escribiéndolo a mano y terminas pasándolo a
máquina. Y ahí es donde aparecen todas las costuras y las extravagancias.
Escribe uno en una neolengua que es todo un galimatías, y cuando se aclaran los
sentidos, no sabe uno qué es peor. Volviendo a Orwell: está a punto de liquidar
a un cerdo para convertirlo en tocino. A mister Orwell los cerdos no le habían
gustado nunca: Son animales molestos, muy destructivos y difíciles de vigilar
por lo fuertes y astutos que son. Ese año Orwell, víctima de los efectos
secundarios de la estreptomicina, ya sabía como se llamaba lo que iba a
matarle. Se lo escribió a Middleton Murray en un carta, quien, al leerla, no
pudo por menos de arrugar la nariz y mover suavemente la cabeza de un lado a
otro: era un experto en genios muertos por tuberculosis. Orwell está
sentenciado, se dijo el corresponsal, modelo que fue de uno de los
protagonistas de Contrapunto, éste
que fue pareja compasiva de Katherine Mansfield hasta que ella murió entre
vómitos de sangre prácticamente en sus brazos, este hombre de letras, éste que
no dejaba de sacar de su magín revistas literarias y otras estratagemas del
mismo cariz para vivir del cuento, éste que asimismo inspirase personaje y
triviales peripecias a Lawrence…
En
las españas del 84, una realidad de los perfiles eternos, como leyó en un
discurso su Jefe del Estado, España sigue siendo un problema: Pero, ¿Cuándo
España ha dejado de ser un problema?, se pregunta en voz alta este mismo
monarca. Porque a pesar de la visita del citado Olav con su cortejo de mesura
nórdica en las Españas, una realidad de los perfiles eternos, se mata por la
espalda y a traición, se muere Jorge Guillén y nace el joven político hijo de
perra del primer cuarto del siglo XXI que no ha de tardar en sentar su culo
fondón en un escaño y a vivir que son dos días y amanece que no es poco, Dalí
resucita por unas semanas y torna a morir en seguida, se despide uno de Luis
Buñuel quien, sonriendo con el vaso de Martini en la mano, no vuelve ni loco ni
muerto a las Españas, deja de escribir definitivamente Rafael Pérez y Pérez y
El Campesino pierde su guerra todavía con la hoz de la siega (de cabezas)
aferrada a la mano.
En
el 48… brinca Antoñita la fantástica.
Señores,
yo soy ésa.
Rápteme
usted, suplican entrada la noche un millón de jovencitas al borde de las
lágrimas, ya lejos de la rayuela y el salto a la comba, hundidas en el colchón
de borra, desesperadas por la rutina, mal alimentadas, sin un horizonte de arco
iris donde columpiarse…
Verdes como el trigo verde y el verde,
verde limón.
En
los periódicos, en algún corto casi (o
bien) camuflado entre anuncios y avisos de remedios capilares milagrosos y
jarabes reconstituyentes, seguía leyéndose la cruel patología de los tiempos
perpetrada por médicos con fusil: sentencia cumplida.
Y
usted jugando al cochinillo.
Un
servidor le daba a la pídola y al abejorro.
Y
a toda hora con el walkman pegado a las orejas (en el 84).
El
48, por más que se esfuerce uno en recordar o andar mangoneando en hemerotecas,
no tenía forma de nada, acaso sombra de ciprés. Más bien podría uno asociarlo a
un olor, una iniguantable mixtura de bragueta cuartelera, oficina ministerial
de badulaques y sacristía incensiaria.
Dijo
uno: Mi abuelo, según aseguraba mi abuela, murió en ese 48 (sin forma pero con
mácula, esputo de sangre) a causa de los padecimientos sufridos en zona roja.
Su
señor padre, que nunca fue bailón, desdeñaba con profundo asco el boogie-boogie. De su biografía, pues,
dice eso mucho en su favor, casi tanto como de su biblioteca que ya atesoraba,
(aunque entre los libros ordenados escrupulosamente en los estantes no se
hallaba, válgame Dios, los de la señora Teresa Recas de Calvet, que tanto se
esforzaría por salvaguardar la salud profesional, económica y cultural de la
joven española aconsejándolas en buena hora: En vuestras manos se halla vuestro
futuro y fortuna: haceos costureras. Puntada con hilo: un prodigio al nivel, se
diría, del ungüento Barachol).
Por
entonces era frecuentísima una dieta de adelgazamiento que hubiera hecho gran
proselitismo 60 años después en las bien cebadas españas del 2000: caldo de
berzas y mondas de patatas (plato único).
Uno
aprendía a ser útil a la patria estudiando cursos por correspondencia:
Contabilidad, Corte y confección, Taquigrafía, Inglés, Redacción comercial,
Técnico de radio…
También
la llave del triunfo se halla en una obediencia inteligente:
Pensar
como Franco, sentir como Franco, hablar como Franco, exhortaba la prensa al
unísono.
¿Acaso
no le ha ido bien a él? ¿Hay alguien que pueda dudarlo (y decirlo en voz alta,
si se atreve). Se ha metido en el bolsillo todo un país y su historia.
El
ejemplo a seguir es ÉL.
Es
el molde todos nosotros.
Las
cosas había que mantenerlas a raya: la palabra, el decoro, el sentimiento.
Después uno se desquitaba en lo más oscuro y cerrado del hogar, a modo de
terapia doméstica, abofeteando a su señora al estilo Johnny Farrell antes de la
cópula, resolutivo, apretando los labios.
Variaciones:
Orwell:
Las buenas novelas las escriben quienes no tienen miedo.
Boceto, El Adelantado: tiempo atrás leía un nutrido conjunto
de críticas de cine de George Orwell, a quien en realidad nunca le había
interesado demasiado el cine, y mucho menos el que se perpetraba en Hollywood:
Esta divertida basura… comenzaba una de ellas acerca de un film
norteamericano. Y ya en el 84 releyó 1984.
Nada había de semejanza entre el 84 real y el de ficción. La dictadura y la
gobernanza, en lo económico y lo social, eran ahora más sutiles, enmascaradas
bajo la libertad falaz de las costumbres privadas y públicas ladinamente
consentidas, puesto que no atentaban contra los inveterados privilegios de
clase. No hacía ninguna falta un Gran Hermano que te vigilara. Tú mismo te
delatabas en tus compras y en tus aficiones, te delataban los lugares donde
ibas, te delatabas en lo que hacías y también en lo que no hacías. En cuanto a
las guerras, sólo se alentaban en países pequeños y poco influyentes que en
modo alguno quebraban el orden económico instaurado en el resto del mundo. Sin
embargo, admiraba a Orwell, y más aún cuando leyó en algún papel que el viejo
H.G.Wells, a quien aquél ya situaba fuera de la órbita de la modernidad, le
tildó sin reservas en una carta abierta a la prensa de so mierda.
Ah,
la eternidad: 1948, 1984, 1849, 1894, 1498, 1489, 9148, 9184, 9418, 9481, 9814,
9841, 8914, 8941, 8419, 8491, 8149, 8194, 4189, 4198, 4914, 4918, 4819, 4891.
Soy
demasiado mayor para el viaje y la aventura de otras exploraciones: esa sería
una coartada para escapar de mí mismo, lo cual es imposible: uno no puede
fabricarse un gemelo para evitar aquello que le repugna de su pasado y su
presente y endosárselo por las buenas a la réplica.
Boceto, reflexionando mientras se acaricia el mentón, se lo ha dicho a sí mismo apaciguado por los
años y las malas costumbres.
Vivir
de prestado, le había confesado Laura Roser a Paula. Casi todos los días. A
ella y a la niña el alojamiento les había salido gratis desde comienzos del
año.
A
esa hora, colmadas de ansiedad por lo que ya intuían, andaban por las
inmediaciones de los Jardines de Luxemburgo, en dirección a la calle Les
Feuillantines, enardecidas por el vino, por el calor de las confesiones.
En
el apartamento.
(Que
años antes o años después pudo ser de inocencia, de crueldad, de iniciación, de
acabamiento, de desdicha, o de goce pronto: todos los espacios son indiferentes
al ser fugaz):
Nevaba y hacía un frío temible en las calles. El cielo de
plomo y el aire glacial y espeso sembraban el ánimo de un quietismo sombrío.
Apenas comíamos, y apenas nos mirábamos. Teresa Brauner lloraba a escondidas,
replegada sobre su cuerpo, entre el delirio y la tortura.
Una tarde sonó
varias veces el timbre de la puerta. Otra noche el súbito y urgente vibrar del
teléfono rasgó como un cuchillo escalofriante la calma y la oscuridad de la
vigilia. Y otro día alguien golpeaba la puerta con rudeza, con exasperada
insistencia, pero el repentino sobresalto y la inicial turbación nos parecieron
tan desesperantes, tan normales, que comprendimos sin asombro que nada ni nadie
podía traspasar los límites de la auténtica postración. Eramos como invisibles
al mundo y a sus asuntos, pompas o calamidades. Cualquier invocación de afuera
era un error, toda llamada o visita sería un fiasco. Todo empezaba a ser de una
quietud criminal. Una mesura inesperada burlaba las premuras de atrás. La veía
a ella. En ella me entretenía. Nada hay que seduzca más malévolamente que una
renuncia sin paliativos. Nunca pensé en alguna circunstancia venturosa que
entibiara la condena o aliviase aquel silencio dramático. Sabía lo peor: yo me
salvaría, taimado o bueno para siempre; ella estaba condenada. La espera era un
engaño, el...
Acurrucada
en el sofá, cubierta bajo una liviana manta de viaje, la canguro duerme.
Ahora
los tiempos se confunden entre sí. Una vida, todas, y acaso el mismo tiempo
desprovisto de las cosas y su deterioro.
Que
apartamento tan curioso, se dice Paula mirando en torno a sí: bajo la luz
eléctrica de esa medianoche capaz de disolver cualquier miramiento, el interior
de un huevo, amarillo, blanco, ovoide-maternal, el suelo de moqueta amarilla.
Todo
un refugio, un abuhardillamiento espiritual, pensó de manera chocante: cuadros,
libros por doquier, muebles de madera clara y olorosa, tan lejos de lo escueto
y desasosegante minimal como de los despieces industriales y asépticos de Ikea.
Laura observa a la niña dormida boca abajo y la cabeza ladeada en la cuna, a un
extremo del sofá. Todo está en orden. Despierta a la amiga suiza, que abre los
ojos y sonríe al instante con absoluta normalidad, echa a un lado la manta y se
incorpora con elegancia. Paula deposita el bolso de cuero, sobrio pero selecto,
sobre una de las sillas con brazos tapizados, igual que el asiento, de una piel
verde, gastada y brillante. Mira con disimulo como Laura le entrega un par de
billetes de 20 francos a la otra que los coge con sencillez y se los guarda en
un bolsillo del vaquero. Quédate, le pareció oír que le susurraba inclinada
hacia ella, mirándola a los ojos. La suiza parece dudar, pero sin dejar de
sonreír. Tras unos segundos asiente con la cabeza. Paula pregunta decidida pero
con un ligero temblor en la voz el camino del baño. Laura se gira hacia ella y
le indica con los ojos, sin proferir palabra, una de las dos puertas al lado
izquierdo de la entrada al apartamento, frente a las excesivamente altas
ventanas ovaladas de la pared opuesta.
Las
tres están desnudas y enredadas sobre la cama, y el cielo negro y denso aún no
se empalidece del amanecer, alarga la noche de fiebre, se despliega el olor a
sándalo como una droga que adormeciera la voluntad, se respira el aire
embriagador, sutil y anónimo de un París nocturno de piedra antigua que penetra
plácidamente a través de una de las lumbreras abiertas.
Sin
duda, esto es la eternidad.
Paula:
para morirse.
Gime
mientras gira golosa y morosamente el vértice de la lengua alrededor del
clítoris de una de ellas (pero ¿cuál de ellas?) y siente que la otra (pero
¿cuál de ellas?) le sorbe con fruición los labios entreabiertos de la vagina
que le arde entre los muslos separados.
No
va a amanecer. Jamás.
El
cielo y sus colores de esa textura azul demasiado entretenida ha muerto.
Abraza
la noche, su éxtasis, se dice Paula sin conexión posible.
Compraba
en puestos callejeros montones de novelas francesas de bolsillo que empezó a
regalar a las otras dos, algún otro libro de infames ediciones baratas.
Compensaban esas compras de baratillo con el gasto desmesurado que perpetraba
en la librería Fischbacher y los incansables recorridos en busca de gangas de obra
gráfica por el Sexième arrondisement.
El
trío falsamente parisino se turnaba para asistir a la cría en su cuna, que no
sonreía ni lloraba nunca. Comía sin rechistar los potingues infantiles. Dormía
muy comprensivamente sin alterar apenas el sueño de las otras. Durante algunas
horas de la mañana o la tarde, mantenía quieta la mirada tranquila y triste de
sus ojos claros en un punto inexistente y misterioso de la encerrona
abuhardillada. ¿Quién era Hanna? ¿Qué ocurrió?
Estas
tres reajuntadas por esa hilatura invisible del azar en el París de entonces,
del ahora del 92, a las puertas de un verano confesional, combinaban en sus
lecturas Bataillon con Sade, la Duras con Patrick Mondian, Proust con Claude
Simon, Clarice Lispector, Pizarnik, la inevitable Virginia Woolf de Orlando…
Ah, pero entonces irrumpió Amélie Nothomb. A por ella, copains.
La
suiza gustaba ir completamente desnuda por el apartamento.
Hacía
el amor muchas veces con Paula ante la indiferencia de Laura Roser que ahora,
bajo la nacarada luz de la mañana o la
de la placidez dorada de la tarde que se vertían desde la alta ventana,
solía hablar muy a menudo con su hija, que la miraba desconcertada pero
manifestando ese interés no exento de extrañeza que a veces muestran los
animales domésticos escrutando los vanos intentos de sus dueños por hacerse
entender.
Yo
te cuidaré, yo te cuidaré, le juraba la madre.
Pero
tampoco Laura era capaz de derramar una sola lágrima, ni siquiera un sollozo
mal reprimido.
De
repente, un día, la suiza empezó a tener miedo. Presentía que ese ciclo de su
viraje existencial había concluido, o que tal vez había ido demasiado lejos
(sólo era París…).
Paula
seguía urdiendo reportajes inventados, inverosímiles pero creíbles para quien
los leyere… y para quien los pagaba en España. Alternaba su estancia de erótica
ensoñación y práctica desalmada (por su naturaleza perversa, sin el menor
vestigio de amor) en el minúsculo apartamento de Les Feuillantines con la
sosegada habitación de un hotel de diseño minimalista en las proximidades de la
plaza de los Vosgos.
Laura
Roser dejó de escribir la disparatada novela (sólo de diálogos entrecortados:
ni una sola descripción) y declaró sin pudor que iniciaba a partir de ese
momento de la declaración intempestiva un diario, pues las tres estamos a punto
de saltar al vacío.
Paula
disimuló el desdén. Ella se encontraba muy enterita y con los dos pies muy bien
afirmados sobre el suelo: los diarios son una cobardía.
Los
días parisinos, para el forastero, son todos iguales. No distinguen los matices.
Sólo están sorprendidos o aburridos o cansados mientras andan y desandan aceras
y puentes, los hoteles, los museos, los restaurantes. Caminatas ociosas.
De
repente, con el miedo, la suiza desapareció.
Ha
vivido demasiado en el vértigo –dijo Laura.
No
lo entiendo. Parecía tranquila –dijo Paula, aunque sabía de sobra que siempre
hay historias que a uno no le conciernen.
Laura
Roser tardó unos segundos en contestar.
No
dejará de huir nunca.
El
último reportaje de Paula es una patraña sobre varios de los interiores
diseñados por Philippe Starck que se diseminan por la ciudad. No había visto
ninguno de ellos. Sólo un par de fotografías robadas de una revista de diseño
vanguardista sostenían el andamiaje crónico e inteligente que enviaba por
correo abultado. Ella prefería perder el tiempo vagando por las calles
estrechas y seductoras de Le Marais, atisbar en sus tiendas de comidas.
Hacía
tiempo que arrumbó la Leica entre la docena de blusas amontonadas en un ángulo
del armario de la habitación del hotel.
¿Cómo
se llamaba?
¿Quién?
La
suiza.
¿No
lo sabes?
No
recuerdo su nombre.
¿Importa
saberlo?
Ellas
dos seguían amándose sin literaturas de por medio: eran dos cuerpos que se
atraían irremisiblemente.
Visitaba
Paula las galerías que le importaban a ella, con la mente puesta ya en el
regreso a España. Podía estar media tarde en la Louise Leiris y, caminando en
línea recta, pasar la otra media en la reciente Yvon Lambert respirando su aire
supuestamente neoyorquino.
En
Austerlitz, a bordo del tren otoñal y nocturno (propicia la aventura, quizás):
el mejor día para huir es el lunes.
La
última noche ni se tocaron.
Al
amanecer se desayunaron en silencio. La niña, desde la cuna, les miraba.
Nos
vemos en Valencia.
Ambas
sabían que mentían.
Pero
sucedió: volvieron a encontrarse. Fue al cabo de 10 años. Una eternidad.
Paula,
tiempo después, todavía ignorante feliz del encuentro que depararía el futuro,
de aquella temporada parisina, sólo le conmovía el recuerdo de aquella niña de
los ojos grandes y claros pero muy tristes acostada o de pie en la cuna con las
manitas aferradas a los barrotes (se diría que encerrada en la cuna).
¿Usted
sabe lo que sabían los antiguos acerca de Adán y Eva? Descubrieron algo
extraordinario. Nuestros primeros padres medían 41 y 39 metros de altura
respectivamente.
Hemos
degenerado, pues.
¡Quién
lo iba a decir!
Por
lo menos hemos empequeñecido la Tierra: a medida.
Entonces
tenían todo un paraíso para ellos dos solos, la cuna inmensa del mundo.
Pero
lo echaron a perder.
(Dijeron
los envidiosos.)
Imago mundi: la tierra bella pronto empezó a poblarse de monos
feos, gesticulantes, estridentes, se alzaron artefactos, se empañaron los
cielos.
En
efecto, Charlie, de gigantes a… mamuts. Escancia y llena la copa, ahuyentemos
la decepción.
Recién
regresada Paula Coloma a la ciudad levítica desde París, frente a un Ignacio
Brell huérfano del todo, solitario de pies a cabeza en ese otoño del 92, el
mundo a medida:
Picasso
compró muchos cuadros de sus contemporáneos y, desde luego, de los
impresionistas, pero lo que quizá ignore el personal es que en cierta ocasión
adquirió, ¡sin regatear!, un cuadro pintado por un mono que le impresionó.
Abstracto total, naturalmente, pero
parece propiamente humano, enjuiciaba el tío, que no soportaba el arte
abstracto radical y arreferencial, por completo irreconocible: Aquí se ve algo,
mundo a medida, se descubren figurillas, admitió llevando la mano al bolsillo y
aflojando la pasta, algo que odiaba hacer con todas sus fuerzas.
Brell,
ya el Único Brell, se sumergió en el Bompiani: todos esos ilustres, esas
luminarias, también se han podrido bajo la tierra, han ardido sus huesos o se
los ha engullido el mar. Dejaba a su padre, reducido a cenizas, en buena
compañía… Qué región de fantasmas. Demasiado silencio para no existir. Ese
ejército de mentes y bocas galopa en la oscuridad. El mundo, a medida.
Otrosí
(Paula):
Maravillosas
semanas las parisinas, dice.
Y
le muestra, como dádiva posible mitigadora del duelo de la muerte del padre,
dos pequeñas litografías de Klimt pagadas a excesivo precio en el mismo Le
Marais.
Y
también le ponía debajo de las narices los gruesos libros de arte adquiridos en
alguna de las numerosas librerías del barrio.
No
me olvidé de Klee. Sólo en la tormenta me
aclaro.
Tanto
peor:
Padre,
aparta de mí este cáliz.
Pasada
la Navidad, Brell el Siperviviente se puso a fisgar entre los paperoles del patriarca: Esto me llevará
años, casi tanto como los que el tiempo le ha robado a él para nada.
El
tiempo que tu padre ocupó evocando el tiempo de Klee se abaten contra tus
pobres costillas de fugaz personajillo, sobre tu tiempo: mundo a medida.
El
tiempo siempre es el mismo: se destruyen hasta desaparecer por completo las
cosas del cosmos (galaxias, estrellas, planetas, seres, objetos creados por
esos mismos seres) en él. Eso es todo.
¿Así
que el tiempo, eh?
Ponte
los zuecos de madera de sauce. Y déjate el tiempo en el arca de los trastos (si
no, no haremos nada: a las bravas).
Ve
sin tacto y cuidados ridículos, sin miramientos.
Y
aquí estamos.
De
modo que Paul Klee:
Me
van a permitir utilizar un ejemplo, el símil del árbol. El artista se ha
ocupado de este mundo multiforme y, por decirlo de este modo, ha logrado
ubicarse en él de alguna manera: en silencio. Está tan bien orientado que es
capaz de ordenar la fuga de los fenómenos y de las experiencias. Esta
orientación en las cosas de la naturaleza y de la vida, este orden que se
ramifica y que se extiende, quisiera compararlo con las raíces del árbol. Desde
allí fluye la savia hacia el artista, para pasar a través de él y de su ojo.
Así
se halla él en el lugar del tronco.
Apremiado
y movido por el poder de aquel flujo, transmite en la obra lo sentido, lo visto
y aun imaginado.
Como
la copa del árbol se despliega de manera visible hacia todos los lados,
temporal y espacialmente, así también sucede con la obra del artista.
A
nadie se le ocurre exigirle al árbol que forme la copa exactamente como la
raíz. Cualquiera entiende que no puede darse una relación exacta, como de
espejo, entre lo de arriba y lo de abajo. Es claro que las diferentes funciones
deben presentar, en sectores de diferentes elementos, vivaces variaciones.
Como
humilde mediador, que no se identifica con la copa del árbol, me permito de
todas maneras ofrecerles una luz rica y radiante.
El glosador releía algunas de las páginas.
Muchas de las ideas súbitas que afloraban en el texto ahora le parecían sin
venir a cuento (¡Qué iba a saber él!)
Una crueldad, la glosa tardía, con tintes de
suficiencia.
Sólo les falta que hubiera metido entre líneas austrohúngaro en la parrafada, se decía
próximo a la capitulación.
Mañana será otro día.
Continuará
la próxima semana.
Pronto inevitable por evidente la confesión al
padre, tan liviano como él, domador de pulgas, lejos del ataúd, las flores, la
misa, el duelo, el entierro:
Aquí, padre, en busca de reposo luego de bregar
con artista tan navegante y profundísimo buzo a despecho de su plástica harto
llamativa y aparentemente superficial, aliviando mis esfuerzos con mi colección
de novelas gráficas (?) de antaño.
Bonita colección: Barbarella, Jodelle,
Jezabelle, Valentina…
(Y aquella inolvidable Sally de la infancia que
botaba de África a la Antártida, de La Rusia soviética a los Andes en sus
aventuras fantásticas: De Valencia a New
York en les ales de un parot…)
Yo soy un árbol. Entendámonos:
A la tierra me atan raíces más fuertes que las
del árbol.
Eso ya lo dijo Vincent van Gogh sin necesidad de
andar entre academias y laboratorios de arte.
Él, el loco del pelo rojo, estaba enraizado a la
tierra a diferencia de cualquier otro ser humano. Él era el árbol.
(Glorioso –y santificado- Vincen van Goch.)
(Pobre Paul Klee, con su cajita de lápices de
color y sus casitas mágicas, sus teorías prodigiosas.)
¡Cuántos innecesarios los de después! ¡Morralla
de tipos con la comida aún caliente en el estómago y pìntando a deshoras, bien
arrellanados en el sofá frente al televisor las más de las veces de los días,
de los años: Continuará la próxima semana.
Tuve un padre volteriano, qué suerte, se dice
con los tebeos en la mano y la mirada rastreando en las viñetas el pubis
viajero dibujado a pincel suelto de Jodelle, ¿o era el de Valentine?, (lejos de
Paula, La Gran Embaucadora, lejos de todo, incluso de la copa pecadora, a un
año luz de la facultad, para algunos una especie de guardería: rayones en el
pizarrín, figurillas de plastilina, la paleta de colores tan divertida… y así
van las cosas de bien).
Voltaire… Bah, terminó
jugando al ajedrez con un jesuita. Menudo tunante.
¡Por Dios!
(Bonita exclamación,
padre, ateo confeso.) Por lo demás, el más cínico Voltaire, el más bravucón, el
Voltaire que uno prefiere, surge después de que le tocara un premio sustancioso
jugando a la lotería, o entregado a la especulación, que viene a ser lo mismo.
Una fortuna que se embolsó el viejo hideputa al cabo de los años: eso le
permitiría vivir sin sobresaltos y con la blasfemia en los labios siempre a
punto y escribir con la pluma desatada, y además chuleando a viejas
aristocráticas.
Pobre Voltaire, apaleado
por lacayos cuando por noble entre nobles se tenía (por lo demás): seamos
volterianos, pues.
No
me importaría morir completamente solo en la habitación de un hospital, en mi
cama o debajo de un puente, solitario y en silencio… ¿a qué la compañía de
otros en ese instante? Vayas donde vayas no te cogerán de la mano y te seguirán
por mucho que lloren tu pérdida.
¿Tú
quién eres?
El
cordero que ha de abrir los siete sellos.
Soy
el 7: celeste y terrenal.
Sálvame, pues. Te ha de
ser fácil esconderme a mí, pecador confeso, entre los 144.000 salvados en el
Juicio Final.
¿Estaría entre ellos el
señor de Ferney?
¿Qué hubiera sido de
nosotros sin los sastres, esos magníficos artesanos que cubren nuestra fealdad?
(Voltaire.)
En fin, es la falta de
dinero lo que envilece verdaderamente a un hombre. (Voltaire.)
El tipo que celebraba o,
al menos, admitía como una verdadera obra maestra cualquier bagatela de la Nouvelle Vague en los 70, ahora sentía
un odio profundo hacia a aquellas películas que no les descubrían con claridad
la trama, tirria le daban cualquier experimentalismo formal o complejidad
intelectual, y maldecía sin reparos los acelerados movimiento de la cámara: A
él, Boceto de los pies a la cabeza,
enterito desde adolescente, el dinero le había empobrecido.
Ociosas reflexiones.
¿Y si escribiera sobre piel de becerro neonato?
La escritura debería ser como esas mujeres que
lucen en el talle un cinturón dorado: fáciles de conseguir, se dejan follar sin
enojosas contemplaciones, ¡a qué perder el tiempo!
Tampoco una Scylla… Despacito y buena letra: una
puta de tal naturaleza es capaz de dejarte hecho unos zorros, debilitado, casi
idiota: acabarías en el Taigeto: éste ya no nos sirve para nada. Sobriedad
espartana: nada de lujos ni trastos inútiles que cargar a la espalda, al abismo
con él.
Padre, te has librado del mundo irreconocible,
ni peor ni mejor que el que conociste, sino que es el mismo de siempre pero con
distintas y engañosas apariencias del que te batías a base de experiencia
(trucos y fintas), este mundo que no es el tuyo porque tú cada vez eres menos
tú, de todo ello escapas, y también de la vejez repugnante de muchos: tedio,
miedo al amanecer, soledad, cansancio absoluto, muchas, todas las horas sin
objeto alguno, salvo el Klee, esa encerrona… que ahora me endosas. Mejor así,
padre, al otro mundo (el de los muertos) de un patadón en el trasero. Te
ahorras más mentiras, el instante postrero cuando el médico luce en su carota
una sonrisa de cartón: ¿Cómo estoy, doctor? Bien, bien. (Opium et mentiri.)
La faz cambiante del mundo, que dijo el otro:
¿Quién
se acuerda de Vietnam? Fue demasiado fácil simbolizar en aquella guerra todo
tipo de rebeliones. Aquel napalm de la propaganda de unos y otros terminó
quemándolo todo con el tiempo. Mira 2008 de nuestros cinismos: árabes
zurrándose la badana y degollándose unos a otros como se degüella a un cerdo a
los que puedes ver tranquilamente en el telediario, niños que juegan al fútbol
con la cabeza de un narcotraficante decapitado en el telediario, policías de
Nueva York que juegan al tiro al negro en el telediario, ¿y qué? La
televisión es la realidad.
Buenas
noches y buena suerte.
Servidora:
¿Qué
pasa al final? (de la novela, de la película, del telediario).
Eso no se dice. Hasta que
no ponga fin no descubrirás la chorrada. Pero mientras estés sentada ante la
pantalla o pasando las páginas del libro, estarás entretenida. Esa es la verdadera bagatela de una novela o de
una película. Su prestigio, el truco.
No hay final que no sea arbitrario, incluso el
que no se presiente. Hasta aquí he llegado, y pones punto final.
Vivir
(así empezó Servidora a caer en los
brazos de El Gran Masturbador). Es suficiente. Comida en cantidades razonables, pero en mantel de lino puro. Y el Patek
Philippe en la muñeca izquierda.
Epitafio a estas horas de la noche, con el Klee
a un lado, la copa en la mano y Barbarella, Jezabelle y Valentina en cueros
flotando navegantes por la habitación: Era
un tipo básicamente buena persona (pues es fácil serlo cuando se anda con
dineros en el bolsillo), aunque también era reconocible e impenitente pecador
(pues es fácil serlo cuando se anda con dineros en el bolsillo), lo cual no
empece a lo otro.
Vivir, dormir, soñar…
¿Qué
espera uno de placentero luego del rudo trajinar diario, peón de los días?
El
trabajo fácil, la soldada segura, el carajillo del desayuno, y los sábados, los
domingos y fiestas de guardar tomarse el aperitivo como está mandado: unos berberechos, unos champiñones al
ajillo, unas bravas, un pincho de patata, una de pulpo, unos mejillones al
vapor, unos calamares a la gabardina, una de morcilla, pan y botellita
valdepeñas (al decir de Umbrales, que se desayunaba con
whisky, agua y dos optalidones mientras fabricaba
el primer artículo del día: luego la novela que saliera, que siempre era la
misma con los nombres cambiados y una o dos páginas más arriba o más abajo).
¿Qué
espera la soltera, maestra cándida de la calle Mayor y algo desesperada? Muchos
cuidados debería tener antes de unirse a hombre desaconsejado: la pasión del
estudio llevada al exceso absorbe, como todas las demás pasiones, una parte de
nuestras afecciones más naturales y nos convierte en majaderos. Las muchachas
solteras, si son juiciosas, no deben casarse con ningún poeta, ni con hombre
que sea muy estudioso, porque pasarán malos ratos. Sólo en el caso de no haber
otro novio mejor a la vista, y al paso cruel de los años, pueden y deben decir:
Me caso con un hombre de letras (y a
tomar por el culo).
Bien que si son hermanas, y sin pena
se avienen entre sí, muy bien se puede
filosofar y aderezar la cena.
¿Poeta
sólo?
Poeta
y funcionario.
Mejor
es la cosa.
Maestro,
poeta, novelista y filósofo y funcionario.
Pues
mejor todavía para enredar el asunto.
Y
no vaya uno a hacer del Klee una tortura: al cajón, que ya nos veremos otro
día. Y la péndola, nunca saciada, a dormir (seca de tinta, amortajada de
capucha). A rodar.
¿Acaso
es uno el Tostado para andar enceguezándose los ojos hasta entrada la noche?
Nulla dies sine linea.
Van hoy media docena.
Andas, pues, de sobrado, escribidor.
Pues dejémoslo estar.
El
Tostado: 70.225 pliegos (y a tal cantidad de palabrería, para acabar de joder
al personal, habría que añadir erudición y estilo), y además, sabía precaverse
nuestro hombre: de Salamanca a Roma montado en un mulo para defenderse ante el
pontífice Eugenio IV en el mismo Vaticano de la envidia de los perezosos y
maldicientes, dicen, los que de estas cosas entienden, que tomó la ruta de
Aníbal y sus elefantes para no ser perseguido desde las españas por
inquisidores siniestros que malograran su aventura papal.
¿Qué
alegáis ante tanta desmesura escrita?, preguntó el Papa romano.
He
aquí mi Defensorium, y el clérigo se
hincó de rodillas.
Y
largó que no sepas frente al representante del dios en la tierra.
Y
tras el discurso y la venia de acatamiento, salió indemne e inocente, recusador
de calumnias y exento de prohibiciones: altivo retornó a las españas más
fortalecido que nunca hubiera estado en su antiguo estado conventual
mordiéndose la lengua y aguantando franciscano las asechanzas.
Se
van a enterar estos, amenazó con la pluma de ganso bien afilada y untada hasta
el chorreo de tinta negra, a horcajadas sobre el mulo exhausto y moribundo
camino de la madre patria.
Y
ya en su celda de retiro comenzó a escribir como si el mundo fuese a acabar en
un santiamén, y a caldo los puso. Y
amén.
Que
la redacción de esta semana verse sobre lo cotidiano, sobre la realidad diaria
(¿papá y mamá tal vez, los hermanitos?, ¿los inocuos libritos leídos?), mandó
el agustino alto y déspota entre los pupitres, enhiesto el dedo índice de la
mano derecha, la mirada entornada al techo (al cielo). Y Boceto que entendió que aquello andaba del aburrimiento, de la
realidad visible y sórdida, de los días tras los días iguales eternamente, qué
si no, escribió:
Era
un hombre muy de ventana. En invierno atisbaba tras los visillos con una manta
de viaje de esas de felpa trenzada de cuadros azules, verdes y rojos sobre los
hombros, picoteando frutos secos. En verano permanecía acodado sobre el
alféizar, eternamente asomado a la calle entre las hojas de la ventana abiertas
de par en par, con el botijo a un lado en el suelo, vestido de cintura para
arriba con una camiseta blanca de tirantes algo sucia. No cambiaba jamás de
expresión. Quizá porque lo que contemplaba en invierno y en verano era siempre
lo mismo que se ofrecía ante sus ojos muertos.
¡Brell!,
tronó la voz agustina desde la mesa junto al encerado una vez leída la
papelina, de rodillas y los brazos en cruz cara a la pared.
Y
amén.
Ah
el scriptorium.
(A
Giralt y a López Munt, que dejaron escapar una risita ante la concepción milagrosa
de la Virgen María que una tarde aburridísima trataba de explicar en vano el
perverso padre Lucas (repeinado, de manos y rostro oliendo a toda hora a jabón
Heno de Pravia) los han castigado a salir de la clase y a permanecer quietos y
silenciosos en el pasillo: a los pocos minutos ambos, ocultos en uno de los
baños situados en los extremos del ancho corredor sombrío y desierto flanqueado
por las puertas de las aulas cerradas repletas de alumnos aplicados y
obedientes, se la cascaban como monos desquiciados mirándose uno a otro a
hurtadillas, resollando como bestezuelas, ¿qué no parirán al mismo Dios sobre
el baldosado?)
Y
amén.
Aprendió
(y aceptó sin chistar) a decepcionarse muy pronto, lo cual no exime de riesgos:
esa actitud te conduce a la sabiduría o te convierte en un cínico de por vida.
De
tu preciado cascabel soy yo el rodarín, padre.
Ah,
mierdecilla, que magnífica ocurrencia.
Pocos
años faltaban para acabar convertido en un pequeño déspota:
A
la cándida Servidora el perverso Boceto le mete Zamiatin por las orejas,
por los ojos, por la boca, por donde le quepa:
Hay
que institucionalizar el amor libre, camarada.
Pone
en las manos húmedas de la chica Nosotros
y media docena de cupones rosas:
Te
lo exijo, conmina. Estamos bajo la Lex
sexualis. Tu obediencia es obligada, innegociable.
Cada
cupón un polvo. (¡Ah, la antigua Servidora…
¡y no esta otra! ¡Resabiada y chulesca!)
Y
en breve, Cuerpos y almas.
¿De
qué va?
De
amores, sangre y orines, medicuchos entrometiéndose en las vísceras. Es un reno muy especial y codiciado por los
visitantes de las librerías de viejo. Te diría que es un long-seller, pero te quedarías en la misma ignorancia.
Ese
contenido de mezcolanza tan peregrina aireado por el adolescente Brell le
inquietó bastante a Servidora, aunque,
hay que reconocerlo, también le subyugó: era un poco morbosa ella.
En
fin, como suele decirse, cuando te compras un cerdo para comértelo, hay que
preferir que sea enano, gordo y paticorto. Este, muy alejado de la descripción,
nos salió rana y de modales arrogantes.
Servidora, que parece salida de un folletín de los cincuenta,
bastante más aseado que los decimonónicos pero igual de mortíferos en sus
efectos, tenía un talle esbelto, un busto
pronunciado, caderas poderosas, salvajes pupilas del color del carbón…
Habrá que penetrar hasta el fondo de su… alma.
En
la cama, amigo, si sabes lo que llevas entre manos, todas las mujeres, jóvenes
o viejas, más tarde o más temprano acaban transformándose en la zorra guarra
que llevan dentro, le confesaba innoblemente un Boceto vil, aún pajillero
y virgen y completamente idiota, a uno de sus camaradas agustinos tan
pajillero, virgen e idiota como él.
Ya
de mayor, se hizo de piedra; la opinión de las masas no le interesaba nada: ni
era político ni escribía novelas baratas. Que les den al vulgo, pues si es
gusto… ojete de culo abierto.
Uno
siempre bebe una copa de más de las que dicen que bebe, salvo cuando te haces
viejo; entonces bebes menos de lo que dicen que bebes.
Echó
mano de Charlie, ¡ah, los thermopolae…!
Charlie,
vamos a ver, ¿qué espera uno de la parienta, qué espera un honrado y decente
trabajador español de la socia en este negocio de la vida? Que sea sumisa y a
disposición.
Charlie,
envalentonado y bastante asqueado ante esa visible degeneración momentánea (era
demasiado perspicaz para no darse cuenta de que en ese tipo adinerado y
falsamente feliz todo era reversible, recuperable, una filfa), le preguntó disimulando el desprecio:
Pero,
¿usted tiene alma?
También
los tipos sin alma alcanzan a alumbrarnos, como la luna, que es una roca
muerta, sin luz, sin vida, se defiende el ínclito Boceto:
Libre
del alma, anda uno sin pena.
Sin
alma que lleve la pena.
Charlie,
eres un poeta.
(Charlie
sigue sacando brillo al cristal de los vasos.
Sigue
pensando:
al
igual que unos tienen la cabeza llena de pájaros, o de serrín, otros la tienen
a rebosar de mierda: todo lo que encierran ahí adentro apesta.)
Toda
vida es un rompecabezas, y por mucho que tengamos todas las piezas a nuestro alcance para componer
por entero esa biografía, siempre hay alguna al final que no encaja.
Anda,
Charlie, escancia, que como decía Quevedo también yo soy de buena cepa.
Pues
que no puedes regresar al jardín de infancia, libre del bien y del mal, vete
andando a la feria de La Alameda, ve
directo por la Gran Vía Marqués del Turia, al final pasas el puente, doblas a
izquierda y te regalas con suculento banquete pontificio:
almendras
garrapiñadas
martillo
de empuñadura de madera coronada por una cabeza de caramelo rojo como la sangre
medias
lunas de jugoso coco
manzana
de caramelo (chupaba la superficie brillante y sabrosa y, ya relamida por
completo, arrojaba al suelo con displicencia la asquerosa manzana con piel
rasposa incluida, nada apetitosa, una reineta desabrida)
algodón
de azúcar que llenaba la cara de pringues
pan
de higo
una
bolsa inagotable de pipas
barquillos
un trozo de regaliz.
¿No podría coger el
tranvía?
Muy suelto vas tú por la
vida a los ocho años.
Cierto, he procurado que
no anden manoseando demasiado en mi infancia. Cuantas menos manos se metan ahí,
mejor.
Que aproveche: mar en
calma y próspero viaje: tranvía nº. 2: 1,10 pesetas: hasta la Alameda. Y ten
cuidado con las cicatrices… A esa edad, suelen ser indelebles.
¿Qué
moralista dijo que la vida era la herida? Sangras y sangras hasta la noche, y
entonces las pesadillas…
Si
yo Boceto, tú Calderilla.
(Que
invite él. De niño era rico, le sobraba de todo: Está opulento, guarda dos
pápiros de piel del contribuyente.)
A
los 12 años (llegada al templo) ya era un Talleyrand tan difícil de clasificar…
au physique qu’au morale.
100
años después:
Soñó
con Chamfort: recorría el pasillo en sombras de la casa como un sonámbulo, con
una bala en la cabeza, y envidiaba secretamente al estoico, aunque ricachón,
Séneca, estuprador y hombre inteligentísimo, valeroso en la hora de su muerte.
¿Cómo
es eso de esperar la muerte?
Ningún suicida quiere
sumirse en la nada absoluta. Se mata, pero cree que no se destruye para
siempre. Lo que quiere es librarse de una vida que le ha abocado, por las
causas que fueren, al dolor del cuerpo, al sufrimiento y a la vergüenza de un
pasado innoble cuyos recuerdos no cesan de mortificarle, a la angustia y a lo
horrible de una existencia que no le salva de la tortura, la ansiedad y el oprobio ni un solo
instante.
En la Edad Media (siglo
arriba, siglo abajo) cuando sacaban a los suicidas de su casas o los
desplazaban del lugar donde se habían despeñado o colgado de un cuerda, lo
ponían boca abajo: que no suba su alma al cielo. Así se las gastaban esos
pobres diablos creyentes de una
iconografía babosa y relamida perpetrada por
imagineros de sucia entrepierna aficionados a la taberna y al fornicio
mercenario.
Lo mejor es hacerse matar
en una línea: adiós.
¿Sabes de una elipsis más
demoledora y desconcertante para el lector de letras y novelerías que el
ajusticiamiento de Sorel? Tiene uno que leer varias veces esas tres líneas para
darse cuenta de lo que ha sucedido al cabo de quinientas páginas. Así, la
muerte, como si nada, como si un hálito, un airecillo, aquella brisilla de mayo
al costado de la playa junto al runrún de las olas que alcanzan mansamente la
orilla.
¿Y
tú cómo te hiciste con la Bomba H? Costaba un dineral conseguir ese condenado
cromo.
El
guionista amigo de mi padre sobornó a una familia que se ganaba un sobresueldo
miserable ensobrando los cromos de la editorial que los ponía a la venta,
introducían en los sobres miles de ellos a la semana. Una noche, a la hora de
cenar, estaría hambriento el hombre de la pluma siempre en el bolsillo, llegó
al hogar de los Brell con la Bomba H en la mano y enseguida me dirigió una
sonrisa abierta de hiena hacendosa y pícara (con un ojo en los platos calientes
encima de la mesa y el otro acompañando a la sonrisa).
En
el 67 la mierda de artista costaba un dineral: unas latitas de 30 gramos que se
pusieron a la venta no quieras tú saber.
Escribe
tu biografía de salvaje: Brautigan.
No
sueltes la pluma.
De
mal nombre Alonso y mal lugar Madrigal, siempre con la pluma en la mano como
infantillo con su chupete (de mal nombre, aun apellido, El Tostado).
El
único underground auténtico que conozco es el hombre del subsuelo de
Dostoievski. Todos los demás que pululan en nuestra época o en las precedentes
se ríen del primer billete, cavilan ante el segundo y te arrebatan el tercero
en un santiamén: rebelión, tu nombre es fragilidad.
Paula
deseada (pero impenetrable), y la polla, a veces, tiene sus propias manías
desconcertantes, sus horas: tiesa como un palo y dura como una roca. Eróstrato:
aparta tus manos de mí, destructor de la belleza, deja en paz mi máscara de
pepino.
En
noches de maquillaje paulino, ni soñar con el toqueteo. Con que poco te
conformas ya, Boceto.
Esas
noches que, como diría El Madriles, parece que empuja el infierno: Paula
maldita… ¡en laurel has de acabar!
Coqueterías
que sólo adquieren sentido a la luz del día:
¿Tú
sabes cómo se teñían el pelo de negro tus bisabuelas, coquetas y sabihondas
ellas, todas muertas y enterradas ahora?
No.
Pues
yo te lo diré, pues alguna utilidad de provecho a los desheredados ha de hallarse
también en estas líneas, pocas, entre otras miles de desaprovecho fundado.
Lo
que primero que debe hacerse es lavar el cabello con un cocimiento de nuez de
agallas y luego hay que embadurnárselo con una brocha mojada en una disolución
de vitriolo verde. Es muy conveniente, aunque no indispensable, mezclar en esta
disolución un poco de goma. Otro medio para teñir la cabellera se practica como
sigue: en un cuartillo de vinagre fuerte se pone a digerir media libra de
limaduras de acero, sin dejar de removerlas de cuando en cuando. Esta
composición a los ocho o diez días se pone como aceite, y untándose con ella a
menudo el pelo ennegrece en poco tiempo.
Y,
oh sabio Kalikatres, ¿no habría remedio por añadidura para el crecimiento del
pelo en la calva de delante o de detrás?
Sin
duda. Toma nota: se derriten en una cazuela y se baten hasta que se adquiera
una consistencia como la de la pomada, cantidades iguales de enjundia de
gallina, aceite de cañamones y miel. Esta composición exige untarse con ella
ocho días seguidos. Pero aún te brindo otro procedimiento que haga volver los
pelos de donde se fueron: toma una onza de tuétano de buey y otra de manteca de
cerdo ya frita y sin salar. Esto se pone a hervir en una cazuela nueva y
después de haberlo colado se le echa una onza de aceite de avellanas.
Y
todo esto, amigo, no es prodigio, sino la ciencia y la química bien
consideradas y, como el mundo del nodo, al alcance de todos los españoles.
Gran
autor el mentado historiador: padre de la mentira y autor de majaderías.
¿Eso
que cuentas es verdad? ¿Tal cosa la garantizas?
Por
estas y, al igual que William Shakespeare, cinco veces he de firmar. Con ello,
ha de bastar en toda mi vida.
Ojalá
creyera en el cielo, lo único que puede justificar esta vida perra.
Pero,
¿estaré salvado?
Más
culpable que Dios no seré, que mata inocentes a cada instante.
Escribió un largo poema…
La última línea era la más memorable Laus
Deo.
Dies irae, dies illa.
(Guárdate
de tus actos, y de la divina cólera invencible.)
Pero
al igual que sucediera en el principio de todo con el tiempo y el espacio, Dios
y el hombre fueron creados en el mismo instante, cada uno con sus
imperfecciones, sus mentiras y miserias a cuestas.
Nietzsche
se disfraza de Dios todos los días de migraña:
Por
naturaleza, soy belicoso. Atacar forma parte de mis instintos.
Me
desobedecéis constantemente, no acatáis mis órdenes, las mías sagradas, las de
Friedrich Nietzsche: os halláis en pecado, pues.
La
vida está fuera de todo juicio porque nada justifica su aparición ni su final,
¿por qué no ha de ser uno Dios entonces?
Cortázar,
en su lecho de muerte, sólo ansiaba ver los árboles y las ramas verdes desde la
ventana del hospital. Y, luego, adiós.
Jugando
al escondite con la muerte… Se deja burlar, se toma su tiempo la traviesa, la
muy pícara, la zorruna… Un, dos, tres, al escondite inglés. Finalmente, te
encuentra. Te hace cosquillitas por la espalda: Te cogí.
Al
hoyo, idiota.
Acabemos
de una vez.
En
realidad no creo en nada de lo que engaña todos los días a casi todo el mundo. Yo,
al igual que otros pocos, me mantengo en pie a costa de mí mismo (os advertí
que era Dios, un dios).
Padre
voy a hacer publicar mis reflexiones morales.
Espléndido.
Pon tu propio nombre en la portada y frontispicio para evitar contagios.
Mandaré
imprimir 50 ejemplares en papel de China, otros 50 en papel de Japón y 100 en
hilo.
Eso
suman 200 ejemplares. Sé algo más ambicioso, querido. Suma otros cien aun en
papel de barba y alcanzarás los 300 elegidos que estipula el clásico.
Aquí,
padre mío, corrigiendo aplicadamente las erratas más notables… ¡Condenadas
todas ellas!
Mejor
harías escribiendo la historia de tu hermano Carlos.
No
sabría cómo. Tendría que escribir una
historia sobre la historia de mi hermano Carlos.
Abre
los ojos con una inmensa desgana. Abre los ojos al peligroso, al peligrosísimo
filo del alba.
¿Qué
tal andamos?
Hay
cosas que han sedimentado, y otras que aún están en agraz (y así estarán hasta
el fin de los tiempos).
Por
entonces, JD. iba con el celtas corto entre los dedos, o con el ducados, y
siempre aparecía alguien en el coloquio del cineclub, en la tertulia de la
cervecería Madrid o en la presentación de un libro luciendo el paquete de
Partagás en una mano y un Zippo en la otra, lo que no dejaba de ser algo
mortificante por lo que tenía de grosera exhibición. En fin, se tiene o no se
tiene y adivina quien te dio. JD. acabó fumando Kruger, tabaco todavía más
socavador que el caliqueño de L’horta: abrasaba gargantas.
Los
desgraciados de mis hermanos quisieron ser auroras boreales. Te lo digo yo.
Escancia, Charlie, escancia
¡Cielo santo! ¡He perdido los zapatos! ¡Qué memorable cogorza! Heme aquí
junto al contenedor de la basura… insabatti.
Este niño… ¡de los cojones! Ahora se nos ha vuelto pirata: el pasillo
curvo, el mar; las procelosas aguas que ha arrojado a cubos al suelo, la porfía
y la batalla; el horizonte, el tesoro a alcanzar… Enarbola la bandera, Boceto Oceánicus, ¡que ondee a los
cuatro vientos la sonrisa de Jolly Roger!
¿Cómo fui, padre?
Como todos los niños del mundo han sido y serán, puerco de mierdas y
llorón, que ya finiquitara de una vez por todas Torres de Villarroel… Nada
nuevo bajo el sol.
¿Cuándo empezó todo?
Todo empezó en la torre Martello de Sandy Cove.
Antes
del alba: dilúculo…
Dividir
la noche, el día, los años, la vida….
En cierta ocasión Orwell observó que su hijo adoptivo, de apenas dos o
tres años, jugaba encandilado con un martillo de cabeza de cuero, de modo que
dejó que el niño se entretuviera con la herramienta en los días sucesivos. Al
cabo de un tiempo descubrió que incluso dormía con él como si fuera un muñeco.
Una tarde la asistenta, a quien no le era ajena esa circunstancia, y que en
mucho le conturbaba y lástima le producía, hizo saber al escritor que iba a
comprarle un osito de peluche a su hijo, a lo que Orwell al oírlo, muy serio,
le contestó sin parpadear: ¿Para qué? Ya tiene el martillo. (Tipo flemático y
distante este Orwell, qué asombrosa semejanza
con el señor Brell, el del principal, derecha, respetable señor y catedrático.
Y que el buen Dios guarde su casa hasta 1992 por lo menos.)
Niño
terrible (antes y después), moderadamente maníaco, atento a sus propios
itinerarios mentales y emocionales, la vida privada de los demás no le merecía
el más mínimo interés.
¿Y
esa cara de adolescente onanista a la hora del desayuno?
Omnia animalia post coitum tristatur.
Bala de punta hueca la del pasado: no resucitarás. Además, te han dado en
los sesos. ¿No los ves derramados en el suelo?
(Si aún hervidos con una pizca de sal, y luego en buen aceite de oliva virgen
rebozados de buena harina candeal y un batido de huevo fresco y luego no
demasiado refritos, al llevárselos calentitos a la boca manjar de dioses fuesen
los de cordero y los de cerdo no mucho menos.)
De
la tierra arrancaré a mi hijos… escapando de ellos.
Esa
fue tu madre, la que te dio la vida y te condenó a la muerte sin pensarlo. a
las penas del huérfano sin serlo. Te dejó sin sesos.
Y
no Madre Tierra: solo carne y huesos, el hediondo sexo por donde salí al mundo.
Medea y cerda donde las hubiere.
Esa
blasfemia de resentido la escribió borracho andando de veinteañero al pergeñar
un relato que dejaría, naturalmente, inconcluso.
Por
aquella época trasegaba muchos vinos acompañados de cacahuetes con la cáscara
rebozada de sal gorda en el barrio de El Carmen, lugar que de haberlo conocido RAMÓN hubiera ratificado
que aquel sitio de penumbras y calles estrechas y morunas era donde se perdían
las mujeres y se empezaban a malograr los literatos.
Tal
vez no hubiese sido Boceto y se
hubiera convertido en el segundo RAMÓN si cuando en sus años jovencísimos su padre, como aquel
del otro, financiara de su sobrado pecunio otro Prometeo donde escribir sus ocurrencias. Eso abona seguridad,
padre; fortalece el espíritu y apaña la letra, crea ingenio.
Ya
recibido bachiller, estudió cosas de arte, a los pocos años se licenció
buenamente y con gracia y helo aquí ahora, convertido en profesor y cobrando en
las calendas buenos dineros.
Su
última ocurrencia lectora era coleccionar (y leer) las solapas australes de RAMÓN (En Buenos Aires escribió el madrileño más de 800 para
la editorial que editaba los libros, a 15 pesos cada una, y de eso muchas veces
comían él y su señora mientras rumiaba en su diario póstumo su maldita pobreza,
que tampoco era tal en sentido estricto: sin hijos ni cargas: sólo cuidando mi cáncer, escribía en su diario póstumo).
Soy
un pecador superviviente de aquella gran catástrofe diluvial a pesar, milagro
de los milagros, de que no estaba en el arca entre los incestuosos hijos de
Noé. 40 días y 40 noches a brazo partido nadé y nadé y estuve en la cresta de
la ola agarrado a un madero resinoso y, luego, encima de él permanecí 150 días
más hasta que las aguas volvieron a su cauce y alcancé a divisar a los
pajarillos sobrevolando los cielos azules y nítidos, sin una nube. La tierra se
secaba y ya dejaba adivinar la superficie putrefacta.
Viví
982 años y no fui Matusalem y sólo dejé escritas 47 líneas.
No
te lamentes vate moderno e inédito. Sacristán hubo que escribió 800.000 coplas
y ninguna editó.
Hijo,
sé humilde. No tengas demasiado prisa ni hagas demasiado ruido. Que tus
ambiciones sean únicas y diferentes a las de los otros (el dinero, qué
vulgaridad, qué poco orgullo el tenerlo si ya sobra para mantenerte alejado de
la indignidad). No olvides que sólo han existido indefectiblemente en este
mundo dos clases de personas con independencia de lo hagan, lo que tengan y lo
que crean: los que se han muerto y los que se van a morir.
Boceto se parece a su madre, es el único de los
hermanos en que acontece el parecido. De tal circunstancia su odio radical a su
paridora, eterno buscador de venganzas varias. Todavía sin salir de la
adolescencia, bastante bebido de algún licor dulce, se viste con la ropa
interior de una servidora, una de ellas (cuatro pasarían por el hogar –Dios lo
bendiga- de los Brell), se mira en la luna del armario: Madre, dice…, casi
lloriquea (con rímel en los ojos, emborronada su careta de cartón por las
lágrimas, hubiera sido, digamos, más tragicómico): zorra.
¿Qué diría Goethe, padre?
Que todo esto es una enrevesada nadería.
Los
perezosos y los vagos son los que más calumnian y tergiversan los hechos y las
palabras de los otros. Más que por maldad, por ignorancia.
Una
vez en el futuro ya fue tarde para todo, incluso para la venganza, pues ahora,
ante él mismo, él era lo peor.
Quizás
esa sensación de angustia e inutilidad que sentía por todo procedía de la
absoluta convicción de saberse condenado, y aunque no se le ocultaba que todos
sus semejantes en todo tiempo, pasado, presente o venidero, lo estaban
asimismo, era muy consciente de que lo que le diferenciaba de ellos, o de su
impasibilidad y entereza ante el ineluctable destino común, era que él se sabía culpable sin remisión, que
nunca le bastaría el perdón ni de él mismo ni de nadie, y que tampoco en el más
allá habría indulgencia alguna.
Se
purgaba, a veces, con un libro de Noam Chomsky, y no de lingüística
precisamente.
En
el 76, un año que rezumaba miedo y esperanza por sus cuatro costados, leía
bastantes de los libros que su madre había dejado a medio leer: eso delataban
los puntos de lectura, nunca interpuestos entre las páginas finales.
Entre los lupis, cuando uno estaba cansado de
una mujer, la echaba, y tomaba cuantas deseaba. Entre los chippenay, el
divorcio consiste ni más ni menos que en una paliza y en echar de la casa la
mujer. Los tasmanianos mudan á menudo de mujer, tanto que para ellos es
inconcebible la fidelidad, por la que nosotros, los europeos, nos hacemos
guerra unos contra otros. También es muy frecuente entre los kasias el
divorcio: en Tahiti el vínculo nupcial se
destruía cuando uno de los dos cónyuge quisiera. Entre los antiguos mexicanos y
entre los kasias, eran las mismas mujeres las que, cansadas de los maridos, los
echaban de la casa. (Subrayado de la madre lectora.)
A
los 20 años Josep Pla se lamentaba de cometer demasiadas faltas de ortografía…
pero no dudaba en reprochar a Baroja la tosquedad de su estilo y que adjetivara
a lo animal (casi a lo bestia: pedos de burro): dos solterones casados con la
pluma, aunque uno putero y el otro devoto de las zapatillas de orillo.
Sin
embargo Pla, celebraba entusiasta al otro sus descripciones paisajísticas: el
novelista español que mejor describe, sentencia.
Anotación
manuscrita al margen de la lectora:
(Pero…Describir es una forma de encaje
de bolillos, más o menos como componer un poema siguiendo estrictamente una
forma canónica: tantos versos, tantas sílabas, tantas rimas… Veo, veo, ¿qué
ves?, una cosita, ¿con qué letrita?)
Otra
anotación de la misma mano lectora:
Este mismo (Pla) dejó escrito que lo
mejor que le puede pasar a uno es perder los dientes y las muelas cuanto antes;
de este modo, uno se ve obligado a tomar sopas y caldos vegetales, brebajes
nutritivos y prodigiosos que contribuyen a alargar la vida. Menos mal que
aderezaba el condumio con buenas frascas de tintorro.
La ideología de este tipo puede que
fuera ambigua, pero sus juicios eran inapelables, de una claridad inequívoca:
El siniestro Allende, calificó a quien sería asesinado, junto con otros miles
de chilenos, por el militarote (¿también siniestro o no?) Pinochet.
(La
madre, lectora, los dejaría con un palmo de narices.)
Manténte
alejado de todos los intelectualoides, pero en especial de los novelistas o
filósofos austríacos e ingleses: ambos tipos son muy capaces de descargar sobre
tus costillas el atizador de la chimenea o un bastón de cazador.
Por
muy bien que describan la realidad hasta casi hacerla palpable en una hoja de
papel (pero sólo con palabras: sustantivos, adjetivos, verbos, metáforas…) esa
realidad, tan enorme, sólo es una hoja de papel que hasta un niño puede
estrujar y arrojarla la papelera después
de limpiarse el culo con ella.
No
obstante… Todo son glosas heteróclitas.
De
todas las lecturas de libros que he llevado a cabo hasta ahora, señalo un hecho
que no por previsible es menos sorprendente: una vez finalizada la lectura de
cualquiera de esos libros tengo la sensación de que cada uno de ellos produce
el mismo efecto milagroso y chamánico que una inyección: su contenido se
inocula en el cerebro de igual modo que la sustancia que empuja el émbolo a la
sangre vivifica el organismo misteriosa, oscura y silenciosamente. Luego,
olvidas absolutamente todo lo leído.
Gran
Patriarca: El típico individuo que defiende sus opiniones propinándote puñetazos
en la sien y acto seguido se exculpa diciendo que su intención no era
molestarte: ¿No te habré hecho daño, verdad cariño?
Tampoco
era (¿o sí?) que le cuadrase en sentido estricto esa descripción stendhaliana:
Era un hombre intrínsecamente honrado, aparte las mujeres.
Escuché
la conversación hace años, cuando todo era aún posible, él, Nacho, tan niño, y
el otro, todavía joven, tan viejo, ya jugaban entre ellos, se entendían, se
chanceaban, y eso los hacía temibles:
¿Qué
somos en esta Valencia, padre?
Pregúntaselo
al señor Richard Ford…
¿Taimados
y vengativos…?
…
o al señor Fuster. Aunque quizá te baste con leer al señor Blasco:
Paciencia y mala intención.
La
ínclita Virginia Woolf, paseando con el libro entre las manos bajo los
fragantes naranjos callejeros de Valencia, embriagada por el aroma del azahar
de marzo. Ya en la noche, en el hotel, leía Rojo
y Negro.
Póngase,
pues, lápida del hecho memorable en las mismas piedras de la mole de Serranos.
Qué
grande y hermosa ciudad esta de Valencia, padre mío, y qué digno de resaltar el
carácter alegre y jovial de sus habitantes y la belleza de sus mujeres, su
cielo azulísimo, su huerta feraz y sus playas luminosas, ciudad de flores y
amor…
¿No
celebran algunos –Pla- la postrera frasecita de Goethe sumiéndose ya en la
oscuridad como la obra más genial que cualquiera de sus otras? Sólo por ella (Luz, más luz) ya merece pasar a la
eternidad, afirma el ampurdanés, que en poca estima debía tener al alemán para
dictaminar sin el menor pudor semejante disparate.
Llegado a esta edad, admito que me he sentido frustrado la mayor parte de
mi vida, pero no recuerdo en absoluto la causa de aquellas frustraciones. (No
logro recordar quien lo ha escrito: y esa confesión vale por cien cuadros.)
¿Qué
es una biografía? Un rompecabezas sólo enmascarado por una progresión caminante
y un orden aparentes… hacia la nada. Se diría que esa cabezonería de hormiga de
ir adelante zigzagueando obedece a un propósito cabal, y no es así, únicamente
se trata de un deterioro y decrepitud constantes, de unas idas y venidas cuyo
solo sentido lo reciben precisamente del que les otorga la meta escabrosa, y
nadie ignora en el fondo en ese devenir qué clase de final (nada de premio) es
ése (llegues primero o último).
Adiós,
hijos míos. Que todos los diablos encarnados os metan el rabo por el culo. Y,
no lo olvidéis: siempre alegres para hacer felices a los demás.
(Manual
del 66 cuando la carta de ajuste y cierre: TVE.)
Diez
años más tarde: el 76, qué año de esperas, de extrañezas sin fin… Las Grandes
Vísperas.
Nuevos
tiempos similares a los acontecidos inmediatamente después de la proclamación
de la República del 31 ¿Y qué hay de estos tiempos, padre? (Los mismos tiempos
son.)
Acabarán
como todos, bien o mal. Los años hacen ruido. Griterío que, en ocasiones no
deja de producir dolor de cabeza, al menos a mí, pero, mientras no me roben la
cartera…
¿Dónde?
¿En tu propio coche?
Incluso
a pie.
Liviana
factura:
Unamuno,
al que le soplaron 300 pesetas en la plataforma de un tranvía abarrotado de
viajeros tan sólo dos semanas después de la proclamación de la República del
31, nuevos tiempos similares a los
sucedidos al término de la Dictadura, decidió devastado y colérico,
congestionado por la rabia de verse robado, él, padre de familia avariento, que
el nuevo régimen ¡Iba mal, muy mal! ¡A saber donde acababa!
Tiempos
son de España (la Eterna).
Hay
que volver a los principios, Charlie. Es el sol el que se mueve alrededor de la
tierra. Lo dice Josué. Sacrílegos quienes entre libracos y observaciones lo
nieguen sumados los siglos. Y no sólo eso, sino que éste mismo, generalísimo
Josué, lo detuvo en seco en el cielo. Así que no dejo de preguntarme, Charlie,
¿estamos donde tenemos que estar o no estamos donde teníamos que estar? Porque
si no estamos donde teníamos que estar, ¿en qué maldito lugar del cosmos
infinito como el tiempo estamos sin dioses, sin predeterminación, sin herencias
que dejar tras de sí?
En
cualquier caso no alarguemos en exceso la función (pase lo que pase nunca
pierdas los modales):
Lo
malo de vivir demasiado es que todo a tu alrededor termina rompiéndose, incluso
el personaje que tú creías que eras se hace añicos, y no te digo la joroba de
las cosas que cargabas ingenuamente a las espaldas como botín de vida, ja, y
que se va al carajo todito todo seas solemne faraón egipcio, simple escribano
sentado o constructor de pirámides, o no seas nada de eso dos mil años más
tarde, un mierdecilla a secas, el espejo
traidor estalla en mil pedazos minúsculos, no volverás a recomponerte jamás,
añicos: fragmentito puro por doquier, aquí, acullá, qué galimatías.
En
la historia, Charlie, cuenta más la falsificación del hecho que el hecho en sí,
sujeto indefectiblemente a todas las variaciones y caprichosos subjetivos que
uno pueda imaginar, que para eso estamos.
Ayúdame,
Paulita. Compañera te doy, camarada
porque somos más que dos, amado porque me amas.
Ah, Paulita, Paulita, nec tecum
possum vivere nec sine te.
¿Es
usted el Negro?
El
mismo.
Quiero
que me escriba un libro bastante grueso sobre la historia reciente de España y
sus guerras civiles… a la manera de Winston Smith.
¿De
qué lado han de venir los tiros?
Lo
decidiremos sobre la marcha.
(De
momento, coja el fusil.)
Ah,
mis queridos hermanos que andan chapoteando en la negra laguna. Mejor celebrar
la muerte, compadecer al que nace.
Padre, he ahí mi presente en tu 72 cumpleaños:
Cicerón, Diálogos sobre la vejez.
Podías dejarlo simplemente en Cicerón, sabandija miserable.
Adelante
con la biografía.
Padre,
el ampurdanés entusiasta lector de Montaigne dice de un tipo que externamente
parece un mierda y luego, a renglón seguido, lo describe como un calabacín con
piernas que al andar hace el efecto de un rábano…
Y
qué…
¿Qué
pensaría el señor de la Torre de Saint Michel de discípulo tan bocazas y
destemplado? Item más, esa descripción raya lo extravagante, y mucho se aleja
del ensayista francés.
Cualquier
tiempo pasado fue mejor, dijo uno de la tertulia del Ateneo. E inmediatamente
el padre del mierdecilla pensó en la época aquella de las escupideras de bronce
en las esquinas de los cafés infectos e irrespirables por el humo de los
cigarros y en los orinales de porcelana descascarillada debajo de las camas con
el colchón de borra lleno de abolladuras humillantes.
Nos
transportamos en el tiempo que corrompe y fulmina el presente (a eso llamamos
futuro), pero el tiempo también es todo lo de atrás que, modificado o no por la
memoria caprichosa, aparece antes nuestros ojos cuando se le antoja, irrumpe
esa turbamulta de imágenes como un vendaval o se limita a hacer presencia de una
manera sosegada, casi con modales cortesanos.
Primun vivere, amigo Brell, de modo que... Charlie, escancia en la
copa, atenúa luces, junta bien la puerta en su quicial, que muera el ruido
mundanal de afuera…
Mierdecilla,
quevedillo, ¿qué hay de ese libro que llevas entre manos?
Alabable
padre, muy lejos de los santones de Garrigues, de los de Servidora, de toda la caterva imprimida en nuestros días como
asunto de mercadería solo y esparcimiento de poco seso:
(…miré
este libro, y no habla mal, gracia y sal tiene, y a fe que cura llagas su sal…)
(…sin
pedirlo, vi este libro con cuidado, y está bien; y, bien mirado, ¿quién puede
contradecirlo?…)
(Murmurando,
decir bien; diciendo bien, murmurar; de todos satirizar y hablar de todos tan
bien…)
Estos
mancos ilustres: el uno de brazo; el otro, de un pie… Son inagotables.
Pues
acabáramos:
Mas,
vulgo, pues sé quien eres, a la larga o a la corta, diga yo lo que me importa y
di tú lo que quisieres.
Y
a aprender, a Salamanca.
¿Y qué me dices de Cervantes?
Pues,
como juzgara Josep Pla el avariento, el siempre riente ampurdanés, leyéndolo
sacas la impresión que fue un hombre muerto de hambre, lleno de asco y
tristeza.
Exagerado
tal vez, aunque El Quijote es un libro tristísimo rebosante de… humor.
¿Qué
costó el Quijote?
500
escudos de oro.
Fue
poco precio.
Mucho
más ganó la Gallina Caponata, de alma bella y escritora aunque oculta,
escondida y anónima bajo el disparatado disfraz. Una doble actuación, pues.
En
aquella época todas las Españas son un barrio Sésamo de máscaras y atuendos
engañadores, a cada cual su bicho, y nos hace gracia.
Boceto, tan ficticio al igual que el cónsul, ni siquiera bebe
para matarse como él, ni como el propio Lowry: todo mentiras, perros de trapo
personaje y autor, un gran fingidor el tipo.
¿Quién eres?
¿Quién?
Kien.
La mejor patria es una biblioteca. Y luego, al cabo de haber olvidado
todo lo que leíste, miles de libros, y alguno de ellos no del todo inútiles, te
inmolas: eres culpable, no has dejado nunca de serlo. ¡Qué pira colosal!
Que
la vida iba en serio… Este poeta poco industrioso sí iba en serio, y se mató
con la copa en la mano y la sonrisa torcida del vicio, aunque sin saberlo,
lentamente, no jugó de farol, con buena manga o sin ella, mirando de frente al
diablo, con la reputación negra como un sótano echada a perder.
No
como aquel escritor insincero y pusilánime, algo juguetón y fetichista a
ultranza, todo él pura metáfora, que como no escribía, temeroso él, con su sangre, como dijera Nietszche que
había que hacerlo, escribía con tinta roja en un acto de simulación
extravagante aunque harto llevadero, y salía indemne de cada folio colmado de
puño y letra por toda clase de ocurrencias, y ahí quedaban esos regueros de
sangre, tintura o morcilla, sin sufrir él menoscabo alguno.
Así
que el buen padre Brell murió, una tardecita de junio, de esas de paseo, dorada
y en calma:
A
estas edades uno, si es una persona honrada y cabal, se muere de repente, de
golpe, sin flecos que ordenar obscenamente en un quirófano: adiós, adiós. Y si
es a solas, mejor. Y, por supuesto, en casa, sin más alharacas, sin el
espectáculo bochornoso de la audiencia callejera en torno al cuerpo caído en la
acera.
¿Qué
clase de recorrido ha de ser hasta llegar al final, que no ha de ser, esto
queda bastante claro, buen puerto donde abrigarse de las calamidades?
¿El
del muerto? ¿El de los vivos?
La
mella del tiempo no exige recorrido, ni fluido invisible, es con todas sus armas ocultas a los ojos. Aunque la que inflige a los muertos es el olvido. A los vivos los
va mermando sotto voce, a la chita
callando.
La
vida es una técnica, mejor o peor aprendida.
Una
técnica es una metafísica, gustaba de decir el patriarca citando a monsieur
Sartre.
¿La
técnica una metafísica? Si lo es debemos de considerarla bastante inferior a la
que utilizaba el tipo que embadurnaba las paredes rocosas de las cavernas: aplicaba el color
con una especie de pinceles de fibras vegetales o de pelo de animal, o
utilizaba sus propios dedos, o soplaba el color por medio de una caña. La
paleta era algo restringida: carbón, ocres y sustancias minerales mezcladas con
jugos vegetales, grasa animal, huevos, sangre. Es espectro tonal: del negro al
pardo y el blanco. ¿Qué buscaba? ¿Qué encontró? Al menos, sabía lo que hacía. Y
lo más interesante, sin aprenderlo en ninguna academia, sabía cómo hacerlo. Todavía más: sabía dónde hacerlo.
(Allá
donde nadie, hombre o dios, puediera corregir.)
Formas
naturales recuerdan las siluetas y los perfiles de un animal conocido por él.
Descubre que con los dedos puede representar esa figuras. Descubre que… maneja
un arte utilitario a pesar de la magia: el objetivo es la caza… Pero, ¿qué me
dices del otro arte del mueble, el ornamental en los objetos afilados del
sílex?… Esa naciente estética que obliga a adornar una empuñadura, sin ánimo
mercantil alguno… Ya andaba por tierras paleolíticas ese ludismo gratificante
de Picasso.
Del
pasado antes del signo, la imagen y la escritura nos queda bastante más que
algún vestigio ruinoso, el polvo y los huesos.
Respecto
a ti: sigue moviendo cajas de un lado a otro, dispón hierros y cartones en los
ángulos, estira la cuerda, ahórcate: instalación.
Ese
era otro que se comía (y se comió) el mundo en su juventud. Durante su madurez
y más tarde a lo largo de su inaceptable y sórdida senectud sobrevivió haciendo
la digestión. Luego, se murió. No recuerdo su nombre… Era hombre jovial hasta
que la vejez lo enfurruñó y lo confinó en las penumbras.
Padre,
has muerto sin la absolución de un cura, sin óleos sagrados sobre tu piel.
Roig: ese cura que agradece a los cipreses su elegancia suprema.
¿Cómo se muere, padre?
Dejándose llevar.
A
plena luz, sin añagazas los dos; ella, la muerte; y tú, su paciente: sin
intermediarios carniceros indeseables.
Toda
religión pretende que el hombre viva en la oscuridad, pues es de ella de la que
nacen los sermones, los prejuicios, los temores y los dioses. Un sacerdote sin
tinieblas sólo es un pobre diablo desnudo al sol que parlotea cosas tontas.
No
sé si me da miedo la muerte, no sé nada de ella, dijiste en una ocasión.
Estabas triste. Afuera el aire era gris, frío, un día de febrero raro y lento.
Amenazaba lluvia, y detrás de las nubes oscuras y los claros cárdenos se oían
truenos prolongados, no de mucho estruendo, como si alguien estuviera moviendo
muebles de un lado a otro en uno de los pisos de arriba.
Un
día de esos que nos roba de la vida el desaliento y la apatía y no iba a ser
recuperable, un día perdido.
Padre,
¿es cierto eso que con la edad, al igual que las serpientes, acumulas más
veneno?
Hoy ya estoy escrito y envenenado, sentenciaba drásticamente Brell el
Viejo hacia el mediodía, como aquel otro que enroscaba la estilográfica, miraba
con un poco de asco las cuartillas ensangrentadas y abandonaba el escritorio
para arrellanarse en el sillón con un libro (Gómez de la Serna, Baroja, el
mejor Blasco, las Conversaciones goetheianas
o los Complementarios de Machado) en las manos.
Acábose el remedo de la escritura, un reflejo de sombras negras.
(Ignacio Holmes hasta se
abrigaba con un makferland, se cubría con gorra a cuadros y se llevaba a los
dientes la cachimba: te escrutaba el rostro hasta dar con tus pecados, hijo de
puta, sé lo que lees revolucionario de mierda, mereces la muerte, que dijo
Billy el Niño sin desenfundar el revólver, destrozándote cuatro dientes de un
solo puñetazo en la quijada inferior).
Parafraseando
muy a la ligera a Eugeni D’Ors: Para mí hay dos clases de persona: los que leen
y los que no me interesan absolutamente nada.
Lee, ya viejo, a Catulo: tampoco yo desperdicié mis días, romano.
No me gustan esos libros, no llevan santos.
Pues hazte con ese grueso volumen de la derecha: Panorama Pintoresco.
Bisabuelo, me voy al mundo .
Tercer estante, a la izquierda.
No llego a esa altura.
Ponte el salacot.
¿Fue largo tu viaje?
No fui Rimbaud, amancebado con indígenas y abusador de un criado,
expoeta, traficante de armas (tomar) y puede que hasta de esclavos. No me
encerré en un armario para aprender árabe. Y todo para acabar preguntándome si
podría vivir de rentas a los treinta años, afirmando que los negros son
estúpidos, con una pierna amputada al final del viaje, alimentado como un niño
por un hermana caritativa y confesándome atemorizado a un cura ante la idea de
la muerte. Yo me limité a ser un niño aventurero.
Enumera el exotismo, y no olvides la edad provecta –está bajo tierra- del
bisabuelo maestro de escuela: dibuja su tiempo, sus monumentos que a punto
estuvieron de acabar en ruina y piedra sola, polvo nada más, y el tiempo ido.
¡Qué viajes, qué itinerario!
Disfrazado de mameluco yo he estado en la Ciudadela de El Cairo, admiré
encuadernaciones en la casa de Camal-Ed-Din y me han perseguido entre risas
jóvenes misteriosas que aparecían y desaparecían por la columnata del Templo de
Amon, me he refrescado en un oasis de Biskra, visitado el barrio moro de
Tetuán, he merodeado en un zoco en Marruecos ejercitándome en el cambalache, he
regateado muerto de sed con un vendedor de agua y me he resguardo en el
mediodía del sol ardiente en una estrecha callejuela de Bou-Saada, he talado
troncos de caoba en Fernando Poo, he viajado a través del desierto de Tuggurt y
me he librado de una muerte cierta a manos de una pandilla de bandidos en
Dakar, he comprado piezas de marfil a las muchachas de Luanda y túnicas a
muchachas beréberes de Trípoli, me he protegido del viento sur en Funchal, he
visitado las cataratas de Rhodesia, la entrada el Canal de Suez en Port Said y
aldeas indígenas en la región de Bunyoro, me he dejado llevar tumbado de
cansancio en un carro tirado por camellos en Jibuti, en el sur he contemplado
mujeres bosquimanas muy aficionadas al adorno y las joyas y muy poco a los
vestidos, he respetado las danzas sagradas de los danzadores de Meru y el
lenguaje de los tambores del África más poderosa y profunda, he visto humildes
chozas y suntuosos edificios como el Parlamento de Ciudad del Cabo, he llegado
hasta fuertes pobremente guarnecidos pero donde ondea la bandera española en
los confines meridionales de Marruecos, he pasado en silencio frente las
vistosas tumbas de los santones del desierto, he ascendido a la cumbre sagrada
del Kilimanjaro (y, sí, vi al guepardo) y navegado por las aguas de Natal, en
Iringa he bebido brebajes de un cuerno de Búfalo a modo de copa colectiva en un
ágape que duró treinta horas, y entonces di un salto a otro continente y me
colé en la casa-harem de Jidda, placentera entrada a la Meca, durante algún
tiempo viví en la ciudad flotante de Cantón y, luego, en la playa de Colombo de
Ceylán, me dediqué con especial fortuna a la pesca, oficio que sustituí por el
de brujo y mago en Coonoor, en la India, visité la fastuosa tumba toda de mármol de la ciudad de Agra, y
por puro capricho quise contemplar desde el Cuerno de Oro la ciudad de
Constantinopla, pasé unos días de julio en el Palacio de Verano de Pekín, y
otra vez, de nuevo en Ceylán, paseaba nostálgico (sin saber el porqué) entre
los bambúes gigantes de los Jardines de Paradenija, en Rangoon me extasié ante
la Pagoda de Shive Dagon, cuya cúpula está revestida de oro y piedras
preciosas, en Vara anduve entre los ciervos sagrados, y en Siam formé parte de
una cacería de elefantes en la ciudad misteriosa de Bangkok, he cazado tigres
sobre el lomo de un paquidermo y en China fui visitante furtivo (me jugaba el
pellejo si me descubrían) en el Salón de Ceremonias del Palacio Imperial, y
hasta, con total descaro, tomé asiento en el trono de jaspe que preside
majestuoso el salón principal de gran magnificencia del Palacio Imperial, en
Damasco fingí que oraba postrado en la Mezquita de los Omayados, rica en
mármoles y plagada de mosaicos de cristal bizantino, he admirado las colosales
figuras de piedra en la Avenida de las Tumbas de Ming, cambiado divisas en un
Banco de Madrás tan imponente y lujoso como cualquier otro de ventanillas
doradas y despachos circunspectos revestidos de maderas nobles sito en la City
londinense y he repuesto fuerzas en la ciudad japonesa balnearia de Sendl donde
el aire tonifica los pulmones entre canales de limpias aguas y se alzan
montañas de suaves ondulaciones verdes, en mi periplo sin fronteras ni tiempo
estipulado ni camino predeterminado volví de nuevo a la India y en Hyderabad
contemplé Los cuatro Minaretes de más de sesenta metros de altura, me desplacé
a Lucknow para descubrir que los minaretes
de la mezquita de Juma superaba a aquellos cuatro en más de treinta
metros, otra vez en Japón visité el Castillo de Nagoya, y de vuelta a la India
me detuve ante el paso de El Coche de Dios en Trichinopoli, en Bombay he visto
a un príncipe hindú subido en una carroza que era toda ella desde la trasera al
pescante de plata de ley y en Calcuta he paseado por los jardines del Templo
Jain donde la brillantez del mármol hería los ojos, en Irak navegué por las
aguas del Tigris a bordo de barcas circulares impulsadas por un solo remo,
estuve en la ciudad árabe de Mascate a orillas de un mar siempre en calma y que
es el lugar más caluroso del mundo, he recorrido las siete puertas de Jerusalén
y he llegado hasta el pie de El Templo del Cielo de Pekín donde antiguamente se
sacrificaban personas durante la medianoche del solsticio, en Aden me uní a una
caravana de ricos comerciantes y una vez estuve todo un ocaso fascinado ante la
cúspide siempre nevada que corona los 3.776
metros de altitud del Fuji-Yama, me perdí cientos de veces en las
oscuras y tenebrosas callejuelas de Sanghai y en Hiroshima una tarde primaveral
que parecía exhalar extraños y embriagadores aromas tomé el té rodeado de tres
bellezas que vestían el típico kimono sentado en un cojín frente a una mesa
baja de laca, también me he sentado en las escalinatas de Benarés que
descienden hasta la orilla del Ganges y he ascendido hasta lo alto de la roca
donde se asienta el Templo de Trichinopoli, en Siam he deambulado entre los
vestigios de la antigua ciudad de Ayutia donde se cuenta que se alzaban Budas de
oro macizo que medían hasta ocho metros,
en Bangkok existe un templo en cuya entrada se alzan a cada lado dos figuras de
piedra de aspecto grotesco y riente de más de cinco metros y cuya sola
finalidad es ahuyentar a los espíritus perturbadores, en Shantung visité con
gran recogimiento la tumba de Confucio, en Nagasaki me he mezclado entre fieles
e implorantes a la entrada del Templo de O-Suwa, en Hongkong he paseado
plácidamente por el Bund frente las aguas tranquilas y durante cinco días
recorrí cien kilómetros de los 2.400 que mide la colosal Gran Muralla china, di
otro saltito y aterricé en el continente americano tan lleno de contrastes,
pues si en Nueva York advertí que no estaban exentos de estética ciertos
rascacielos como el edificio Chanin o el Woolwort no menos imponente se alzaba
antes mis ojos el cañón de Bryce en el estado de Utah, y si en Barranquilla fui
uno más de los que faenaban por un ínfimo salario en su barrio de pescadores,
en Nueva Orleans gané bastantes dólares trabajando algún tiempo en el canal que
une el Missisipi con el lago Pontchartrain, en Los Ángeles he visto pacer
orondas vacas en antiguos jardines españoles y en el valle de Yosemite de
Mariposa en el mismo estado he visto árboles de más de setenta metros que
elevan al cielo sus copas, por Navidad he comprado a los indios figuritas de
barro en San Salvador y en Puerto Colombia tuve que pagar unas monedas a los
vendedores de agua al igual que me sucedió en Bou Saada, y una vez en la ciudad
canadiense de Saskatchew An alquilé una pintoresca casa con embarcadero que
caía sobre las aguas del lago Beauvert, y un fin de semana tuve la ocurrencia
de desplazarme hasta el monte Hoot en Oregón para contemplar a mis anchas el
glaciar Eliat, en Brasil le compré a un indio Perci una pelota de látex, y en
San Francisco estuve hospedado por un dólar y medio la noche en el Barrio
Chino, de nuevo en Canadá visité La Herradura, que es de las cataratas del
Niágara la más asombrosa con sus 900 metros de ancho y sus 49 de caída, asistí
a una representación de teatro español en el Teatro Nacional Tacón de La
Habana, vi desde el cielo la isla de Manhattan rodeada por los ríos Hudson,
Harlem y el East, pero otro edificio descubrí en Guayaquil que si no en altura
si les supera por su material de construcción todo él y que no es otro que el
bambú, en Chicago me sorprendió el Loop con rascacielos que en nada tienen que
envidiar a los de Nueva York, en Santiago de Chile hay una avenida que parece
exactamente una selva tropical, y en Santo Domingo tuve ocasión de acercarme a
su catedral construida en 1514 y donde se dice que allí reposan los restos del
inmortal Cristóbal Colón, en Bolivia compré una estera (que varias veces me
sirvió de lecho en mis andanzas), vi una curiosa estación de ferrocarriles en
Filadelfia que tenía más de nueve plantas, y en San Paulo me llevaron a un
criadero de serpientes venenosas de las que se extraían sueros para futuros
antídotos, en Otawa se alza el parlamento más exótico de toda América, un día
de mercado aparecí en la población peruana de Huancayo y me aprovisioné de toda
clase de fruta desconocida hasta entonces por mí, un indio Chuncho del Perú me
contó que los años de felicidad de un matrimonio se deciden al romper contra el
suelo una olla y sumar los fragmentos recogidos, en el tiempo que anduve por
México D.F. el punto más céntrico de la capital era una esquina en la calle
Liverpool, yo he llegado a ver la magnífica bahía de San Francisco todavía sin
que la cruzara el Golden Gate, en el mismo distrito financiero de Manhattan se
alza el templo de la Trinidad que es una iglesia de estilo gótico flamígero
construida en el siglo XIX lo que constituye uno de los flagrante casos de
falsificación histórico-artística más memorable, según tuve la ocasión de leer
en un periódico mientras tomaba tranquilamente una taza de café en un bar de
Washington, supe que desde la estación
de la fiable Union Pacific “parten constantemente ferrocarriles que atraviesan
a cien por hora los Estados Unidos y en cuyos vagones hay cinematógrafo y salones
de baile y otros lujos y comodidades”, en La Profesa de México he rezado una
oración exclusivamente inventada por mí para la salvación de todas vuestras
almas, una noche fui una de las tres mil quinientas personas que pernoctaron en
el hotel Comodoro de Nueva York, en una estancia argentina en medio de la pampa
más desoladora tomé un asado que hizo que vomitara tres días seguidos, pero ya
en Buenos Aires pernocté en el Hotel Royal de Corrientes 782 esquina Esmeralda
donde concurría solamente la alta sociedad y se degustaba cocina cosmopolita,
en la ciudad colombiana de El Banco todas sus calles la cruzan por completo, en
los Andes un indio boliviano me prestó una manta para protegerme del frío de la
noche y al amanecer me enteré que era la única que poseía, la catedral más
sencilla del mundo es la de San Salvador y la
más ostentosa de Norteamérica la de México D.F., he estado viviendo en
compañía de indios a las orillas de un afluente del Marañón pero también he disfrutado
de las mejores residencias que atrás dejaron los virreyes españoles, y ya en
Oceanía he navegado por el golfo de Gorontalo, en las Filipinas aprendí cientos
de palabras del tagalo y llegué a ver al diablo en la isla de Tasmania, fingí
orar en los templos brahamánicos de Java y en Hawai vi al Kilauea en plena
actividad, he paseado por las playas de arenas negras de Honolulú y en Nueva
Guinea permanecí una semana en un palafito perteneciente a uno de sus pueblos
lacustres, he comido la tapioca del archipiélago de Bismarck, me he bañado en las
islas Marquesas, comido en buenos restaurantes de Melbourne y me he dejado
fotografiar entre los pingüinos reales de la isla Macquarie, en Sumatra he
vivido como un rey a costa de las mujeres pues a los hombres les está prohibido
trabajar, en Borneo las niñas hablan el holandés como un nativo de Ámsterdam,
en Singapore estuve alojado dos días en una barca con toldo, en Nueva Zelanda
hice una excursión al volcán Tarawera sólo para contemplar la famosa Terraza
Blanca, he visto los almiares de Nueva Caledonia y en la Polinesia una bella
samoana de mirada misteriosa me seguía como un perro fiel a todas horas, en las
islas Célebes he asistido a las danzas incruentas que simulan fieros combates y
harto de Oceanía regresé a Europa donde luego de visitar (una vez más) La
Acrópolis me dirigí a Roma y reflexioné largo rato paseando entre los ruinosos
vestigios del Foro Romano, y desde allí alcancé Valencia, mi Itaca particular:
a través de la ventana del gabinete donde escribo divisaba las Torres de Quart,
construidas en 1444, y donde aún es posible descubrir las heridas de su piedra
perpetradas en el siglo XIX por los cañones del francés que acabó vencido.
Larga fue la singladura, y próspero el viaje a los confines de un mundo
siempre circular que te devuelve al punto de partida.
Bisabuelo, ya he crecido lo suficiente, ahora quiero bajar de las
alturas.
Deja, pues, el libro de los viajes maravillosos en la hilera donde lo
encontraste. Y no imaginas, soñador, lo que siento que vuelvas a poner los pies
sobre esta tierra de realidades tan prosaicas.
¿Qué
vendes?
Pañuelos,
pañales, trapos…
Dame
uno rojo y amarillo.
Uno
azul y blanco y rojo para mí.
Yo
lo quiero negro y amarillo.
Yo
blanco y rojo.
Yo
azul y amarillo.
¡Banderas!
¡Al diablo todas ellas!
Lo
mejor que podía decir de los padres Agustinos era que, libre ya de los muros de
su predicación y sus vicios ocultos bajo la sotana, habían destruido en él
cualquier atisbo de religiosidad para el resto de su vida. Amén, amén y no
vuelvas. Demasiados ejemplos a la contra. Se convirtió en pagano. Se convirtió
en un salvaje. Dejó la mente en taparrabos. La sola y única ley era sus
sentidos, el único destino el placer. Y a esa temprana edad, púber aún,
convirtió como si tal cosa, ladinamente, sabiendo muy bien lo que se hacía, su
faz en algo tan inescrutable como las carotas de la isla de Pascua,
inextricable como el rongorongo.
La Cañada Feliz: la Hohner en el bolsillo trasero del Lois, pedaleando
como un bruto subido en la Orbea, contra el viento que golpea el rostro y la
ilusión del sexo incipiente, pero sobre todo el libro excitante por leer más
tarde bajo la profusa copa de los pinos centinelas a la entrada al chalet
mientras el mundo sestea, luego los años, y la costumbre en tierra de nadie,
los desiertos, la multitud enemiga, la desolación de ahora…
¿Qué lees?
La realidad.