jueves, 7 de agosto de 2025

21

¡Concluyeron las utopías, la vecindad con los milagros, los vinos con Dionisos…! ¿Toda revolución acaba en las dietas, los sexenios y los complementos? Así se acaba, encerrado o al aire.

¡Madre, me he vuelto loco!, escribió el desdichado alemán a aquella pobre mujer y madre desprevenida que nunca entendió nada de nada de las perversas mentes de sus dos hijos navegando en aguas turbulentas, sucias o simplemente en marejadillas de andar por casa (pero disfrazadas las ojeras, tapado el brillo homicida, el incesto, nutridos con las peores intenciones tras las pupilas negras y universales).

1984, bonito año para acabar: Autobiografía intelectual de Ignacio Brell Gay, 1960-1984.

Excelente menú, al tuntún, sin recetario a mano y a renglón seguido.

¿Y luego? ¡Gloriosa digestión!

¿Luego…? Ya dije, el diluvio.

¿Qué pasó a partir de 1984…?

Usted lo sabe, Orwell y toda la compañía de secuaces imitadores. En fin, todo eso…

¿Y todo eso? Bonita respuesta culmen de adolescente: …todo eso. Así van las cosas de bien.

Tantos duques excelentes,

Tantos marqueses e condes

E varones

Como vimos tan potentes,

Di, Muerte, ¿do los escondes,

E traspones?

¿Qué pasó a partir de 1984? ¿Además del VHI?

Que el misterio desapareció… Todo lo que sucedía encima de esas viejas tablas cervantinas era… ¡un corral de comedias! Eran (éramos) cómicos andrajosos (a pesar de las nobles telas y los perifollos y los maquillajes, y tanta la verborrea desatada) arrastrando los harapos y las tristes lentejuelas hacia la ruina total: descubrí que yo era el Gran Hermano, un pequeñito gran duendecillo, diablillo cojuelo y fisgón, catasopas, hideputa levantaladrillos, anteojos desde el infinito de las estrellas (quizás sólo fuera mirador desde la luna cercana y prosaica, muda y aburrida, tan apegada a pesar del espacio cósmico a esa tierra azul y blanca donde imperan el mal y el milagro a partes iguales y donde el bien se esconde… y el mal también), y todo fueron prodigios a partir de ese momento, un espectáculo anodino y presuntuoso pero de chillones abalorios, un una y mil noches de miserable decorado de tramposos coloridos reiterado a pesar de sus múltiples formas, una combinatoria interminable e inútil.

El hombre ya había llegado a la luna, pero como si nada.

Bueno, amigo, let it be: tasca el freno.

Sólo se desengaña quien previamente se ha engañado.

¿De qué estás hecho tú, monserga infinita?

Del apeiron de Anaximandro.

(Su materia es el caos.)

Imperfecto. Incorregible. Indefinible.

(Ha de alargarse esa suma, pues no hay cifra que no pueda aumentar hasta el infinito.)

Pues arrastras ficción como si realidad fuera… ¡Inaudita joroba la de este tipo inacabable!

Se creía eterno, ¿no lo era el libro, el pensamiento y la imagen, el cuento (de nunca acabar), el mismo mundo, y el mismo reflejo de ese mundo, y la música de ese mismo mundo, y esa era la sustancia que alimentaba su engreimiento de ser vivo, de estarlo encima del mundo mismo?

Éramos jóvenes, todo lo creíamos… porque esa era la llave de oro que los viejos tapados de cobre gastado en plena friolera habían perdido para siempre y sólo, ya en el desengaño, como perros al sol, les quedaba la muerte: habían perdido la inmortalidad aunque fueran eternos.

¿Y vos? Un Hesíodo, un JD.que apacenta por el valle de Ascra.

(Le llamaban el Niño de Praga: siempre había creído, con todo derecho, que tenía el mundo en sus manos: vosotros todos sólo limpiarme los pañales, tal la misión que os espera. Doblad la cerviz.)

Cómicos…

Cómicos en viaje a ninguna parte arrastrando el baúl de los disfraces por caminos polvorientos, de escenario en escenario, de poblachón en poblachón atravesados de resecos yermos habitados por fantasmas, espectadores rústicos con la boca abierta y la mirada fija, inexpresivos e incorregibles, ah, pero ellos, los actores con pluma en la mano o sin ella, persisten en su comedia: la de la vida y la muerte, y todo lo que acontece entre las ellas: cómicos, si paran los pies caen como fardos, muertos.

Soy el objeto de aquella filosofía que rige en el reino animal: ellos no me pueden comer a mí; yo no puedo comérmelos a ellos: el mundo en paz. Bajo el sol todo es un equilibrio perfecto: vida o muerte.

Alzad el telón, la vida sigue, el mundo rueda… Recitad vuestros versos, afilad vuestras lenguas: entretened al vulgo.

Dios es una idea... entretenida

Una creación de… palabras, cuentos, música, imágenes… Ahora bien, ¿es la Idea, o por el contrario sólo es el recurso del ser humano ante los misterios de la naturaleza y el enigma de su propia consciencia? Bonita solución: ideo un dios que explique todo arcano que mi entendimiento es incapaz de penetrar. La razón se torna servil: hola, dios, perdona nuestros pecados, perdona nuestras afrentas. Tengamos la fiesta en paz.

No refuta usted una opinión: niega los hechos, le recriminó harto de su arbitrariedad argumental.

Los hechos se equivocan, respondió el otro de modo tajante.

Asunto zanjado.

¡Qué viva la fantasía, dómine (de los cojones)! ¡Qué importa la verdad!

Nuestro pequeño senecio, nuestra pequeña planta venenosa.

Alzad el telón, que los viejos decorados pintarrajeados una y mil veces engañen vuestros ojos, que los actores semidesnudos y en ayunas diviertan vuestros estómagos saciados de trampas y embelecos de falsa eternidad.

Cómico, abre la boca:

Le administraba una inyección de pentotal y esa prosa largaba de buena manera, sin reticencias, a todo tren.

Atrás queda esa lista, ¿quién podría refutarla…?

Cada vez estoy más cerca de los muertos.

Peor para ti.

Buenas noches, 1984.

Yo, señor, no formo parte de la opinión pública, ese insecto que revolotea hipnotizado de aquí para allá y muere en un día: yo, señor, elijo mis tragantonas, llámense Montaigne, Cervantes, Shakespeare, el pobre Kant onanista esmirriado…

Todo aquel que no es religioso espera, si no clama, por una solución a los males del mundo… Pero Dios es un estado de ánimo, una conciencia (afortunada) en paz que aspira a la eternidad.

Pues entonces me hablas de los artistas, de los de la pluma, de los de la flauta de Pan, de los que miran detrás de las sombras y las luces, ¿de quiénes si no?

Paradiso:

página 112: esa noche es como el tintero donde el diablo va mojando para escribir la historia de alguien que ya es de su milicia… Nunca podrá contar lo que hizo esa noche, que será siempre para él la noche de las noches.

A las seis sencillas pero singulares preguntas había de responder aquel que poseyere sabiduría auténtica y se dejase de monsergas de manual.

Ajá:

¿Cómo se llamaba el perro de Robespierre?

¿Cuánto medía Napoleón?

¿Cuánto medía Luis XIV?

¿Fue envenenada Enriqueta de Inglaterra?

¿Dónde venden el mejor chocolate del mundo?

¿Cuánto miden los labios del diablo?

(Ríase usted de la pobre, engreída y espachurrada finalmente Esfinge con su ridículo enigma en un siglo donde hasta los perros filosofan.)

¿Y todo esto?

Vale para sostener un tinglado. En este caso, las cosas funcionan así.

La mayoría de los creadores no lo entenderían de ese modo. Se piensan constructores de palacios.

Bueno, quizá los plagiarios (más lúcidos ellos, qué remedio, siempre a las caídas, a los desfallecimientos) sí lo piensen sin ningún género de dudas.

Fiodorov sorprendió a JD. leyendo una de las cartas de Moses Herzog. Atisbaba por encima del hombro de su hermano, sentado plácidamente en uno de los sillones del salón mientras leía.

¿Qué aprendes en esas páginas?

Cosas…

Di alguna memorable…

El pianista particular de Hitler se llamaba Puzzi Hanfstalengl.

¡Cómicos!

Cómicos: vierte en el oído de tu padre, pequeño senecio, ponzoña indescifrable de aprendiz de hombre, el tósigo vengador.

Tenía más libros de los que podría leer: siempre cree uno, en cuestión de libros y juventud, que tiene todo el tiempo del mundo (ni un día sin farsa: leída, contemplada, oída).

Crispín sonríe ante tu engaño: te la meten doblada. Y mueres.

¿Y qué más da? Soy eterno… incluso muerto.

La batalla más sobresaliente que se haya filmado jamás en el cine fue la que se entabla en la segunda parte de la película Campanadas a medianoche de Orson Welles. Fue rodada en España con cuatro pesetas y una docena de extras: la verdadera guerra la libraban el dinamismo de la cámara, los intensos contrastes de un claroscuro dramático y genial y las cien horas empleadas posteriormente trabajando en la sala de montaje. ¡Qué verborrea y telones viejos engañosos, qué de cambalaches!

Se trata de una combinatoria, la trastienda donde se arma el tinglado de la farsa.

Y, sin embargo…

Cómicos… en el gran teatro del mundo donde todo es posible, ellos son quienes más te acercan a la eternidad.

El Guionista: Puedes ser cualquier cosa, mozalbete… ¡Estamos en 1969, el año después de La Gran Revolución!

¡Morderás el polvo!, exclamó el guionista, y sonrió sardónico, cruel, invencible, sin dejar de darle al asunto, aporreando sin cesar las negras teclas de la Olivetti mientras pergeñaba el guión del episodio 126 de El Implacable Viking, aquel que con su espada atravesaba de pecho a espalda a sus enemigos.

Reconócelo, padre, Gran Protector de las Letras y Las Artes, en esta casa (El Diablo la bendiga durante el día y la deje en paz durante la noche) falta si no el toque de distinción, admítelo, algún ejemplo de fiesta democrática, de revuelo plebeyo… Acaso bastara, fecundo progenitor, con unas gotitas de midcult.

Hecho. Hágase tu voluntad si lo deseas: completa decoraciones, que andamos en esta casa con las alforjas del santo Tomás.

Y un día fatídico abandonó el hogar de los Brell Servidora con su maleta de plástico y en la sangre bien inoculado el vicio de leer hasta el final de sus días…

Y semanas después de la aciaga ausencia, en una pequeña estantería ornada de baldas perfectamente pulidas, se exhibía la colección completa de los Premio Planeta hasta ese año del Señor de 1976 (en tales calendas, todavía sin desgarrar el sobre con la plica que desvelara ante la sorpresa general el nombre del ganador): desde el mismísimo En la noche no hay caminos de 1952 hasta el mismísimo La gangrena de 1975, año en el que el recordado guionista de Raza, Jaime de Andrade, entregó su espíritu al Señor reconfortado por los Santos Sacramentos ante el estupor unánime de las buenas gentes de España y la desesperación de gran parte de los aficionados al cinematógrafo.

Como decía Descartes, se decía Boceto, espero ser entendido incluso por las mujeres.

 (Hasta los más grandes pensadores naufragan en charcas imprevistas sin ahogarse del todo).

Del fuego sí salen chamuscados.

El cartesiano, en cuestión de mujeres (y embelesado por el canto de sirena de una de ellas purgaría definitivamente el francés sus delitos metafísicos al ser arrojado sin piedad al peor de los inviernos suecos que se recuerdan en siglos: frío que helaba los hielos), tenía salidas de pata de banco.

(Cómicos…

divertirnos… y dejarnos sin la conciencia del bien o del mal.)

1992: enero, cinco meses antes de su muerte repentina, el viejo Brell interpela al único hijo todavía a su alcance inquisidor, de visita al hogar paterno sin la bella consorte Paula pero con un libro debajo del brazo:

¿Qué lees, feliz esposo sin progenie, cornudo comprensivo?

El patriarca se lo arrebata al benjamín de un tirón, antes de que éste pudiera evitarlo.

El patriarca leyó por encima.

El jinete polaco.

Eso es un planeta,  al cubo de la basura con él…

No, no lo es. Engaña el premio otorgado su magnífica hechura.

Estos son los más excelentes actores del mundo, así en la trágico como en lo cómico; en lo histórico como en lo pastoral; en lo pastoral-cómico como en lo histórico-pastoral; en lo trágico-histórico como en lo trágicocómico-histórico-pastoral, escena indivisible o poema ilimitado... No es para ellos Séneca demasiado profundo ni Plauto demasiado ligero. Ateniéndose a las reglas del arte de la composición o a la libre improvisación, estos cómicos son únicos en el mundo.

1977: Últimas tentativas de vil seducción con un planeta (En el día de hoy…) en la mano, toma esta fruta del árbol del bien y del mal…

La nueva Servidora sería más dura de pelar desvestir que la revoltosa aunque consentidora Plácida:

Oye, niño, ¿por qué no te vas a tocarle el culo a tu puta madre… si es que la encuentras?

2005: Sólo le diré una cosa acerca de mi madre, doctor: está loca.

¿Vive?

Lejos de aquí… Vive. Vive… ¡y no llora por mí!

¡Loca insensible!

Y andando el tiempo, a los renos y planetas se los comieron bichos más sutiles pero no menos culpables y dulcemente tóxicos:

Había sustituido a Míster Yerby e incluso al señor Moix por un happy together de unos turtles cualquiera… Tenía donde elegir, que el elenco planetatartario era fastuoso además de sus pieles.

¿Tú sabes quién es Neil Diamond?

Bien militas en la noche donde las copas son la moneda de cambio para el… recuerdo (nunca el olvido). Ni una sola de ellas, esa copa leal a tu desastrada memoria, te despoja de lo que has sido tú y han sido los demás:

La adúltera anda en esta noche de grotesco walpurgis: el noctámbulo descubre su rostro macilento en los melosos y embriagadores reflejos del licor: estudiar tu enredosa psicología, querida, requiere volver a los árboles, follar a cuatro patas y a la dentellada al cuello sin miramientos del rival: ese mono chulo.

Cómicos…

Sabiéndose eterno. Sin embargo, se reprocha como aquel vate que moriría a la intemperie: Que poco he muerto hoy…

Me hubiera gustado ser sacerdote, mintió, pero ando nublo del ojo derecho, decía verdad en ello, y esa calamidad me ciega el camino de la teología.

Tal impedimento déspota y sin razón que te aparta de la carrera eclesiástica, ¿quién lo impone?

Don José Lezama Lima. Lo dejó escrito en papeles (Paradiso) para convencimiento de incrédulos, sudando a chorros, a mares,  en su pequeño despacho atiborrado de libros y cuadros de no gran formato, sufriendo el sofocante e interminable y húmedo calor de La Habana.

Lezama Lima, ese mismo que describió a un personaje en una novela (?) señalando que tenía algo de diplomático egipcio.

(Inmediatamente, el lector impenitente pensó en el Mountolive de Durrell.)

¿Tú sabías que una vez hubo un tipo que, por esas cosas que pasan, quiso escribir una tesis doctoral sobre el gusto de Hart Crane por las frutas tropicales?

¿Y eso quién lo dice?

La Buñolería Moderna…

¡Qué cosas!

Si yo te contara…

Igual fue aquel mismo otro, un tipo de inventiva desmesurada que describía en una de sus páginas a un personaje haciendo notar su parecido con un diplomático egipcio… el mismo que sacrificaba vocaciones alegando causas peregrinas, aquel que hurgaba en las aficiones gastronómicas de los vates…:

El cuento de la buena pipa.

¿Usted por qué bebe?

¿Y usted por qué escribe con tinta verde?

Hay cada uno…

No se dignó ladear la cabeza: lo más peligroso de un bar al filo de la medianoche (de antiguo lo hemos sabido y así lo hemos dejado constar páginas más atrás) siempre es el tipo solitario sentado a la barra de cuero frente a los pequeños estantes de cristal donde se exhibe la fascinante botillería mientras el Charlie de turno al otro lado va y viene de extremo a extremo con un trapo o un vaso corto (lleno o vacío) en la mano.

Después de un silencio prolongado el tipo de las preguntas inoportunas se largó.

Ahora podría hablar de nuevo consigo mismo sin abrir la boca, gritando lo que le placiese:

Bebo porque me hace un poco mejor y no me hace peor: me deja en el sitio justo.

(Lo demás, salvo lo que te lleva el suicidio, es cosa vana.)

Lo peor que puede ocurrir, se sorprendió pensando, es que la vida te destruya sin remedio antes que la muerte te mate del todo.

¿Y has cambiado mucho a lo largo del tiempo? ¿Te salvaste del estrago de los años y los gobiernos pendejos?

Amigo, soy carnaza de pura arqueología: capa tras capa hasta llegar al lodo petrificado… ¡Todo un lujo para esos excavadores en busca de la tumba del demonio con los isótopos en la mano! ¡Me han de poner hasta un nombre!

 Coge estas llaves… Ellas te conducirán a las madres.

(¡Viejo Goethe!)

Hablaba consigo mismo: los otros le servían para disimular: un simple decorado.

Como los peces dando vueltas y vueltas en un maldito acuario… de cruel invención.

Así que un símil desconcertante, ¿eh? Pues trajina con éste si puedes: … seriote como quien acaricia el perro de un familiar muerto. (En los mismos papeles, verde sobre blanco, lo puso el mismo que te apartó por tuerto de una canonjía, de una vicaría.)

Tuvo suerte, el joven Brell, aún danzando por estos 2008: envejecía el cuerpo no el alma, que mantenía fresca, sana, limpia, con los dientes bien afilados a punto, siempre presta para un buen polvo… mental.

Más allá de los 40, hermano Brell, hermana Paula, disímiles camaradas en edad, sólo puedes esperar tu medio limón: puro ácido fluye por las venas. Adiós, media naranja.

Pero ella se cepilla 100 veces al día el pelo tan sedoso con un cepillo de cerdas de jabalí: quiéreme por mi cabellera, mi príncipe.

Otras, antes de dormir, una vez pulcramente desmaquilladas, se toman una copita de fentanilo o tramadol: felices sueños.

La última primavera de tu padre la pasó con Haydn… algunos libros, los museos kleenianos, ningún recuerdo, la eternidad de la nada tan próxima.

¿Qué sería de nosotros sin los cómicos?

Nos retratan con mágicos pinceles, como sirenas halagan nuestros oídos, nos emocionan sus versos, nos cautivan sus maravillosas historias sentados en la oscuridad de un cine, en el escenario o a través de las páginas de un libro, y aún otros hay de más grave talante que, diafrazados o no, nos hacen creer en nuestra condición indestructible a despecho de la endeble materia del cuerpo.

No necesitamos a los dioses para ser eternos.

Cómicos… los hay tan antiguos. Arrastran los baúles de sus mil disfraces por las tierras graves y huérfanas de las españas madrastras de hijos de serio semblante, torcidos a la tierra seca.

En el siglo XXI un sistema filosófico es una fachada que oculta lo inexistente, una catedral vacía y desierta en la que ningún rayo de sol enciende sus vidrieras antaño prodigiosas, una desmesura espacial ya sin imágenes ni feligreses ni rezos ni creencias, sólo llena de polvo y silencio, trampantojo del lenguaje.

Curiosamente de aquel hombre entendía la idea irrefutable que yacía tras sus palabras (no sabemos nada de lo que hay antes de la vida ni lo que sucede después de ella), pero no su lenguaje. Lo difícil no era el alcance conceptual de su pensamiento, que llegaba a él meridianamente claro, sino la jerga que lo transmitía y a la que había que desbrozar a machetazos: desentrañábamos a duras penas el misterio de estar vivos y ser conscientes de ello. Y esa era toda la filosofía posible, más allá del acto encomiable y soberbio de ese entretenimiento intelectual, ese pasatiempo para personas serias.

¿Qué me dice?

Un cielo desprovisto de dioses, un Olimpo en la inopia, a la luna de Valencia: supercherías creadas por el lenguaje en momentos de dislates.

(Eres culpable –escribe, créese infalible, oráculo, gran pensador, gran fabulador, creador sumo, en fin-: de ese tipo podría decirse lo que de tantos: escribe… ¡y encima quiere que le lean!)

Servidora:

Líneas iniciales de la primera y única novela (inacabada, por desaliento, por desinterés, por dejadez, por olvido) de Plácida Albentosa Campillo:

EL AMANTE

 

Era bastante más joven que yo… Tenía la piel pulida de los ricos sin vicios demasiado destructivos, el gesto sosegado y elegante, como esmaltado en marfil, ojos negros como el abismo, la boca carnosa, mordedora, húmeda y deseable…

 

 El Guionista, en los ratos de ocio que le permiten las múltiples peripecias semanales de los tebeos (¡ese cruelísimo continuará la próxima semana que no tolera descanso!), escribe novelas policíacas para la conocida serie también quiosquera FBI publicada por una editorial de la competencia. Nuestro guionista encubre su identidad hispánica (y la de colaborador desleal que pueda menoscabar su condición de guionista en exclusividad) bajo el seudónimo de Fred Somer.

Dick Sanders, con la chaqueta al hombro, en mangas de camisa, flojo el nudo de la corbata azul, miraba a la rubia escrutando cada centímetro de piel desnuda que dejaba al descubierto el ceñidísimo vestido corto de terciopelo negro.

-¿De dónde eres? –le preguntó al tiempo que abría la pitillera de plata. La mujer, sentada con las desnudas piernas cruzadas, aburrida, se acodaba sobre la barra de pulido nogal del bar Charlie, uno de los cientos de ellos que a esas horas guiñaban su rótulo luminoso en la fachada a lo largo y ancho de la inacabable periferia de la gran ciudad.

-De Nueva York.

-Me refiero antes de que  llegaras a Nueva York –Dick Sanders no le ofreció un cigarrillo a la rubia, ni tampoco estaba dispuesto a invitarla a una copa. La furcia le traía sin cuidado, quería seducir a la mujer que se hallaba debajo de ese disfraz de cortesana a base de modales poco refinados, los propios de un hombre como él, rudo, directo, con pocas ganas de perder el tiempo en el juego de la seducción. Ella sólo era un instrumento.

-Nunca hay un “antes de Nueva York” cuando vives aquí –dijo con voz ronca.

A Dick Sanders le sorprendió la respuesta de la mujer. Ingeniosa, perfectamente cómplice. Tenía la voz ronca, y de seguro que un pasado tormentoso adosado a las bellas y ahora descubiertas espaldas.

Hizo una pausa y esbozó una sonrisa con el cigarrillo entre los labios. El cabello largo y dorado exhalaba un perfume a la vez sensual y suave que empezaba a embriagarlo.

Me gustas, muñeca –dijo divertido, con la mirada fija en el río verde de sus ojos donde, sin duda, fluía la traición. -Vamos a pasarlo muy bien esta noche tú y yo.

Minutos después salían a la cálida oscuridad de afuera, sólo teñida intermitentemente de rojo y azul por las luces de neón encima de la puerta de acceso a ese bar de copas escondido entre callejones.

No habían andado ni siquiera una decena de metros en busca del Packard de Sanders cuando un disparo surgió de las sombras densas e impenetrables que les envolvían. La bala impactó en el hombro izquierdo de Dick que, sin pensarlo dos veces, empujó a la mujer a un lado mientras se agachaba escudriñando las tinieblas de en derredor. Buscó la protección de la parte trasera de un Buick y se palpó la herida. No parecía haber dañado hueso alguno. “Cuestión de chapa”, se dijo resignado.

Fatalmente esa era la noche de asueto de Dick Sanders, la que destinaba a la conquista de damitas solitarias, especialmente viciosas y que nunca en su vida habían experimentado algo parecido al remordimiento.

De modo que, decidido a precipitarse en el juego de la seducción más inmediata en cualquiera de los bares de alterne, nuestro hombre había salido de su apartamento esa tibia noche de mayo desarmado.

Al menos de pistola.

Y, ahora, ahí estaba, mordiendo el polvo, con una bala en el cuerpo, una rubia aterrorizada a dos metros de él con la estrecha falda hasta las ingles y un asesino agazapado en la oscuridad dispuesto a coserle a balazos. 

El Ilustre Guionista ya había pervertido la lejana infancia de JD., y su nefasta influencia de escritor todoterreno emborronaría asimismo su adolescencia, juventud y, acaso, alcanzaría hasta su madurez, aunque eso nunca lo sabremos, pues perderemos su rastro mucho tiempo antes del año del Señor de 2008, año de culminación.

(JD.: un escritor todoterreno: al final terminó escribiendo cualquier cosa (verbigracia: una tesis doctoral, aforismos para los sobrecillos de azúcar de los bares, las memorias de la duquesa…), hasta que acabó haciéndose cargo de los horóscopos que una agencia distribuía para dos decenas de periódicos. Un día escribió el suyo propio: no le gustó el pronóstico: agarró la máquina de escribir y la lanzó al vacío. (A tomar por saco.)

El alma se va de viaje: he ahí el origen de los sueños. El sueño como el ocio del alma, que diría Quevedo.

El Guionista, en los albores del año dos mil, inmovilizado por la artritis, murió con el cigarrillo entre los labios, achicados los ojos por el humo fétido (con la sardónica sonrisa en los labios y los ojillos de hideputa muy brillantes).

No continuó la próxima semana. Hasta nunca, enanos de mierda devoradores de tebeos: que os la metan doblada por el culo.

(Invocamos a los muertos con el habla de los vivos: he ahí la razón de su silencio.)

Puede que todo esto no signifique nada… pero como decía el poeta es precisamente esa posibilidad la que otorga a lo escrito su verdadera trascendencia.

¿Y cómo escribiría? Sin falsas ambigüedades, como ese hombre silencioso, pulcro y mesurado… ¡pero qué pluma la del señor Zamacois!: En sus ojos alumbró el vicioso resplandor de los deseos

(Vivales sentenció: ¡Insuperable!)

En el desván (en el ficus) escarba en el baúl sicalíptico del abuelo joyero: cientos de ejemplares de Los contemporáneos, El Cuento Semanal y La Novela Semanal, libros de Belda, Alberto Insúa, Mata, Hoyos y Vinent…

¿Por qué le gustaba tanto a su padre Luciano Leuwen?

Porque estaba incompleta.

Al igual que Lamiel.

Cosas de la farándula aun siendo cosas de pluma.

Su prosa, leyó en una crítica acerca de la novela de…, exhibe una falsa lozanía, un bronceado de rayos uva: desde la tribuna impune era el censor de los gustos quien ansiaba parecer de ocurrente y cátedro de letras: calvo y marchito, aburrido, murió enseguida.               

Ante la mirada de ceniza de su esposa ataviada con una bata manchada y grasienta por las salpicaduras del aceite de los fritos y sofritos, que lo observaba mustia y hasta con una mueca de desprecio en los labios fruncidos desde el umbral de la puerta en penumbras, sentado a la mesa del comedor (frente al televisor en marcha), nuestro hombre funcionario escribía sonetos los domingos por la tarde, próximo el anochecer. ¡Qué hora melancólica! ¡Qué día infausto y sombrío! Miraba el poeta a su interior como el peintre des dimanches oteaba los verdes y azules del horizonte. ¡Ah… la creación!

En cuanto a mí, ¿leer…? Me basta con un blinks de 15 minutos para librarme de un libraco de cuatrocientas páginas (o más).

A los poetas les perdió pronto el respeto.

A Jaime Gil de Biedma lo descubrió en vivo nuestro protagonista con grande asombro una tarde tibia y olorosa de mayo con los pantalones meados haciendo eses por Vía Layetana, eso sí, pulcramente encorbatado bajo el estruendo de los pájaros emboscados en las copas profusas. Pero la mancha de la meada oscureciendo la bragueta… Raro, muy extraño en un tipo que presumía de dandi.

También podías haber visto a Barral vomitando el hígado apoyado en una esquina de la calle Valencia.

Respecto al otro…

Meaba hacia el cielo y el chorro le empapaba la pechera.

(Son cientos de otros, incluso los encorbatados, haciendo el ridículo con sus refinadas o toscas proposiciones  literarias.)

Lo pillé, descompuesto, con la mirada cerúlea, en una calleja gris del Soho, a las puertas de White Horse.

¿Qué ocurre, poeta? ¿Estás bloqueado? Necesitas una musa…

¿Una musa? ¡Qué coño una musa! ¡Lo que necesito es un trago! Y si son veinte, ¡mejor todavía!

Las musas son imprevisibles.

Tiene sus antojos el poeta.

Cada uno su pasatiempo, hasta  que… se muere.

20 copas. Acabó en 18. Sobrevivió un par de horas al salir del bar. Uno dijo que ni se tambaleaba: la muerte iba por dentro.

Casi lo consiguió, pero la raya roja quedaba dos límites abajo. Una pena.

Yo sé de otro que se hizo traficante de armas.

Uno hubo que creyó resucitar a su abuela. Convocaba espíritus.

Una tomaba sorbetes de monóxido de carbono.

Y otro que disparó a su mante, el que se hizo traficante de armas, que huyó por piernas antes de acabar en la trena.

Éste último, el disparador, se ahogó en un pozal de absenta.

Y otra que versificaba entre horas, entre comidas y pañales, con dos críos en los brazos, asqueada (humillada), metió la cabeza en el horno con el gas abierto: para ti la perra gorda, perro poeta.

Los hubo ahorcados.

Y caídos al vacío.

Y hasta fusilados hubo.

Y los muertos por agua (los más).

¡Tropa patética!

Gustan, vivos o muertos (1000$), de salir en antologías de papeles astrosos y pliegos sin coser.

Que son como cementerios de bellas, ingeniosas o extravagantes palabrerías acabadas en graciosas rimillas.

A esa invención le ponen tapas solemnes, como a cualquier vida de muchos o pocos años la visten, la acicalan y la mean antes de salir de casa, y ya tenemos libro luciendo galas, primores y ocurrencias en el escaparate.

Nos, versificamos (sin contar con los dedos).

No es tarea condenable por… inútil, propia de artificio de viejas con ganchillo. Es entretenimiento de inocentes ¿Y a quién trovamos, dama o galán, si no es impertinencia?

A quien o a lo que se nos ponga por delante: humano o nube, hombre, mujer o cosa.

Yo ando prevenido. Ni me llamo. Las manos, blancas de vanidad.

Más te vale si no quieres ser pasto de papeles de desocupado o pasatiempo de encandilado en sueñecillos: pericia de viejas durante siglos.

Queda dicho: ni me llamo… ni me llaman.

Hora fuggax, Fugit irreparabile tempus.

Cuadro de texto: …debiera empezar con la fórmula evangélica: In diebus illis… Aquellos días es una denominación genérica, descomprometida con el almanaque. La Escritura usa este giro para permitirse la superposición de tiempo. Según san Juan Crisóstomo la expresión In diebus illis sirve a los evangelistas para contar no sólo lo que aconteció en tiempo sucesivo, sino lo que está separado por intervalo de años. Así resulta, a veces, que el Evangelio está hablando, en planos mentales superpuestos, aunque conectados por el tema….
       José María Pemán, Mis almuerzos con gente importante
¡Qué tiempos de gigantes y enanos!

Decidme, Esfinge, ¿cómo distinguir a esos dos que sin ser lo mismo son los mismos, como los sirios y los babilonios que tan raros y parecidos nos resultan tres mil años después?

Por la barba.

Cómicos, a ninguno os ha de amparar el disfraz.

Acabó en distracciones y miramientos menores aunque suculentos que no exigieran calenturas, así que un buen día le bastaron las andanzas y las réplicas afiladas de Marlowe, detective algo desmañado, escéptico y de dudosa ducha diaria.

Anda, le decía su padre tirándole el libro a la cabeza, mira a ver lo que dice el señor Iglesias Laguna en la Estafeta… esas páginas literarias funcionariales y esclarecedoras.

Ese distinguido y culto censor de faz del color del café con leche, larguito de café, y olor a cigarrillo negro de hebra, tipejo con los sesos repletos de letras que acabó tirándose una mañanita por la ventana de un octavo piso hasta estrellarse contra el suelo: acabó despanzurrado el vigilante de las esencias literarias franquistas.

Boceto El Oscuro se iba al desván del abuelo (inexistente pero más real que el propio abuelo), rebuscaba, hallaba entre polvo, ruinas, libracos: tenía el alma diletante de aquel Arnheim.

También dijo el poeta que las madres hacen daño en silencio.

Boceto escribe su novela De Senecio (1980).

Apartó las manos del teclado, se reclinó sobre el respaldo y echó para atrás la cabeza.

Alzó la vista a las molduras de estuco del techo tan alto, buceaba en el tropel de pensamientos que hervían en los sesos.

¿Qué habrá sido de Kate?

¿Quién era Kate? ¿Quién eras tú?

¿Quiénes sois todos vosotros?

Kate era una inglesa rolliza, presumida y torpe, analfabeta de todo aquello que quedara lejos de la existencia trivial y anodina que sobrellevaba en la brumosa Birmingham donde trabajaba de dependienta en una carnicería. Una semana al año, durante el verano, en la barata Spain, se embriagaba de sangría hasta casi enloquecer: sus ojos azules y vidriosos en el rostro mofletudo y rosado de frente estrecha y orejas pequeñas y regordetas casi lo gritaban: ¿a qué esperas para matarme follando?, imploraba con la piel al rojo vivo al macho hispanicus.

Te haré bella como el sol, le escribió a Paula una vez, una dolorosa vez: un verso, uno solo bastó. Luego, los cielos alejaron la gracia (que no quisieron darle) de sus dedos contadores (poco oído para la métrica). ¡Versitos a Paula! ¡Qué ocurrencia! El baldón le perseguiría a través de los años.

Empezó a leer a Séneca.

Estoico a la manera del moralista, proclive al relajamiento senecio: indolencia, lujuria y dinero, la ninfa deseable llegada de regalo.

Un poeta tóxico, dominguero, de rima y métrica digital, con el hedor del café con leche entre los dientes amarillos, es como una sierpe infatigable en busca de una presa a la que inocularle su veneno, atontarla y leerle sus sonetos y sus centenares de endecasílabos blancos. Es inútil que la víctima se encierre en casa y eche el cerrojo con las siete llaves: se mete por debajo de la puerta, se esconde en el bolsillo de la chaquetilla del pijama o te aparece en la pantalla del televisor al lado del tipo del informativo de las 3 de la tarde o asomando la testa pelona por detrás del de las 21 de la noche. Ha de recitarte sus versazos en sueños, con él amaneces y cuando enciendes la luz del lavabo, allí está él, sonriendo desde el espejo, con la bocaza abierta, su culo cagado, el papel en la mano, su recitado de puñales.

¿Por qué lo ahorcas?

Se olvidó de la iusticia poetica.

Tendrás que empezar inventio

Andamos, todavía, dispositio

En dicendi...

Necesitaba pocas cosas, pero esas pocas cosas las necesitaba muchísimo.

Incipit hic

Era un sentimental (imperfecto, incorregible). Se diría que, como el cefalópodo, tenía tres corazones…, así daba principio el primer borrador del primer relato que Boceto pergeñaba con olímpicas intermitencias en el año en curso (1977).

¿A qué tanta pausa en el trabajo?

Sólo escribo inspirado, cuando tercia la musa.

Aligera la elocutio.

Bardos incomprensibles… ¡si son como niños que juegan con sus lápices de colores! La inspiración entra por el culo… ¡Sentado!

Tal vez escriban por aquel ilusionante asunto de la posteridad.

Muerto el burro…

No me preocupa ser mortal, puesto que me sé eterno.

¿Dónde aprendiste tal cosa?

En la Buñolería Modernista.

¡Maestro, pongámonos el traje de luces de la cortesía! ¡Maestro, usted tampoco se siente pueblo! Usted es un poeta, y los poetas somos aristocracia, la más grande de todas las hidalguías españolas.

No han de entendernos en siglos: las greñas las confunden con lo harapiento y lo desdeñable y aun lo deleznable; la exquisitez, con la mariconería; lo sublime del adjetivo, con las ganas de andar enredando; la divina visión, con la pesadilla y los delirios del vinazo. ¡Incomprendidos hasta que la muerte nos haga eternos! Será que los versos acanallan al final (de la comedia).

¿Quién lo dice?

Hasta al primer poeta de España acanallan. Eso lo suscribo yo, Max Estrella. Y en griego, para mayor claridad. Y también lo digo en alguno de sus cuatro dialectos si fuese menester.

(Demasiadas copas para esta una sola noche, Boceto, se dice Boceto.)

¿Tú sabes qué es un grito internacional?

¿Quién? ¿Yo?

Fiodorov anduvo por buenos caminos y, sin embargo, mal acabó, bailando en el vacío colgado de una cuerda.

No peor que el otro convertido en calabaza aunque esté vivito y coleando, que sin ser gemelo del mártir, se envenenó de lo mismo, incurrió en iguales sacrificios memorables y perpetró idénticos errores, pero salvó la piel dando el portazo al aire: era más poeta y menos que cualquier otra cosa, nada redentor.

Aquel, El Colgado, llenaba su caletre de docenas de libros que abarcaban la ciencia, la economía, la astronomía, la historia, la física, la geografía, las matemáticas y todavía hizo hueco para el divertimento literato y la distracción cinematógrafa (sic).

Eso ocurre por descubrir antes de hora que Dios es un cuento de viejas (con el ganchillo en la mano).

Ah, pero como los caramelos, cuanto más te dure en la boca Dios, mejor que mejor, te refresca los pecados.

Al igual que el viejo Marx, aprendió de memoria las tragedias de Shakespeare (al menos tres de ellas); se regodeaba con el Fausto de Goethe y la Divina Comedia; leyó a Esquilo, a Demócrito y a Epicuro y le entretenían sobremanera Los Nibelungos y Don Quijote de la Mancha.

Escribió algunas poesías… malas. Ni siquiera logran el nombre de poema, se dijo muy pronto. Rompió aquellos papeles sin el menor remordimiento y acudió al amparo siempre lenitivo de los libros escritos por otros: que doblen ellos el espinazo, que para mi deleite escriban mientras yo vivo. 

Fiodorov no limitó en esas obras las similitudes con el santón judío alemán de Tréveris, también estudió leyes y leyó filosofías: Aristóteles, Spinoza, Hume y Hegel.

Mejor principio no cabía imaginar.

Incluso alcanzó, por sus propios medios, a establecer las diferencias entre la filosofía natural de Demócrito y Epicuro.

Luego, pasó a la acción.

Las revoluciones son las locomotoras de la historia, leyó del Gran Hombre.

A Fiodorov aquello le sonaba a versículo. Le hacía feliz. Tenía una misión.

Ahora hazle un hijo a la criada mientras revolucionas a las masas… trabajadoras y adoctrinas con saña a esos jovenzuelos pequeñoburgueses de medio pelo aficionados al vodevil del espectáculo (literatura, teatro, cine, el arte y sus variaciones).

La policía franquista le atrapó en seguida, como hemos visto páginas atrás.

No hallaron en él ninguna culpa. Su diferencia, inocente, sólo le condenaba a un maltrato inicial de reajuste y a una reclusión posterior para poner las cosas en su sitio. Ese era el juego de entonces en el gran teatro del mundo (Llevas en las barbas la ponzoña de la conspiración, en las manos el libro prohibido, a hurtadillas miras acechante la vida honrada en torno a ti, nada más hay que probar, ¡a las mazmorras contigo, subversivo!)

¿Quién me llama?, pregunta el mundo.

Tu autor.

¿Qué me quieres?

 Una fiesta quiero hacer a mi mismo poder…

Acabado el primer acto, pronto empezará el segundo y no tardará el tercero.

Prodigios verán los hombres en tres actos.

Repartid, autor, los papeles.

No vale aquí un no quiero: rey, rico, labrador, hermosura, discreción, niño, y hasta pobre actúa que más que en comedia lo atropellan a su representante con la tragedia en este reparto.

No ha de quejarse nadie, no hay motivo. Es representación: igual manda el que hace de pobre que el que hace de rey, de niño o hermosura, de rico, labrador o discreción.

Cómicos.

Dejó de escribir el primogénito en nabo convertido.

Dejó de creer (sobre todo en sí mismo) el colgado.

Curanderos moriscos hay que alivian la desgana y procuran la viveza.

¿Viveza?

Viveza en todo lo emprendido y hasta imaginado.

Que se llame a Pinterete, pues.

1983:

otro que busca su desierto para perderse en él, sin soltar ni por un momento una de las tres (por si acaso) brújulas de las que se había aprovisionado antes de emprender el largo viaje para encontrarse a sí mismo en el futuro traidor  (nos cambia, ay, nos muda en otra cosa, qué vamos a hacer, pobres de nosotros) libre de barbas y greñas convertido en alto funcionario, subsecretario de estado o quién sabe si en algo más principal si jugaba bien sus cartas de truhán en aquella tierra de alacranes que ya se divisaba en el horizonte donde la prebenda habría que conseguirse a dentelladas cayera quien cayera.

En estas españas de hogaño, aseguró el prohombre encumbrado desde las alcantarillas a ministro clarividente, el dinero se lo embolsa uno a paletadas. En el 83, año de armas tomar, le pegas una patada a una piedra y levantas un rascacielos a la verita del mar.

Era empresa baladí, muy generalizada en la vetusta Iberia hasta entonces casi medieval: derribaban chimeneas y levantaban áticos con vistas a la lontananza marina.

Tales consentimientos aplacaron definitivamente a los muchos tipos que campaban por la piel de toro con aire embravecido, aún asomándoles el trabuco guerracivilista por los camales.

20 años más tarde (de todo hace veinte años, que dijo aquel al que primero se le ocurrió), el triunfador, El Rey del Cascote, murió no sin sorpresa de propios y extraños un lunes de octubre, mediada la mañana sería, riquísimo, de atavío elegante, liberal.

(Y el caso es que el tipo llevaba una buena seguida ahora que era verdaderamente rico y empezaba a temer a la muerte -católica, con infierno incluido-: empezó como flexiteriano, siguió como vegetariano, se convirtió en vegano y no llegó a crudista porque, inexplicablemente, en la plenitud de la vida, se murió.)

¿Qué recuerdo guardamos de él?

Su porte distinguido y mirada altiva.

Sus tres matrimonios.

Sus tres residencias de aparatosa construcción: urbana, marina, montañesa.

Su velero bergantín.

Su flota de seis automóviles de importación.

Su colección de 52 Rolex de oro, la mitad de ellos con brillantes engastados, uno por cada año de vida cumplidos.

Su escogida pinacoteca de cuadros contemporáneos aunque de obligado estilo figurativo o rabiosamente informalista.

Sus cuatro hileras de libros encuadernados a la española, todos del mismo tamaño y color de pasta: exquisita manera y cuidada decoración.

(Su violencia cobarde y ruin, la única conocida y oculta por unos pocos allegados más allá de la ferocidad de su avaricia, consistía, previo pago, en el derribo y posesión sin contemplaciones de la hembra mercenaria dispuesta por ello al golpe, al insulto y al ultraje absoluto. El orgasmo sobrevenía tras la vejación, micciones, defecciones, salivazos: en eso consiste el dinero.)

Sus malas artes y alguna (o muchas) de sus malas trazas.

Rico y duro. Y fue abatido un octubre, lunes, de mañanita.

Te pagaré con aceitunas y algún dátil.

Devuélveme los ganados, exige la Biblia.

Y allá vuelven las ovejas, los camellos, los asnos…

En el tanatorio se congregó gente principal.

Dios nos lo dio, Dios nos lo quita.

Un santo era (además de varón).

Hasta se diría que en su mesilla de noche, entre las últimas lecturas, allá descansaban escrituras de Antonio María Claret, los sermonarios de Bossuet y Fenelón.

A través del grueso cristal miraban en compungido silencio los deudos y acompañamiento general al muerto tan bien compuesto en su caja brillante de bronces y pulidos.

Cortejo resplandeciente y mudo a la nada… de otro. ¡Y no ha de volver!, se decían algunos para sus adentros. ¡Qué estafa!, que exclamaría divertido el señor Haro Tecglen.

También hubo en la sentida congregación el despechado, el garbanzo negro de la amistad interesada, el vengativo sinuoso que nunca ha de faltar en las crueles despedidas:

Sé que tenía mucho dinero porque era el clásico tipo que escondía en un bolsillo de la chaqueta los sobrecillos de azúcar de los bares que sus acompañantes no utilizaban, musitó casi sin aliento uno al oído de otro.

¿Qué me dices?

Ahí estaba de cuerpo presente. Era todo lo que había sido pero sin respirar, sin moverse, con los párpados de cera cubriendo los ojos, tieso. Era todo lo que era antes, pero ahora muerto y pronto a desintegrarse en el fuego o a pudrirse en la oscuridad de un féretro bajo tierra. Y a pesar de esto, que ya es, seguiría siendo. Para siempre: incluso desaparecido y en la nada cósmica el ser humano, apagado el sol y estallados en mil pedazos candentes el planeta Tierra y su luna gregaria, eterno iba a ser.

Con posterioridad: solicitaron fiel escribano mercenario que compusiera en papeles biografía laudatoria sin pérdida de tiempo, pues del ilustre cadáver aún fresco podían sacarse buenos réditos económicos y sociales.

No fueron pocos los cómicos pobretones de la pluma que acudieron a dar cumplida prestación al anuncio. Pero sólo uno de ellos, tan anónimo como todos, fue el elegido: se resignó a una cobranza menor, pues escribiendo mentía con mayor facilidad que nadie en el mundo. Eso abonaba una rapidez de aseada redacción que rentabilizaba cualquier trabajo de encargo.

Afiló la péndola y se dispuso a mentir como si tal cosa.

Y usted, JD., ¿cómo se las arregla para llevar a buen término encargos tan peregrinos? Por muchas trastadas domésticas que hiciera el finado, qué soporífera debió ser la aventura de esa vida metiendo dineros en el saco año tras año, sin mayor ambición, así de mediocre esa personalidad, qué pobreza de carácter, qué estrechez de miras.

Amigo, no existe tinta más fértil e inspiradora que cebe la pluma que un billete (por esas calendas, verde) de curso legal. Y respecto al muerto, sujeto de la escritura, lector más benévolo y comprensivo no puede hallarse ante el predicado ruin, el adjetivo feo, los adverbios acabados en mente y los complementos directo o indirecto: ni desdeña el halago, ni se encoleriza con la mentira, ni censura la fantasía ni el despropósito. Mudo es frente a la desvergüenza y la soltura de la invención en un sentido u otro: lector callado como un muerto.

Mundo traidor donde todo es verdad y todo es mentira... allá donde se alza lo iluso, ahí resulta la función: mejor callar, que en boca cerrada no entran moscas (gordas, de vuelo lento y pesado, acechantes, de verdes reflejos metálicos, necrófagas).

1992.

Su padre, eterno, yacía en el suelo como un muñeco de trapo, caído sobre sí mismo, como si le hubiesen cortado los hilos desde lo alto: ya me cansé de ti, juguete, me aburres, dice la vida, dueña y señora de cuerpos, la terrible y colérica fábrica de ilusiones se hartó de la marioneta mutilada del hálito mágico, y la suelta de golpe en el vacío hastiada del entretenimiento, y se da la vuelta, y se aleja como un gato saciado de vulgaridades.

Solo entre libros, esa tarde de junio de sinfonía vibrante, muerto: la muerte invicta.

No acabar fulminado como el viejo Brell… Que metan por la vena los stents biodegrables que les venga en gana y a seguir dándole a la bola, y cuando el tema se agote, echaremos mano de la Tavi y… a rodar aunque sólo sea un par de años más. (A rodar, se dice en este 2008 de nuestros pecados el jurisconsulto, don Pedro Coloma Bonet, separado, 72 años, consorte que fue de doña Eugenia Espina, padre, manoseador lascivo y maestro de La Gran Paula, bastante preocupado por la pesadez del brazo izquierdo, el pinchazo sentido ocasionalmente en el pecho, entre las tetillas.)

Ignacio Brell Gay abrió la puerta y no sonaba Haydn. Era el crepúsculo, todavía dorado. Encendió la luz del recibidor. El olor a madera y el olor al papel de los libros eran más densos y tranquilizadores que nunca, y sin embargo… Intuyó en seguida que la placidez era engañosa. Sin haber encarado aún el curvo pasillo en penumbras supo que toda la casa, los dormitorios, la cocina, las habitaciones anejas y los dos salones del fondo, estaba silenciada, una extravagancia, no tanto por la ausencia de la música del vienés como por la sustancia del que parecía estar hecho ese momento, un silencio como materializado en piedra qie se le antojó extraño, premonitorio, y que su padre aunque estaba allí, en algún rincón, no iba a contestar a su llamada, ¿dónde estás, padre?, lo sabía de sobra cuando empezó a andar con las llaves en la mano, adentrándose en esa guarida de reposo, descreencia y tal vez un poco de sabiduría, mientras con liviano temblor en las piernas iba encendiendo todas la luces, aún innecesarias en esa tarde tibia e iluminada, que encontraba su mano, consciente ya del todo de la imagen patética y brutal que, como nacida en pavoroso relieve del propio suelo, el destino le condenaba a contemplar: ahora su padre era un bulto inerte, sin interés, e incluso se le ocurrió pensar que una cáscara, la forma exterior, frágil, rompible, de una pura y absoluta vaciedad.

¿A cuántos has matado hoy, Dios?

Los suficientes para agradar mi naturaleza.

En el año de gracia del 92, Paula Coloma, que en París ejerce de freelance simplemente por coquetería sin necesidad de agente o intermediarios, envía reportajes de arte directamente a dos revistas de moda, afortunadamente hoy desaparecidas, cuya única justificación contemporánea de su existencia de por entonces era la de no hacer ascos a ninguna propuesta plástica que escapara de la odiosa figuración: la pintura ha muerto.

Escribía con crueldad. Esa terminología, oscura y confusa, como nacida del propio vocabulario plástico confuso y también oscuro, los engañará a todos, se decía. En efecto, lo escrito lo imprimían, lo publicaban, lo vendían y le pagaban: París es gratis.

He conocido a todo el mundo importante que hay que conocer aquí, afirmó por teléfono tres semanas más tarde de su llegada a la capital parisina:

A los tipos y tipas que pasaban el tiempo y adormecían su genialidad sentados y varados en las terrazas de las cafeterías de una ciudad que a nada exitoso llevaban. A esos conocía. O ni a ellos. Sartre murió. La Gran Época existencialista murió. Mao murió hastiado de meter el dedo en la vagina de su gran harén de adolescentes complacientes.

Ha muerto una época.

¿Todo murió?

Puede que no el pernod.

¿Qué tal un traguito de absenta?

Y un Rimbaud como joroba gangrenosa a la espalda de por vida.

Anda que te andarás. Hasta París cansa. Quel fatigue...

La Gran Paula se compró una Leica. No le gustaban las fotografías que acompañaban sus reportajes.

Aquellas fotos pretendían ser más importantes que las mismas obras de arte que reseñaba en los textos.

Se ponía verde de fumar porros disfrazados de cigarrillos muy finos y de tersura elegante.

Se compraba vestidos y libros de arte. No dejó de reseñar ni una sola de las exposiciones importantes del momento que se inauguraban en la capital parisina.

Por lo demás, nunca le había gustado dormir sola. Hasta ahí podíamos llegar.

Eso era algo que Boceto sabía de sobra.

No había que imaginar nada más.

Todo iba sobre ruedas.

¿Quién engrasaba el mundo?

El viejo Brell murió ayer. Era todo lo que había que comunicar.

No fue incólume a los nuevos tiempos.

Un asco, mierdecilla. Los nobles de intelecto habremos de escondernos entre los sombríos y algo raídos brocados de la estirpe.

Épocas infaustas.

Con sus muertes en el haber.

Con la vida de todo ser humano en el debe.

Padre, te has quedado sin sirvientes. ¿Quién ha de uncir los caballos al tílburi, al faetón, al simón…? ¿Quién dispondrá manteles, encenderá velones, sacará brillo a la plata, te vestirá en la cámara, recibirá visitante en la antesala?

No es momento de duda, siglo veinte cambalache.

Venderé caballerías y landó, libraremos espacio en el comedor: que ganen sitio los libros, al diablo con todo lo demás… Una página de Cervantes vale mil hombres, dos de Quevedo todo un ejército.

Estas épocas nos desnudan.

Padre, ¿qué pasó? Bien podías como aquel payés ilustrado haber alcanzado los 80 años sin dejar de zampar en plena mañana tres huevos fritos, una loncha de panceta y una botella de vino de Espolla. Y a rodar, que hace buen tiempo.

Pero la muerte le sorprendió a traición, con el chaleco puesto, aflojado el nudo de la corbata de liso color gris, calzados los pies en las zapatillas de orillo domésticas y confortables.

La Bella Paula, mujer de calenturas siempre, en París follándose a una mujer, se excusa, nada de muertos oliendo a podrido, qué asco:

Qué repentino y triste todo.

Querido, qué gran herida en el corazón.

Comparto contigo estos dolorosos momentos.

Asunto importante entre manos.

Imposible coger avión.

Nos vemos pronto.

Mil besos.

(Huye, paloma, de la aflicción de la vida, sus penas, que engorro una muerte, que mal gusto cuando ella transitando por el gran París.)

¿Moriría abatido el patriarca por el vislumbre de un futuro (acaso) atroz? ¿Asqueado? ¿Arrepentido?

¿Qué clase de hilacho de vida deja tras él?

Varios y diversos: él se deleitaba con Haydn, sus libros, Klee…

Se encontró encerrado entre páginas hasta nota testamentaria que mucho aclaraba:

Antes prefiero yo los pies de Cervantes, tan soldados a la tierra, que las alas de Góngora que tanto alto vuelan.

(El otro desdichado Fiodorov enmudecía ante los órganos de Stalin.)

Asilvestrado o en barbecho el primogénito.

Y el tercero… ¡en discordia perpetua y ocios interminables!

Tres hijos había el Rey,

Tres hijuelos, que no mas;

Por enojo que hubo dellos,

Todos malditos los ha.

Boceto entierra (incinera) a su padre. Solo, sin hermanos, sin madre, sin viuda deshecha en llanto, sin parientes, dos amigos ateneístas, algún catedrático de la Literaria jubilado y cobarde, algún antiguo alumno fracasado, y el guionista de sonrisa petrificada que, del brazo de su mujer, arrastra como puede sus piernas artríticas, ¿qué quieres ser de mayor?, y todo el mundo sabe lo que ocurre cuando eres mayor y todavía sabe mejor lo que ocurre cuando incluso eres un poco más mayor, no llovía, pero soplaba a ráfagas un viento de poniente que secaba hasta las lágrimas. En eso consistía el cortejo que honraba al muerto, en unas nubes grandes y blancas volanderas en un cielo de poniente muy azul, azulísimo, en unos cipreses majestuosos y trágicos (?), de una solemnidad que le llenaba a uno el alma aún viva de congoja (ha muerto el padre, eso es todo, he ahí lo que fue ahora inerte, he ahí la pestilencia de lo que será), de respeto y sumisión, eran como los guardianes que custodiaban siglo tras siglo el silencio increíble y definitivo de todos los muertos en la última singladura, se erguían terribles y altivos a los lados del camino a la eternidad de la casa de la muerte que recorrían en procesión esos cadáveres dentro de las cajas que fueron atildados por manos del todo extranjeras, mercenarias e indiferentes por artesanas de muerte.

Buena muerte la de Séneca (después de tan buena vida de faltriqueras llenas), al menos de suma estética, de elegante estoicismo. Cayo Cornelio Tácito nos cuenta como mandó a su santa, con las venas abiertas, dispuesta a sacrificarse junto a él, a morir al aposento contiguo a fin de que no le viera a él agonizar, pues ese cuerpo viejo hasta se negaba a caer rendido sin oponer resistencia.

Alargas tus esperanzas más allá de lo razonable, le amonesta el imaginario Boceto a alguno de sus múltiples personajes imaginarios.

Lo más razonable es la muerte, supongo, se contesta impávido alguno de esos, aunque algo incrédulo.

Más allá de esto, nada. Cosa de los vivos y sus aseados protocolos para pasar el tiempo (malo o bueno, provisional, o definitivo como es el caso)

Estamos rodeados de cuerpos, vivos o muertos. Visibles y tocables, o recordables y traídos de vuelta al mundo material mediante la imaginación. Cuando intentas recordar qué pensaba tu padre de esto o aquello, se te hace presente su rostro, hasta su mirada, y puede que hasta el timbre de su voz, sus gestos, o su quietud. Lo ves a él y entonces recuerdas lo que pensaba. No puedes oírle hablar muerto sin imaginarle físicamente vivo. Somos el álbum de fotos y retratos andante y portable de los muertos, y los accionamos a nuestro arbitrio... esas fúnebres marionetas.

La fotografía es luz. Hasta el retrato de los muertos reflejan la luz viva de cuando estaban vivos.

París es toda luz, decía Paula. El cielo gris y feo, las calles sombrías, las viejas piedras oscuras, la lluvia gris y fea de junio, y sin embargo todo parecía dorado en el interior de los museos, de los cafés, de las librerías, hasta el oro falso de las verjas de los parques y jardines parecía henchido de luz bajo la penumbra ininterrumpida de la llovizna lóbrega, fea y el aire hosco, pero era grisura que la cobijaba, algo había de excitación y oscuro en ella.

Volveré lo más pronto posible, mentía la cronista… oscura.

Lo que le ocurre a Paula en París es Laura, el encuentro axial, necesario.

Laura áurea.

Y de repente todo fue como un rayo de sol. Junio empezó a brillar, todo lo doraba también el exterior, maravillaba lo de afuera, nueva, azul, majestuosa y bella la capital del mundo que alborozaba el ánimo.

La propia ciudad la corporeizaba, la creó en cualquier arrabal o en alguna estancia radiante de cuadros y bustos de mármol blanquísimo, bronces de un verde noble y fascinante, misterioso  y antiguo como todo lo finisecular.

Laura Roser había alquilado (no exactamente, como pronto comprobarán nuestros lectores) una buhardilla amarilla y blanca en forma de huevo por los alrededores más tristes y húmedos del Panteón.

En 1992 Laura Roser tiene 27 años y una niña de menos de tres, se halla separada de su marido suizo, un artista mediocre que yace en coma, agonizante, en la habitación de una clínica de grandes ventanales con vistas clamorosas al lago Leman, imparte clases de francés acelerado y algo latino en la incubadora del chagal a latinoamericanos recién llegados de América en busca del cadáver de Cortázar y por las tardes pinta pequeñas acuarelas urbanas (a la manera de Utrillo) que vende por debajo de los doscientos francos los domingos por la mañana en un mercadillo falso concebido y decorado para turistas incautos: parodiaban unos y otros, vendedores y compradores, sin saberlo, muy serios en sus cambalaches, el otrora mercado de las pulgas, que aquél en tiempos más antiguos sí era un mercadillo de verdad. Pero tenía el sabor del óxido en el paladar esta española. Engañaban sus palabras, no su mirada estragada de secretos y pactos con la sordidez: una mujer herida, acuchillada de parte a parte por las corrupciones de un mundo balzaquiano, pletórico, depredador, sin misericordia. Aunque ella también tenía sus armas ocultas.

Todo sabía ruin, sucio, ella misma y, en especial, eso, el mundo, que entonces era París, esa Laura hermosa y vengadora (pero sólo por capitulación) a la que, derrumbada, únicamente alienta la huida allí, a ese lugar. Todavía no sabe por cuanto tiempo.

Esta hada buena viene de las brumas verdes, las tierras negras y las noches lúgubres de las brujas, pero ella se disfraza de rosa y blanco. Además, sabe demasiado (el horror, el horror).

Mucho ha navegado por los cielos oscuros mientras vivía o creía vivir como un ser áureo, esplendente. Y sólo era una criatura terrenal expuesta a las trampas y venenos del mundo.

El año 92 tenía forma de rayo de sol. No había por donde cogerlo. Pon: inobjetable. Pero era un sol viejo, al igual que ese que entrevén los muertos un instante antes de morir, como si ya no fuese sol ni luz, un aire lánguido y mortecinamente visible  entre grisuras cobrizas, un aire por fin, a la hora de la muerte, evidente, al que puedes dar el color de la calavera sonriente.

Nadie imaginaría en ese año que andando el tiempo, con sus mañas y propósitos indescifrables, cualquiera acabaría teniendo en casa, al igual que se tiene un televisor o una aspiradora, una fábrica para todo, un artilugio que remedando la forma de una impresora podría replicar cualquier vestido, zapato u objeto que uno fuese capaz de concebir: el perfecto esclavo: dáselo diseñado el objeto de tu deseo y lárgate al cine: a tu regreso habrá cumplido su faena sin rechistar, exigir un tiempo precioso para el almuerzo o maquinar cualquier otra conspiración proletaria.

Nadie nacido una década y media después de 1992 imaginaría que aquel mundo siendo lo mismo era muy distinto al de 2008.

Terminarás comiendo salmón hecho de algas.

Niño rollizo y saludable el de la generación zeta de nuestro siglo incipiente: biotecnológicamente puro.

De insectos o microalgas, decide la clase de entrepán (pan de sorgo, naturalmente) que echarte a las tripas. La bebida la eliges tú.

Producto de la hidroponía, la tal lechuga de tu plato (ovoide o rectangular, que tanto da) nada tiene que ver con la vieja y recia lechuga verde troceada sobre aquellos platos redondos, aliñada de sal, buen aceite y unas gotas de aromático vinagre.

Tu lechuga ahora es roja, no nace de la tierra y para nada necesita el sol.

Y tú comes carne de pollo cultivada, como si fuese un boniato.

No olvides Sancho, amigo, que las buenas ideas se cuecen en la oficina del estómago.

Entonces, ¿tal retahíla…?

Frente al Pompidou a punto de abrir sus puertas, una mañana de junio, clara y tibia, Paula la descubrió en una de las esquinas, de pie, comiendo un bocadillo de fuagrás. Parecía tener verdadera hambre. París acucia al exiliado, lo desagua: natural 1992.

Comemos lo que se puede y cuado se puede: devoraba la otra el entrepán hasta con grosería, lejos de cualquier verdulería.

Unos se atiborran de sustitutos proteicos de origen vegetal y otros le hincan el diente a una tostada de pan de trigo untada de sobrasada.

2008: hay tipos desalmados que en siniestros laboratorios clandestinos ya fabrican mantequilla con agua de garbanzo.

Usted se toma un vaso de leche; yo, acorde a los tiempos, engullo media docena de guisantes tratados genéticamente.

Te doy mi gamba sintética a cambio de ese pescado in vitro.

Hecho.

Ayer llené la bolsa de la compra con carne cultivada en  el interior de un reactor y unos trozos de cordero microbiano (pitanza memorable la de hoy, pues).

¿Y esa albóndiga? (insectos, algas y carne de cultivo).

¿Y esa hamburguesa? (remolacha, chirivía, patata y gusanos de harina).

Ya andamos por la tercera generación de proteínas vegetales: adiós a los rancios tofu, tempeh y el seitán. Que aproveche.

Grandioso bocadillo de fuagrás. ¿Me dejas dar un mordisquito?

Sin haberse visto nunca, se reconocieron en seguida: bienvenida al club.

Ambas mujeres estaban en una de esas inevitables introspecciones íntimas.

¿De Valencia?

¡Qué casualidad!

¿Me dejas dar un mordisquito?

Ya se comían una a otra con los ojos.

Así eran las cosas de fáciles en el 92, el año en forma de rayo de sol, tan distinto a aquellos de otros tiempos:

Estuve en París en una época en que Picasso aún no era Picasso, así que no fui a ver a Picasso.

Eso lo escribió como si nada El Madriles en Automoribundia (para información y conocimiento del público en general).

Compartieron después bocadillos griegos, una milanesa, un poco de queso y una botella de un Chardonay de trago goloso, chispeante y sutil como estilete florentino, aliviaba la garganta demasiado habladora como el aire fresco y nochiergo de un día de sofoco apacigua por fin la piel.

Laura Roser aireaba un pasado sin fingimientos, de culpas o sin ellas: una parte de él, de ese pasado poliedro, rompecabezas y calidoscópico, se llamaba Hanna y tenía cerca de tres años, en esos instantes al cuidado de una estudiante suiza en un sotobanco parisino donde el tiempo maduraba igual que la luz de melocotón iba disipándose en ese atardecer alto de buhardilla parisina.

Es una niña preciosa, dijo muy seria. (¿No es pronto para saberlo?, apenas un bebé, esa mueca graciosa puede tornarse al cabo en giro simiesco, esos ojos verdes hacerse carbón, quién sabe en qué rictus la boca…)

¿Eso te hace sentirte sucia?

Y, ahora, ¿qué?

Somos lo que comemos…

Pero eso no lo dijo un ecologista, un nutricionista, un manipulador de vegetales nacidos en un laboratorio… Lo dijo un marxista.

Si eres pobre, un tipo precario, de cultura escasa y salario miserable, aunque comas mucho, comes mal. Y eso mata antes de tiempo, precipita tu putrición en vida: te hincha de grasas pero no te alimenta ni vigoriza el organismo, engorda la sangre de porquerías, tus límites empiezan a ser tus sobras repelentes.

Junio en París es Hemingway sentado al aire libre en la terraza de un café, escribiendo muy concentrado con un lápiz corto en una libreta arrugada, dijo una de las dos.

Laura Roser, en París, es pobre como una rata: las clases de francés sazonado con acento latino y helvético impartidas a niños bien sudamericanos a duras penas sufragan los bocadillos de fuagrás y sobrasada y los utrillos de imitación, incluso enmarcados los exhiben algunos, de abundosa oferta desde Montmartre hasta el Barrio Latino, es una pobre mercancía de venta tan esporádica como regateable hasta la humillación.

Laura Roser, por las tardes, mientras la niña duerme, también escribe en francés una novela lírica, sin apenas diálogos, sobre una aventura artístico-sentimental que se inicia a los dieciséis años y ha de alcanzar hasta ese mismo año olímpico del 92: se diría que los capítulos de una andadura de perra lista pero que al final pudieron con ella las otras dentelladas, las del lobo.

El aire de junio es limpio y fragante; las copas grandes de los árboles, el techo de fértiles y protectoras sombras del escritor en ciernes; las calles abiertas de París, que es todo el mundo, la inspiración.

(También la inspiración era la pata de conejo oculta en el bolsillo izquierdo.)

Hemingway escribía corto y rápido. Todos los jóvenes escritores del mundo, al empezar a colmar folio tras folio, ansían escribir de tal forma, al menos por entonces, mediado el siglo XX, o poco más, hasta la muerte del escritor de resultas de un escopetazo que se estampó en la cabeza un día infausto del 61. Pero los deseos se estrellaban contra la punta de la pluma, se desvanecían como el polvo al golpear las teclas: esa facilidad implicaba no poco genio, y, además, desvela con crueldad la posible pobreza de ideas, es capaz de desnudar un simplismo intelectual de cuidado, es estilo demasiado próximo a un pozo seco donde yace la nada, tan cerca del balbuceo sintáctico y de la escueta redacción y vulgaridad bachilleres.

Dejaron de hablar de Hemingway: la frase corta, gitana y navajera, aunque luciente y genial, irrepetible.

Por entonces tampoco París era la libertad, la revolución…

El proletariado ya no existía, estaban las clases pudientes, corruptas o no, la clase media indefinible por arriba o por abajo y los parados, los marginados, los emigrantes. Los palacios de invierno se alquilaban por horas para celebrar bodas o puestas de largo. Ni un tiro, pues.

¿La revolución? ¿Qué revolución? Yo lo único que quiero es no parecerme a mi padre y lo que quedó de él, proclaman sin el menor asomo de cinismo los hijos de la famélica legión.

Todo acaba sucediendo en el pasado. Por lo demás, el Nilo sigue siendo el río más largo, el Caspio el lago más extenso, el Everest la montaña más alta.

París ya no era el gas de las granadas lacrimógenas del 68 que envenenaba los ojos y paraba en seco los pies de una carrera desenfrenada a ninguna parte huyendo de la carga policial.

En 1992 París ya sólo es una estación de tránsito. Una tregua. Y en el peor de los casos, un hospital elegante, nostálgico y monumental donde curar las viejas heridas, las del espíritu.

¿Ella? ¿Quién…?

París, hospicio de almas bohemias, leía ella en noveluchas que todas eran la misma a pesar de los disfraces, los cambios de nombre, las tramas.

La mujer bella, joven, inteligente, algo perra, rebotada de un lado a otro desde que salió de España con los dientes bien afilados y sabiendo muy bien lo que quería, amanece y atardece en un urbe que desdeña las peripecias personales, la tragedia o las festividades de cada cual, fugaz como los días.

Tal vez lo importante de veras, al menos lo más prudente, sea saber muy bien lo que no quieres.

Uno escribe su propia biografía, que es lo que en realidad está haciendo Laura Roser en esas tardes parisinas mientras vigila el sueño intranquilo y terrible de la niña yacente a su lado, sus sueños de desasosiego aún más indescifrables que los del adulto, para saber aquello malvado que permanecía al acecho en el mismo discurrir y malogró la andadura. ¿Qué hizo mal?

Estaba allí… ¿en París? Ella era el mal, pues sucedió.

Escribe en francés (quizás sólo para sí misma, sin pensar en el Goncourt) para averiguar las encrucijadas y sus caminos arteros que no aclaran una dirección, un destino, quiere saber cosas del pasado que expliquen los desastres, el mal camino elegido, la fatalidad, pero el pasado nada transparenta opacado por los olvidos, el miedo, el asco.

Una sombra de lo que fue: acobardada, sin aguja de marear, la niña Hanna como un apéndice soldado a su costado proclama sin ambages los fracasos de la juventud: en París, pero lejos de ese París (aún) atrayente en todas las épocas, pero ella lejos de los estudios y talleres de los artistas, ausente de los seminarios, de las universidades, de los libros…, pero lejos en especial del pasado ¿Qué hacer y cómo? Conseguir el dinero imprescindible, reflexionar, dejarse llevar, detener el mundo.

Ganar tiempo. ¡Qué español es eso!

Al tercer vaso del Chardonay, Paula nota el calor en el rostro, una sierpe húmeda y tibia enroscada en la entrepierna. Ahora está a punto para la pasión. La conciencia ya se diluye en un ardor que le hace perder la cabeza. Ahora sólo es un cuerpo en plena animalidad. En cuanto la vio, supo que era ella. En cuanto la vio, comprendió que ella también la adivinaba a ella como se presagian antes de hora los finales malos de las malas películas y las malas novelas.

Ah, Paula, acuciada por la avidez del sexo (la avilantez) se intoxica con ese cargamento de grasas que no ha de limpiar ese vino tan obvio. ¿Adónde quedan la mesura, las obligaciones gastronómicas que mantiene tus órganos y vísceras a salvo del envenenamiento? ¿Adónde las microalgas y demás sucedáneos?

Si hoy, sexo, mañana ostras, caviar, codornices con salsa Périgord, champaña rosado: más sexo.

Hojearon montones de libros en el Beaubourg, atisbaron entre postales y catálogos. Naciendo la tarde dorada se asean en los lavabos de una cafetería extrañamente tranquila al otro extremo del Pont Neuf, cerca del Instituo de Francia. Demasiado Pernod a media tarde. Se dan el primer beso.

Como si toda la vida fuera nueva, recién descubierta, extraña también todo el silencio que les rodea a pesar del movimiento y el tráfico incesante, recorren el bulevard Saint Germain, cruzan Saint Michel con miedo a mirarse una a otra, no fueran a desvanecerse como las criaturas intangibles, pero tan reales, de los sueños. Turistean por un callejero tan reiterado y revisitado que prefieren olvidarlo cuanto antes; no así las sensaciones, la voluptuosidad de un ánimo que lejos de hacerles desfallecer les exalta hasta el paroxismo. Y es que, ahora, las dos tienen alma de artista, alma de puta sosegada por la novedad.

En la excitación, merodeando por los Jardines de Luxemburgo, les dan las horas de la noche, pero aún incipiente.

Paula pagó las groseras consumiciones de los bocadillos, la fresca y acariciante bebida del Chardonay, el café tan negro, amargo, pues Laura dijo que siempre lo tomaba sin azúcar y Paula quiso imitarla, eso también puedo hacerlo yo, había pensado divertida mientras abonaba la cuenta, que le pareció exagerada hasta para la piratería culinaria francesa: es el primer precio que Laura Roser, a su vez, también paga en esa amistad sin ser consciente de ello: su boca dibuja una sonrisa triste, agradecida.

¿Qué lees?, pregunta Paula disimulando el deseo.

La noche de Junio es excitante y tibia: la más larga de tu vida, no amanecerá nunca entrelazada a las piernas y los muslos de ese cuerpo de la otra que la está matando sólo por mirarla. ¿Qué será lo de después? Que sea la noche eterna.

Kristeva.

Les Samouraïs.

Esas lecturas que parecen tan importantes en ese tan tiempo.

(Sabe de lo que escribe, de lo que se arrepiente, de lo que vivió quizás estúpidamente, siente esa época, apenas la describe, los años te matan, te destruyen o te borran como si nada: eso le permite tener tono, andar a sus anchas aupada por los zancos de los personajes –marionetas de lo real- a los que lleva de aquí para allá, aunque no tanto como parece: París, China, Nueva York (Nueva York La Inevitable) en el juego intelectual de finales de los años ochenta. La India murió, se disipó en el aire sucio del tráfico aberrante y la pobreza brutal y resignada, se olvidó para siempre ella y sus gurús impostados de ojos hipnóticos cuando la heroína os llevaba a los chicos de la panda al infierno con la jeringuilla envenenada colgada del brazo esquelético o del cuello acribillado de suicida.)

Todo ha de quedar viejo, rancio. ¿Llegaría? Como de una moda de temporada, que siempre termina pasado. Pero fue. Como sus personajes, que creían en el mundo mejor de después, y cuando llegó la fiesta había acabado y todo  fue  peor, cuando menos inútil.

¿Les Samouraïs? Discurriendo por tales cauces, el viejo Durrell no tiene nada que temer: imbatible en esas lides en el mismo tiempo de su gestación y en los de más adelante: coger de la mano del pensamiento a los personajes no es reto fácil. Puede aburrir si no se anda con tino. Por lo demás, ¿cómo se crea un personaje. (Es sencillo, se crea él sólo: déjate llevar.)

Andan despacio por las calles viejas nocturnas, tan festivas y acogedoras ahora para ellas dos. Qué fácil ha de ser hacer el amor con ella, piensa Paula, tan natural, con morosidad, sin hacer daño, ella se dejará llevar sin importarle nada hasta el éxtasis de las dos. Complaciente, complacida. Y, sin embargo, debajo de esa piel hay una columna de hierro. A veces hasta al rojo vivo.

También escribo.

Bienvenida al club.

Paula escribe de arte actual, pero lee a Orwell: una imposición del redactor jefe de la revista de Valencia recién casado al que se tiraba (el infeliz creía manejar de las riendas a esa mujer que lo sorbía de arriba abajo como si nada y lo arrojaba luego lejos de sí como un pañuelo de papel mojado de semen, inservible ya) antes de recalar en la capital parisina.

¿Aún se lee 1984?

¿Por qué no había de hacerse?

No existe año que no sea 1984.

Paula se enoja ligeramente: hablar de Orwell momentos antes de echar el polvo de mi vida…

Sólo faltaba oler a legumbres cocidas... ¡o a coliflor!

¿Qué diablos es eso de una telepantalla? O es televisión o es una pantalla.

El verdadero cóctel se hacía con ácido nítrico.

Un adoquín de mayo del 68 es un pisapapeles (ahora).

¿Qué diablos es eso del tubo neumático?

(En París se hallan los más indicados para contestarte.)

(En la habitación 101… el horror, el horror…)

A todos los niños buenos les compran un juguete.

Tú no tendrás libros escritos antes de 1960, ¿verdad?

Amarás a Dios (GH) sobre todas las cosas.

¿Qué diablos…?

El Winston Smith del año 48 ya tenía suerte si, depauperado por las carencias de una postguerra triste, larga y precaria, aún vivía un par de años y alcanzaba el medio siglo.

El Winston Smith del 84 creía en demasiadas cosas, sobre todo en un futuro tecnológico que facilitase el lugar del ser humano en la tierra, que le librase de los embates destructivos de la naturaleza embravecida y le aliviase de trabajos, enfermedades, plagas y supercherías, que hiciese desaparecer definitivamente las violencias nacionalistas y depredadoras. Le darías una patada a un piedra, al hidrógeno o al sol y tendrías la energía a raudales, a precio de baratillo. El sucio petróleo tendría los años contados ante la panacea de la fusión nuclear. El pasado era calderilla de la que podría uno desprenderse como si nada, un forúnculo.

Todo lo predecible acaba siendo… sólo que de forma inimaginable décadas atrás: ninguna figuración ideal del futuro concebida en el pasado representa con fidelidad la realidad y los usos de las apariencias ulteriores, se desangra en futilidades.

Han de volar los hombres… libres de aparatos.

Pero sin alas en los costados.

¿Cómo saber lo que va a ocurrir? ¿A qué oráculo dar fe?

No han de bastar las visiones, ni las profecías, ni saber leer las entrañas del animal despedazado, ni la hidromancia, ni la cristolomancia, ni la taza del café en la sobremesa, ni siquiera el I Ching (mero pasatiempo filosófico y matemático con que mecerse en el tiempo)… Respecto a la corte celestial y sus correrías, ¡puro cuento!

A diferencia de las calles del 48, las del 84 son más luminosas, anchas y fáciles de andar.

En el 84 no te vigila nadie. En 2008 todo son cámaras vigilantes que cuidan del robo y del crimen, de la violación. Y no hace falta que te escudriñen desde una cámara para conocer tu percal, porque tú mismo proporcionas todos tus datos personales, tus andanzas, gustos e intimidades. ¿A qué, entonces, el espionaje furtivo, la delación? Te revelas a ti mismo del modo más idiota, tú eres tu perseguidor: deliberadamente dejas rastro de tus huellas hasta en la soledad de tu dormitorio, donde tan fácil es adivinarte a través de una pantalla que tú mismo enciendes y llenas de imágenes privadas, y algunas de ellas hasta asquerosas.

Tonto diablillo, cojuelo de tu cogote.

Tú, infelice, eres El Gran Hermano de ti mismo. Ya no existe el escondite. Juegas a la descubierta: has perdido, desnudo andas por las aceras: paga (y calla).

Lo que ocurre en el 84 es tan previsible, ruin o encomiástico como lo que ha ocurrido en el 48 o ha de suceder en 2008:

Ah, el 84. Puede suceder que en Melbourne los cuatrillizos se fabriquen en los laboratorios, que el sultanato de Brunei se independice del Reino Unido o que en el Perú se descubra un templo preincaico de 2.700 años, que el Challenger inicie su cuarto vuelo espacial (y ya no a la Luna, ya no se viaja a la Luna), que continúe la escalada en la guerra iraquí-iraní con lanzamiento de misiles a centros urbanos o que en Nigeria una algarada religiosa se salde con más de 1000 muertos, que los mineros del carbón del Reino Unido inicien una huelga general, que el rey Olav V de Noruega visite España y que la URSS lance una nueva ofensiva contra las fuerzas afganas.

Por lo demás, el papa Juan Pablo II viaja a Suiza.

En el 48 George Orwell, recluido en una casa destartalada, sin luz eléctrica, en la isla escocesa de Jura, donde llovía sin cesar, estaba enfrascado en el borrador de una novela futurista que resultaba un caos absoluto. Como al futuro, que no se sabe lo que es, no había por dónde cogerlo a ese borrador lleno de tachones, correcciones y adiciones en notas sueltas sujetas a él. Lo malo del futuro es que empiezas escribiéndolo a mano y terminas pasándolo a máquina. Y ahí es donde aparecen todas las costuras y las extravagancias. Escribe uno en una neolengua que es todo un galimatías, y cuando se aclaran los sentidos, no sabe uno qué es peor. Volviendo a Orwell: está a punto de liquidar a un cerdo para convertirlo en tocino. A mister Orwell los cerdos no le habían gustado nunca: Son animales molestos, muy destructivos y difíciles de vigilar por lo fuertes y astutos que son. Ese año Orwell, víctima de los efectos secundarios de la estreptomicina, ya sabía como se llamaba lo que iba a matarle. Se lo escribió a Middleton Murray en un carta, quien, al leerla, no pudo por menos de arrugar la nariz y mover suavemente la cabeza de un lado a otro: era un experto en genios muertos por tuberculosis. Orwell está sentenciado, se dijo el corresponsal, modelo que fue de uno de los protagonistas de Contrapunto, éste que fue pareja compasiva de Katherine Mansfield hasta que ella murió entre vómitos de sangre prácticamente en sus brazos, este hombre de letras, éste que no dejaba de sacar de su magín revistas literarias y otras estratagemas del mismo cariz para vivir del cuento, éste que asimismo inspirase personaje y triviales peripecias a Lawrence…

En las españas del 84, una realidad de los perfiles eternos, como leyó en un discurso su Jefe del Estado, España sigue siendo un problema: Pero, ¿Cuándo España ha dejado de ser un problema?, se pregunta en voz alta este mismo monarca. Porque a pesar de la visita del citado Olav con su cortejo de mesura nórdica en las Españas, una realidad de los perfiles eternos, se mata por la espalda y a traición, se muere Jorge Guillén y nace el joven político hijo de perra del primer cuarto del siglo XXI que no ha de tardar en sentar su culo fondón en un escaño y a vivir que son dos días y amanece que no es poco, Dalí resucita por unas semanas y torna a morir en seguida, se despide uno de Luis Buñuel quien, sonriendo con el vaso de Martini en la mano, no vuelve ni loco ni muerto a las Españas, deja de escribir definitivamente Rafael Pérez y Pérez y El Campesino pierde su guerra todavía con la hoz de la siega (de cabezas) aferrada a la mano.

En el 48… brinca Antoñita  la fantástica.

Señores, yo soy ésa.

Rápteme usted, suplican entrada la noche un millón de jovencitas al borde de las lágrimas, ya lejos de la rayuela y el salto a la comba, hundidas en el colchón de borra, desesperadas por la rutina, mal alimentadas, sin un horizonte de arco iris donde columpiarse…

Verdes como el trigo verde y el verde, verde limón.

En los periódicos, en algún corto casi  (o bien) camuflado entre anuncios y avisos de remedios capilares milagrosos y jarabes reconstituyentes, seguía leyéndose la cruel patología de los tiempos perpetrada por médicos con fusil: sentencia cumplida.

Y usted jugando al cochinillo.

Un servidor le daba a la pídola y al abejorro.

Y a toda hora con el walkman pegado a las orejas (en el 84).

El 48, por más que se esfuerce uno en recordar o andar mangoneando en hemerotecas, no tenía forma de nada, acaso sombra de ciprés. Más bien podría uno asociarlo a un olor, una iniguantable mixtura de bragueta cuartelera, oficina ministerial de badulaques y sacristía incensiaria.

Dijo uno: Mi abuelo, según aseguraba mi abuela, murió en ese 48 (sin forma pero con mácula, esputo de sangre) a causa de los padecimientos sufridos en zona roja.

Su señor padre, que nunca fue bailón, desdeñaba con profundo asco el boogie-boogie. De su biografía, pues, dice eso mucho en su favor, casi tanto como de su biblioteca que ya atesoraba, (aunque entre los libros ordenados escrupulosamente en los estantes no se hallaba, válgame Dios, los de la señora Teresa Recas de Calvet, que tanto se esforzaría por salvaguardar la salud profesional, económica y cultural de la joven española aconsejándolas en buena hora: En vuestras manos se halla vuestro futuro y fortuna: haceos costureras. Puntada con hilo: un prodigio al nivel, se diría, del ungüento Barachol).

Por entonces era frecuentísima una dieta de adelgazamiento que hubiera hecho gran proselitismo 60 años después en las bien cebadas españas del 2000: caldo de berzas y mondas de patatas (plato único).

Uno aprendía a ser útil a la patria estudiando cursos por correspondencia: Contabilidad, Corte y confección, Taquigrafía, Inglés, Redacción comercial, Técnico de radio…

También la llave del triunfo se halla en una obediencia inteligente:

Pensar como Franco, sentir como Franco, hablar como Franco, exhortaba la prensa al unísono.

¿Acaso no le ha ido bien a él? ¿Hay alguien que pueda dudarlo (y decirlo en voz alta, si se atreve). Se ha metido en el bolsillo todo un país y su historia.

El ejemplo a seguir es ÉL.

Es el molde todos nosotros.

Las cosas había que mantenerlas a raya: la palabra, el decoro, el sentimiento. Después uno se desquitaba en lo más oscuro y cerrado del hogar, a modo de terapia doméstica, abofeteando a su señora al estilo Johnny Farrell antes de la cópula, resolutivo, apretando los labios.

Variaciones:

Orwell: Las buenas novelas las escriben quienes no tienen miedo.

Boceto, El Adelantado: tiempo atrás leía un nutrido conjunto de críticas de cine de George Orwell, a quien en realidad nunca le había interesado demasiado el cine, y mucho menos el que se perpetraba en Hollywood:

Esta divertida basura… comenzaba una de ellas acerca de un film norteamericano. Y ya en el 84 releyó 1984. Nada había de semejanza entre el 84 real y el de ficción. La dictadura y la gobernanza, en lo económico y lo social, eran ahora más sutiles, enmascaradas bajo la libertad falaz de las costumbres privadas y públicas ladinamente consentidas, puesto que no atentaban contra los inveterados privilegios de clase. No hacía ninguna falta un Gran Hermano que te vigilara. Tú mismo te delatabas en tus compras y en tus aficiones, te delataban los lugares donde ibas, te delatabas en lo que hacías y también en lo que no hacías. En cuanto a las guerras, sólo se alentaban en países pequeños y poco influyentes que en modo alguno quebraban el orden económico instaurado en el resto del mundo. Sin embargo, admiraba a Orwell, y más aún cuando leyó en algún papel que el viejo H.G.Wells, a quien aquél ya situaba fuera de la órbita de la modernidad, le tildó sin reservas en una carta abierta a la prensa de so mierda.

Ah, la eternidad: 1948, 1984, 1849, 1894, 1498, 1489, 9148, 9184, 9418, 9481, 9814, 9841, 8914, 8941, 8419, 8491, 8149, 8194, 4189, 4198, 4914, 4918, 4819, 4891.

Soy demasiado mayor para el viaje y la aventura de otras exploraciones: esa sería una coartada para escapar de mí mismo, lo cual es imposible: uno no puede fabricarse un gemelo para evitar aquello que le repugna de su pasado y su presente y endosárselo por las buenas a la réplica.

Boceto, reflexionando mientras se acaricia el mentón, se lo ha dicho a sí mismo apaciguado por los años y las malas costumbres.

Vivir de prestado, le había confesado Laura Roser a Paula. Casi todos los días. A ella y a la niña el alojamiento les había salido gratis desde comienzos del año.

A esa hora, colmadas de ansiedad por lo que ya intuían, andaban por las inmediaciones de los Jardines de Luxemburgo, en dirección a la calle Les Feuillantines, enardecidas por el vino, por el calor de las confesiones.

En el apartamento.

(Que años antes o años después pudo ser de inocencia, de crueldad, de iniciación, de acabamiento, de desdicha, o de goce pronto: todos los espacios son indiferentes al ser fugaz):

Nevaba y hacía un frío temible en las calles. El cielo de plomo y el aire glacial y espeso sembraban el ánimo de un quietismo sombrío. Apenas comíamos, y apenas nos mirábamos. Teresa Brauner lloraba a escondidas, replegada sobre su cuerpo, entre el delirio y la tortura.

   Una tarde sonó varias veces el timbre de la puerta. Otra noche el súbito y urgente vibrar del teléfono rasgó como un cuchillo escalofriante la calma y la oscuridad de la vigilia. Y otro día alguien golpeaba la puerta con rudeza, con exasperada insistencia, pero el repentino sobresalto y la inicial turbación nos parecieron tan desesperantes, tan normales, que comprendimos sin asombro que nada ni nadie podía traspasar los límites de la auténtica postración. Eramos como invisibles al mundo y a sus asuntos, pompas o calamidades. Cualquier invocación de afuera era un error, toda llamada o visita sería un fiasco. Todo empezaba a ser de una quietud criminal. Una mesura inesperada burlaba las premuras de atrás. La veía a ella. En ella me entretenía. Nada hay que seduzca más malévolamente que una renuncia sin paliativos. Nunca pensé en alguna circunstancia venturosa que entibiara la condena o aliviase aquel silencio dramático. Sabía lo peor: yo me salvaría, taimado o bueno para siempre; ella estaba condenada. La espera era un engaño, el...

Acurrucada en el sofá, cubierta bajo una liviana manta de viaje, la canguro duerme.

Ahora los tiempos se confunden entre sí. Una vida, todas, y acaso el mismo tiempo desprovisto de las cosas y su deterioro.

Que apartamento tan curioso, se dice Paula mirando en torno a sí: bajo la luz eléctrica de esa medianoche capaz de disolver cualquier miramiento, el interior de un huevo, amarillo, blanco, ovoide-maternal, el suelo de moqueta amarilla.

Todo un refugio, un abuhardillamiento espiritual, pensó de manera chocante: cuadros, libros por doquier, muebles de madera clara y olorosa, tan lejos de lo escueto y desasosegante minimal como de los despieces industriales y asépticos de Ikea. Laura observa a la niña dormida boca abajo y la cabeza ladeada en la cuna, a un extremo del sofá. Todo está en orden. Despierta a la amiga suiza, que abre los ojos y sonríe al instante con absoluta normalidad, echa a un lado la manta y se incorpora con elegancia. Paula deposita el bolso de cuero, sobrio pero selecto, sobre una de las sillas con brazos tapizados, igual que el asiento, de una piel verde, gastada y brillante. Mira con disimulo como Laura le entrega un par de billetes de 20 francos a la otra que los coge con sencillez y se los guarda en un bolsillo del vaquero. Quédate, le pareció oír que le susurraba inclinada hacia ella, mirándola a los ojos. La suiza parece dudar, pero sin dejar de sonreír. Tras unos segundos asiente con la cabeza. Paula pregunta decidida pero con un ligero temblor en la voz el camino del baño. Laura se gira hacia ella y le indica con los ojos, sin proferir palabra, una de las dos puertas al lado izquierdo de la entrada al apartamento, frente a las excesivamente altas ventanas ovaladas de la pared opuesta.

Las tres están desnudas y enredadas sobre la cama, y el cielo negro y denso aún no se empalidece del amanecer, alarga la noche de fiebre, se despliega el olor a sándalo como una droga que adormeciera la voluntad, se respira el aire embriagador, sutil y anónimo de un París nocturno de piedra antigua que penetra plácidamente a través de una de las lumbreras abiertas.

Sin duda, esto es la eternidad.

Paula: para morirse.

Gime mientras gira golosa y morosamente el vértice de la lengua alrededor del clítoris de una de ellas (pero ¿cuál de ellas?) y siente que la otra (pero ¿cuál de ellas?) le sorbe con fruición los labios entreabiertos de la vagina que le arde entre los muslos separados.

No va a amanecer. Jamás.

El cielo y sus colores de esa textura azul demasiado entretenida ha muerto.

Abraza la noche, su éxtasis, se dice Paula sin conexión posible.

Compraba en puestos callejeros montones de novelas francesas de bolsillo que empezó a regalar a las otras dos, algún otro libro de infames ediciones baratas. Compensaban esas compras de baratillo con el gasto desmesurado que perpetraba en la librería Fischbacher y los incansables recorridos en busca de gangas de obra gráfica por el Sexième arrondisement.

El trío falsamente parisino se turnaba para asistir a la cría en su cuna, que no sonreía ni lloraba nunca. Comía sin rechistar los potingues infantiles. Dormía muy comprensivamente sin alterar apenas el sueño de las otras. Durante algunas horas de la mañana o la tarde, mantenía quieta la mirada tranquila y triste de sus ojos claros en un punto inexistente y misterioso de la encerrona abuhardillada. ¿Quién era Hanna? ¿Qué ocurrió?

Estas tres reajuntadas por esa hilatura invisible del azar en el París de entonces, del ahora del 92, a las puertas de un verano confesional, combinaban en sus lecturas Bataillon con Sade, la Duras con Patrick Mondian, Proust con Claude Simon, Clarice Lispector, Pizarnik, la inevitable Virginia Woolf de Orlando  Ah, pero entonces irrumpió Amélie Nothomb. A por ella, copains.

La suiza gustaba ir completamente desnuda por el apartamento.

Hacía el amor muchas veces con Paula ante la indiferencia de Laura Roser que ahora, bajo la nacarada luz de la mañana o la  de la placidez dorada de la tarde que se vertían desde la alta ventana, solía hablar muy a menudo con su hija, que la miraba desconcertada pero manifestando ese interés no exento de extrañeza que a veces muestran los animales domésticos escrutando los vanos intentos de sus dueños por hacerse entender.

Yo te cuidaré, yo te cuidaré, le juraba la madre.

Pero tampoco Laura era capaz de derramar una sola lágrima, ni siquiera un sollozo mal reprimido.

De repente, un día, la suiza empezó a tener miedo. Presentía que ese ciclo de su viraje existencial había concluido, o que tal vez había ido demasiado lejos (sólo era París…).

Paula seguía urdiendo reportajes inventados, inverosímiles pero creíbles para quien los leyere… y para quien los pagaba en España. Alternaba su estancia de erótica ensoñación y práctica desalmada (por su naturaleza perversa, sin el menor vestigio de amor) en el minúsculo apartamento de Les Feuillantines con la sosegada habitación de un hotel de diseño minimalista en las proximidades de la plaza de los Vosgos.

Laura Roser dejó de escribir la disparatada novela (sólo de diálogos entrecortados: ni una sola descripción) y declaró sin pudor que iniciaba a partir de ese momento de la declaración intempestiva un diario, pues las tres estamos a punto de saltar al vacío.

Paula disimuló el desdén. Ella se encontraba muy enterita y con los dos pies muy bien afirmados sobre el suelo: los diarios son una cobardía.

Los días parisinos, para el forastero, son todos iguales. No distinguen los matices. Sólo están sorprendidos o aburridos o cansados mientras andan y desandan aceras y puentes, los hoteles, los museos, los restaurantes. Caminatas ociosas.

De repente, con el miedo, la suiza desapareció.

Ha vivido demasiado en el vértigo –dijo Laura.

No lo entiendo. Parecía tranquila –dijo Paula, aunque sabía de sobra que siempre hay historias que a uno no le conciernen.

Laura Roser tardó unos segundos en contestar.

No dejará de huir nunca.

El último reportaje de Paula es una patraña sobre varios de los interiores diseñados por Philippe Starck que se diseminan por la ciudad. No había visto ninguno de ellos. Sólo un par de fotografías robadas de una revista de diseño vanguardista sostenían el andamiaje crónico e inteligente que enviaba por correo abultado. Ella prefería perder el tiempo vagando por las calles estrechas y seductoras de Le Marais, atisbar en sus tiendas de comidas.

Hacía tiempo que arrumbó la Leica entre la docena de blusas amontonadas en un ángulo del armario de la habitación del hotel.

¿Cómo se llamaba?

¿Quién?

La suiza.

¿No lo sabes?

No recuerdo su nombre.

¿Importa saberlo?

Ellas dos seguían amándose sin literaturas de por medio: eran dos cuerpos que se atraían irremisiblemente.

Visitaba Paula las galerías que le importaban a ella, con la mente puesta ya en el regreso a España. Podía estar media tarde en la Louise Leiris y, caminando en línea recta, pasar la otra media en la reciente Yvon Lambert respirando su aire supuestamente neoyorquino.

En Austerlitz, a bordo del tren otoñal y nocturno (propicia la aventura, quizás): el mejor día para huir es el lunes.

La última noche ni se tocaron.

Al amanecer se desayunaron en silencio. La niña, desde la cuna, les miraba.

Nos vemos en Valencia.

Ambas sabían que mentían.

Pero sucedió: volvieron a encontrarse. Fue al cabo de 10 años. Una eternidad.

Paula, tiempo después, todavía ignorante feliz del encuentro que depararía el futuro, de aquella temporada parisina, sólo le conmovía el recuerdo de aquella niña de los ojos grandes y claros pero muy tristes acostada o de pie en la cuna con las manitas aferradas a los barrotes (se diría que encerrada en la cuna).

¿Usted sabe lo que sabían los antiguos acerca de Adán y Eva? Descubrieron algo extraordinario. Nuestros primeros padres medían 41 y 39 metros de altura respectivamente.

Hemos degenerado, pues.

¡Quién lo iba a decir!

Por lo menos hemos empequeñecido la Tierra: a medida.

Entonces tenían todo un paraíso para ellos dos solos, la cuna inmensa del mundo.

Pero lo echaron a perder.

(Dijeron los envidiosos.)

Imago mundi: la tierra bella pronto empezó a poblarse de monos feos, gesticulantes, estridentes, se alzaron artefactos, se empañaron los cielos.

En efecto, Charlie, de gigantes a… mamuts. Escancia y llena la copa, ahuyentemos la decepción.

Recién regresada Paula Coloma a la ciudad levítica desde París, frente a un Ignacio Brell huérfano del todo, solitario de pies a cabeza en ese otoño del 92, el mundo a medida:

Picasso compró muchos cuadros de sus contemporáneos y, desde luego, de los impresionistas, pero lo que quizá ignore el personal es que en cierta ocasión adquirió, ¡sin regatear!, un cuadro pintado por un mono que le impresionó. Abstracto total,  naturalmente, pero parece propiamente humano, enjuiciaba el tío, que no soportaba el arte abstracto radical y arreferencial, por completo irreconocible: Aquí se ve algo, mundo a medida, se descubren figurillas, admitió llevando la mano al bolsillo y aflojando la pasta, algo que odiaba hacer con todas sus fuerzas.

Brell, ya el Único Brell, se sumergió en el Bompiani: todos esos ilustres, esas luminarias, también se han podrido bajo la tierra, han ardido sus huesos o se los ha engullido el mar. Dejaba a su padre, reducido a cenizas, en buena compañía… Qué región de fantasmas. Demasiado silencio para no existir. Ese ejército de mentes y bocas galopa en la oscuridad. El mundo, a medida.

Otrosí (Paula):

Maravillosas semanas las parisinas, dice.

Y le muestra, como dádiva posible mitigadora del duelo de la muerte del padre, dos pequeñas litografías de Klimt pagadas a excesivo precio en el mismo Le Marais.

Y también le ponía debajo de las narices los gruesos libros de arte adquiridos en alguna de las numerosas librerías del barrio.

No me olvidé de Klee. Sólo en la tormenta me aclaro.

Tanto peor:

Padre, aparta de mí este cáliz.

Pasada la Navidad, Brell el Siperviviente se puso a fisgar entre los paperoles del patriarca: Esto me llevará años, casi tanto como los que el tiempo le ha robado a él para nada.

El tiempo que tu padre ocupó evocando el tiempo de Klee se abaten contra tus pobres costillas de fugaz personajillo, sobre tu tiempo: mundo a medida.

El tiempo siempre es el mismo: se destruyen hasta desaparecer por completo las cosas del cosmos (galaxias, estrellas, planetas, seres, objetos creados por esos mismos seres) en él. Eso es todo.

¿Así que el tiempo, eh?

Ponte los zuecos de madera de sauce. Y déjate el tiempo en el arca de los trastos (si no, no haremos nada: a las bravas).

Ve sin tacto y cuidados ridículos, sin miramientos.

Y aquí estamos.

De modo que Paul Klee:

Me van a permitir utilizar un ejemplo, el símil del árbol. El artista se ha ocupado de este mundo multiforme y, por decirlo de este modo, ha logrado ubicarse en él de alguna manera: en silencio. Está tan bien orientado que es capaz de ordenar la fuga de los fenómenos y de las experiencias. Esta orientación en las cosas de la naturaleza y de la vida, este orden que se ramifica y que se extiende, quisiera compararlo con las raíces del árbol. Desde allí fluye la savia hacia el artista, para pasar a través de él y de su ojo.

Así se halla él en el lugar del tronco.

Apremiado y movido por el poder de aquel flujo, transmite en la obra lo sentido, lo visto y aun imaginado.

Como la copa del árbol se despliega de manera visible hacia todos los lados, temporal y espacialmente, así también sucede con la obra del artista.

A nadie se le ocurre exigirle al árbol que forme la copa exactamente como la raíz. Cualquiera entiende que no puede darse una relación exacta, como de espejo, entre lo de arriba y lo de abajo. Es claro que las diferentes funciones deben presentar, en sectores de diferentes elementos, vivaces variaciones.

Como humilde mediador, que no se identifica con la copa del árbol, me permito de todas maneras ofrecerles una luz rica y radiante.

El glosador releía algunas de las páginas. Muchas de las ideas súbitas que afloraban en el texto ahora le parecían sin venir a cuento (¡Qué iba a saber él!)

Una crueldad, la glosa tardía, con tintes de suficiencia.

Sólo les falta que hubiera metido entre líneas austrohúngaro en la parrafada, se decía próximo a la capitulación.

Mañana será otro día.

Continuará la próxima semana.

Pronto inevitable por evidente la confesión al padre, tan liviano como él, domador de pulgas, lejos del ataúd, las flores, la misa, el duelo, el entierro:

Aquí, padre, en busca de reposo luego de bregar con artista tan navegante y profundísimo buzo a despecho de su plástica harto llamativa y aparentemente superficial, aliviando mis esfuerzos con mi colección de novelas gráficas (?) de antaño.

Bonita colección: Barbarella, Jodelle, Jezabelle, Valentina…

(Y aquella inolvidable Sally de la infancia que botaba de África a la Antártida, de La Rusia soviética a los Andes en sus aventuras fantásticas: De Valencia a New York en les ales de un parot…)

Yo soy un árbol. Entendámonos:

A la tierra me atan raíces más fuertes que las del árbol.

Eso ya lo dijo Vincent van Gogh sin necesidad de andar entre academias y laboratorios de arte.

Él, el loco del pelo rojo, estaba enraizado a la tierra a diferencia de cualquier otro ser humano. Él era el árbol.

(Glorioso –y santificado- Vincen van Goch.)

(Pobre Paul Klee, con su cajita de lápices de color y sus casitas mágicas, sus teorías prodigiosas.)

¡Cuántos innecesarios los de después! ¡Morralla de tipos con la comida aún caliente en el estómago y pìntando a deshoras, bien arrellanados en el sofá frente al televisor las más de las veces de los días, de los años: Continuará la próxima semana.

Tuve un padre volteriano, qué suerte, se dice con los tebeos en la mano y la mirada rastreando en las viñetas el pubis viajero dibujado a pincel suelto de Jodelle, ¿o era el de Valentine?, (lejos de Paula, La Gran Embaucadora, lejos de todo, incluso de la copa pecadora, a un año luz de la facultad, para algunos una especie de guardería: rayones en el pizarrín, figurillas de plastilina, la paleta de colores tan divertida… y así van las cosas de bien).

Voltaire… Bah, terminó jugando al ajedrez con un jesuita. Menudo tunante.

¡Por Dios!

(Bonita exclamación, padre, ateo confeso.) Por lo demás, el más cínico Voltaire, el más bravucón, el Voltaire que uno prefiere, surge después de que le tocara un premio sustancioso jugando a la lotería, o entregado a la especulación, que viene a ser lo mismo. Una fortuna que se embolsó el viejo hideputa al cabo de los años: eso le permitiría vivir sin sobresaltos y con la blasfemia en los labios siempre a punto y escribir con la pluma desatada, y además chuleando a viejas aristocráticas.

Pobre Voltaire, apaleado por lacayos cuando por noble entre nobles se tenía (por lo demás): seamos volterianos, pues.

No me importaría morir completamente solo en la habitación de un hospital, en mi cama o debajo de un puente, solitario y en silencio… ¿a qué la compañía de otros en ese instante? Vayas donde vayas no te cogerán de la mano y te seguirán por mucho que lloren tu pérdida.

¿Tú quién eres?

El cordero que ha de abrir los siete sellos.

Soy el 7: celeste y terrenal.

Sálvame, pues. Te ha de ser fácil esconderme a mí, pecador confeso, entre los 144.000 salvados en el Juicio Final.

¿Estaría entre ellos el señor de Ferney?

¿Qué hubiera sido de nosotros sin los sastres, esos magníficos artesanos que cubren nuestra fealdad? (Voltaire.)

En fin, es la falta de dinero lo que envilece verdaderamente a un hombre. (Voltaire.)

El tipo que celebraba o, al menos, admitía como una verdadera obra maestra cualquier bagatela de la Nouvelle Vague en los 70, ahora sentía un odio profundo hacia a aquellas películas que no les descubrían con claridad la trama, tirria le daban cualquier experimentalismo formal o complejidad intelectual, y maldecía sin reparos los acelerados movimiento de la cámara: A él, Boceto de los pies a la cabeza, enterito desde adolescente, el dinero le había empobrecido.

Ociosas reflexiones.

¿Y si escribiera sobre piel de becerro neonato?

La escritura debería ser como esas mujeres que lucen en el talle un cinturón dorado: fáciles de conseguir, se dejan follar sin enojosas contemplaciones, ¡a qué perder el tiempo!

Tampoco una Scylla… Despacito y buena letra: una puta de tal naturaleza es capaz de dejarte hecho unos zorros, debilitado, casi idiota: acabarías en el Taigeto: éste ya no nos sirve para nada. Sobriedad espartana: nada de lujos ni trastos inútiles que cargar a la espalda, al abismo con él.

Padre, te has librado del mundo irreconocible, ni peor ni mejor que el que conociste, sino que es el mismo de siempre pero con distintas y engañosas apariencias del que te batías a base de experiencia (trucos y fintas), este mundo que no es el tuyo porque tú cada vez eres menos tú, de todo ello escapas, y también de la vejez repugnante de muchos: tedio, miedo al amanecer, soledad, cansancio absoluto, muchas, todas las horas sin objeto alguno, salvo el Klee, esa encerrona… que ahora me endosas. Mejor así, padre, al otro mundo (el de los muertos) de un patadón en el trasero. Te ahorras más mentiras, el instante postrero cuando el médico luce en su carota una sonrisa de cartón: ¿Cómo estoy, doctor? Bien, bien. (Opium et mentiri.)

La faz cambiante del mundo, que dijo el otro:

¿Quién se acuerda de Vietnam? Fue demasiado fácil simbolizar en aquella guerra todo tipo de rebeliones. Aquel napalm de la propaganda de unos y otros terminó quemándolo todo con el tiempo. Mira 2008 de nuestros cinismos: árabes zurrándose la badana y degollándose unos a otros como se degüella a un cerdo a los que puedes ver tranquilamente en el telediario, niños que juegan al fútbol con la cabeza de un narcotraficante decapitado en el telediario, policías de Nueva York que juegan al tiro al negro en el telediario, ¿y qué? La televisión es la realidad.

Buenas noches y buena suerte.

Servidora:

¿Qué pasa al final? (de la novela, de la película, del telediario).

Eso no se dice. Hasta que no ponga fin no descubrirás la chorrada. Pero mientras estés sentada ante la pantalla o pasando las páginas del libro, estarás entretenida. Esa es la verdadera bagatela de una novela o de una película. Su prestigio, el truco.

No hay final que no sea arbitrario, incluso el que no se presiente. Hasta aquí he llegado, y pones punto final.

Vivir (así empezó Servidora a caer en los brazos de El Gran Masturbador). Es suficiente. Comida en cantidades razonables, pero en mantel de lino puro. Y el Patek Philippe en la muñeca izquierda.

Epitafio a estas horas de la noche, con el Klee a un lado, la copa en la mano y Barbarella, Jezabelle y Valentina en cueros flotando navegantes por la habitación: Era un tipo básicamente buena persona (pues es fácil serlo cuando se anda con dineros en el bolsillo), aunque también era reconocible e impenitente pecador (pues es fácil serlo cuando se anda con dineros en el bolsillo), lo cual no empece a lo otro.

Vivir, dormir, soñar…

¿Qué espera uno de placentero luego del rudo trajinar diario, peón de los días?

El trabajo fácil, la soldada segura, el carajillo del desayuno, y los sábados, los domingos y fiestas de guardar tomarse el aperitivo como está mandado: unos berberechos, unos champiñones al ajillo, unas bravas, un pincho de patata, una de pulpo, unos mejillones al vapor, unos calamares a la gabardina, una de morcilla, pan y botellita valdepeñas (al decir de Umbrales, que se desayunaba con whisky, agua y dos optalidones mientras fabricaba el primer artículo del día: luego la novela que saliera, que siempre era la misma con los nombres cambiados y una o dos páginas más arriba o más abajo).

¿Qué espera la soltera, maestra cándida de la calle Mayor y algo desesperada? Muchos cuidados debería tener antes de unirse a hombre desaconsejado: la pasión del estudio llevada al exceso absorbe, como todas las demás pasiones, una parte de nuestras afecciones más naturales y nos convierte en majaderos. Las muchachas solteras, si son juiciosas, no deben casarse con ningún poeta, ni con hombre que sea muy estudioso, porque pasarán malos ratos. Sólo en el caso de no haber otro novio mejor a la vista, y al paso cruel de los años, pueden y deben decir: Me caso con un hombre de letras (y a tomar por el culo).

Bien que si son hermanas, y sin pena

se avienen entre sí, muy bien se puede

filosofar y aderezar la cena.

¿Poeta sólo?

Poeta y funcionario.

Mejor es la cosa.

Maestro, poeta, novelista y filósofo y funcionario.

Pues mejor todavía para enredar el asunto.

Y no vaya uno a hacer del Klee una tortura: al cajón, que ya nos veremos otro día. Y la péndola, nunca saciada, a dormir (seca de tinta, amortajada de capucha). A rodar.

¿Acaso es uno el Tostado para andar enceguezándose los ojos hasta entrada la noche?

Nulla dies sine linea.

Van hoy media docena. Andas, pues, de sobrado, escribidor.

Pues dejémoslo estar.

El Tostado: 70.225 pliegos (y a tal cantidad de palabrería, para acabar de joder al personal, habría que añadir erudición y estilo), y además, sabía precaverse nuestro hombre: de Salamanca a Roma montado en un mulo para defenderse ante el pontífice Eugenio IV en el mismo Vaticano de la envidia de los perezosos y maldicientes, dicen, los que de estas cosas entienden, que tomó la ruta de Aníbal y sus elefantes para no ser perseguido desde las españas por inquisidores siniestros que malograran su aventura papal.

¿Qué alegáis ante tanta desmesura escrita?, preguntó el Papa romano.

He aquí mi Defensorium, y el clérigo se hincó de rodillas.

Y largó que no sepas frente al representante del dios en la tierra.

Y tras el discurso y la venia de acatamiento, salió indemne e inocente, recusador de calumnias y exento de prohibiciones: altivo retornó a las españas más fortalecido que nunca hubiera estado en su antiguo estado conventual mordiéndose la lengua y aguantando franciscano las asechanzas.

 

Se van a enterar estos, amenazó con la pluma de ganso bien afilada y untada hasta el chorreo de tinta negra, a horcajadas sobre el mulo exhausto y moribundo camino de la madre patria.

Y ya en su celda de retiro comenzó a escribir como si el mundo fuese a acabar en un santiamén, y a caldo los puso.  Y amén.

Que la redacción de esta semana verse sobre lo cotidiano, sobre la realidad diaria (¿papá y mamá tal vez, los hermanitos?, ¿los inocuos libritos leídos?), mandó el agustino alto y déspota entre los pupitres, enhiesto el dedo índice de la mano derecha, la mirada entornada al techo (al cielo). Y Boceto que entendió que aquello andaba del aburrimiento, de la realidad visible y sórdida, de los días tras los días iguales eternamente, qué si no, escribió:

Era un hombre muy de ventana. En invierno atisbaba tras los visillos con una manta de viaje de esas de felpa trenzada de cuadros azules, verdes y rojos sobre los hombros, picoteando frutos secos. En verano permanecía acodado sobre el alféizar, eternamente asomado a la calle entre las hojas de la ventana abiertas de par en par, con el botijo a un lado en el suelo, vestido de cintura para arriba con una camiseta blanca de tirantes algo sucia. No cambiaba jamás de expresión. Quizá porque lo que contemplaba en invierno y en verano era siempre lo mismo que se ofrecía ante sus ojos muertos.

¡Brell!, tronó la voz agustina desde la mesa junto al encerado una vez leída la papelina, de rodillas y los brazos en cruz cara a la pared.

Y amén.

Ah el scriptorium.

(A Giralt y a López Munt, que dejaron escapar una risita ante la concepción milagrosa de la Virgen María que una tarde aburridísima trataba de explicar en vano el perverso padre Lucas (repeinado, de manos y rostro oliendo a toda hora a jabón Heno de Pravia) los han castigado a salir de la clase y a permanecer quietos y silenciosos en el pasillo: a los pocos minutos ambos, ocultos en uno de los baños situados en los extremos del ancho corredor sombrío y desierto flanqueado por las puertas de las aulas cerradas repletas de alumnos aplicados y obedientes, se la cascaban como monos desquiciados mirándose uno a otro a hurtadillas, resollando como bestezuelas, ¿qué no parirán al mismo Dios sobre el baldosado?)

Y amén.

Aprendió (y aceptó sin chistar) a decepcionarse muy pronto, lo cual no exime de riesgos: esa actitud te conduce a la sabiduría o te convierte en un cínico de por vida.

De tu preciado cascabel soy yo el rodarín, padre.

Ah, mierdecilla, que magnífica ocurrencia.

Pocos años faltaban para acabar convertido en un pequeño déspota:

A la cándida Servidora el perverso Boceto le mete Zamiatin por las orejas, por los ojos, por la boca, por donde le quepa:

Hay que institucionalizar el amor libre, camarada.

Pone en las manos húmedas de la chica Nosotros y media docena de cupones rosas:

Te lo exijo, conmina. Estamos bajo la Lex sexualis. Tu obediencia es obligada, innegociable.

Cada cupón un polvo. (¡Ah, la antigua Servidora… ¡y no esta otra! ¡Resabiada y chulesca!)

Y en breve, Cuerpos y almas.

¿De qué va?

De amores, sangre y orines, medicuchos entrometiéndose en las vísceras. Es un reno muy especial y codiciado por los visitantes de las librerías de viejo. Te diría que es un long-seller, pero te quedarías en la misma ignorancia.

Ese contenido de mezcolanza tan peregrina aireado por el adolescente Brell le inquietó bastante a Servidora, aunque, hay que reconocerlo, también le subyugó: era un poco morbosa ella.

En fin, como suele decirse, cuando te compras un cerdo para comértelo, hay que preferir que sea enano, gordo y paticorto. Este, muy alejado de la descripción, nos salió rana y de modales arrogantes.

Servidora, que parece salida de un folletín de los cincuenta, bastante más aseado que los decimonónicos pero igual de mortíferos en sus efectos, tenía un talle esbelto, un busto pronunciado, caderas poderosas, salvajes pupilas del color del carbón… Habrá que penetrar hasta el fondo de su… alma.

En la cama, amigo, si sabes lo que llevas entre manos, todas las mujeres, jóvenes o viejas, más tarde o más temprano acaban transformándose en la zorra guarra que llevan dentro, le confesaba innoblemente un Boceto vil, aún pajillero y virgen y completamente idiota, a uno de sus camaradas agustinos tan pajillero, virgen e idiota como él.

Ya de mayor, se hizo de piedra; la opinión de las masas no le interesaba nada: ni era político ni escribía novelas baratas. Que les den al vulgo, pues si es gusto… ojete de culo abierto.

Uno siempre bebe una copa de más de las que dicen que bebe, salvo cuando te haces viejo; entonces bebes menos de lo que dicen que bebes.

Echó mano de Charlie, ¡ah, los thermopolae…!

Charlie, vamos a ver, ¿qué espera uno de la parienta, qué espera un honrado y decente trabajador español de la socia en este negocio de la vida? Que sea sumisa y a disposición.

Charlie, envalentonado y bastante asqueado ante esa visible degeneración momentánea (era demasiado perspicaz para no darse cuenta de que en ese tipo adinerado y falsamente feliz todo era reversible, recuperable, una filfa), le preguntó  disimulando el desprecio:

Pero, ¿usted tiene alma?

También los tipos sin alma alcanzan a alumbrarnos, como la luna, que es una roca muerta, sin luz, sin vida, se defiende el ínclito Boceto:

Libre del alma, anda uno sin pena.

Sin alma que lleve la pena.

Charlie, eres un  poeta.

(Charlie sigue sacando brillo al cristal de los vasos.

Sigue pensando:

al igual que unos tienen la cabeza llena de pájaros, o de serrín, otros la tienen a rebosar de mierda: todo lo que encierran ahí adentro apesta.)

Toda vida es un rompecabezas, y por mucho que tengamos todas  las piezas a nuestro alcance para componer por entero esa biografía, siempre hay alguna al final que no encaja.

Anda, Charlie, escancia, que como decía Quevedo también yo soy de buena cepa.

Pues que no puedes regresar al jardín de infancia, libre del bien y del mal, vete andando a  la feria de La Alameda, ve directo por la Gran Vía Marqués del Turia, al final pasas el puente, doblas a izquierda y te regalas con suculento banquete pontificio:

almendras garrapiñadas

martillo de empuñadura de madera coronada por una cabeza de caramelo rojo como la sangre

medias lunas de jugoso coco

manzana de caramelo (chupaba la superficie brillante y sabrosa y, ya relamida por completo, arrojaba al suelo con displicencia la asquerosa manzana con piel rasposa incluida, nada apetitosa, una reineta desabrida)

algodón de azúcar que llenaba la cara de pringues

pan de higo

una bolsa inagotable de pipas

barquillos

un trozo de regaliz.

¿No podría coger el tranvía?

Muy suelto vas tú por la vida a los ocho años.

Cierto, he procurado que no anden manoseando demasiado en mi infancia. Cuantas menos manos se metan ahí, mejor.

Que aproveche: mar en calma y próspero viaje: tranvía nº. 2: 1,10 pesetas: hasta la Alameda. Y ten cuidado con las cicatrices… A esa edad, suelen ser indelebles.

¿Qué moralista dijo que la vida era la herida? Sangras y sangras hasta la noche, y entonces las pesadillas…

Si yo Boceto, tú Calderilla.

(Que invite él. De niño era rico, le sobraba de todo: Está opulento, guarda dos pápiros de piel del contribuyente.)

A los 12 años (llegada al templo) ya era un Talleyrand tan difícil de clasificar… au physique qu’au morale.

100 años después:

Soñó con Chamfort: recorría el pasillo en sombras de la casa como un sonámbulo, con una bala en la cabeza, y envidiaba secretamente al estoico, aunque ricachón, Séneca, estuprador y hombre inteligentísimo, valeroso en la hora de su muerte.

¿Cómo es eso de esperar la muerte?

Ningún suicida quiere sumirse en la nada absoluta. Se mata, pero cree que no se destruye para siempre. Lo que quiere es librarse de una vida que le ha abocado, por las causas que fueren, al dolor del cuerpo, al sufrimiento y a la vergüenza de un pasado innoble cuyos recuerdos no cesan de mortificarle, a la angustia y a lo horrible de una existencia que no le salva de la  tortura, la ansiedad y el oprobio ni un solo instante.

En la Edad Media (siglo arriba, siglo abajo) cuando sacaban a los suicidas de su casas o los desplazaban del lugar donde se habían despeñado o colgado de un cuerda, lo ponían boca abajo: que no suba su alma al cielo. Así se las gastaban esos pobres diablos  creyentes de una iconografía babosa y relamida perpetrada por  imagineros de sucia entrepierna aficionados a la taberna y al fornicio mercenario.

Lo mejor es hacerse matar en una línea: adiós.

¿Sabes de una elipsis más demoledora y desconcertante para el lector de letras y novelerías que el ajusticiamiento de Sorel? Tiene uno que leer varias veces esas tres líneas para darse cuenta de lo que ha sucedido al cabo de quinientas páginas. Así, la muerte, como si nada, como si un hálito, un airecillo, aquella brisilla de mayo al costado de la playa junto al runrún de las olas que alcanzan mansamente la orilla.

¿Y tú cómo te hiciste con la Bomba H? Costaba un dineral conseguir ese condenado cromo.

El guionista amigo de mi padre sobornó a una familia que se ganaba un sobresueldo miserable ensobrando los cromos de la editorial que los ponía a la venta, introducían en los sobres miles de ellos a la semana. Una noche, a la hora de cenar, estaría hambriento el hombre de la pluma siempre en el bolsillo, llegó al hogar de los Brell con la Bomba H en la mano y enseguida me dirigió una sonrisa abierta de hiena hacendosa y pícara (con un ojo en los platos calientes encima de la mesa y el otro acompañando a la sonrisa).

En el 67 la mierda de artista costaba un dineral: unas latitas de 30 gramos que se pusieron a la venta no quieras tú saber.

Escribe tu biografía de salvaje: Brautigan.

No sueltes la pluma.

De mal nombre Alonso y mal lugar Madrigal, siempre con la pluma en la mano como infantillo con su chupete (de mal nombre, aun apellido, El Tostado).

El único underground auténtico que conozco es el hombre del subsuelo de Dostoievski. Todos los demás que pululan en nuestra época o en las precedentes se ríen del primer billete, cavilan ante el segundo y te arrebatan el tercero en un santiamén: rebelión, tu nombre es fragilidad.

Paula deseada (pero impenetrable), y la polla, a veces, tiene sus propias manías desconcertantes, sus horas: tiesa como un palo y dura como una roca. Eróstrato: aparta tus manos de mí, destructor de la belleza, deja en paz mi máscara de pepino.

En noches de maquillaje paulino, ni soñar con el toqueteo. Con que poco te conformas ya, Boceto.

Esas noches que, como diría El Madriles, parece que empuja el infierno: Paula maldita… ¡en laurel has de acabar!

Coqueterías que sólo adquieren sentido a la luz del día:

¿Tú sabes cómo se teñían el pelo de negro tus bisabuelas, coquetas y sabihondas ellas, todas muertas y enterradas ahora?

No.

Pues yo te lo diré, pues alguna utilidad de provecho a los desheredados ha de hallarse también en estas líneas, pocas, entre otras miles de desaprovecho fundado.

Lo que primero que debe hacerse es lavar el cabello con un cocimiento de nuez de agallas y luego hay que embadurnárselo con una brocha mojada en una disolución de vitriolo verde. Es muy conveniente, aunque no indispensable, mezclar en esta disolución un poco de goma. Otro medio para teñir la cabellera se practica como sigue: en un cuartillo de vinagre fuerte se pone a digerir media libra de limaduras de acero, sin dejar de removerlas de cuando en cuando. Esta composición a los ocho o diez días se pone como aceite, y untándose con ella a menudo el pelo ennegrece en poco tiempo.

Y, oh sabio Kalikatres, ¿no habría remedio por añadidura para el crecimiento del pelo en la calva de delante o de detrás?

Sin duda. Toma nota: se derriten en una cazuela y se baten hasta que se adquiera una consistencia como la de la pomada, cantidades iguales de enjundia de gallina, aceite de cañamones y miel. Esta composición exige untarse con ella ocho días seguidos. Pero aún te brindo otro procedimiento que haga volver los pelos de donde se fueron: toma una onza de tuétano de buey y otra de manteca de cerdo ya frita y sin salar. Esto se pone a hervir en una cazuela nueva y después de haberlo colado se le echa una onza de aceite de avellanas.

Y todo esto, amigo, no es prodigio, sino la ciencia y la química bien consideradas y, como el mundo del nodo, al alcance de todos los españoles.

Gran autor el mentado historiador: padre de la mentira y autor de majaderías.

¿Eso que cuentas es verdad? ¿Tal cosa la garantizas?

Por estas y, al igual que William Shakespeare, cinco veces he de firmar. Con ello, ha de bastar en toda mi vida.

Ojalá creyera en el cielo, lo único que puede justificar esta vida perra.

Pero, ¿estaré salvado?

Más culpable que Dios no seré, que mata inocentes a cada instante.

Escribió un largo poema… La última línea era la más memorable Laus Deo.

Dies irae, dies illa.

(Guárdate de tus actos, y de la divina cólera invencible.)

Pero al igual que sucediera en el principio de todo con el tiempo y el espacio, Dios y el hombre fueron creados en el mismo instante, cada uno con sus imperfecciones, sus mentiras y miserias a cuestas.

Nietzsche se disfraza de Dios todos los días de migraña:

Por naturaleza, soy belicoso. Atacar forma parte de mis instintos.

Me desobedecéis constantemente, no acatáis mis órdenes, las mías sagradas, las de Friedrich Nietzsche: os halláis en pecado, pues.

La vida está fuera de todo juicio porque nada justifica su aparición ni su final, ¿por qué no ha de ser uno Dios entonces?

Cortázar, en su lecho de muerte, sólo ansiaba ver los árboles y las ramas verdes desde la ventana del hospital. Y, luego, adiós.

Jugando al escondite con la muerte… Se deja burlar, se toma su tiempo la traviesa, la muy pícara, la zorruna… Un, dos, tres, al escondite inglés. Finalmente, te encuentra. Te hace cosquillitas por la espalda: Te cogí.

Al hoyo, idiota.

Acabemos de una vez.

En realidad no creo en nada de lo que engaña todos los días a casi todo el mundo. Yo, al igual que otros pocos, me mantengo en pie a costa de mí mismo (os advertí que era Dios, un dios).

Padre voy a hacer publicar mis reflexiones morales.

Espléndido. Pon tu propio nombre en la portada y frontispicio para evitar contagios.

Mandaré imprimir 50 ejemplares en papel de China, otros 50 en papel de Japón y 100 en hilo.

Eso suman 200 ejemplares. Sé algo más ambicioso, querido. Suma otros cien aun en papel de barba y alcanzarás los 300 elegidos que estipula el clásico.

Aquí, padre mío, corrigiendo aplicadamente las erratas más notables… ¡Condenadas todas ellas!

Mejor harías escribiendo la historia de tu hermano Carlos.

No sabría cómo. Tendría que escribir una historia sobre la historia de mi hermano Carlos.

Abre los ojos con una inmensa desgana. Abre los ojos al peligroso, al peligrosísimo filo del alba.

¿Qué tal andamos?

Hay cosas que han sedimentado, y otras que aún están en agraz (y así estarán hasta el fin de los tiempos).

Por entonces, JD. iba con el celtas corto entre los dedos, o con el ducados, y siempre aparecía alguien en el coloquio del cineclub, en la tertulia de la cervecería Madrid o en la presentación de un libro luciendo el paquete de Partagás en una mano y un Zippo en la otra, lo que no dejaba de ser algo mortificante por lo que tenía de grosera exhibición. En fin, se tiene o no se tiene y adivina quien te dio. JD. acabó fumando Kruger, tabaco todavía más socavador que el caliqueño de L’horta: abrasaba gargantas.

Los desgraciados de mis hermanos quisieron ser auroras boreales. Te lo digo yo.

Escancia, Charlie, escancia

¡Cielo santo! ¡He perdido los zapatos! ¡Qué memorable cogorza! Heme aquí junto  al contenedor de la basura… insabatti.

Este niño… ¡de los cojones! Ahora se nos ha vuelto pirata: el pasillo curvo, el mar; las procelosas aguas que ha arrojado a cubos al suelo, la porfía y la batalla; el horizonte, el tesoro a alcanzar… Enarbola la bandera, Boceto Oceánicus, ¡que ondee a los cuatro vientos la sonrisa de Jolly Roger!

¿Cómo fui, padre?

Como todos los niños del mundo han sido y serán, puerco de mierdas y llorón, que ya finiquitara de una vez por todas Torres de Villarroel… Nada nuevo bajo el sol.

¿Cuándo empezó todo?

Todo empezó en la torre Martello de Sandy Cove.

Antes del alba: dilúculo…

Dividir la noche, el día, los años, la vida….

En cierta ocasión Orwell observó que su hijo adoptivo, de apenas dos o tres años, jugaba encandilado con un martillo de cabeza de cuero, de modo que dejó que el niño se entretuviera con la herramienta en los días sucesivos. Al cabo de un tiempo descubrió que incluso dormía con él como si fuera un muñeco. Una tarde la asistenta, a quien no le era ajena esa circunstancia, y que en mucho le conturbaba y lástima le producía, hizo saber al escritor que iba a comprarle un osito de peluche a su hijo, a lo que Orwell al oírlo, muy serio, le contestó sin parpadear: ¿Para qué? Ya tiene el martillo. (Tipo flemático y distante este Orwell, qué asombrosa semejanza con el señor Brell, el del principal, derecha, respetable señor y catedrático. Y que el buen Dios guarde su casa hasta 1992 por lo menos.)

Niño terrible (antes y después), moderadamente maníaco, atento a sus propios itinerarios mentales y emocionales, la vida privada de los demás no le merecía el más mínimo interés.

¿Y esa cara de adolescente onanista a la hora del desayuno?

Omnia animalia post coitum tristatur.

Bala de punta hueca la del pasado: no resucitarás. Además, te han dado en los sesos. ¿No los ves derramados en el suelo?

(Si aún hervidos con una pizca de sal, y luego en buen aceite de oliva virgen rebozados de buena harina candeal y un batido de huevo fresco y luego no demasiado refritos, al llevárselos calentitos a la boca manjar de dioses fuesen los de cordero y los de cerdo no mucho menos.)

De la tierra arrancaré a mi hijos… escapando de ellos.

Esa fue tu madre, la que te dio la vida y te condenó a la muerte sin pensarlo. a las penas del huérfano sin serlo. Te dejó sin sesos.

Y no Madre Tierra: solo carne y huesos, el hediondo sexo por donde salí al mundo. Medea y cerda donde las hubiere.

Esa blasfemia de resentido la escribió borracho andando de veinteañero al pergeñar un relato que dejaría, naturalmente, inconcluso.

Por aquella época trasegaba muchos vinos acompañados de cacahuetes con la cáscara rebozada de sal gorda en el barrio de El Carmen, lugar que de haberlo conocido RAMÓN hubiera ratificado que aquel sitio de penumbras y calles estrechas y morunas era donde se perdían las mujeres y se empezaban a malograr los literatos.

Tal vez no hubiese sido Boceto y se hubiera convertido en el segundo RAMÓN si cuando en sus años jovencísimos su padre, como aquel del otro, financiara de su sobrado pecunio otro Prometeo donde escribir sus ocurrencias. Eso abona seguridad, padre; fortalece el espíritu y apaña la letra, crea ingenio.

Ya recibido bachiller, estudió cosas de arte, a los pocos años se licenció buenamente y con gracia y helo aquí ahora, convertido en profesor y cobrando en las calendas buenos dineros.

Su última ocurrencia lectora era coleccionar (y leer) las solapas australes de RAMÓN (En Buenos Aires escribió el madrileño más de 800 para la editorial que editaba los libros, a 15 pesos cada una, y de eso muchas veces comían él y su señora mientras rumiaba en su diario póstumo su maldita pobreza, que tampoco era tal en sentido estricto: sin hijos ni cargas: sólo cuidando mi cáncer, escribía en su diario póstumo).

Soy un pecador superviviente de aquella gran catástrofe diluvial a pesar, milagro de los milagros, de que no estaba en el arca entre los incestuosos hijos de Noé. 40 días y 40 noches a brazo partido nadé y nadé y estuve en la cresta de la ola agarrado a un madero resinoso y, luego, encima de él permanecí 150 días más hasta que las aguas volvieron a su cauce y alcancé a divisar a los pajarillos sobrevolando los cielos azules y nítidos, sin una nube. La tierra se secaba y ya dejaba adivinar la superficie putrefacta.

Viví 982 años y no fui Matusalem y sólo dejé escritas 47 líneas.

No te lamentes vate moderno e inédito. Sacristán hubo que escribió 800.000 coplas y ninguna editó.

Hijo, sé humilde. No tengas demasiado prisa ni hagas demasiado ruido. Que tus ambiciones sean únicas y diferentes a las de los otros (el dinero, qué vulgaridad, qué poco orgullo el tenerlo si ya sobra para mantenerte alejado de la indignidad). No olvides que sólo han existido indefectiblemente en este mundo dos clases de personas con independencia de lo hagan, lo que tengan y lo que crean: los que se han muerto y los que se van a morir.

Boceto se parece a su madre, es el único de los hermanos en que acontece el parecido. De tal circunstancia su odio radical a su paridora, eterno buscador de venganzas varias. Todavía sin salir de la adolescencia, bastante bebido de algún licor dulce, se viste con la ropa interior  de una servidora, una de ellas (cuatro pasarían por el hogar –Dios lo bendiga- de los Brell), se mira en la luna del armario: Madre, dice…, casi lloriquea (con rímel en los ojos, emborronada su careta de cartón por las lágrimas, hubiera sido, digamos, más tragicómico): zorra.

¿Qué diría Goethe, padre?

Que todo esto es una enrevesada nadería.

Los perezosos y los vagos son los que más calumnian y tergiversan los hechos y las palabras de los otros. Más que por maldad, por ignorancia.

Una vez en el futuro ya fue tarde para todo, incluso para la venganza, pues ahora, ante él mismo, él era lo peor.

Quizás esa sensación de angustia e inutilidad que sentía por todo procedía de la absoluta convicción de saberse condenado, y aunque no se le ocultaba que todos sus semejantes en todo tiempo, pasado, presente o venidero, lo estaban asimismo, era muy consciente de que lo que le diferenciaba de ellos, o de su impasibilidad y entereza ante el ineluctable destino común, era que él se sabía culpable sin remisión, que nunca le bastaría el perdón ni de él mismo ni de nadie, y que tampoco en el más allá habría indulgencia alguna.

Se purgaba, a veces, con un libro de Noam Chomsky, y no de lingüística precisamente.

En el 76, un año que rezumaba miedo y esperanza por sus cuatro costados, leía bastantes de los libros que su madre había dejado a medio leer: eso delataban los puntos de lectura, nunca interpuestos entre las páginas finales.

Entre los lupis, cuando uno estaba cansado de una mujer, la echaba, y tomaba cuantas deseaba. Entre los chippenay, el divorcio consiste ni más ni menos que en una paliza y en echar de la casa la mujer. Los tasmanianos mudan á menudo de mujer, tanto que para ellos es inconcebible la fidelidad, por la que nosotros, los europeos, nos hacemos guerra unos contra otros. También es muy frecuente entre los kasias el divorcio: en Tahiti el vínculo nupcial se destruía cuando uno de los dos cónyuge quisiera. Entre los antiguos mexicanos y entre los kasias, eran las mismas mujeres las que, cansadas de los maridos, los echaban de la casa. (Subrayado de la madre lectora.)

A los 20 años Josep Pla se lamentaba de cometer demasiadas faltas de ortografía… pero no dudaba en reprochar a Baroja la tosquedad de su estilo y que adjetivara a lo animal (casi a lo bestia: pedos de burro): dos solterones casados con la pluma, aunque uno putero y el otro devoto de las zapatillas de orillo.

Sin embargo Pla, celebraba entusiasta al otro sus descripciones paisajísticas: el novelista español que mejor describe, sentencia.

Anotación manuscrita al margen de la lectora:

(Pero…Describir es una forma de encaje de bolillos, más o menos como componer un poema siguiendo estrictamente una forma canónica: tantos versos, tantas sílabas, tantas rimas… Veo, veo, ¿qué ves?, una cosita, ¿con qué letrita?)

Otra anotación de la misma mano lectora:

Este mismo (Pla) dejó escrito que lo mejor que le puede pasar a uno es perder los dientes y las muelas cuanto antes; de este modo, uno se ve obligado a tomar sopas y caldos vegetales, brebajes nutritivos y prodigiosos que contribuyen a alargar la vida. Menos mal que aderezaba el condumio con buenas frascas de tintorro.

La ideología de este tipo puede que fuera ambigua, pero sus juicios eran inapelables, de una claridad inequívoca: El siniestro Allende, calificó a quien sería asesinado, junto con otros miles de chilenos, por el militarote (¿también siniestro o no?) Pinochet.

(La madre, lectora, los dejaría con un palmo de narices.)

Manténte alejado de todos los intelectualoides, pero en especial de los novelistas o filósofos austríacos e ingleses: ambos tipos son muy capaces de descargar sobre tus costillas el atizador de la chimenea o un bastón de cazador.

Por muy bien que describan la realidad hasta casi hacerla palpable en una hoja de papel (pero sólo con palabras: sustantivos, adjetivos, verbos, metáforas…) esa realidad, tan enorme, sólo es una hoja de papel que hasta un niño puede estrujar y arrojarla  la papelera después de limpiarse el culo con ella.

No obstante… Todo son glosas heteróclitas.

De todas las lecturas de libros que he llevado a cabo hasta ahora, señalo un hecho que no por previsible es menos sorprendente: una vez finalizada la lectura de cualquiera de esos libros tengo la sensación de que cada uno de ellos produce el mismo efecto milagroso y chamánico que una inyección: su contenido se inocula en el cerebro de igual modo que la sustancia que empuja el émbolo a la sangre vivifica el organismo misteriosa, oscura y silenciosamente. Luego, olvidas absolutamente todo lo leído.

Gran Patriarca: El típico individuo que defiende sus opiniones propinándote puñetazos en la sien y acto seguido se exculpa diciendo que su intención no era molestarte: ¿No te habré hecho daño, verdad cariño?

Tampoco era (¿o sí?) que le cuadrase en sentido estricto esa descripción stendhaliana: Era un hombre intrínsecamente honrado, aparte las mujeres.

Escuché la conversación hace años, cuando todo era aún posible, él, Nacho, tan niño, y el otro, todavía joven, tan viejo, ya jugaban entre ellos, se entendían, se chanceaban, y eso los hacía temibles:

¿Qué somos en esta Valencia, padre?

Pregúntaselo al señor Richard Ford…

¿Taimados y vengativos…?

… o al señor Fuster. Aunque quizá te baste con leer al señor Blasco:

Paciencia y mala intención.

La ínclita Virginia Woolf, paseando con el libro entre las manos bajo los fragantes naranjos callejeros de Valencia, embriagada por el aroma del azahar de marzo. Ya en la noche, en el hotel, leía Rojo y Negro.

Póngase, pues, lápida del hecho memorable en las mismas piedras de la mole de Serranos.

Qué grande y hermosa ciudad esta de Valencia, padre mío, y qué digno de resaltar el carácter alegre y jovial de sus habitantes y la belleza de sus mujeres, su cielo azulísimo, su huerta feraz y sus playas luminosas, ciudad de flores y amor…

¿No celebran algunos –Pla- la postrera frasecita de Goethe sumiéndose ya en la oscuridad como la obra más genial que cualquiera de sus otras? Sólo por ella (Luz, más luz) ya merece pasar a la eternidad, afirma el ampurdanés, que en poca estima debía tener al alemán para dictaminar sin el menor pudor semejante disparate.

Llegado a esta edad, admito que me he sentido frustrado la mayor parte de mi vida, pero no recuerdo en absoluto la causa de aquellas frustraciones. (No logro recordar quien lo ha escrito: y esa confesión vale por cien cuadros.)

¿Qué es una biografía? Un rompecabezas sólo enmascarado por una progresión caminante y un orden aparentes… hacia la nada. Se diría que esa cabezonería de hormiga de ir adelante zigzagueando obedece a un propósito cabal, y no es así, únicamente se trata de un deterioro y decrepitud constantes, de unas idas y venidas cuyo solo sentido lo reciben precisamente del que les otorga la meta escabrosa, y nadie ignora en el fondo en ese devenir qué clase de final (nada de premio) es ése (llegues primero o último).

Adiós, hijos míos. Que todos los diablos encarnados os metan el rabo por el culo. Y, no lo olvidéis: siempre alegres para hacer felices a los demás.

(Manual del 66 cuando la carta de ajuste y cierre: TVE.)

Diez años más tarde: el 76, qué año de esperas, de extrañezas sin fin… Las Grandes Vísperas.

Nuevos tiempos similares a los acontecidos inmediatamente después de la proclamación de la República del 31 ¿Y qué hay de estos tiempos, padre? (Los mismos tiempos son.)

Acabarán como todos, bien o mal. Los años hacen ruido. Griterío que, en ocasiones no deja de producir dolor de cabeza, al menos a mí, pero, mientras no me roben la cartera…

¿Dónde? ¿En tu propio coche?

Incluso a pie.

Liviana factura:

Unamuno, al que le soplaron 300 pesetas en la plataforma de un tranvía abarrotado de viajeros tan sólo dos semanas después de la proclamación de la República del 31, nuevos tiempos similares a los sucedidos al término de la Dictadura, decidió devastado y colérico, congestionado por la rabia de verse robado, él, padre de familia avariento, que el nuevo régimen ¡Iba mal, muy mal! ¡A saber donde acababa!

Tiempos son de España (la Eterna).

Hay que volver a los principios, Charlie. Es el sol el que se mueve alrededor de la tierra. Lo dice Josué. Sacrílegos quienes entre libracos y observaciones lo nieguen sumados los siglos. Y no sólo eso, sino que éste mismo, generalísimo Josué, lo detuvo en seco en el cielo. Así que no dejo de preguntarme, Charlie, ¿estamos donde tenemos que estar o no estamos donde teníamos que estar? Porque si no estamos donde teníamos que estar, ¿en qué maldito lugar del cosmos infinito como el tiempo estamos sin dioses, sin predeterminación, sin herencias que dejar tras de sí?

En cualquier caso no alarguemos en exceso la función (pase lo que pase nunca pierdas los modales):

Lo malo de vivir demasiado es que todo a tu alrededor termina rompiéndose, incluso el personaje que tú creías que eras se hace añicos, y no te digo la joroba de las cosas que cargabas ingenuamente a las espaldas como botín de vida, ja, y que se va al carajo todito todo seas solemne faraón egipcio, simple escribano sentado o constructor de pirámides, o no seas nada de eso dos mil años más tarde,  un mierdecilla a secas, el espejo traidor estalla en mil pedazos minúsculos, no volverás a recomponerte jamás, añicos: fragmentito puro por doquier, aquí, acullá, qué galimatías.

En la historia, Charlie, cuenta más la falsificación del hecho que el hecho en sí, sujeto indefectiblemente a todas las variaciones y caprichosos subjetivos que uno pueda imaginar, que para eso estamos.

Ayúdame, Paulita. Compañera te doy, camarada porque somos más que dos, amado porque me amas.

Ah, Paulita, Paulita, nec tecum possum vivere nec sine te.

¿Es usted el Negro?

El mismo.

Quiero que me escriba un libro bastante grueso sobre la historia reciente de España y sus guerras civiles… a la manera de Winston Smith.

¿De qué lado han de venir los tiros?

Lo decidiremos sobre la marcha.

(De momento, coja el fusil.)

Ah, mis queridos hermanos que andan chapoteando en la negra laguna. Mejor celebrar la muerte, compadecer al que nace.

Padre, he ahí mi presente en tu 72 cumpleaños:

Cicerón, Diálogos sobre la vejez.

Podías dejarlo simplemente en Cicerón, sabandija miserable.

Adelante con la biografía.

Padre, el ampurdanés entusiasta lector de Montaigne dice de un tipo que externamente parece un mierda y luego, a renglón seguido, lo describe como un calabacín con piernas que al andar hace el efecto de un rábano…

Y qué…

¿Qué pensaría el señor de la Torre de Saint Michel de discípulo tan bocazas y destemplado? Item más, esa descripción raya lo extravagante, y mucho se aleja del ensayista francés.

Cualquier tiempo pasado fue mejor, dijo uno de la tertulia del Ateneo. E inmediatamente el padre del mierdecilla pensó en la época aquella de las escupideras de bronce en las esquinas de los cafés infectos e irrespirables por el humo de los cigarros y en los orinales de porcelana descascarillada debajo de las camas con el colchón de borra lleno de abolladuras humillantes.

Nos transportamos en el tiempo que corrompe y fulmina el presente (a eso llamamos futuro), pero el tiempo también es todo lo de atrás que, modificado o no por la memoria caprichosa, aparece antes nuestros ojos cuando se le antoja, irrumpe esa turbamulta de imágenes como un vendaval o se limita a hacer presencia de una manera sosegada, casi con modales cortesanos.

Primun vivere, amigo Brell, de modo que... Charlie, escancia en la copa, atenúa luces, junta bien la puerta en su quicial, que muera el ruido mundanal de afuera…

Mierdecilla, quevedillo, ¿qué hay de ese libro que llevas entre manos?

Alabable padre, muy lejos de los santones de Garrigues, de los de Servidora, de toda la caterva imprimida en nuestros días como asunto de mercadería solo y esparcimiento de poco seso:

(…miré este libro, y no habla mal, gracia y sal tiene, y a fe que cura llagas su sal…)

(…sin pedirlo, vi este libro con cuidado, y está bien; y, bien mirado, ¿quién puede contradecirlo?…)

(Murmurando, decir bien; diciendo bien, murmurar; de todos satirizar y hablar de todos tan bien…)

Estos mancos ilustres: el uno de brazo; el otro, de un pie… Son inagotables.

Pues acabáramos:

Mas, vulgo, pues sé quien eres, a la larga o a la corta, diga yo lo que me importa y di tú lo que quisieres.

Y a aprender, a Salamanca.

 ¿Y qué me dices de Cervantes?

Pues, como juzgara Josep Pla el avariento, el siempre riente ampurdanés, leyéndolo sacas la impresión que fue un hombre muerto de hambre, lleno de asco y tristeza.

Exagerado tal vez, aunque El Quijote es un libro tristísimo rebosante de… humor.

¿Qué costó el Quijote?

500 escudos de oro.

Fue poco precio.

Mucho más ganó la Gallina Caponata, de alma bella y escritora aunque oculta, escondida y anónima bajo el disparatado disfraz. Una doble actuación, pues.

En aquella época todas las Españas son un barrio Sésamo de máscaras y atuendos engañadores, a cada cual su bicho, y nos hace gracia.

Boceto, tan ficticio al igual que el cónsul, ni siquiera bebe para matarse como él, ni como el propio Lowry: todo mentiras, perros de trapo personaje y autor, un gran fingidor el tipo.

¿Quién eres?

¿Quién?

Kien.

La mejor patria es una biblioteca. Y luego, al cabo de haber olvidado todo lo que leíste, miles de libros, y alguno de ellos no del todo inútiles, te inmolas: eres culpable, no has dejado nunca de serlo. ¡Qué pira colosal!

Que la vida iba en serio… Este poeta poco industrioso sí iba en serio, y se mató con la copa en la mano y la sonrisa torcida del vicio, aunque sin saberlo, lentamente, no jugó de farol, con buena manga o sin ella, mirando de frente al diablo, con la reputación negra como un sótano echada a perder.

No como aquel escritor insincero y pusilánime, algo juguetón y fetichista a ultranza, todo él pura metáfora, que como no escribía, temeroso él,  con su sangre, como dijera Nietszche que había que hacerlo, escribía con tinta roja en un acto de simulación extravagante aunque harto llevadero, y salía indemne de cada folio colmado de puño y letra por toda clase de ocurrencias, y ahí quedaban esos regueros de sangre, tintura o morcilla, sin sufrir él menoscabo alguno.

Así que el buen padre Brell murió, una tardecita de junio, de esas de paseo, dorada y en calma:

A estas edades uno, si es una persona honrada y cabal, se muere de repente, de golpe, sin flecos que ordenar obscenamente en un quirófano: adiós, adiós. Y si es a solas, mejor. Y, por supuesto, en casa, sin más alharacas, sin el espectáculo bochornoso de la audiencia callejera en torno al cuerpo caído en la acera.

¿Qué clase de recorrido ha de ser hasta llegar al final, que no ha de ser, esto queda bastante claro, buen puerto donde abrigarse de las calamidades?

¿El del muerto? ¿El de los vivos?

La mella del tiempo no exige recorrido, ni fluido invisible, es con todas sus armas ocultas a los ojos. Aunque la que inflige a los muertos es el olvido. A los vivos los va mermando sotto voce, a la chita callando.

La vida es una técnica, mejor o peor aprendida.

Una técnica es una metafísica, gustaba de decir el patriarca citando a monsieur Sartre.

¿La técnica una metafísica? Si lo es debemos de considerarla bastante inferior a la que utilizaba el tipo que embadurnaba las paredes  rocosas de las cavernas: aplicaba el color con una especie de pinceles de fibras vegetales o de pelo de animal, o utilizaba sus propios dedos, o soplaba el color por medio de una caña. La paleta era algo restringida: carbón, ocres y sustancias minerales mezcladas con jugos vegetales, grasa animal, huevos, sangre. Es espectro tonal: del negro al pardo y el blanco. ¿Qué buscaba? ¿Qué encontró? Al menos, sabía lo que hacía. Y lo más interesante, sin aprenderlo en ninguna academia, sabía cómo hacerlo. Todavía más: sabía dónde hacerlo.

(Allá donde nadie, hombre o dios, puediera corregir.) 

Formas naturales recuerdan las siluetas y los perfiles de un animal conocido por él. Descubre que con los dedos puede representar esa figuras. Descubre que… maneja un arte utilitario a pesar de la magia: el objetivo es la caza… Pero, ¿qué me dices del otro arte del mueble, el ornamental en los objetos afilados del sílex?… Esa naciente estética que obliga a adornar una empuñadura, sin ánimo mercantil alguno… Ya andaba por tierras paleolíticas ese ludismo gratificante de Picasso.

Del pasado antes del signo, la imagen y la escritura nos queda bastante más que algún vestigio ruinoso, el polvo y los huesos.

Respecto a ti: sigue moviendo cajas de un lado a otro, dispón hierros y cartones en los ángulos, estira la cuerda, ahórcate: instalación.

Ese era otro que se comía (y se comió) el mundo en su juventud. Durante su madurez y más tarde a lo largo de su inaceptable y sórdida senectud sobrevivió haciendo la digestión. Luego, se murió. No recuerdo su nombre… Era hombre jovial hasta que la vejez lo enfurruñó y lo confinó en las penumbras.

Padre, has muerto sin la absolución de un cura, sin óleos sagrados sobre tu piel.

Roig: ese cura que agradece a los cipreses su elegancia suprema.

¿Cómo se muere, padre?

Dejándose llevar.

A plena luz, sin añagazas los dos; ella, la muerte; y tú, su paciente: sin intermediarios carniceros indeseables.

Toda religión pretende que el hombre viva en la oscuridad, pues es de ella de la que nacen los sermones, los prejuicios, los temores y los dioses. Un sacerdote sin tinieblas sólo es un pobre diablo desnudo al sol que parlotea cosas tontas.

No sé si me da miedo la muerte, no sé nada de ella, dijiste en una ocasión. Estabas triste. Afuera el aire era gris, frío, un día de febrero raro y lento. Amenazaba lluvia, y detrás de las nubes oscuras y los claros cárdenos se oían truenos prolongados, no de mucho estruendo, como si alguien estuviera moviendo muebles de un lado a otro en uno de los pisos de arriba.

Un día de esos que nos roba de la vida el desaliento y la apatía y no iba a ser recuperable, un día perdido.

Padre, ¿es cierto eso que con la edad, al igual que las serpientes, acumulas más veneno?

Hoy ya estoy escrito y envenenado, sentenciaba drásticamente Brell el Viejo hacia el mediodía, como aquel otro que enroscaba la estilográfica, miraba con un poco de asco las cuartillas ensangrentadas y abandonaba el escritorio para arrellanarse en el sillón con un libro (Gómez de la Serna, Baroja, el mejor Blasco, las Conversaciones goetheianas o los Complementarios de Machado) en las manos.

Acábose el remedo de la escritura, un reflejo de sombras negras.

(Ignacio Holmes hasta se abrigaba con un makferland, se cubría con gorra a cuadros y se llevaba a los dientes la cachimba: te escrutaba el rostro hasta dar con tus pecados, hijo de puta, sé lo que lees revolucionario de mierda, mereces la muerte, que dijo Billy el Niño sin desenfundar el revólver, destrozándote cuatro dientes de un solo puñetazo en la quijada inferior).

Parafraseando muy a la ligera a Eugeni D’Ors: Para mí hay dos clases de persona: los que leen y los que no me interesan absolutamente nada.

Lee, ya viejo, a Catulo: tampoco yo desperdicié mis días, romano.

No me gustan esos libros, no llevan santos.

Pues hazte con ese grueso volumen de la derecha: Panorama Pintoresco.

Bisabuelo, me voy al mundo .

Tercer estante, a la izquierda.

No llego a esa altura.

Ponte el salacot.

¿Fue largo tu viaje?

No fui Rimbaud, amancebado con indígenas y abusador de un criado, expoeta, traficante de armas (tomar) y puede que hasta de esclavos. No me encerré en un armario para aprender árabe. Y todo para acabar preguntándome si podría vivir de rentas a los treinta años, afirmando que los negros son estúpidos, con una pierna amputada al final del viaje, alimentado como un niño por un hermana caritativa y confesándome atemorizado a un cura ante la idea de la muerte. Yo me limité a ser un niño aventurero.

Enumera el exotismo, y no olvides la edad provecta –está bajo tierra- del bisabuelo maestro de escuela: dibuja su tiempo, sus monumentos que a punto estuvieron de acabar en ruina y piedra sola, polvo nada más, y el tiempo ido. ¡Qué viajes, qué itinerario!

Disfrazado de mameluco yo he estado en la Ciudadela de El Cairo, admiré encuadernaciones en la casa de Camal-Ed-Din y me han perseguido entre risas jóvenes misteriosas que aparecían y desaparecían por la columnata del Templo de Amon, me he refrescado en un oasis de Biskra, visitado el barrio moro de Tetuán, he merodeado en un zoco en Marruecos ejercitándome en el cambalache, he regateado muerto de sed con un vendedor de agua y me he resguardo en el mediodía del sol ardiente en una estrecha callejuela de Bou-Saada, he talado troncos de caoba en Fernando Poo, he viajado a través del desierto de Tuggurt y me he librado de una muerte cierta a manos de una pandilla de bandidos en Dakar, he comprado piezas de marfil a las muchachas de Luanda y túnicas a muchachas beréberes de Trípoli, me he protegido del viento sur en Funchal, he visitado las cataratas de Rhodesia, la entrada el Canal de Suez en Port Said y aldeas indígenas en la región de Bunyoro, me he dejado llevar tumbado de cansancio en un carro tirado por camellos en Jibuti, en el sur he contemplado mujeres bosquimanas muy aficionadas al adorno y las joyas y muy poco a los vestidos, he respetado las danzas sagradas de los danzadores de Meru y el lenguaje de los tambores del África más poderosa y profunda, he visto humildes chozas y suntuosos edificios como el Parlamento de Ciudad del Cabo, he llegado hasta fuertes pobremente guarnecidos pero donde ondea la bandera española en los confines meridionales de Marruecos, he pasado en silencio frente las vistosas tumbas de los santones del desierto, he ascendido a la cumbre sagrada del Kilimanjaro (y, sí, vi al guepardo) y navegado por las aguas de Natal, en Iringa he bebido brebajes de un cuerno de Búfalo a modo de copa colectiva en un ágape que duró treinta horas, y entonces di un salto a otro continente y me colé en la casa-harem de Jidda, placentera entrada a la Meca, durante algún tiempo viví en la ciudad flotante de Cantón y, luego, en la playa de Colombo de Ceylán, me dediqué con especial fortuna a la pesca, oficio que sustituí por el de brujo y mago en Coonoor, en la India, visité la fastuosa  tumba toda de mármol de la ciudad de Agra, y por puro capricho quise contemplar desde el Cuerno de Oro la ciudad de Constantinopla, pasé unos días de julio en el Palacio de Verano de Pekín, y otra vez, de nuevo en Ceylán, paseaba nostálgico (sin saber el porqué) entre los bambúes gigantes de los Jardines de Paradenija, en Rangoon me extasié ante la Pagoda de Shive Dagon, cuya cúpula está revestida de oro y piedras preciosas, en Vara anduve entre los ciervos sagrados, y en Siam formé parte de una cacería de elefantes en la ciudad misteriosa de Bangkok, he cazado tigres sobre el lomo de un paquidermo y en China fui visitante furtivo (me jugaba el pellejo si me descubrían) en el Salón de Ceremonias del Palacio Imperial, y hasta, con total descaro, tomé asiento en el trono de jaspe que preside majestuoso el salón principal de gran magnificencia del Palacio Imperial, en Damasco fingí que oraba postrado en la Mezquita de los Omayados, rica en mármoles y plagada de mosaicos de cristal bizantino, he admirado las colosales figuras de piedra en la Avenida de las Tumbas de Ming, cambiado divisas en un Banco de Madrás tan imponente y lujoso como cualquier otro de ventanillas doradas y despachos circunspectos revestidos de maderas nobles sito en la City londinense y he repuesto fuerzas en la ciudad japonesa balnearia de Sendl donde el aire tonifica los pulmones entre canales de limpias aguas y se alzan montañas de suaves ondulaciones verdes, en mi periplo sin fronteras ni tiempo estipulado ni camino predeterminado volví de nuevo a la India y en Hyderabad contemplé Los cuatro Minaretes de más de sesenta metros de altura, me desplacé a Lucknow para descubrir que los minaretes  de la mezquita de Juma superaba a aquellos cuatro en más de treinta metros, otra vez en Japón visité el Castillo de Nagoya, y de vuelta a la India me detuve ante el paso de El Coche de Dios en Trichinopoli, en Bombay he visto a un príncipe hindú subido en una carroza que era toda ella desde la trasera al pescante de plata de ley y en Calcuta he paseado por los jardines del Templo Jain donde la brillantez del mármol hería los ojos, en Irak navegué por las aguas del Tigris a bordo de barcas circulares impulsadas por un solo remo, estuve en la ciudad árabe de Mascate a orillas de un mar siempre en calma y que es el lugar más caluroso del mundo, he recorrido las siete puertas de Jerusalén y he llegado hasta el pie de El Templo del Cielo de Pekín donde antiguamente se sacrificaban personas durante la medianoche del solsticio, en Aden me uní a una caravana de ricos comerciantes y una vez estuve todo un ocaso fascinado ante la cúspide siempre nevada que corona los 3.776  metros de altitud del Fuji-Yama, me perdí cientos de veces en las oscuras y tenebrosas callejuelas de Sanghai y en Hiroshima una tarde primaveral que parecía exhalar extraños y embriagadores aromas tomé el té rodeado de tres bellezas que vestían el típico kimono sentado en un cojín frente a una mesa baja de laca, también me he sentado en las escalinatas de Benarés que descienden hasta la orilla del Ganges y he ascendido hasta lo alto de la roca donde se asienta el Templo de Trichinopoli, en Siam he deambulado entre los vestigios de la antigua ciudad de Ayutia donde se cuenta que se alzaban Budas de oro macizo  que medían hasta ocho metros, en Bangkok existe un templo en cuya entrada se alzan a cada lado dos figuras de piedra de aspecto grotesco y riente de más de cinco metros y cuya sola finalidad es ahuyentar a los espíritus perturbadores, en Shantung visité con gran recogimiento la tumba de Confucio, en Nagasaki me he mezclado entre fieles e implorantes a la entrada del Templo de O-Suwa, en Hongkong he paseado plácidamente por el Bund frente las aguas tranquilas y durante cinco días recorrí cien kilómetros de los 2.400 que mide la colosal Gran Muralla china, di otro saltito y aterricé en el continente americano tan lleno de contrastes, pues si en Nueva York advertí que no estaban exentos de estética ciertos rascacielos como el edificio Chanin o el Woolwort no menos imponente se alzaba antes mis ojos el cañón de Bryce en el estado de Utah, y si en Barranquilla fui uno más de los que faenaban por un ínfimo salario en su barrio de pescadores, en Nueva Orleans gané bastantes dólares trabajando algún tiempo en el canal que une el Missisipi con el lago Pontchartrain, en Los Ángeles he visto pacer orondas vacas en antiguos jardines españoles y en el valle de Yosemite de Mariposa en el mismo estado he visto árboles de más de setenta metros que elevan al cielo sus copas, por Navidad he comprado a los indios figuritas de barro en San Salvador y en Puerto Colombia tuve que pagar unas monedas a los vendedores de agua al igual que me sucedió en Bou Saada, y una vez en la ciudad canadiense de Saskatchew An alquilé una pintoresca casa con embarcadero que caía sobre las aguas del lago Beauvert, y un fin de semana tuve la ocurrencia de desplazarme hasta el monte Hoot en Oregón para contemplar a mis anchas el glaciar Eliat, en Brasil le compré a un indio Perci una pelota de látex, y en San Francisco estuve hospedado por un dólar y medio la noche en el Barrio Chino, de nuevo en Canadá visité La Herradura, que es de las cataratas del Niágara la más asombrosa con sus 900 metros de ancho y sus 49 de caída, asistí a una representación de teatro español en el Teatro Nacional Tacón de La Habana, vi desde el cielo la isla de Manhattan rodeada por los ríos Hudson, Harlem y el East, pero otro edificio descubrí en Guayaquil que si no en altura si les supera por su material de construcción todo él y que no es otro que el bambú, en Chicago me sorprendió el Loop con rascacielos que en nada tienen que envidiar a los de Nueva York, en Santiago de Chile hay una avenida que parece exactamente una selva tropical, y en Santo Domingo tuve ocasión de acercarme a su catedral construida en 1514 y donde se dice que allí reposan los restos del inmortal Cristóbal Colón, en Bolivia compré una estera (que varias veces me sirvió de lecho en mis andanzas), vi una curiosa estación de ferrocarriles en Filadelfia que tenía más de nueve plantas, y en San Paulo me llevaron a un criadero de serpientes venenosas de las que se extraían sueros para futuros antídotos, en Otawa se alza el parlamento más exótico de toda América, un día de mercado aparecí en la población peruana de Huancayo y me aprovisioné de toda clase de fruta desconocida hasta entonces por mí, un indio Chuncho del Perú me contó que los años de felicidad de un matrimonio se deciden al romper contra el suelo una olla y sumar los fragmentos recogidos, en el tiempo que anduve por México D.F. el punto más céntrico de la capital era una esquina en la calle Liverpool, yo he llegado a ver la magnífica bahía de San Francisco todavía sin que la cruzara el Golden Gate, en el mismo distrito financiero de Manhattan se alza el templo de la Trinidad que es una iglesia de estilo gótico flamígero construida en el siglo XIX lo que constituye uno de los flagrante casos de falsificación histórico-artística más memorable, según tuve la ocasión de leer en un periódico mientras tomaba tranquilamente una taza de café en un bar de Washington,  supe que desde la estación de la fiable Union Pacific “parten constantemente ferrocarriles que atraviesan a cien por hora los Estados Unidos y en cuyos vagones hay cinematógrafo y salones de baile y otros lujos y comodidades”, en La Profesa de México he rezado una oración exclusivamente inventada por mí para la salvación de todas vuestras almas, una noche fui una de las tres mil quinientas personas que pernoctaron en el hotel Comodoro de Nueva York, en una estancia argentina en medio de la pampa más desoladora tomé un asado que hizo que vomitara tres días seguidos, pero ya en Buenos Aires pernocté en el Hotel Royal de Corrientes 782 esquina Esmeralda donde concurría solamente la alta sociedad y se degustaba cocina cosmopolita, en la ciudad colombiana de El Banco todas sus calles la cruzan por completo, en los Andes un indio boliviano me prestó una manta para protegerme del frío de la noche y al amanecer me enteré que era la única que poseía, la catedral más sencilla del mundo es la de San Salvador y la  más ostentosa de Norteamérica la de México D.F., he estado viviendo en compañía de indios a las orillas de un afluente del Marañón pero también he disfrutado de las mejores residencias que atrás dejaron los virreyes españoles, y ya en Oceanía he navegado por el golfo de Gorontalo, en las Filipinas aprendí cientos de palabras del tagalo y llegué a ver al diablo en la isla de Tasmania, fingí orar en los templos brahamánicos de Java y en Hawai vi al Kilauea en plena actividad, he paseado por las playas de arenas negras de Honolulú y en Nueva Guinea permanecí una semana en un palafito perteneciente a uno de sus pueblos lacustres, he comido la tapioca del archipiélago de Bismarck, me he bañado en las islas Marquesas, comido en buenos restaurantes de Melbourne y me he dejado fotografiar entre los pingüinos reales de la isla Macquarie, en Sumatra he vivido como un rey a costa de las mujeres pues a los hombres les está prohibido trabajar, en Borneo las niñas hablan el holandés como un nativo de Ámsterdam, en Singapore estuve alojado dos días en una barca con toldo, en Nueva Zelanda hice una excursión al volcán Tarawera sólo para contemplar la famosa Terraza Blanca, he visto los almiares de Nueva Caledonia y en la Polinesia una bella samoana de mirada misteriosa me seguía como un perro fiel a todas horas, en las islas Célebes he asistido a las danzas incruentas que simulan fieros combates y harto de Oceanía regresé a Europa donde luego de visitar (una vez más) La Acrópolis me dirigí a Roma y reflexioné largo rato paseando entre los ruinosos vestigios del Foro Romano, y desde allí alcancé Valencia, mi Itaca particular: a través de la ventana del gabinete donde escribo divisaba las Torres de Quart, construidas en 1444, y donde aún es posible descubrir las heridas de su piedra perpetradas en el siglo XIX por los cañones del francés que acabó vencido.

-SuwaO

Larga fue la singladura, y próspero el viaje a los confines de un mundo siempre circular que te devuelve al punto de partida.

Bisabuelo, ya he crecido lo suficiente, ahora quiero bajar de las alturas.

Deja, pues, el libro de los viajes maravillosos en la hilera donde lo encontraste. Y no imaginas, soñador, lo que siento que vuelvas a poner los pies sobre esta tierra de realidades tan prosaicas.

¿Qué vendes?

Pañuelos, pañales, trapos…

Dame uno rojo y amarillo.

Uno azul y blanco y rojo para mí.

Yo lo quiero negro y amarillo.

Yo blanco y rojo.

Yo azul y amarillo.

¡Banderas! ¡Al diablo todas ellas!

Lo mejor que podía decir de los padres Agustinos era que, libre ya de los muros de su predicación y sus vicios ocultos bajo la sotana, habían destruido en él cualquier atisbo de religiosidad para el resto de su vida. Amén, amén y no vuelvas. Demasiados ejemplos a la contra. Se convirtió en pagano. Se convirtió en un salvaje. Dejó la mente en taparrabos. La sola y única ley era sus sentidos, el único destino el placer. Y a esa temprana edad, púber aún, convirtió como si tal cosa, ladinamente, sabiendo muy bien lo que se hacía, su faz en algo tan inescrutable como las carotas de la isla de Pascua, inextricable como el rongorongo.

La Cañada Feliz: la Hohner en el bolsillo trasero del Lois, pedaleando como un bruto subido en la Orbea, contra el viento que golpea el rostro y la ilusión del sexo incipiente, pero sobre todo el libro excitante por leer más tarde bajo la profusa copa de los pinos centinelas a la entrada al chalet mientras el mundo sestea, luego los años, y la costumbre en tierra de nadie, los desiertos, la multitud enemiga, la desolación de ahora…

¿Qué lees?

La realidad.