domingo, 24 de agosto de 2025

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No existe poeta que no se mire mucho a sí mismo.

Andamos entre poetas a los que las barbas cochinas de Verlaine pondrían en fuga como alma que llevara no uno sino todos los diablos, y el pandero orondo y libre de peaje de Rimbaud les escandalizaría de tal modo que los tendría postrados entre sofocos y alifafes dos semanas: la quincena completa del cosmos, dejaría en blanco sus mentes, mudas las plumas en la mano. Qué decir del sombrero inclinado pero aún en la cabeza ahorcada de Nerval y sus pies charolados colgando. ¡Qué perfecta estampa parisina, poética, oscura e invernal para letraheridos pusilánimes!

No menos estremecedor resulta el dibujo del fiel Severn: los párpados de ángel enmudecido que ocultan los grandes ojos, la cabeza yacente, reclinada sobre la almohada.

A gatas por Roma.

En la noche romana descubres que se puede ser religioso sin creer en ningún dios, y mucho menos en cualquier iglesia. El pasado y sus muertos te salvaguardan de la superstición… y de toda superchería. Te basta un pedazo de papel y una pluma para conjurar los peligros del vacío más asfixiante, de la nada más demoledora que sucede a la mortalidad del cuerpo: eres eterno. ¿No estás en Roma? Ella te lo atestigua.

Toda esa muchedumbre pobre y sucia descendiente de guerreros y poetas, cansada de tanta leyenda corroída y de los harapos de la gloria pagana flanquean tu partida.

Moriré sin causaros demasiados problemas, fácilmente, en silencio, no os preocupéis…

El poeta, el poeta de aquel tiempo, no pierde el sentido de la realidad, pero para serlo tiene que concentrarse en sí mismo, la verdadera fábrica de sus versos: el poema es lo que importa, es lo que queda, porque tus otras concepciones han de pudrirse conjuntamente con tu carne bajo la tierra o el fuego justiciero.

Sólo el corazón, sin otra luz ni guía.

(El poema es lo importante… si a mí concierne, se dice el vate, venga del cielo o del infierno.)

Roma, devasta: Ya nada más entre tus sacros cantos se oyen bocinas, pitos y sirenas, y se ven por el cielo más antenas que alas y palmas de ángeles y santos.

Cuando me vaya de Roma, ¿quién se acordará de mí?

El poeta enfermo puede ser terrible: Bécquer, Vallejo, Juan Ramón: ¡todos ellos son Keats!

Lo quevediano total: … pues se huye la vida paso a paso… vive para ti solo, si pudieres; pues sólo para ti, si mueres, mueres.

Me cambiabas Lautréamont por Bécquer, dijiste.

Y me reafirmo.

Pues en paz quedamos, como esos dos desgraciados bardos a estas alturas de 2005, Año de la Concienciación Literaria de Hanna Schmidt Roser, 15 años (toda para tus ojos).

Empezó la lección del maestro con el veneno de una de las rimas, cualquiera de ellas bastaba, y un facsímil casi perfecto del manuscrito de El Libro de los Gorriones.

Pronto la ninfa ha de comer de mi mano, pues es paciente como el ángel de la muerte y el tiempo que devora el mundo.

Si ve por tus ojos la realidad, de ella y de los demás, sólo ha de ver el mal o, peor aún, indiferencia y desprecio propios, ese asco sonriente que distorsiona a veces –todas las veces, de hecho- la expresión de tu rostro: toda corrupción llega, pero permite, caballero español, que venga a ella, la cuasi niña, a su debido hora, espontánea, no hacen falta para ello poetas de por medio.

De nuevo Rimbaud, sólo la pincelada: Manos decantadoras de venenos (…): estas manos no han lavado pañales de los lerdos niños sin ojos.

También puedes hablarle de tu madre, tan parecida a la madre de Byron, ya puestos con estos poetas de la melancolía y la innata tristeza, mujer apasionada y belicosa, extravagante en ocasiones, lúcida a todas horas, extraña, sin escrúpulos: ni la muerte la iguala.

No, hablemos de Bécquer.

También tú, joven Hanna, lo mismo que él, se debatía a los quince años entre la pintura y la poesía.

Pasito a pasito: me has de leer el Laooconte de Lessing: yo te llevaré de la mano, soy tu Virgilio, estás soldada a mí, ¿recuerdas? Conciliaremos tales tormentas que se agitan en tu espíritu creador. Tú misma descubrirás donde se hallan los límites de estas dos nobles artes, y cual de ellos desearás traspasar sin volver la cabeza, sin arrepentimientos.

Mas no olvides desde esta primera hora que es la poesía la que te brinda el derecho a pergeñar una hermäa con suficiente sentido cabal para su comprensión global, al contrario que la pintura, que lejos de una representación más o menos fidedigna de la naturaleza, aborreciendo de ella, precipita a la aberración y al caos.

Perspicaz Horacio de las epístolas: ut pictura poesis. ¿Alguien podría dudarlo? Acaso el mal poeta que cree que poesía es andar calculando métricas, o quizá el pintor agrietado por sus visiones, toda esa imaginería asociada a la confusión y desfigura del mundo real sin creer tampoco en la sola materia de su oficio: pintura y soporte serían suficientes.

Te haré La reina de las hadas.

Te haré leer Las mil y una noches sin expurgar.

Te haré comprender que tan honorable es escribir como leer: tal vez sea la misma cosa, aunque antes haya habido un médium que andara de fatigas con la pluma en la mano dictándote en el primero de los casos, autómata escritorzuelo.

Estos poetas, Keats, Shelley, salvo Byron, violento y despótico, incestuoso imposible, preso del tedio las más de las veces, parecen morir al cabo del día, cuando el crepúsculo, flor de un día, un suspiro, un hálito tibio y pueril en el fondo: quien muera por amor hubiera muerto antes sin quejumbres, quien cante ruinas y penas del alma que se libre del alma y haga de otra piedra fuera de sí, de su corporeidad mortal y rosa, el alma.

Primero desbrozaremos Endimión. Luego, las Rimas, su falsa sencillez de sobrecito de azúcar para el café.

En todo caso, en buenas dagas se convierten el pincel y la pluma si atinas con el golpe a las primeras de cambio, no des lugar para la réplica: aséstales la puñalada con lo más desconocido, aquello que más incógnito les resulte, lo más antojadizo, que nada de lo sabido del pasado les defienda frente a tu novedad, que queden desarmados, y hasta desnudos si fuera posible, ante la majestad, por arbitraria, de tu osadía: ante lo nuevo, lo viejo ya no es viejo sino muerto y bien muerto.

(Ah, Bocetillo, en cuerpo ajeno y virgen, inocente corderillo recién venido de las brumas, buscas la venganza hamletiana, los desaires debidos, el agravio constante, padres terribles éstos en la excelencia perpetua:

Padre ¿en qué tasas mi obediencia?

En cero. Me la debes, mierdecilla.

Madre ¿dónde estás?

Silencio. Fundido en negro.)

Bécquer, el adolescente, todavía tuvo un entretenimiento más antes de salirnos poeta y censor: la música (poco le duraría el pasatiempo). Después, el diluvio; ese Madrid poblachón por el que trasiegan todos los románticos de provincias… y todo ello, todos esos padecimientos para llegar allí, donde habite el olvido.

Ya te enseñaré yo a ti.

(Callad, que por mi parte lo he olvidado todo.)

Sigue leyendo, querida, no soy ajeno a las ilusiones de las quinceañeras. (Ya procuraré alentarlas, haré hervir tu sangre antes de hora, la hora del recreo, la de la merienda, la…)

Lee poesía verdadera, la de bronce o la del mármol imperecedero (aunque rompible en brazos, cuellos, troncos, penes, muslos) la que hurga en el fango del miedo a la muerte… a la misma vida llena de magia, de misterios y asombros malsanos. Desecha aquella otra pusilánime, la del efecto coco  que es solamente cantarina, jubilosa o llorona o exultante, perfecto simulacro, ajustadita con el metro y auxiliada con el diccionario de rimas, la muy satisfecha con monedas.

Pero aún Keats te tiene las manos ocupadas. Bécquer, feble, como el que no quiere la cosa, te arrancará un suspiro volandero, tanto como sus rimas que parecen tener alas celestiales, vuelan por sí mismas una vez leídas, se elevan arrebatadas por el éter… quizás cien años después bajen a la costra terrenal, al suelo de tierra sucia y te sean devueltas al pobre corazón, donde permanecerán hasta el olvido, pero rimas tan ágiles, tan volanderas...

Keats te habla del breve verano, porque si hubiese sido eterno, eterno le habría hecho a él: no hubiera muerto nunca (no goces demasiado de aquello que florece… no es sino un lamentable presentimiento, flor de un día, instante: has de morir, la flor se deshoja de los pétalos secos…) Cien años después, o doscientos, una adolescente desgarbada y tímida deja aplastados en el interior de las Odas esos pétalos que no tardarán también en deshacerse entre los dedos.

Pavese relata un bello verano capaz de despedazar cualquier tipo de inocencia pero de enriquecer a la vez lo menesteroso de una vida plegada a la servidumbre y a la sordidez de los días iguales y precarios: invoca a la embriaguez de los sentidos, a la pura celebración continuada de los crepúsculos interminables, cálidos y perfumados, antesala de una noche saciante de emociones, una morosa degradación sin acabamientos, el cuerpo de un lujo a la descubierta… Eso era el bello verano en los cuerpos jóvenes, limpios y pobres anhelantes del vértigo: vámonos donde tu quieras, llévame donde no vale la moneda, donde la jornada gregaria no enturbia mi deseo ni inhibe mi lasitud, porque todo es posible si todo es simplemente un dejarse llevar en el aire tibio de la medianoche donde la caricia nocturna susurra en la piel, donde la carne de la noche se cierra ya y las estrellas de plata que la agrietan nos hacen creer ilusamente que el alba nunca  llegará teñida de la misma tristeza fría y gris de su color con las sombras mortecinas del día sin esperanza que ya empieza a alumbrar aún con los párpados cerrados, somnolienta la mente y el alma todavía juguete del sueño, el día horrible que le gana la partida a la penumbra, vamos donde tú quieras… y se agarra a la mano de lo más audaz y emocionante por efímero: la vida.

¿Cómo era John Keats? Bajito y algo rechoncho, aunque la enfermedad le pulió bastante, le confirió ese empaque de poeta enfermo y condenado de auténtico romántico, ese aspecto fiel, pero a la vez ambiguo, que el testimonio gráfico del lápiz y la tinta dota a las figuras y los retratos frente a la impresión menos sincera pero mucho más precisa del daguerrotipo que sólo parece retratar muertos.

¿Qué es lo que necesita saber un poeta? Poco: Belleza es verdad, y verdad es belleza. Basta con eso, certifica mientras le da vueltas con la pluma a una urna griega.

Aún es pronto para el epitafio, el nombre escrito en el agua... que la posteridad rescató. Pero, cuidado: el señor de Byron, taimado y calculador, entonces empezó a  lisonjearte después de tu muerte, que te dejaba completamente inerme, inofensivo… cuando lo que realmente sucedió es que fue esa muerte, la ausencia definitiva, lo que te engrandecería ante tus más conspicuos iguales como el mismo lord.

Precoz, antes de poeta, atisbaba los recovecos del cuerpo, el interior de la cosa humana. Forma y materia de otro mundo crean al lírico, dice años más tarde, pero él metió la nariz, aprendiz de cirujano, donde se cuecen las vísceras y circula la sangre en sus idas y venidas al corazón: descubrió el mecanismo grosero y viscoso de los humano: el malvado Maldoror y la cándida Fanny están hechos de la misma materia, la sustancia que les anima es idéntica: Ver más allá de nuestro límite, es un obstáculo a la felicidad

Quiere olvidar esas imágenes que no son del alma, sino del cuerpo corrupto: esa excursión macabra por entre los huesos, las arterias y las venas, las vísceras y los nervios, los músculos, los órganos, los sesos…

Lleva al hermano muerto a las espaldas, una mochila siniestra que le recuerda su mortalidad (pero es eterno), asiste a una agonía que ha de calcar la suya propia dentro de dos años en una Roma esplendorosa de ruinas. De atardeceres malvas y una soledad, de la que no te recupera ni la poesía exaltada de Alfieri, se configura el decorado de tu extinción.

Moriré fácilmente, dijo. Como se hace la noche.

Tumbas demasiado jóvenes…

(Los poetas aprenden sufriendo lo que enseñan cantando.)

Una vez Coleridge estrechó la mano a Keats en aquel tiempo cuando la vida florecía en él, en los mejores años, en el vigor de la juventud inmortal, todavía con la ilusión puesta más que en el hoy (al que los triunfadores fugaces, y nada poetas, se agarran sin dudar) en la promesa halagüeña del futuro, que tantas cosas buenas había de concederle sólo por haber nacido:

La muerte estaba en esa mano, diría años más tarde Coleridge.

¿Sería esa mano de cera, fría como el mármol de los sepulcros, feble como el suspiro de una doncella exangüe?

No he visto yo en retratos antiguos o modernos de rapsodas sonreír a ninguno (tal vez a dos o tres que se ríen del lector y su candor), pues no convendría al genio, imagino. El talento no es cosa para ir aireándola de modo risueño, propende a hurgar en las entrañas propias o en las del mundo, y esa industria es muy ensimismada, muy de ir abriéndose camino entre los adentros.

La gravedad, incluso la adustez, prestigian al hombre y a la mujer de letras: severo semblante al óleo, y los brazos sobre el regazo o apoyados sobre los brazos de terciopelo de los sillones de asientos estampados, los marcos de brillante dorado.

¿Serás poeta o artista plástica, Hanna? Qué dilema, la vida es demasiado corta para andar entre dos aguas. Decide (aunque en estos tiempos novedosos los poetas se ríen hasta de los peces de colores: ¡líbrenos el diablo de una vez por todas, líbrenos las nueve musas de la prosopopeya!).

¿Vistes de negro? Atavío de cuervo o de maldito (puestos a elegir, Poe). Esos hábitos están tan pasados de moda, poeta, como la pana con coderas de aquel Fiodorov que murió no por sus pecados sino por los pecados del mundo.

Sé poeta, pero sé poeta feliz, sin llantos de Magdalena. A fin de cuentas, palabras en una hoja de papel (palabras, palabras…)

¿Cómo mueren los poetas?

Dulcemente, unos (como ellos mismos gustarían de escribir); desesperados, otros; pobres, y a deshoras, todos.

El Gran Poeta Malo (¡muy necio Juan Ramón a veces, y más esta vez por afirmar la declaración, vate enfermizo, qué si no!) murió angustiado, doblado en su lecho de muerte por el dolor añadido de la patria vuelta a enlodar por una fuerza bruta y fatal que bien sabe que a falta de razón se mata mejor con sable y fusil y todo queda resuelto definitivamente, como quien dice.

(Otro 11 de setiembre y martes también tiñó de rojo el calendario del futuro cuando no era día de fastos. Nunca sabes la fecha del… carajo.)

El Gran Poeta Malo que era Pablo Neruda (pero que no era malo y sí harto hacedor de muchas páginas volanderas como la tierra) una semana más tarde agonizaba en su lecho de muerte con un ojo abierto a la maldad del mundo que él jamás quiso celebrar en su poesía siempre alborozada y alegre: miraba moribundo a la turba de desalmados arruinar por completo su vivienda al mar, destrozar los libros y los cuadros, saquear sus armarios, prender fuego a sus muebles y objetos, arrasar su escritorio, derribar las paredes para que nunca más le cobijaran y profanar su retrato, como si eso pudiera menoscabar su memoria.

Aquí dejo esta historia, yo no la terminé, sino la muerte.

Fue poeta de los que nunca se quejaron (y fue hombre ruinoso e  imperfecto, violador de doncellas: lo genial asoma con alegría).

Mientras tanto (mientras tanto el lapso de hace ciento cincuenta años), Keats observa la luna por encima de Santa Inés y bebe clarete, ese vinillo que llena la boca de copiosa frescura y no se pelea con el hígado.

Una copa colmada de cálido Sur

Sueña con Roma a todas horas. Allí no moriré jamás, se dice. En cierto modo, tenía razón. ¿Acaso ha muerto?

El creyó que sí antes de cruzar el mar: notó la boca encharcada de sangre. Cogió una lámpara, escupió en la palma de la mano y la miró a la luz: Conozco este color. Es sangre de las arterias. No me engaño. Voy a morir.

A gatas por Roma.

(Todos con una pluma en la mano, los poetas, y los más tontos con la Nikon a cuestas o extendiendo en el aire los teléfonos móviles mientras dejan de mirar en torno a sí, de respirar y hasta de vivir, ellos a salvo de todo menos de la muerte.)

Trastabilla por los antiguos empedrados, se da de porrazos en las esquinas, se tambalea en los portales, pero va con Hiperión debajo del brazo.

No sabe si es un hijo del sol o de la luna, como el hijo del titán. Lo que más temía era el frío, porque siempre pensó que sería su asesino, y ahora, por fin llega la primavera. ¡Qué poco puede hacer con ella!

Le has pagado al sastre.

Has repartido tus libros entre tus amigos.

Se acabaron los paseos por Roma (a gatas). Al final, termina en la cama, empapado con el sudor de la muerte.

Son muchos los que se alejan de él como de un apestado. Menos ella, su inesperada amante que, sierpe enamorada, ya fluye dentro de él en compañía de la sangre negra y espesa.

Después de su muerte quemaron todo lo que le había rodeado, como hicieron con todo lo del otro.

Poetas: o la gloria o la nada.

Moriré sin causaros demasiados problemas, fácilmente, en silencio, no os preocupéis… (como ya dijimos líneas más arriba).

Los poetas de trágico final deberían hacer caso de las intuiciones juveniles: Wilde pensó (pero lo pensaba cuando estaba en esa edad que a su parecer sólo se pueden tener dos dioses, el dinero y la ambición) que lo más sensato que podría hacer era escapar al Japón para pasar mi juventud sentado tranquilamente al pie de un almendro en flor, bebiendo té ambarino en una taza azul y contemplando el sosiego de un paisaje sin perspectiva. No lo hizo y allá en Reading, el penado C 3-3, bien que lo lamentó mientras escribía su balada no sabemos si con los ojos anegados en lágrimas, pero acaso con la absoluta certeza de que todos los hombres matan lo que aman con la palabra, con el beso o con la espada.

Hanna, tendremos un tiempo para el señor Wilde, luego del espanto de los otros (blasfemos, amputados, drogadictos, borrachos, suicidas, sifilíticos y escupidores de sangre), y soñarás con techos azules y estrellas de oro, en el sueño de terciopelo, pues tienes quince años, Italia en todo su esplendor.

Escapar al Japón… con una sombrerera, un baúl, un neceser, un portamanta, un secretario, un mayordomo y con las obras completas de Balzac y Gautier encuadernadas en piel teñida de oro y rojo. Así se las traía el viajero Wilde, bien repletas las faltriqueras de billetes y monedas, incipiente y ufano Dorian ya de esas maneras, pavoneándose ante el personal, bonito periplo.

La semana pasada murió Bécquer (es un título tomado de una carta inédita de un pordiosero moral que anunciaba en una línea la muerte del poeta), Hanna. El poeta murió, y dicen, bastardos maldicentes, que corregidos por manos espurias sus versos.

¿También es este Bécquer rapsoda de desdichas?

Romántico, morenillo, peludo como un oso, sucio, a todas horas mugriento. (¿Quién lo dice? El falso amigo que le sobrevive, desleal y cobarde, podrido por la envidia, alimaña de lucida levita y con sueldo seguro de funcionario) Va y viene el poeta con los zapatos prestados entre miserias, poesías y desplantes por la siempre sobresaltada Villa y Corte, poblachón y encrucijada de todos los caminos repleto de novelas por entregas y modistillas de 12 horas de jornada laboral, por fuerza soñadoras a causa de tanto folletín leído y el aburrimiento brutal de la aguja soldada a la mano, ¿qué podían esperar sino la mentira, el beso soñado?

Fue este poeta de las Rimas enamoradizo, voluble, caprichoso (tres tipos diferentes de letra manuscrita usaba su pluma sin decidirse por ninguna de las tres, dos clases de tinta, agalla y alizarina, poblaban el Libro de los gorriones) y bastante osado frente a la pobreza: tomaba dinero de unos y convidaba a otros.

Tendría amigos poderosos, quizá.

Pocos y nada poderosos: a la muerte de su hermano, el pintor Valeriano, y la suya propia unos meses después, estos amigos sólo pudieron reunir 3.000 reales para los huérfanos de ambos, muertos pobrísimos, de fosa común...

(En vida de poeta hurga y tergiversa cualquier plumilla.)

O no tan pobres, como aseguran en oficios escritos testigos menos perversos que rechazan las invenciones de los folletines decimonónicos: comenzaba la leyenda, la novela, la falsedad.

Mero amanuense, de una cosa al menos no soy culpable: no he procreado monstruos o, peor aún, ángeles, santidades, sublimes o majaderos engallados, naderías con apariencias de humanos.

Nada es más triste que lo que no se cumple, dice otro atildado poeta de cien años después, versificador sutil, sin estridencias, también de buena prosa, homosexual, valenciano elegante.

¿Qué no serán todos los poetas de todos los tiempos el único poeta todo el tiempo?

Murió después de un viaje en la imperial de un ómnibus que atravesaba una nube glacial, unas nieblas navideñas muy malsanas y traidoras, en las postrimerías ya de ese mes y ese año brumoso y maldito.

Murió el poeta casi a hurtadillas, anónimo, a la sordina, pues hubo asesinato de político esos días que empalideció cualquier otra noticia u obituario de tercera, cual corresponde al del vate.

¿Poeta? Al osario (y que Dios reparta suerte en el más allá), ya rebuscarán tus huesos si el futuro recuerda tus versos.

Nunca le vi reír; sonreír, a todas horas. Tampoco nunca le vi llorar; de serio muchas las veces, escribió el cronista, y retrató al humano.

Algunas veces, amigo mío, conviene a tu literatura ser incomprensible a los ojos de los demás que se buscan siempre a sí mismos a expensas del versificador.

Salvo poetastros exhibicionistas en busca del halago fácil que sostengan lo contrario, desde hace mil años el poeta escribe para sí: crear una obra de arte es un placer puramente personal, aseguraba el penado C 3-3, el artista trabaja absorto en su obra y en nada más, ninguna otra cosa le interesa, y en lo que pueda decir la gente ni se le ocurre pensar, está fascinado por lo que tiene entre manos y es completamente indiferente a la opinión que su obra pueda inducir a los otros, esa oscura muchedumbre. 

Wilde (de nuevo): El crítico tiene que educar al lector; el artista tiene que educar al crítico.

Cerraron sus ojos, que aún tenía abiertos.

Convengamos, antes de cerrar la puerta, que el artista y el bardo, si son sinceros, siempre tienen razón artísticamente. Pero…

Hartos de soñar, apartemos de la mente a estos rapsodas como se espanta a manotazos las moscas machadianas, barojianas.

Hartos de embriagarnos con sus palabras susurrantes, que el placer más terrenal nos someta a su antojo.

Hartos nos vamos de plañideros y genios humanos, del sutil veneno de la poesía…

Alejémonos de los cristales fríos de la madrugada de los poetas.

Salgamos, al fin, de la espesura.

¡Al jardín donde las delicias son las dueñas del orbe!

Te cogí a la hora de la merienda. La nínfula, con la falda corta blanca y plisada y la blusa azul celeste, abre la boca rosa… ¿se alimenta de ambrosía? Las manos limpias y delgadas sostienen el pan blando candeal y dos onzas de chocolate relleno de fresa.

Se inclina sobre el gran libro abierto lleno de ventanas al mundo antiguo, el de antes del pecado, el oro medieval, los azures imborrables de una heráldica desafiante a la cólera del dios y devota de la complicidad del diablo.

Aspiro el perfume delicado de su perfil, tan cerca de mi rostro, noto la tibieza de su aliento anegado de chocolate y fresa en mis mejillas.

Disimulo por el rabillo del ojo la mirada réproba hacia los pequeños y puntiagudos senos bajo la liviana blusa, libres del sujetador.

¿Qué Virgilio te conduce ahora a ti a las puertas del infierno…?

¿De infierno? Pero si hablábamos de delicias…

Estás a un paso no del peligro, sino del abismo.

Mira, Hanna, los placeres…

He aquí las regalías de los buenos y complacientes vivos…

Quememos las flores, demos la espalda a las puestas de sol. La sabiduría del cuerpo es su fiebre, el ardor. El alba no es sino una bonita palabreja que no nombra las sombras ruines que desgajan la benéfica noche donde todo se oculta, lo violento y lo sosegado, la pasión y la mesura, la perversión, todas las malas trazas.

¿Cómo dijo de aquella educación?

Waldorf: la paleta del pintor, todos los colores, sin chamuscar todavía por el fuego limpiador del aguarrás. ¡Bonita mezcolanza! Ningún cuadro lo supera, pringues de óleo como pétalos de mil flores, qué ramo prodigioso... pues es artificial, creado por el pincel improvisado, lo azaroso, y no despide lo mefítico de su naturaleza, una obra de arte que nadie pretendió: se creó sola, virgiliana, en el lienzo imborrable de la paleta.

Lo esencial requiere el revoltijo previo: luego de la reducción, lo conciso, lo oriental concreto: el haiku, por ejemplo, o la sola palabra plástica que todo lo exprese sin que por ello no se halle encadenada a las otras inoperantes frases, adiciones como los retales que se anudan a la cola del cachirulo pascual: son ellas, las menos significantes, las que la iluminan en la palabrería y su retahíla.

Investido de médium, el diablo reparte las cartas (marcadas).

Domina a los vivos porque puede hablar con los muertos (seguramente en arameo, la lengua de aquel llamado Jesús de Nazaret al que crucificaron; el diablo, para confundirnos, dialoga en latín con los humanos: excelente ocupación… ¡agustina!

Cuánta vida, aunque muda e inerte y falta de animación, haces brotar del libro antiguo o moderno al abrir sus páginas amables o escabrosas.

Ese Gran Libro mezcla personajes realistas (o reales) con otros pintorescos y aun imaginarios: una acción burlona que desafía todo entendimiento a despecho de los resortes que animan su relato: locura, degradación, guerra, venganza, crueldad, asesinato, rapiña, lujuria, engaño… Tu nombre es (por tanto) humano. Sacude el polvo de los siglos: hace quinientos años, y ya te conocíamos bien, perillán, por mucho encubrimiento del que te  valgas bajo la capa de presunta moralidad y la reciente devotio moderna: muestras la depravación de aquello que hay que evitar… y nos refocilamos en la visión que lo representa; detallas un gran pecado, y su imagen nos invita a retozar con la primera hembra o primer varón a mano; señalas la prohibición, y en ella nos deleitamos: nos descubres los sentidos en toda su plenitud, nos haces carne en toda su amplitud, de los pies a la cabeza, nos conviertes en peleles de la tentación, carnales marionetas libres de culpa pues otros manejan los hilos, yo no he sido, pío, pío.

El crimen se ha propagado en forma de lepra humana capaz de corroer hasta la misma corteza de la tierra.

Y el mal cundió, y creció.

¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? Al crimen siempre sucede la mentira. O la inversa: cosa de políticos mefíticos.

¿No eres tú el ojo que todo lo ve? Tú sabrás.

Lo que veo, Hanna, es el Fruto Gigante y Extraño y no la simple manzana del árbol del bien y del mal.

Vamos tú y yo de excursión por este paisaje que desdeña la cordura y el miramiento. Ah, no preguntes ¿Qué es eso? Vamos a hacer nuestra visita… particular.

Siéntate a mi lado (mi lepra no se ve, juego con ventaja).

Nosotros no hablaremos de Miguel Ángel.

Ningún humo amarillo empañará las imágenes.

Muéstrame la bandeja de tus preguntas. Las contestaré todas por muy intrincadas que sean sin faltar a ninguna de ellas.

Qué Jardín de las Delicias donde asesinar, crear. Quizá sea la misma cosa. Con una mirada incitas a la voluptuosidad. Con una palabra matas la inocencia. Un poema es capaz de alborotar una conciencia; una novela de confundir el mundo.

¿Me atrevo?

No soy tan viejo. Me atrevo a molestar al universo, burlarme al menos de él: me la has entregado aún sin mácula, curiosilla ella, con toda la vida por delante (como suele decirse estúpidamente, olvidándose de la muerte agazapada tras alguna esquina de los años, presta al salto… año quien sabe si primero o segundo), bella y seguro que retozona, pero algo insensible a estas horas de la mañana luminosa cuando anda tan próxima de la lujuria del lobo, ella, tan cerca de mis garras, de la dentellada ardiente, como si nada le turbase, sin temor a este raptor de jovenzuelas culturalmente intrépidas, sabias sin saberlo quizás.

Vámonos de excursión. Más tarde has de ser tú Beatriz, ya muy enterada y sabuda, me vendaré los ojos y me llevarás de la mano por el laberinto infantil de tus antojos: a tientas, caminando despacio, con los brazos extendidos palpando la oscuridad, guiado por tus risitas y el roce de tus pies desnudos sobre la tarima del suelo, serás mi mejor presa… Pero no receles, no te encerraré en una urna de cristal como inútil objeto de contemplación, y aunque no he de someterte (ni tú a mi) a barrabasadas, nos divertiremos tú y yo. Vámonos, tú y yo…

Coge el cesto de las viandas del viaje: la botella del té, las pastas, la mermelada, los helados, no temas el paso del tiempo: hijos de dos, nos hemos multiplicado hasta el hartazgo, cuatro, dieciséis, treinta y dos…: qué fiesta, qué población de desnudos, qué lejos de los poetas, de su maldición, de su tortura inútil o de su melancolía cobarde queda todo este planeta de extravagancias sin fin, de seres felices y altivos, de animales conocidos y otros por conocer que no han de dudar nunca si comer o no un melocotón.

Por supuesto, hay que morder la manzana, escupir el trozo que simulamos comer y devolverlo a la tierra: engañamos a los dioses vestidos, que todo lo deseaban para ellos: no les bastaba con crearnos desnudos, nos querían inocuos como las plantas de adorno.

Pero sabremos valernos de nuestra desnudez: vamos tú y yo…

Envejecemos por ser felices; la tristeza es un veneno del que hay que abstenerse: mataría tu juventud, y todo lo demás de los años siguientes sólo sería un epílogo lamentable. Envejecemos porque hemos vivido a lo bestia uno sobre otro.

Bichos somos, brotamos de una charca oscura en compañía de otros seres y animales estrafalarios que pudieron haber sido (lo son, puesto que merodean a nuestro alrededor, aunque no de humana inteligencia) y bebemos el agua de la eterna juventud que surte la fuente rosada y majestuosa erguida en la laguna negra.

Hemos aprendido de los cuerpos, y en ellos nos reconocemos: el cuerpo es nuestro entretenimiento, libre, invencible en el lugar donde existen los pecados pero no el arrepentimiento, cuerpo que es artefacto completo al que le sobran cualquier poesía de añadidura o mecanismo retórico que atenúe su animalidad.

¿A quién distingues en ese cuadro de genial batiburrillo lujuriante?

Mírame bien, calla: yo soy todos ellos, incluso soy la mujer negra poderosa y solemne que mira un horizonte invisible y lejano, soy el que le mete la flor en el culo a otro y soy ese otro que se deja meter la flor en el culo, soy el hombre pájaro, soy el hombre calabaza, soy el que masturba a su pareja sentados ambos en el interior de la esfera transparente (para qué ocultarnos), soy el que olisquea el sexo del que se sienta a mi lado, soy el que se muere de éxtasis con el sexo cogido entre las manos, soy el que copula sin timideces en el lago donde flotan frutas gigantes, soy el que escondido debajo de la concha del mejillón permite que otro (u otra), no sabemos, le sorba del sexo hasta la última gota de esperma, soy el que danza frente a la mirada seria del búho, el que da de comer a su cuervo, soy el que se libra del infierno y huye a alguno de los cuatro ríos del Paraíso a lomos de gatos y caballos, camellos, cabras, panteras, unicornios, grifos, ciervos… ¿He de terminar torturado por la zanfonía, la cornamusa y la cítara en Infierno tan divertido y musical? Vengan a mí, pues, infiernos de esa calidad, que más pervertidos y sofisticados que yo pude ser en mi vida carnal se me antojan y me relamo de gusto al anticipar las bacanales y vicios presentidos (y hasta anunciados): me valen para mi entretenimiento y sabré sacar provecho de tales llamas para mi placer.

Qué imaginación la del creador, el de las pinturas, no el otro, el del universo, que poco nos concierne en este caso por ser tan ajeno a las fiestas y asuntos mundanales. Fantasías delirantes tan reconocibles y gráficas en esas tablas neerlandesas que dejan de ser lo que son para ser lo que no vemos. Nos hallamos ante un mago que nos induce a ver lo que pinta para ocultar lo que cuenta. Aquí no vale lo que es, es lo que ves. ¿Tú ves, Hanna, junto al carro de heno a ese embozado que le traspasa con el cuchillo lentamente el cuello al caído bajo su cuerpo? Más que asesinato, parece orgasmo: bien sujeto entre las piernas lo tiene contra el suelo mientras hunde el acero en la carne, la penetra el cuchillo con parsimonia de criminal lascivo y modales de artesano, regodeándose en esa muerte, en ese goce prohibido que resulta del mal que haces a conciencia, sin remisiones.

Cualquier obra de este alquimista es un caudal de emociones, un festín de sentidos liberados de cualquier traba: la gesta de un habitante venido de no se sabe dónde a una tierra que bien pudiera decirse que nace in vitro pues envuelta se halla por la tenue película que la encubre, excrecencia resultante de los cuidados y afanes de un alquimista: a ese homúnculo  que puebla un mundo mineral y vegetal inventado en la retorta lo apuntalan en el aire la codicia y la lujuria, lo verdaderamente humano en una atmósfera que bien pudiera ser el espacio sólo de los sueños y la imaginación aún sin su poblador, un desierto cromático y fantástico donde los viajeros todavía no hubieran arribado desde los lugares en que se consumen sus existencias anodinas bajo el dictado del tedio o la afasia de la mente.

El gótico más real es aquel que mejor instruye lejos de la moral y sus señuelos, por más que invoque una extraña piedad, y que posiblemente, en el fondo, no es sino la piedad vuelta hacia el vicio necesario que nos justifica como vivientes en este jardín tan delicioso como transitorio. No es la inocencia lo que tapa la desnudez de la tierra, es el pecado, que muy poco tiene que ver con el mal. El diablo, que andaba zascandileando por el medievo, surge de las sombras, dobla la esquinas, asoma la patita, vuelve de tapadillo: peca, peca todavía más, peca.

Más lejos que la palabra, llega la espada. ¿Qué pueden hacer el éxtasis y el desmayo del enamorado cobarde o del sexo del poeta melindroso, apocado, sonetista (o no sonetista), ante la acción mefistofélica, ni siquiera diabólica, sólo complaciente con las peores tentaciones?

Quedar con la boca abierta y la pluma enmohecida en la mano.

Diabólico… ¡de diablura!, y sin embargo mil veces más vivo que el vate de tez pálida y mirada mortecina, con la picha floja.

Pero el diablo no abre rendijas del viscoso interior de cada uno de los mortales, se contenta con mostrar las heridas ya salidas a la superficie, aquellas que nunca dejan de supurar.

¿Para qué contemplar el mal si tú mismo puedes practicarlo en este valle de lágrimas hipócritas y aspavientos de vieja beata y temerosa con las faltriqueras bien llenas y bien escondidas?

El pecado, incluso el venial, es la incoherencia y el desorden; ahí se esconde uno perfectamente. Lo claro y conciso del bien nos revelan, nos explican, al igual que hace la luz del sol, como ya descubriera aquel pesimista tan escondido en su buhardilla mientras abajo, mucho más abajo, bullía la vida en las aceras. El pecado, que busca la oscuridad, nos libera.

Sólo uno de un millón es realmente malvado: el bicho humano, demasiado humano, al final de la cadena: mojigato, poeta sensiblero (aunque excelso), poeta maldito, pecador y, por último, malvado con la cuchilla entre los dientes y la verga a punto.

El mal es la cara del diablo, la máscara del terror hecho carne, no su pensamiento, evanescente y que únicamente fue útil e incluso complaciente durante el acto de la imaginación. El diablo es inspirador, cuando actúa es risible como un dios, ambos pésimos actores con papeles intercambiables a su conveniencia: ninguno de ellos tiene nada que ver con el mal ni el bien, que son potencias de lo humano.

Ni siquiera el poeta maldito es capaz de imaginar a través de las palabras  de lo que es capaz un ser que sólo es…  un maldito (que no poeta) al que nada importan las apariencias ni una muerte cualquiera, ajena o la suya propia: su ventana de ocurrencias sin papel y pluma a mano le queda estrecha, un simple agujero ofuscado por la estrechez de la mirilla: a ver si atinas a dar el golpe certero, el que deja sin sentido de verdad.

No seamos malos, Hanna. Seamos sólo pecadores… Que nos baste con ello. Que sólo el placer esté en venta, pecadores.

¿Acaso no lo fueron Séneca, nuestro bien conocido marqués de Sade (hombre sólo libresco), santa Teresa de Jesús, los santos, los mártires, los agustinos? Si somos pecadores seremos como todo el mundo, incluso como san Pablo, san Pedro, san Mateo, san Agustín, santa Águeda, san Policarpo, como la Magdalena, como… (ponga aquí su nombre y domicilio y recibirá un bonito y práctico regalo a vuelta de correo, cortesía de detergentes Tú-tú).

Los malos no se mueren nunca.

Los buenos como Unamuno, que agonizaba sin él saberlo como su cristianismo algo rancio, anunció su deseo de vivir noventa y nueve años (cien sería un desafío al mismísimo Dios, el suyo): no me intoxico con alcohol ni con cigarro, duermo bien, paseo todos los días una o dos horas, me acuesto antes que el sol, ¿por qué no he de vivir hasta los noventa y nueve años?

Pues porque ya lo sentenció el padre del poeta que bien joven había de morir en la pelea:

Y consiento en mi morir

con voluntad placentera,

clara y pura,

que querer hombre vivir

 cuando Dios quiere que muera

es locura.

Unamuno murió sentado en su sillón el último día de diciembre de 1936, junto a la trébede del brasero quemante por huir del frío. Preso en su propia casa con falangista ataviado de herrajes a la puerta, tenía setenta y dos años y se murió sin que los que estaban a su lado se apercibieran de ello. Dormita el profesor, pensarían, sin adivinar nada ante su mudez. Sólo cuando empezaron a quemarse sus zapatillas de orillo y a extenderse por el salón el olor a chamuscado lo descubrieron muerto.

Murió como debe morir uno que piensa mucho: en silencio, recogido en sí mismo.

Malo, malo, Hanna, mi pequeña discípula cada día más versada, el verdadero Gilles de Rais, y no el que se jugaba la vida espada en mano combatiendo a los ingleses junto a santa Juana de Arco: malo auténtico, de los que se hacen a sí mismos sin excusas ni contemplaciones. La guerra y las víctimas despedazadas que dejaba su espada tras él fue su ocupación; el asesinato calculado, el pasatiempo al que se entregaba protegido por los gruesos muros de su castillo, hombre invisible y perfectamente cruel.

Gilles de Rais es el embozado de El carro de heno.

Con qué placer busca su cuchillo la muerte en el cuello del caído apresado entre sus piernas, bajo el peso de sus genitales.

El sombrero cruel y grotesco nos oculta la mueca de su éxtasis.

¿Por qué herida de la carne escapa al mundo el inmundo animal sanguinario que Gilles de Rais albergaba entre sus vísceras sin que ahora, envainadas las espadas y doblegados los estandartes, acabada la contienda en el campo de batalla, pudiese avalar e incluso justificar tanta muerte a escondidas?

Por esa herida se derramaba hasta la extenuación.

En los tremendos avatares de la guerra (a golpes de sílex, espadón medieval o pica española, mediante armas automáticas, bombas inteligentes o estallidos nucleares) donde se juega la vida no existe la predeterminación ni el cálculo, impera el azar funesto, y es el vértigo, la furia y el temor los que precipitan la acción y el arrojo de los combatientes. En la retaguardia de la paz quien mata a cubierto de cualquier desgracia es la bestia, y mide con perversidad sus actos: ahora sabe, cobijado por el escudo del anonimato, que mata sólo por experimentar en las entrañas lo atroz de matar... ¡tanto le estimula para su vivir!

El monstruo está ahíto de la vida, el tedio de la existencia, de lo existente, lo torna apático, se sume en una astenia suicida, de modo que busca revivir y tonificarse en la tortura y la sangre derramada de los otros, cuanto más indefensos mejores víctimas son para disipar su aburrimiento. Se crea con cada muerte. Nace de la sangre. Ni siquiera se tiene por pecador. Es sólo una bestia que revienta niños y luego se arrepiente en los telediarios.

¿Somos bestias, Hanna?

Sabemos donde están los límites (los guiños rojos y verdes del dios y el diablo bien nos lo hacen saber): nos arrullamos bajo la manta del pecado… sin dolor, somos dioses o diablos menores sin ganas de destrucción, sin la vergüenza adolescente, sin el arrepentimiento vergonzante del adulto, sin culpa, sin cataclismos en el alma (¿el alma?).

El maldito-cerdo-poeta enmascarado y profesor falso de Boceto (¡El disfraz de este carnaval, ideal para niños y niñas en este año de 2005!) ya se escondía tras el plural: SOMOS.

Cada uno hace sus conquistas… como puede aun sin ser el señor  de Rais (que no las necesitaba, iba directo con la verga cortante al cuello o a cualquiera otra parte que fuera del cuerpo de su deseo: eyacular dentro o fuera de su víctima nada importa para el clímax más potente: penetra y mata el cuchillo, ese hondo y breve recorrido es el que hace hervir tu sangre.)

Entre el mal y el pecado, elegimos el pecado: vámonos tú y yo…

¿Somos plantas como Unamuno? No, no nos basta con vivir noventa y nueve años. Incluso a él le bastaron setenta y dos para crear media docena de hijos y escribir cincuenta mil cuartillas y treinta mil cartas a buena marcha (y sin dejar de alzar desde el escritorio figuritas de papel, eminente papiroflexiasta él). Hay que sentir nuestro destino, dice este hombre que quiere creer en Dios a pesar de la razón porque desea tener un dios con quien hablar. No va a ser todo soliloquios de dos horas paseando por esas calles con las manos entrelazadas a la espalda y la vista baja.

¿Unamuno?

Se trata del bien y del mal: de subrayar en tinta roja esa sutilísima barrera que los divide.

¿Unamuno? Tal adivinó La Rochefoucauld: los viejos gustan de dar buenos consejos ya que, por vencimiento de la edad, no pueden dar malos ejemplos.

En todo caso, sería una planta con espíritu medieval quien vive en castidad y con mesura.

Epicúreo o no, sigue tu instinto. No vaciles ante ninguna puerta entornada.

64.

La verdad no hace tanto bien en el mundo como el mal que hacen sus apariencias.

Hay quienes quieren creer en el Diablo porque necesitan andar al costado de compinches que les hagan caer en la tentación: Mire, usted, las malas compañías. Yo nací inocente, virgiliano, pero he aquí  que las humanas contaminaciones y su enrevesada maquinaria tan indescifrable me llevaron a la perdición…

No soy malvado, sólo pecador, y de la vida todo me ha gustado pues de todo lo de ella he ansiado disfrutar. He estado lejos de la maldad humana y de sus repugnantes y toscas recompensas, habito en otro planeta menos grosero y más sofisticado, bien a gusto y a mis anchas con mis pecaminosas ocurrencias, al lado de mi magníficamente surtida biblioteca, con mis queridos libros al alcance de la mano, bajo la luz densa y cálida de la lámpara de mesa y… un gato blanco y negro (ah, siempre lo disyuntivo) ronroneador y cebado dormitando en mi regazo mientras recorro lentamente con los ojos las páginas tan esclarecedoras de mis lecturas escogidas. He vivido noventa y nueve años y soy culpable de zanganear por este mundo portando en la mano pluma de ganso, pluma de acero y hasta estilográfica de oro que mejoraba no sabe usted cuánto el estilo. (Antaño, utilizaba el estilo, el estilete, para arrancar los ojos a las doncellas mal avisadas, olvidadizas del buen consejo y la virtud. ¡Así de atrevido es tu estilo!)

¡Locas! Se dejaban cegar por mis engaños y floripondios estilísticos, y de ese modo podía gozar de ellas hasta la extenuación, sin que su admiración por mí decayese: doble pecado pues... el de ellas.

Y luego, saciada la pasión, las dejaba tiradas en el arroyo, escribiría mi buen folletinista, indiferente a los resabios de su péndola, sin poder reprimir un bostezo felino.

Hay otra cosa que también llaman hombre, escribe el vasco de Salamanca.

En el fondo, todo consiste en que después de vivir uno muere, pero son muchos los que se resisten a morir del todo, y aunque antigualla sea decirlo, se aferran a sus tranquilas pasiones y distracciones inocuas como otros a sus crímenes:

Bah, el castigo ha de ser el mismo…

Y el hombre, esta cosa, ¿es una cosa?

Filosofáis rarezas.

¿Qué si no he de hacer si me valgo de palabras?

Soy poeta y el mismo al que intercalo en estas líneas lo dejó bien escrito, con nervio, como era él, sin tachadura:

Poeta y filósofo no son sino la misma cosa, escarban en unas honduras donde sólo se hallan palabras.

Complejo y relativo el asunto del mundo, Hanna, querida mujercita: estamos muy lejos de conocer todos nuestros deseos (máxima que nos labró en la conciencia el mentado más arriba), quién sabe de qué materia oscura nos originamos.

Vayamos al bestia que nada de trágico tenía y su única angustia era el hartazgo, el sinsabor ya de todo, el asco por lo humano y  lo óseo y carnoso y sangriento de su artilugio, el propio y el ajeno, pronto demasiado sabido aun sin descubrir su materia real y el enredo de su conformación humana tan excepcional, centauro sangriento y cansino de placeres mil veces reiterados.

Tú, Hanna eres mi pecado… venial o mortal, pero sólo pecado tan distanciado del asco, de lo perverso, de lo trágico de las almas acobardadas por religiones mercenarias (pon la moneda en la palma de su mano de asceta falso y callará): no vayamos a hacer novela de material tan real, tan apegado a nuestras propiedades y servidumbres físicas que ni siquiera sería menester su crónica, demasiado análoga a la que la mayoría de la gente recorre en su avatar.

Describamos a la mala bestia de la mano de monsieur Bataille, que tan bien describe el verdadero mal, su esencia corrosiva que asimismo ha de justificar mi caída en lo venial, en las monedillas de la noche loca, una copita en la casa del mundo de Charlie, jamás quise herir de muerte a doncella, bien lo sabéis Dioses del Universo Todo, a mis ojos y mis manos fue entretenimiento de porcelana, nada de su delicada constitución dañé.

¿Cómo son las muñecas de porcelana por dentro?

¿No se ha dicho que es el hombre enfermo el que mejor razona? La enfermedad te vuelve racional. El estado febril produce toda la caterva de los monstruos humanos: los falsificadores, los codiciosos, los embaucadores de las almas desprevenidas.

¿Enfermedad? ¿Por qué a otros no ha de volverlos todavía más lúcidos y terribles? Protervos hasta la exasperación.

Nosotros, los hombres huecos…

¿Quejido? No, no…

El mundo acabará con una terrible blasfemia (después de un ultimátum).

Nosotros no buscamos significados.

Sin embargo, la blasfemia determina.

Le pica algo (¿en el alma, en el cerebro, en el sexo, en los ojos?) y el tipo agarra con fuerza El Gran Libro de la Vida y empieza a meter las narizotas entre sus páginas. ¿Qué es lo querías saber? ¿Cuál es el libro de Platón donde se habla de la eternidad? ¿La distancia de la Tierra a la Luna? ¿En qué año nació Safo? ¿En qué coordenadas precisas se halla el desierto del Gobi? ¿Cuántas veces copula la anguila? ¿Cuántos fueron los amante de María Magdalena? Ay, qué manera de trotar, y hasta de brincar, de lado a lado, zarandeado por el efecto Zeigarnic: cierro las páginas, restriego mis ojos, y abandono ese librote en su anaquel sabiendo unas cosas impensables que salieron al paso, e incluso inútiles transcurridos unos días, mientras dejo irresuelta la respuesta que buscaba.

¿Adónde de lejos puede llevarte tu curiosidad, engendro del mal?

Hasta más allá del límite del dolor y el sufrimientos ajenos: soy ejecutor, pero también espectador de la función: el más difícil todavía es la máxima: llego hasta donde alcanza mi mano que empuña la daga. Es la única manera de ponerse de veras a la altura de los dioses imaginables con sus pintorescas mitologías y coloristas epopeyas.

Deja, Hanna, que tu Maestro En Malas Artes te ayude a conocer el mal, su auténtica entraña (y entreguémonos después al pecado más puros, más limpios, más capaces, fuera del tiempo, o en todo el tiempo, eternos aunque moribles).

El mal, paradójicamente, no produce nada, no crea nada; simplemente, destruye, a diferencia del pecado, que puede ser genial. El mal, y he ahí su paradoja, es tan estéril para el mundo como el piadoso monje que se entrega a la oración escondido entre las frías y desnudas paredes de su celda monacal.

Gilles de Rais hunde el puñal de hoja ancha en el frágil pecho de la niña púber: a través del boquete contemplo la fiesta desatada de los sentidos, la orgía de la muerte lenta y crudelísima.

La fortuna y el humor gobiernan el mundo, dijo el príncipe de Marsillac. ¡Qué chasco!

Vertieron en la copa de alabastro del señor de Machecoul la sangre aún tibia:  la bebió de un trago (y elevaba la vista al cielo).

A tu salud.

La verdadera salud del mundo se ve a través de ese agujero sangrante en el cuerpo todavía convulso de la virgen e indefensa doncella sacrificada sólo para la obtención del placer sin que ninguna otra invocación supersticiosa o de conmemoración  paliase crimen tan execrable.

Aún sabiendo de qué materia fecal y pudrible están hechos todos los hombres, de ese hombre especialmente no sé nada siendo mi más perfecto semejante: brazos, piernas, boca y ojos, estómago, corazón (y el cuchillo entre los dientes).

Conócete a ti mismo, se ha dicho hasta el hartazgo desde que el culto a Apolo ennobleciera el islote de Delfos rodeado por el mar azul de Ulises.

Boceto, cuando niño, lo suficientemente niño, dieciséis años, escribió una vez con tinta roja en el cuaderno rayado de uno de sus múltiples diarios que en el momento de alumbrar un hijo todas la madres deberían morir: conócete a ti mismo. El andaba de aprendiz de la noche, falso huérfano, resentido benjamín, criatura desechable para su mamá, puesto que lo olvidó, y adiós, hasta nunca, ahí te quedas, pequeñín: pues  muere tú, zorra.

Ya cuarentón, Charlie era el lugar de Citerón donde honraban las personas decentes a Dionisos: escancia, cobarde, y las brumas y el olvido no tardaban en sosegar el runrún de los sesos: nadie tiene madre, tiene origen.

A fin de cuentas, había descubierto el señor Wilde en Reading mientras daba sus cien vueltas matinales en el patio carcelero, los dioses castigan tanto por hacer el bien como por hacer el mal, lo cual es estremecedor y digno de análisis.

Nos juzgan por lo que hacemos, no por lo que somos. (Dicho por el mismo, no deja de ser bastante equívoco: uno siempre termina haciendo lo que es, incluso los farsantes.)

Tales exuberancias, en el universo y en el hombre, ¿para qué? Lo sofisticado convive con lo tosco; lo casto (respuesta acerca de la sexualidad de la anguila registrada líneas más atrás: copula una sola vez en la vida) con lo pecaminoso; la contención con el desenfreno: y todo en el mismo hombre, en el mismo universo, exuberancia y destrucción, réplica sin más. Todo es uno en el presente, en lo eterno, una fuga constante de lo creado hacia sí mismo que trasciende el mismo tiempo.

El monstruo se totaliza en la aniquilación propia y ajena, y en ellas se consuma, se vacía de fiebre.

Renace de sus cenizas, aunque Sísifo insaciable y ciego, burro de carga con orejeras, nunca corone la cima. Harto e incompleto, es siempre una vuelta a empezar, como el deseo, la ansiedad de poseer el cuerpo del otro, el deseo siempre renacido (que se muerde la cola).

Pero curaba pronto la indigestión de sus crímenes, tengamos el vientre-verga a punto, y el remedio:

Se tendrá una abstinencia total en los alimentos; se tomarán unas cucharadas de alguna bebida digestiva, como cha, café, orégano con sal de ajenjos, miel rosada con aguardiente; infusión de las yerbas del Ángel, del Paraguay, de estáñate, cortezas de cidra. Se frotará el estómago y vientre con el ungüento de Agripa, Osorio o corroborante, mezclándoles un poco de aceite rosado: se harán las lavativas purgantes: y si el vómito instare, se ayudará o estimulará con los vomitorios suaves o activos si la materia estuviere muy emplastrada.

Al minuto siguiente como nuevo, ligerito de intestinos y la panza distendida, bien afilada la hoja del puñal en la mano, la mirada  roja de hiena, las garras de bestia, a ver ese cuello, separa las putas piernas, alarmados los ojos, tus lágrimas no conmueven, mira la muerte que, en tu caso, también es dolor, esta es la ceremonia del sufrimiento, lo sanguinario alcanza la sublimidad, víctimas y victimarios participan del mismo infierno, sólo que el de uno, aún en vida, se anticipa al del otro, al que la muerte más tarde o más temprano, también horrenda, dará paso.

Nos hallamos en lo sobrenatural, en ello bailamos en la cuerda floja, figuras corpóreas danzando en lo no visible conquistado a través de la materialización más carnal, hedionda, lúgubre, salaz y devastadora que proporcionan los sentidos llevados a un clímax que sólo podían experimentar los primeros dioses merced a la desmesura de sus orígenes: el hombre allega a él mediante su propia y lenta destrucción, no existe otro camino: los verdaderos monstruos lo saben desde la primera evolución.

Agotado el placer, aliviada la digestión, queda el cuerpo como una cáscara vacía, un hueco que hay que volver a rellenar cuanto antes con mayores atrocidades si cabe, no vaya a ser que nos gobierne para siempre jamás la miserable desgana de desafiar al mundo, dejarnos consumir por sus mezquinas ambiciones y el medroso centón de sus normas para incautos y gentes no avisadas: el reto es el mundo y sus gentes el enemigo a abatir.

Tal es la contienda.

Un acto eminentemente biológico se ha transformado en el mayor estímulo para perpetrar el crimen: ese escenario no podía ser más apropiado para el ritual de la herida abyecta que abisma hasta la consunción.

El mono con los ojos bien abiertos, las orejas bien abiertas, la boca bien abierta dejando escapar la baba, la saliva roja: replica este simio burlonamente el proverbio de los tres monos esculpidos en el templo Toshu gu de Nikko: ausentes del mundo.

Es mono desobediente, muy a la suya, con mala intención, y en él anida la perversidad y la traición de la selva: está bien vivo: Haré todo lo contrario de lo que se espera de mí: seré pura naturaleza, libre de cualquier cosa, mental o material que no haya sido producido por ella: brutal, ciega, aniquiladora, de gran violencia, inocente puesto que se rige por la ley física y ninguna otra: no existe el bien, no existe el mal: la vida es un paréntesis, una aberración sobre un planeta de la que estuvo ausente sobre su corteza o en la profundidad de sus aguas turbulentas durante miles de  millones de años. No le vayas a ella con las zarandajas de tu moral y melindres de ecologista, y tampoco los pinchacitos de tu evolución tecnológica y su basural resultante le harán daño alguno salvo durante una minúscula porción de tiempo: a ti, a tus sobras repelentes y a tus sucios desmanes, a tus ruinas y cadáveres, también ha de sobrevivirte otros miles de millones de años entre los cuales docenas de millones de ellos, que serán de tinieblas y anocheceres cósmicos similares a aquel cataclismo que se tragó enteritos, vivitos y coleando a los dinosaurios, le aguardan fatalmente: luego, ya brillará de nuevo la luz del sol un poco más viejo pero igual de magnificente, se calmarán las aguas, escaparán de ella otra vez minúsculos seres vivientes...

Tengo mi malo complementario. Ese yo oculto que se me escurre entre los dedos. Mono malísimo, a años luz de mí, que soy atrevido no más, entregado a embriagueces vulgares. Vayan a sus espaldas mis culpas menores, puesto que ha de purgar otras de mucha mayor magnitud.

Por puertas de marfil entran mis malos sueños. Pero ¿con el sueño hago mal? No están mis pensamientos en la yema de los dedos que acarician tu piel de ninfa de las aguas, de los bosques y las selvas; no fluye entre mis piernas la sierpe de mis criminales (pero inofensivamente mentales) ocurrencias; no te hago juguete real de mis imaginaciones, variopinto lodazal donde a nadie le aconsejaría hurgar.

¿Dónde transcurre ese sueño? En el lugar donde todo es indefinible por intercambiable, sobre todo las condiciones del bien y del mal, de acuerdo la concepción que de ello tiene el humano. Me recuerdo constantemente a mí mismo que soy un monstruo… aunque vicario: otro se mancha las manos de sangre por mí, pero eso no me hace más humano o, al menos, aceptablemente humano, endriago soy en mono de trabajo con un destornillador en ristre, espantajo disimulado entre los otros y sus afanes y trapicheos, simulador de la carcajada grosera unas veces; del laconismo más severo, otras.

Miramos por el ojo de la cerradura, Hanna, por la brecha de esa herida terrible, ese desgarrón que el Verdadero Monstruo ha ejecutado con crueldad y parsimonia en la carne inocente. Actores mediocres, somos sin embargo espectadores muy atentos y aplicados de las muchas corrupciones del mundo: un entretenimiento que no ha de perjudicar nuestra identidad más íntima ni socavar lastimosamente nuestro juicio.

Es, digamos, una escapadita al campo, una excursión de fin de semana, una segregación de nosotros mismos que nos permita siquiera brevemente una liberación del fardo de todas esas  convenciones y cobardías sociales que atenazan al humano que no es poeta ni rebelde ni malvado, y que cada vez se encuentra más cerca de convertirse en una de las baratijas inservibles que se anuncian día tras día en la pantalla del televisor o se insinúan agazapadas en Internet en forma de un soma de inigualable degustación: toma la manzana, muerde el bien o muerde el mal, compra a espuertas, atúrdete: eres tú quien elige.

Naturalmente, tú, no eliges.

Nunca uno elige la vida… o la muerte.

Místico o criminal, el destino luego del paroxismo es el éxtasis que a ambos en su embeleso epifánico de sangre en la que revolcarse o anhelo de divinidad deja postrados a las puertas del cielo o el infierno (que son lo mismo).

(Usted, Boceto, no se halla detrás de Lord Auch, limítese a leer su libro con una mano y sea usted dueño de la otra para lo que mejor le parezca.)

Nos hemos dado de lleno con Gilles de Rais.

¡Menudo caballero de gran realeza!

Quinientos años más tarde intercambiamos las tarjetas con el autor en una fiesta galante.

Es un honor, señor.

Enchanté.

De mayor edad le suponía, y muy lejos de ese funcionariado encorbatado y comestible, enredado en varias relaciones íntimas pero ninguna de ellas transgresora. ¡Vaya! Tema, fondo y forma se contraponen en este caldero de olla podrida.

Contradicciones de escritor. Sin embargo, con el personaje éstas quedaban lejos, apenas presentes en su biografía, ninguna distonía, él era lo mismo despedazando con su espada a unos y a otros: mataba con crueldad en la guerra (bendecido por todos), y mataba con saña en la paz (maldecido por todos). ¿Quién es aquí

el incoherente?

El monstruo ¿nace del mito, del cuento para niños, de la leyenda o de una realidad incuestionable acaecida en el tiempo? Los monstruos no tienen pasado ni futuro: brotan como la ponzoña de un día para otro… en el presente, si no son de tu tiempo no existen, o dan risa o pena: cadáveres, espejismos, una tumba.

O del sueño de aquella razón que…

Gilles de Rais lo proclamó (a su tiempo): Yo encarno el mal que vosotros sólo os atrevéis a soñar: soy vuestra pesadilla.

Él se figura ser un niño (la niñez es cruel) con una espada en la mano… y la gran verga enhiesta: ese añadido brutal empañaba sus rizos de oro, los ojos de agua azul y su sonrisa de ángel: no era tal niño, era el que torturaba infantes, los gozaba y los mataba. Halló que en la violencia más extrema se significaba de veras: el poder de matar impunemente lo sacralizaba ante sus propios ojos y los de sus esbirros más próximos.

Ante el crimen sólo la imaginación se alza invencible.

El crimen, a secas, termina aburriendo, estraga los sentidos.

El hombre con imaginación desdeña la realidad aunque se vale de ella como instrumento de impostada ferocidad: ese vasto material diabólico, pero de la materia del humo, enriquece el ensueño, lo puebla de todas las felicidades posibles pero también de todas las aberraciones… sin peligro de pagar ningún precio por unas ni padecer los remordimientos y pesares que conllevaría cometer las otras.

Miramos por la cerradura, y vemos lo que ya nos fue posible imaginar en otra ocasión, o en otras cientos de ocasiones, aunque retrocediésemos enseguida en cada una de ellas con los  ojos espantados ante los límites que había que traspasar, la raya roja que, entrevista, nos contiene y nos deja todavía erguidos e inocentes sin necesidad de subir de nuevo a los árboles: en la imaginación no existe el olor de la sangre o de la carne herida o quemada ni el aliento de la descomposición orgánica ni la fetidez del miedo de la víctima en forma de excrementos que resbalan y ensucian sus piernas frente al verdugo fuera de sí que empuña en su mano la cuchilla fatal del dolor y la muerte definitivos: la imaginación no nos condena, silenciosa e invisible ella. Nosotros tenemos la llave secreta que le da salida o la vuelve a encerrar fuera de la mirada acusadora, la anatema y el castigo unánimes.      

Imagina cómo el monstruo saca con sus propias manos las entrañas calientes de su víctima aún viva, desgarrada desde el  nacimiento del cuello hasta el pubis, abierta en canal, con las vísceras palpitando y aullando como un animal, simplemente un animal, desgajada por las zarpas de un depredador que sí sabe que mata sólo por matar, porque bien cebado y bien bebido está antes de proceder al lento martirio de su víctima: esos aullidos son el resquebrajamiento y la muerte de la poca piedad que aún pudiera albergar el corazón podrido de la bestia que al tiempo que ofusca su entendimiento y ahoga su racionalidad en la pocilga de su mente, aviva su ánimo y enciende su pasión: después el vértigo, el caos, la locura que engendra la furia. Que estalle el mundo en mil pedazos: soy culpable, grita con rabia al abismo que se abre bajo sus pies, ¿qué importancia tiene lo demás?, el mundo es el lugar de mis crímenes, que muera conmigo y todo lo viviente que en él habite, vuele, nade, se arrastre o cabalgue a cuatro patas (o a dos) también muera. Y esa misma desesperación de saberse perdido sin remedio todavía alienta más lo monstruoso, nutre más la abyección absoluta de una bestia humana sin freno de ninguna clase.

¿Quién o qué activa el encarnizamiento del lobo sin hambre pues que trota saciado hasta reventar, la panza llena de despojos por digerir, con el morro pringado por la sangre reseca de antiguas pitanzas y los ojos sañudos y guerreros ardiendo? ¿Qué poderosa fuerza lo renueva?

Bien lo sabemos. ¡A qué mentir!

Tu instinto te precede

Hemos nacido de una prole de asesinos  hambrientos escondidos en lo más profundo de las cuevas dispuestos a reventar cráneos y a arrebatar sin contemplaciones a dentelladas la comida del día, sea de quien fuera, niño o adulto, mujer o anciano. La sangre vertida de los otros es nuestra vieja conocida, mana de la noche.

Hanna inclina la cabeza y se mira la punta de los pies.

(Sé que finge. O disimula. O, simplemente, es inconsciente del material del que está hecha.)

Hanna debería esconder la cara entre las manos, con los ojos bien cerrados.

Hanna debería huir en este momento lo más lejos posible.

Hanna debería dar un paso atrás (¡tan cerca está!) y volver a la niñez: pervertir ella sin saber por qué, sin adivinar, sin prever, alzándose las faldas como la que sonríe con inocencia, nada más.

Hanna, la adolescente que se mofa de todas las lolitas pasivas, bastante pavas en el fondo y meras figurantes mecánicas sobre papel de sederías o descritas a desgaire con tenue grafito en el reverso rústico de estraza, entreabre maliciosamente los ojos bajo los párpados de melocotón y queda subyugada atisbando el desfile de lo atroz que se desarrolla en el escenario de la imaginación.

Hanna tiene ese pocito negro dentro de sí que sus ojos anhelan de llenar extrayendo retalitos del pozal repleto de la inmundicia que sus semejantes, tan de su misma condición, se afanan en coleccionar mediante usos y abusos de unos cuerpos que han acabado siendo meros apéndices zoológicos del deseo.

Naturaleza, protégenos de todos los pecados, de la odiosa penitencia del arrepentimiento, pero de ninguno de los placeres que nos reportan.

Aquí reina la imaginación, pero allí en las cámaras más escondidas del castillo del monstruo…

Una procesión de niños angelicales desfila bajo las notas litúrgicas y uniformes del gregoriano, canto que parece surgido de lo más profundo y oscuro del mismo mundo, como el clamor contenido e insondable de su materia esencial.

Más poderosa, por sacrílega, es esta fiesta que cualquier otra misa.

No hay Dios, ni dioses. Sólo lo humano, demasiado humano. Pues ya está todo dicho: ya sólo puedo respirar maldad, el aire está hecho de ella, y tú, bruja, sal de la choza, abandona el bosque y allégate a mi cueva de eremita sepultado entre libros, deshaz el futuro con tu cháchara de vieja chocha: si puedes adivinar ahora las asechanzas de su trama, puedes estrujarlo entre tus manos y convertirlo en polvo, en agua que se evapore bajo el sol en un segundo: ser sin futuro es, simplemente, estar, un ser eterno, quieto, inmutable, detenida la mano que empuña el cuchillo en el vacío.

Esos hombres terribles no buscaban la felicidad, les bastaba el placer y, algunas veces, alcanzar el éxtasis que también logra proporcionar el mal a través del sexo desatado, sin miramientos que estorben.

Hubo un tiempo en el medievo que el humano quiso descansar del dios: encerrémosle en su templo, que no pueda caminar bajo la luz del sol, sobre la tierra del hombre. Y así la tierra fue por fin suya.

Soy belicoso, atacar forma parte de mis instintos, declara Nietzsche.

De ahí, al crimen…

No debería extrañar en un hombre que se dice a sí mismo que ha escrito el libro más grande que jamás ha existido, el de mayor hondura y también el más bello.

Hay hombres con la pluma o la espada en la mano, tanto da, que se hallan muy a gusto en el exceso.

Hanna descubre con horror (y los ojos bien abiertos) los grabados  secretos en la Biblioteca Prohibida: de la vena sajada en el cuello del niño brota la sangre que Gilles de Rais bebe con delectación mientras se masturba con violencia y contempla la muerte lenta de su víctima.

Una vez muertos, sosegada momentáneamente la lujuria del mariscal, los niños eran destripados: el gran guerrero se deleitaba con la visión de los órganos internos y las cabezas decapitadas, se abrazaba voluptuoso a aquella carnicería infantil cuyo objeto en el mundo parecía haber sido tan sólo padecer ese prolongado y sangriento martirio para goce exclusivo de su asesino.

Ahora, Hanna, podemos retroceder o seguir adelante.

La educación de una niña amante (sin embargo esperarás, buen ciudadano, a la edad del estupro, senequista prudente, para andar enredando con manejos y magreos lejos de la justicia) es tarea de dioses. Boceto ha encontrado a la discípula perfecta, tan distinta a sus crédulas alumnas de Bellas Artes, aprendizas de artistas o vaya usted a saber qué con sus raras devociones en el mundo de la plástica.

Profesor…

Y él se da la vuelta y descubre su sombra dibujada en el suelo, carente de vida, un pasado de brumas y telarañas, pero también de claridades cegadoras, de grisuras reflexivas paralizantes mirando angustiado la desolación al otro lado de la ventana.

Yo era un problema sin solución, confesó finalmente Wilde en Calisaya Bar, convertido ya en un irlandés gordo, degradado, bebedor y en la ruina, pero luciendo turquesa en el anular izquierdo y admirando con su ingenio a la concurrencia oyente.

¿Cómo no identificarse con él?, se pregunta el dómine en el bar de Charlie, refrescando el gaznate con un cóctel de reciente invención.

Maravilloso brebaje desconocido hasta ahora…, admite con la copa vacía en la mano bajo los efectos de la medianoche.

¿Qué será que la copa siempre está vacía? Que prodigio extraño la de estos embrujados lugares… 

Escancia, cobarde.

Ella, la aprendiza de ojos misteriosos será su coartada: ya le ha introducido en la poesía y el crimen, incluso la ha cogido de la mano y la adentrado en el horror. Ahora basta con deslizarse por la repulsiva bola sin centro del mundo para no creer en él y no dar nada por supuesto.

Vamos tú yo a la guerra, hombre o mujer, que en nada deberíamos diferir… Desde el mismo Platón así se aconseja.

El Timeo: ¿pero estos griegos de qué dios nos hablan? Hasta la llegada del romano no hubo dios ni antes ni después, ni tampoco durante. Hablan de un Creador Primero e ignoran la existencia del espermatozoide; hablan de Dios y aún no saben que el sol no es el centro del universo, y mucho menos la tierra, una simple roca rodante con los días contados; hablan de un Espíritu Inspirador y desconocen el sistema binario. Parlotean en los aposentos infantiles de un castillo de arena, asientan los pies sobre terreno engañoso, tan próximo a las olas inexorables que han de echarlo abajo.

Cree sólo en mí, conmina perversamente Boceto el Docto a la quinceañera ávida de conocimientos.

Infierno, Purgatorio y Paraíso: tríada sin réplica, el perfecto máster previo a una educación superior impartida allá donde anidan las águilas.

A la mitad del camino de la vida

Esta es mi cronología, sin duda; es la suma de mis años, no puede haber equívoco.

Nos, el dios y el diablo, en los primeros dos mil casi contamos una de las dos mitades, a poco más de cinco para cincuenta, esa edad que la piel ya empieza a emanar un cierto olor a viejo, al decir del poeta catalán (bien podía haberse ahogado en litros de Nenuco en vez de asfixiarse mediante la bolsa prosaica de unos grandes almacenes).

Hay una segunda muerte, dice el guía. ¿Qué hacer en el lapso de una y otra?

Vagar por el valle sombrío de la vida como ánima humilde con la copa en la mano y el tropel de tus pensamientos que enfebrecen tus sesos y allá que te siguen a todas partes con las culpas, al cabo resignada a afrontar decidida el camino profundo y salvaje.

Estábamos los mayores tan a gusto suspendidos en el… limbo y vienes tú, encanto descarado de la vida a perturbarnos, a quitarnos el libro de las manos, a taparnos el sol que acariciaba el cuerpo cansado...

Yo duro eternamente: abandonad toda esperanza.

Aún no he cometido crimen.

Pero ya eres culpable: ése es el primer paso para cometer aquél.

Olvídate de Freud, fumador y cocainómano: qué distracciones.

Todavía tengo el bien de la inteligencia.

Bah, sólo repites palabras, palabras y palabras ya dichas, llorica del demonio. Estás condenado.

Sin crimen a las espaldas: sólo pecados.

En efecto, no mereces ni desprecio ni alabanza, ni paraíso ni infierno. Eres simplemente, estabas: vivió para él, rezará tu epitafio, que también será muy pronto polvo: eres olvidable.

No saldrás del limbo, de esa niebla adormecedora que tan a menudo te proporcionan los Charlie de este mundo (inmundo). Ni eres Homero, ni Horacio, ni Lucano, eres Nadie.

Entre los grandes espíritus veo a Séneca, estuprador aunque arrastre gran fama de moralista.

No busques tus iguales donde no los has de hallar; quizás fueran de tu mismo pecado venial pero no de tu mezquina condición.

¿Será mi lugar Malebolge?

¿Seré acaso el astuto Jasón que en la isla de Lemmos sedujo con engaños a la perturbadora Isifile, tan tramposa y artera como él mismo?

Ah, mi pequeña hispano-suiza gestada de las triquiñuelas financieras y criminales de su abuelo, de la patética insania de su padre, hija del desconcierto de la errante de su madre Laura la Callada, víctima de ese país entre montañas que se esconde en las entrañas de la vieja Europa, replegado en sí mismo, enemigo de alardes, satisfecho en su silencio de sepulcro entre sus nieves tan puras.

Todo para acabar en el infierno… antes de hora, o mucho más allá de cumplida ésta, con la muerte nunca se sabe, doblas una esquina y...

¿Quién iba a saberlo? Ni tú misma supiste que lo era ese padre suizo atildado y bien hablado, que el diablo te había tomado como objeto de sus antojos más crueles y humillantes. No pudiste saberlo, y siempre viste tu herida de mujer como la herida más natural en la mujer. Qué poco sabías de ti misma.

El infierno no era la hirviente caldera donde se cocían aquellos que rechinaban los dientes.

Qué sabio el Dante: en el infierno con los demonios, en la iglesia con los santos, en la taberna con los borrachos.

Se descubre en un instante, dice asintiendo levemente con la cabeza, los ojos inocentes y risueños del espectador, quien se limita a contemplar sin ser visto, sin intervenir en la comedia de la vida disfrazada de tragedia o de epopeya. Ni gloria ni pecado.

El diablo que te alzó en brazos… te sumergió en la noche más cruel, te hizo despojo, pero tú no lo sabías, y seguiste creciendo, y la herida fue haciéndose más herida y más natural, pues hubo pacto de silencio, suicida frustrado aunque en coma para no despertar jamás, miradas a otro lado, huida a ninguna parte.

Nunca supo ella la aberrante verdad: el juego del diablo más depravado: eras juguete, una muñequita a la que despedazar.

¿Refleja en verdad el espejo de nuestra apariencia lo que somos? No proyecta la intención oculta, ni los fines que dirigen ese esqueleto revestido de carne pudrible.

No hay límite humano para la maldad.

Con fortuna, sólo escapatoria.

Prefiero escuchar a las víctimas que a los inocentes en su limbo o en su paraíso, todavía lejos de la dentellada del lobo, del cuchillo, a diferencia de aquellas muertas a manos de sus victimarios, malheridas, ultrajadas, siempre engañadas.

Estos habitantes ilustres, de porte distinguido y medidos gestos, de palabras justas sólo por lo exiguo de su suma estricta que no por la justicia y razón de su contenido, andan embozados bajo capas de oro deslumbrantes por fuera, de plomo por dentro: una hipocresía ambulante, todos ellos falsos y padres de la mentira.

Sal del octavo círculo y el séptimo foso: cuando cae la máscara la lengua del hipócrita desdeña toda reserva y comedimiento: Te he dicho esto para que te cause dolor.

Mira por donde pones los pies, evita pisar las cabezas de estos desgraciados y torturados.

Somos espectadores. Nada del duelo nos concierne salvo el entretenimiento que nos procuran. Somos vivos entre los muertos. Ni su lágrimas ni su sangre del pasado nos salpican.

Sal del infierno:

Padre, suplica Hanna en los sueños de Boceto, mi dolor será mucho menor si me despedazas y me comes, tu me diste la vida.

¿Qué puede uno esperar del purgatorio, el lugar más condenable desde un punto de vista ecuánime (ni blanco ni negro)?

Ni siquiera pecadores vas a encontrar allí (aunque, cuidado, abre bien los ojos, en este lugar es fácil dar un mal paso), sólo hipócritas y cobardes, gentes a medio hacer que no alzan la vista del suelo, iracundos, soberbios, envidiosos, mediocres, avaros pordioseros, indolentes, viles, glotones, codiciosos y onanistas, falsarios y plagiarios vergonzantes del vivir… bien muertos están a la puerta de la eternidad. Ni para el crimen valían.

¿Qué nos queda del paraíso en estos tiempos de calamidades, hija de tu Hijo?

Calla. Deja transcurrir los años, los siglos y hasta los milenios.

Nada es, pues deja de ser a su tiempo (miles de millones de ojos han contemplado la constante fuga del agua del río: no le gusta nada este lugar).

Mientras tanto, Hanna, tendremos una ancha y luminosa habitación llena de flores y de sol, perfumada por el aire de primavera que penetra por las grandes ventanas abiertas a las frondosas y reverdecidas copas de las acacias y te querré niña misteriosa como eres sin querer que seas otra cosa, porque yo, querida no tengo la manía de las grandezas ni tengo la maladie de perfection, hasta hay días que salgo a la calle sin afeitar, mal peinado y con calcetines de distinto color. Haremos caso a García Lorca y a uno o dos como él, que no te importe la gente ni el veneno que nos echan al darles la espalda y seguir nuestro camino. Nosotros no somos santos, Hanna (tampoco tú, aunque mártir hayas sido), pero es seguro que una vez muertos nuestro sudario será lino egipcio y rociarán nuestros cuerpos con caros perfumes y nos untarán con especias y aceites antes de prender fuego a la pira junto al mar.

Somos espíritus libres. Se me inculcó el derecho a la libertad: otros pagaron por la suya. La mía a lo único que me faculta es al cinismo (pero sólo de vía estrecha).

A estas alturas de 2005, con decenas de canales de televisión a tu alcance…

Libertad, ¿para qué? Pregúntale a madame Roland o, mejor aún, a su cabeza rodante por las ruinas de la crónica revolucionaria.

Charlie, soy el hombre más libre de la historia, casi tanto como aquel falsificador de monedas que anduvo por el mundo epatando a los papanatas con sólo un bastón, un zurrón, un manto y una escudilla. Antes de llegar a eso, la disyuntiva: la cárcel por ladrón o la bufonada de por vida. Prefirió divertir al personal con sus rarezas de extravagante, sus frases y respuestas lapidarias (insinceras) y defecando y masturbándose en público: Ojalá este mismo y placentero frotamiento aplicado al vientre saciara asimismo mi hambre. Al parecer, el tipo se conocía muy bien, algo en extremo difícil. Soy la única persona del mundo que me gustaría conocer a fondo, afirmaba Oscar Wilde, y lo decía completamente en serio. Quizá ya presentía la infamia del amor, la ruina, la degradación y la muerte prematura en un París con aguacero, un día que fue viernes y no jueves, pero fue otoño, porque los poetas no mueren los jueves, así que aquel poeta flaco y triste también murió un viernes desmintiendo el poema tan triste que había compuesto, aquel poeta con trazas de indio que le escribió a su madre aún alborozado por la llegada a la urbe (y había llegado al infierno sin él saberlo) que había un sitio en el mundo que se llamaba París.

A mí, o a aquel Diógenes, nos basta con olernos y no dejar nada escrito para la posteridad, que es una puta de Babilonia, además,  es una bonita lección de humildad andar con las narices pegadas a uno mismo, sobre todo si no visitaste la ducha desde el mes pasado, de modo que lo único a lo que hueles definitivamente es a mal bicho sin conciencia y asqueroso por añadidura.

A purificarse, pues, (y con agua fría.)

A Hanna no le gustan los poetas tristes. Prefiere los malditos, los trágicos, los violentos, los que no mueren de hambre y tosen y son desdichados, elige los que se embriagan con licores, con drogas y visiones. Incluso, considerándolo bien, acepta a los lóbregos, mamíferos y bien peinados siempre que padezcan una muerte horrible o, al menos, desesperada. Sé, porque soy su maestro, que aparta a un lado como se aparta un trapo viejo los poemas de amor, que nada le dicen los versos rimados que hablan del amado o la amada y que detesta la infancia y, desde luego, mucho más la infancia de los poetas que algunos se empeñan en colar a traición entre la maraña infinita de los endecasílabos blancos.

A Hanna no le gustan los poetas romanceros aunque disfrazados.

El poeta que ha vivido una infancia feliz es un estafador, un farsante de la peor especie, un marrullero contador de sílabas.

Al cabo, piedra negra sobre una piedra blanca.

Le daban duro con un palo y duro…

Ese hombre no sabía, yo no sé, se debatía en su propio desconocimiento, no podía capturarse: trilce, triste… dulce.

No le gustaban los santurrones ni los cortesanos y, sin embargo, Boceto, anda entre las estrofas bien cortadas y medidas de Jorge Manrique y San Juan de la Cruz.

Se lo niega a ella. Yo soy de página grande. Me gusta el tumulto de las letras.

(Withman, Neruda.)

Se contradice.

(Está bien, me contradigo, ¿y qué?)

Los poetas celebradores como Neruda, (el hombre-tierra, el hombre de las 15.000 caracolas y conchas marinas, mascarones de proa reconstruidos en forma de bellísimas mujeres, ídolos de barro, pipas, minerales y mapamundis, escarabajos, locomotoras de juguete, libros de marinería, botellas con barcos dentro, máscaras y mariposas), son un verdadero festín, un venero inagotable de frases felices y atractivas ocurrencias lingüísticas.

Muy pronto la niña Neruda se enfrascó en Residencia en la tierra. Recitaba por las esquinas mientras su madre la observaba con recelo.

No se libraba del libro ni por un instante.

Pues ¿qué le enseñaron a leer en la brumosa Helvetia?

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.

El misterio de Hanna Schmidt es el aire de ausencia que tiene en todo momento. Pero no es el encantamiento de la adolescente soñadora y algo perezosa. Es una especie de sabiduría natural que la hace estar callada, aunque sabes muy bien que de pronto, sin atinar razones, puede abalanzarse sobre ti y morderte los labios, saciar su boca quemante con la tuya.

La veo sentada junto a la ventana de marzo que recae al pequeño jardín cubierto de pujante césped donde se eleva sin estridencia el naranjo nevado de azahar. Sobre la mesa redonda de negro hierro forjado veo el libro de tapas amarillas y un frasco de vidrio transparente lleno de tierra azul. No lee. Está absorta, mirando al exterior verde y añil bañado de luz.

Ni el aire más sutil enhebrado en el otro aire más tosco de la realidad sería capaz de penetrar en su silencio, en ese mutismo en el que está presa: su primavera adolescente, país de las hadas.

Pero él aprende a entrar por tales puertas, sino tan delicadas mucho más fortificadas, muros más difíciles ha franqueado con su persistencia: libros-reno eran su llave… maestra: servidoras caían como moscas.

Y, ¿ahora? Todo ha de ser menos grosero.

¿Le llevó a ella el annui?

¿De qué está hecho este surgir de palomas, el suplicio lento del deseo?

Del cielo o el infierno cayó la nínfula. Nada hice yo por merecerlo. Nada haré por deshacer el nudo. Llegará el desenlace por sí mismo, sin intervención mía que estorbe un destino siempre impredecible. Los dos somos juguetes con el que alguien o algo distrae su ocio interminable.

En esta industria de los amores difíciles no se precisan notarías ni merecimientos. Todo ocurre como en el sueño.

Yo te soñaba, pero no te sabía, se lamentaba resignado el Gran Poeta Malo (como le calificaba JRG.).

Dueña del amor, en tu descanso fundé mi sueño…

Padre, consiento tu inmensa superioridad sobre mí, pero dime, ¿me he ganado el paraíso? Si es de ese modo, no descubro la razón sino el sinsentido.

Abandona la sombra evanescente que perfila el humo del sueño y corporéizate, padre, engendrador de un dudoso, de un huido hombre de tierra, de un ahorcado.

Sé lo que nos diferencia, como lo sabía el pequeño hijo de Wilde, que él mismo se atizó un buen golpe en su orgullo al formular la pregunta prohibida al fantasioso de su progenitor. Ya nunca en su vida de adulto pudo olvidar esa lección… de humildad.

Padre, ¿tú no sueñas nunca?

Por supuesto que sí. Soñar es el primer deber de un gentleman auténtico.

¿Y con qué sueñas?

Te relataré mi último sueño, muy semejante a los que sin previo aviso me visitan todas las noches con sus galas festivas. Anoche soñé con dragones recubiertos de escamas de oro y plata, y de cuyas fauces salían llamas rojas, soñé con águilas imperiales con ojos de diamantes que podían ver el mundo entero desde su majestuoso vuelo en el cielo, soñé con leones de garras doradas y rugidos pavorosos, y soñé con elefantes de grandes colmillos y andar parsimonioso y sabio entre la jungla y también soñé con ágiles y veloces cebras de listados pelajes hipnóticos y con los tigres de lomos de oro… Pero, dime, hijo mío, ¿qué has soñado tú?

Yo… sueño con cerditos. (¡Un pobre hijo de un gran padre!)

¿Cómo recuerdas a tu padre?

De memoria, como Ticiano pintaba sus retratos.

¿Sueñas con él?

Sueño con algo de él, una palabra, un objeto, un escrito, quizás un olor (?), pocas veces una imagen.

¿Le gusta a usted Brahms?

¿Le gusta a usted Neruda?:

Yo sueño, sobrellevando mis vestigios morales.

Yo sueño que ella me sueña.

Ella en el jardín de primavera con el libro de tapas amarillas de Pablo Neruda parece exactamente igual que cientos de versos salidos de la pluma inagotable de tinta verde del poeta: es el cuadro de una intimidad profunda al mismo tiempo que un desafío a su verdadero significado: el suéter de liviano espesor de color rosa, los tejanos azules, las bailarinas blancas: un decorado de dulce carnalidad, una tentación constante a la mirada todavía sin culpa en la observancia, donde el deseo aún lo mitiga la admiración, la ternura y la pena.

Si todo fuera un cuadro, una sutil acuarela, el simple dibujo del grafito… Una belleza sin más.

¿Cómo ha llegado la ninfa a ese poeta soñador, excesivo y grandote, de voz infatigable, jodedor impenitente? De la mano de un virgiliano que, sino bueno, no tan ruin, no ansía atraparla en su amorosa tela de araña valiéndose del susurro acariciante de 20 poemas de amor y una canción desesperada, donde la alegre hora del asalto y el beso. Otros fines persigue. La apresura a ella a la sabiduría libresca (que es buen disfraz), desdeña, sortea y deja atrás los escollos fáciles capaces de aturdir al adolescente todavía embriagado de engaños y fáciles versos

Niña venida de tan lejos, traída de tan lejos

Te pareces a la palabra melancolía

Puedo escribir los versos más tristes esta noche

Pensar que no la tengo, sentir que la he perdido

Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos

Surgen frías estrellas, emigran negros pájaros:

la quiere con mayoría de edad en la lectura y antojos de poetas simuladores, la quiere con prisas en la vida, que pronto deje de ser la pálida estudiante y adolescente sabia. Si fue niña Rimbaud, niña Lautréamont, que sea ahora sólo poesía… poema.

Enamorar a una bruja niña que aún prueba sus hechizos jugando con muñecas… y se da de bruces con Maldoror, eterno sonriente este fantoche de ventrílocuo, con el delirium tremens de Verlaine, con el amputado Rimbaud, con el ahorcado Nerval... con la estampa folletinesca de Chatterton envenenado y en la mano el poema inacabado, todos esos (y todos esos poetastros anónimos y crédulos en todo, en la vida y en la poesía, inéditos) que nunca supieron poner punto y aparte y decidieron por el punto final sin cuidados ya de rima y de métrica.

Pero no basta con los poetas muertos, la menos noble y humilde prosa amplía el recuento nacional: recuerda los sesos reventados de Larra, la doble furia suicida de Ganivet hasta morir por agua, el disparo en toda el alma hastiada de lujuria de Felipe Trigo, aquel que embelesaba y corrompía a tus primeras víctimas de maestro en letrerías, y Halcón, Echeverría, Ferrater… entre sombras y espacio, entre guarniciones y doncellas.

No hay una lágrima limpia.

Siempre, las manos sucias.

No colocas a la niña entre las rosas y suaves sedas, la desvías, la conviertes de tu mano en otro diablo cojuelo desbaratando techos, rompiendo paredes, saqueando dormitorios con los ojos (o con la imaginación bien abierta, siempre atenta a los sacrilegios), desnudando al aire miserables tabucos, destapando cacerolas de sopa boba.

La secuestras del papel y la luna, a la niña, ni la ocultas bajo un manto de amapolas de la crueldad y el disparate.

Mientras el mundo, que a nadie sensato y con tres dedos de frente importa, arde por los cuatro costados o se desangra o se desnuda obscenamente en la pantalla del televisor mediante noticiarios rellenados de politicastros con sus sonrisas mefíticas y concursos de belleza.

Mientras, Nueva York baila, Londres medita, y yo digo merde.

El día puede ser un número o la muerte. La vida es la moneda en el aire. Luego, cae la moneda… negra que no sabe del cielo ni del infierno.

Y cuántas cosas pasan en el aire.

Hoy me he tendido junto a una joven pura

Qué parecida eres a todo cuanto un tipo emboscado tras la apariencia de la convención guarece en el desván polvoriento de las peores intenciones sus malas artes, su magia de manual, los propósitos inconfesables…: yo mismo me delato, me reconozco, me recreo en la imperfección (y de ella me río, aunque sin carcajada como aconsejara Séneca) del culpable que se pensaba creador omnipotente y sólo era un mal copista, procedo de algún gusano perdido entre la tierra y el agua hace cien millones de años, me tengo por tal, por gusano, y con nombre y apellidos. Maceradita te quiero de oscuridades a pesar de que te dé el sol de pleno. Sé esperar para librarme del castigo; soy auctoritas con todas las de la ley gitana: aguardo con la navaja (el libro) en la mano, me siento a la puerta de la casa, toda la mala hora llega, y el bien que sepas fabricarme no ha de faltar a su debido tiempo.

Soy  muy distinto a lo que parezco.

Tengamos la fiesta en paz. 2005: un año, noches y días que pasan y mueren como el aire y el agua que huye de este lugar. Y el año que le sigue igual ha de morir, como si nada importara más allá de la corteza del planeta errante a ninguna parte merced a una mecánica obcecada y engrasada por miles de millones de años que le hace surcar una infinitud inimaginable.

El año en forma de Hanna Schmidt, ¿qué es? ¿qué habrá sido?

Tolle, lege.

Y la deja sumida en la calma del jardín de marzo, con Los versos del Capitán y el Canto general, una torrentera de palabras, un homenaje a todo un continente del que la adolescente nada sabía hasta ahora.

Tal vez tu sueño se separó del mío.

Abre las tapas amarillas. Sopla un airecillo tibio, y hay nubes grandes y perezosas que vagan por el cielo de azul puro. Ya huele a primavera.

No me has hecho sufrir, sino esperar.

Pablo Neruda nació en una tierra donde la lluvia, que fue el primer sonido y el primer sabor, se convertiría en el recuerdo imperecedero de la infancia allá donde fuese, que fueron muchos sitios, todos los continentes, él, amante del sol y del mar y de regiones sin nieblas ni nubes oscuras.

Hubo un tiempo que el poeta vivió en La Casa de las Flores: todos eran poetas entonces. En seguida estalló el mundo: la casa de las flores enmudeció bajo las bombas, y aquel templo tan frágil se llenó de sangre roja como las rosas rojas.

Había extrañas religiones, creencias de incendiarios de la imaginación, pasiones desatadas y fobias incontenibles:

El bardo excesivo, que carecía de supersticiones religiosas, acabó espantado por ridículos presagios y hechicerías pueriles: ver un caballo blanco era la destrucción de todo, y se dio de bruces con ellos muchas veces: afortunadamente sabía de un conjuro secreto (nunca lo supimos) que neutralizaba y mantenía a los genios dueños del mal encerrados en la lámpara.

Tanto poeta…

En ocasiones olvidaremos el libro, que caerá de las manos seguido de un bostezo. Dejaremos que llueva, una lluvia nueva, como de adviento: la lluvia del sueño de la infancia.

Cógela de la mano, móntala al corcel rojo del Audi, acelera hasta las murallas de la ciudad, a su paso abre las puertas de cristal  de Zara o Mango o Pull&Bear, déjala corretear por el prado florido, mil flores a su alcance, no dejes de sostener el puño de la espada: defiende tu tesoro, asusta ceñudo a las miradas impertinentes de esa varonía en celo (sólo les falta encender el culo de colores) que circula a vuestro alrededor como primates en busca de una presa, ella es tuya (a los otros sabes cómo mantenerlos a raya, son mero instinto animal, puede que ni sepan cual es la forma de un libro y muchos menos atisbar entre sus páginas), allánale el camino de los espejos: se contempla, da vueltas sobre sí misma, y se gusta.

Es tu solo espectáculo, y temes tanto que en unos de sus giros se deslice hacia la nada, desaparezca tras el azogue, ése tú único temor de creación tan laboriosa: Hanna.

Boceto, en el año de Hanna Schmidt, 2005 del señor, ha trocado en don Quijote cuatrocientos años después de que aquel hidalgo malhumorado, magro, impotente y aburrido se inventara a Dulcinea semioculto, tapiado casi por librotes polvorientos en la estrecha calleja de un poblachón ignorado y letárgico de la meseta manchega.

Boceto no es un Pigmalion: es Alonso Quijano cuerdo y sobrado de monedas, vigoroso y versado en trucos de amor, sin obsesiones, muy libresco pero señor de sus horas y apetencias tan distintas a las páginas muertas, le traen al fresco los molinos de viento, extiende la mano, sube el borde de la falda, palpa sus muslos tibios y suaves: Hanna es real, no es ilusión de Quijano.

Miradlo bien vestido, como perfecto gentleman (él no necesita los bruñidos y bien iluminados espejos de Zara o Saint-Laurens para admirarse de cuerpo entero).

Empuña, pues ahora en lugar de espada luce pacífica sonrisa, bastón de ébano con puño de marfil, un ramito de muguete en el ojal, guantes blancos con rayas negras, zapatos lucientes de afilada punta.

Apartaos, villanos. Despejad el camino.

El horizonte se extiende infinito, inacabable de placeres.

Dos años, ocho estaciones volanderas y la haces tu princesita amante, adorará hasta tus huellas sobre el polvo del tiempo, el rastro de oro que deja tras de ti el manto de terciopelo real, besará tu aliento, tus ojos, se saciará de tu lengua en su boca… pero que otro caballerete de su palo y condición la desvirgue, que te llegue ganosa después de esos intentos repetidos de torpe adolescente en la parte trasera de un coche o arrebujados en el sofá nocturno, que caiga en tus brazos fascinada por tu altísima sabiduría y porte magnífico luego de los juegos prohibidos y algo sucios de tierra meada detrás de los setos del instituto con algún compinche del acné, que en ti se precipite aún con el sabor de la pizza margarita en la lengua y los vaqueros desteñidos resbalando ya por la cadera.

Recuerda tu adolescencia de infante en galopada de brioso corcel y en alto el estandarte.

Y cuando ya la tenía a la niña endomingada bien calentita, le susurraba al oído If you leave mi now, de Chicago, se apretaba contra los senos mínimos, metía las manos de pulpo bajo la falda, buscaba la hirviente juntura del pubis, luchaba impaciente con la goma de la braga adolescente queriendo alcanzar la rala pelambrera, la tibieza de la vulva…

¿Cuáles fueron tus universidades?

Pues fue hermano de buen provecho de aprendices adelantados todavía no púberes: JD. y Fiodorov, cuando allá en sus calendas, en los albores de la década prodigiosa, otros movían el culo con extremo cuidado en su vaivén, no fuera a notar la víctima el endurecimiento pecador, al son melodioso de Quince años tiene mi amor, estos dos perillanes, casi de pantalón corto, sin el primer cigarrillo todavía, abrazándose sin reparos a su pareja, cada uno por su parte, empecinados ya metían rodilla entre las piernas de la bailona mientras en el tocadiscos habían procurado que sonara Venus, de Frankie Avalon.

Ah, fierecilla indomable, espera que coja el lazo y me ponga los zahones, ¡te vas a enterar!

¿Piensas marcarle tu nombre hasta en el trasero, Boceto de mil mierdas? ¿Hasta qué límites llega tu propiedad?

Hasta donde llegan mis ganas, mi dineros y mi brazo.

Charlie, escancia. Esta noche se alarga… afortunadamente. Qué miedo, el amanecer.

Todos los buenos retratos empiezan por los ojos.

El Rey se sumergió en sus ojos verdes, había leído la noche anterior en el párrafo inicial de una novela pedestre, liosamente histórica, pertrechada de cuatro metáforas, un símil novedoso y los adjetivos justos pero que a su autor le había valido 600.000 euros e iba a encandilar a doscientos mil lectores de la patria hispana y de allende los mares.

¡Qué barato sale el crimen!

¡Charlie!, implora con la copa (otra vez) vacía.

Se sumergió en las aguas del marrón acaramelado del Jack Daniels

Cae en cualquier abismo incluso dantesco, excepto… en el vacío de ti mismo, recordó.

¿Quién era él?

Poca cosa, a los diez años:

con el dedo meñique en el agujero del Chimos antes de zampárselo, ya miraba intrigado las piernas de las chicas, pues los señores mayores lo hacían a cada momento. Aún paladeaba los Maskis, y ya fijaba la mirada en los senos de las señoras y en los apenas perceptibles bultitos de las hermanas de sus condiscípulos distraídos en los experimentos químicos de la época: Haga de su hijo un científico, aconsejaban los titulares azules de la caja del juguete.

¡Quién hubiera tenido una hermana sufrida para saber de qué demonios iba la cosa!

Anda, vete a ver La Bola de Cristal, y deja en paz a tu hermana, cochino. ¿O es que te has creído que ella es una probeta o un experimento químico?

Respecto a la nínfula, ¿no podías corromperla antes por medio de falsas novelitas para adolescentes hormonadas y niñas soñadoras?

Antes de leer Mary Poppins, Mujercitas, al enano de Barrie y al pederasta de Carroll, a los sádicos Perrault y Andersen, a los ladinos de los hermanos Grimm y deleitarte con la imaginería canalla de las ilustraciones opiáceas y lánguido colorismo del señor Arthur Rackham deberías saber, niña, los oscuros gustos y las caídas en el abismo de nuestras amadas y amados autores infantiles y juveniles: enfermedades, lesbianismo, depresiones, lenta autodestrucción, fobias, complejos edípicos, fingimiento, alcoholismo, suicidios aberrantes y aturdimiento moral.

Miss Alcott te habría quitado las bragas de un manotazo a las primeras de cambio (y sin necesidad de Chicago), y miss Pamela Lyndon Travers te habría prodigado una nutrida sesión de lametones vaginales y clitorianos que te hubieran sacudido de tembleques hasta el desmayo.

Otras formas de corromperse más imaginativas se agazapan bajo la sonrisa solapada:

Si te portas bien te dejaré leer El penado 113, La hija del destino La venganza del morabito y El Hombre de la figuras de cera.

Qué mes completito.

Folletines y autoras juveniles calenturientas.

Ya ve, se me aficionó la nínfula a monsieur Sue, y ahí la tiene usted, que no me suelta Los misterios de París ni cuando se encierra en el baño a cambiarse de tampón.

Las perversiones adolescentes son inescrutables para el entendimiento ya adocenado de los adultos. Baroja: Uno empieza a pudrirse a partir de los veinte años. No hay vuelta atrás.

Asco, vicio o costumbre.

Bah, falta de riego sanguíneo... o excesiva salacidad.

¿No sabes lo que es un ser humano? ¿Al menos el ser humano que disfraza su naturaleza?

(Yo también temo los caballos blancos.)

Lee el Shakespeare de Timón de Atenas.

Todo Shakespeare es lección magistral. ¿A qué elegir?

¿Timón de Atenas? ¿No anda bajo ese título y el texto que le sigue a cuatro manos mister Middleton?

De este yo sé bien poco.

Uno vende a su hija; otro, vende sus manos.

Otro prefiere alimentar su altruismo y perder la cordura.

Soy un perro, Charlie. Y mi madre, igual que la tuya, es de mi especie.

(Ellas comen señores; se les hincha la barriga.)

El tal Shakespeare aún, pues eran los tiempos, confundía las gestaciones seculares, milenarias, ancestrales, hombre primitivo: La especie humana ha engendrado, sin duda, al babuino y al mono.

Una vez bajado de los árboles, todo es mezcla, todo es uno.

No me tengo de mejores cualidades que un simio.

Pues para mí nunca hay horas para ser honrado.

Charlie, llena la copa (la panza ya lo está).

(Charlie, a media voz, para su sayo. No sabe este imbécil que el vino calienta a los de su calaña.)

Sólo a los amigos se les pide que se ahorquen.

Pídeselo a tu madre… o a un hermano.

Uno de ellos lo hizo: bailó en el aire.

Un día los dioses se acuerdan de tu edad, y te matan.

Muy escondido tienes tu genio: a nadie le vale, escribes sobre el agua como aquel poeta inglés de dentro de dos siglos que ha de reposar bajo violetas silvestres y margaritas en Roma hasta el fin del tiempo.

¿Y cómo sabes tú eso?

Una licencia retórica que anticipa lo porvenir y subraya lo más sobresaliente de las épocas futuras.

No he de fiarme de ningún hombre. Venga a cuento o no esa licencia de que me hablas que se adelanta doscientos años a las calamidades de nuestro siglo.

Bebo de cualquier copa, y eso vigoriza mi ánimo. No me cuido de lo que en ella echen. Han de engañarme si ése es el propósito. Pero ese vino me hace ver los prodigios todavía por llegar.

La salud de tu copa hará que enfermes.

Charlie, ahuyenta a esta bestia de mí, a este heraldo que anuncia depresiones.

(Charlie, musitando para sí. El compromiso con el mundo de este borracho vale tanto como el lloro de una puta, como el engañoso dormir del perro al sol. El idiota reparte joyas como otros el saludo matinal.)

No se compra la amistad: se recompensa.

¿Con las deudas que vas dejando atrás? Este ha de hipotecar sin gracia hasta mi alma de espectador. Y todo por esas venias que a los beneficiarios les salen del culo. Nada sabe de la verdadera naturaleza de sus semejantes, ni la de su madre podría adivinar. Sordo al consejo, pero no a la lisonja. Y pensar que era hombre de mérito.

Se han cumplido los plazos: hora de pagar… aun con la bolsa vacía.

¿Qué pasa con el mundo? No reconozco esas fauces abiertas. Se tornó voraz, todo lo tragaría.

(Y a ti como aperitivo.) ¿Quién soy? No hay mujer que, como un usurero, no tenga un tonto como sirviente. Yo soy el tonto de mi mujer, algunos días hasta su bufón… bien vestido. Ahora, en la indigencia, te vas a enterar de qué está hecho el mundo, incluso has de probar la carne que cubre tus huesos, el adobe de la sal de tu piel.

Sara Bernhardt se abrió de piernas y le enseñó desde París el coño pelirrojo (teñido) a Oscar Wilde abatido en un rincón de la mazmorra inglesa: Si quieres, puedes coger el dinero. La tipa sabía que eso no sucedería jamás (el pobre Wilde, a esas alturas, hurgando en un coño…) y esa fue toda la gratitud que el presidiario de la cárcel de Holloway pudo esperar de ella, la gran diva de la escena que, según sus palabras, sería capaz de acompañar al excelso dramaturgo hasta los confines del mundo. No le envió ni un penique que mitigara torturas.

(Timón necesita una fortuna para pagar los convites, las joyas, los préstamos a los amigos…:

cava la tierra a ver si hallas el cofre del tesoro: o ve a la isla, o a la gruta.)

Es la hora de las flores verdes y amarillas vencidas y secas tristemente sobre su tallo.

De los ojales galantes a los harapos ensuciados por las diarreas incontenibles.

¿Qué está pasando?

(Pregúntaselo a la Enciclopedia Británica.)

(A la undécima edición.)

Esta ya no es época para prestar dinero. Ninguna lo es, pero en ésta a las monedas les han crecido alas.

Y, ahora, ¿qué me envías?

Razón de su actual necesidad. Bagatelas, sólo dinero que termina pudriéndose en sus escondrijos mientras tu alma emprende el vuelo al país del que nunca has de volver.

En lugar de sueldos y talentos le da saludos, gira sobre sus pies y si te he visto no me acuerdo.

El interés se impone a la conciencia. ¿Qué sé yo de los días que aún tengo por vivir? ¿Me he de quedar con la bolsa corta si los días se alargan? Más me vale cuidarme de mí que de aquel que fue generoso sin medida ni cautela. Por imprudente y derrochador, caiga.

El hombre bueno, arrojado al arroyo como aquel Diógenes, se queda con dos palmos de narices. Aparte del sol, apenas te quedan los dioses a los que implorar.

 (Y éstos andan mudos, ciegos, sordos: pues ésa es su esencia.)

La hora cero: nada que gastar. Ni intentes alzar la voz.

Cruzar el Leteo es gratis. Dijo uno bebiendo de la copa feliz, desbordante,  hasta las heces, atento al espectáculo.

¿Qué hay de comer, pues nos invitas de nuevo?

Agua hirviendo y piedras.

(Se quedó a dos velas.)

Este bribón nos sigue festejando… y nos divierte, pero ahora hay que huir de este lugar antes que se desate más locura y nos abra la cabeza con el bastón.

Hemos vivido tiempos mejores. ¿Qué hay que hacer ahora?

El oro mana de un milagro… cuando ya no hace falta, y me hace despreciar mi naturaleza, que es la de todos ellos, aduladores, infelices y marrulleros, cobardes y avarientos… Sobre todo ambiciono un epitafio: qué mejor legado que ése: Despreciable y peor que un perro es el hombre, cosa nefanda que pisotea la tierra.

Hanna deposita el libro sobre el tablero de mármol de la mesa de hierro forjado, junto al volumen consagrado a Keats de Cortázar. Reclina el torso. La luz de la incipiente primavera se agrisa. Huele a jazmín, también las piedras y hierbas del crepúsculo huelen distinto a las de la mañana

De Shakespeare a Historia del ojo. Bonito revoltijo: es una educación sentimental: me debes tu nueva vida, arroja para siempre de tu corazón la ingratitud, al menos que no me corroa a mí su aspereza.

Un itinerario sentimental.

Ya me lo debe todo. Que corra el tiempo, que vuelen los años. Cree que la va adentrando en el horror sin culpa, en el placer de la perversión más natural por instintiva que afiebra todos sus sentidos, sin remordimiento, sin saber él que ella viene del peor horror, sin saberlo ella tampoco.

(Sé precavido, como Séneca… que aún así acabó en el exilio y años después con las venas abiertas.)

Tenía 16 años cuando en la playa de X…

Buenas referencias.

La introduce en la pesadilla: la cabeza de la bella ciclista casi decapitada entre las ruedas, muerta.

Y esa sórdida y desusada mezcla de olores: saliva, semen y orina, el sudor de ella, y el anochecer mojado por la tibia lluvia, el fragor de la tormenta, y el susurro del mar bajo debajo del acantilado: la cabeza entre sus muslos sucios de tierra:

todo son lecturas por el momento.

¿Aprenderás a masturbarte en el interior de un armario?

Pensé que era un mingitorio.

Demasiadas veces piensas lo que te conviene, y lo reconviertes a tu provecho.

(Discreta actividad es la mía en la silenciosa y estrecha oscuridad de un armario.)

Escribe la frase más hermosa: asocio la luna a la sangre de la vagina de las madres, de las hermanas…

Le señala la frase con el dedo puesto en la página El Docto Boceto a la discípula sentada ante la mesa, con el liviano libro entre las manos; luego de leer la frase más hermosa, alza la cabeza y sonríe al pérfido cuarentón de pie, a su lado.

Todo es como un juego.

(En la cima del rimero de libros por leer: Bella del Señor, Otra vuelta de tuerca, Ada o el ardor, una biografía de la Yourcenar, El amante, de Duras…

¿Lolita…? ¡Por Dios, por Dios…!

(Cerdo: dale la vuelta a ese cuerpo indefenso de adolescente ávida de travesuras, cógela de los pies, mete su cabeza en el retrete, que se mojen sus cabellos, el rostro, la boca con el líquido hediondo de las mil meadas…, que vaya sabiendo lo que es bueno.)

¿Han de matarla tus imaginaciones? Estábamos tan a gusto los mayores…

Ahórcala dentro del armario.

Un accidente, señor. La vida es un accidente continuo, una tregua, un desenlace, todo acaba en la muerte, vivimos de milagro, del aire… Usted, señor Cardenal, lo sabe mejor que nadie, su eminencia, su…

Caramba con el francés… Pero nunca ocultó los desmanes de su imaginación.

¿Por qué ojo de cerradura miraría el espectáculo? ¿A través de qué emisario?

La descuelgas de la barra, la tiendes sobre la alfombra, está muerta, tienes una erección, la otra, la compañera de juegos, tu cómplice, observa tu excitación, se excita ella también, te somete a mil porquerías junto al cadáver de la ahorcada, la otra, esa puerca del sexo que una vez acabados los orgasmos, mea sobra la cara de la muerta.

¿Cuál es el secreto que todos los hombres buscan en vano? De acuerdo con lo que manifiesta uno de los primeros biógrafos de Wilde no es otro que el de saber mezclar sabiamente y sin perjuicio la bebida, las mujeres y las drogas de un modo satisfactorio.

¿Cómo acabó el que descubrió tal secreto?

Murió por haber ingerido una dosis excesiva de drogas… acompañado en el lecho por su mujer y su amante, las dos del todo ebrias.

La estampa fascinante de una época sicalíptica.

Al menos no acabó en bestiales aberraciones capaces de hacernos vomitar en nuestros propios zapatos a las personas de sensibilidad profunda: el anónimo narrador del suicidio de la pobre Marcela no dudó en Madrid, rodeado de puercos, en penetrar a una joven puta caída en la charca pestilente de una pocilga.

¿Tú sabías que los españoles viriles asisten a la corridas de toros mientras comen a dos carrillos los testículos asados de los astados sacrificados previamente?

¡Qué me dices!

Grandes conocimientos atesoran los foráneos del modo de vivir de los españoles. Nos abren mucho las entendederas a los naturales del país.

Las señoras de los foráneos comen cojones crudos mientras ven morir a los toreros valencianos atravesados por los cuernos de un toro bravo. Doy fe de ello, declararía años más tarde sir Edmond.

¡Qué hembras bravías!

Otrosí:

tales hembras se masturban mientras arrodilladas en el confesionario dan cuenta de sus pecados al cura detrás de la rejilla quien, naturalmente, hombre al fin, mete la verga dura y enrojecida en la boca de la sacrílega que se la mama con furor:

y el pobre cura Aminado, caído sobre el suelo como carroña sacerdotal, luego de sucesivos y pavorosos orgasmos, exhaló su último suspiro

La fiesta termina con el ojo (¿derecho o izquierdo?) arrancado del cura muerto de éxtasis entrando y saliendo una y otra vez por el culo de la confesada.

Ah, turistas, ah, Andalucía, infinito orinal inundado de luz solar, donde tan fácil es violar a la mujer a la plena luz del día…

Mi querida niña, mañana volveremos a la tabla de multiplicar: Sade, La filosofía en el tocador.

Después de esto…

Dos o tres cosas que aún sabemos de él.

El menú Wilde (y la muerte a no tardar): un par de huevos y una chuleta. Invariablemente. La receta ideal para ahorcarse al atardecer  después de haber leído un libro execrable comprado en el Palais Royal mientras hacías la digestión tumbado en la piltra de la miserable habitación de un lóbrego hotel.

Y si no te matas, sal a la calle, ocúltate entre la multitud y haz como el tipo de Bel ami: vete a cenar a uno de los restaurantes baratos del Quartier Latin por dos o tres francos… a menos que elijas quedarte en ayunas esa noche (si así hubieras comido, no cenaras ahora así) y beberte un bock de cerveza fría y bajas la cabeza al paso de los turistas ingleses y yanquis, impresentables e hipócritas, que tratan de descubrirte para insultarte en público a viva voz: gentuza atravesada, esquinada, de ducha diaria y entretenida pitanza, a saber lo que hacen en sus dormitorios encerrados con sus hijos o sus inocentes mascotas allá en mi rancho grande: el honor de un hombre se mide por la fortaleza de su mansión, la potencia de su brazo y el arma semiautomática con que la defiendes del ladrón, del comunista y del homosexual.

Murió bebiendo champagne, como Chejov, aunque éste si podía pagarlo de sobra, en tanto que el pobre irlandés cerró los ojos para siempre muriendo como había vivido, por encima de sus medios.

Hanna, cogeremos el tranvía maravilloso, el número 5, un día gris, frío, inhóspito, pero tú yo bien abrigados, reconfortados apaciblemente por la copita de absenta tomada previamente en chez…, con un par de buenos fajos de billetes en los bolsillos, y nos plantaremos sin importarnos la llovizna en el Pére Lachaise, emocionados enmierdaremos un poquito más con nuestros graffitis la escultura funeraria tallada por Jacob Epstein, profanada en todos los idiomas por millones de guarros con un rotulador en la mano admiradora.

Yo, Hanna, también un día supe afilar mis uñas, y como aquel Dimitri Rudin de Turgueniev, tomé un fusil y me  lancé a las barricadas: me batí con denuedo frente a la policía política. Qué te voy a contar. Subiremos al tranvía número 5… y aquello será Troya. Te conduciré al teatro de mis acciones, al lugar de mis batallas todas perdidas.

Soy un hombre herido, Hanna.

Pero aún tiene redaños para alzarse de sus despojos ante los ojos maravillados de la incauta adolescente.

Porque, Hanna, yo estuve, como el hombre americano aquel, allí. Yo era el hombre, y allí estaba.

En todas partes ha estado… con un libro en la mano.

He estado visitando la tumba de Keats en el cementerio protestante de Roma, y he estado en Claudio Coello viendo saltar por los aires (te juro que saltó de veras por los aires) el Dodge Dart blindado del almirante Carrero Blanco, hombre fuerte del nefasto antiguo régimen. He estado antes y después. Antes de Franco y Después de Franco. Yo era el hombre, ese hombre de mil cicatrices que tiene a la historia agarrada por el pescuezo, y pasa a tu lado por la calle humilde y errante, barajoniano y solitario, silencioso, sin aspavientos, sin que una sola mueca delate la sangre heroica y visionaria que fluye por sus venas.

Cogeremos el tranvía número 5, Hanna, nos dejaremos llevar por el tiempo, y luego el reposo, la paz… la gloria.

Sí, ya al borde espumoso del mar, en Malvarrosa, frente a la brisa limpia del horizonte, olvidaremos los días de plomo, evocaremos el sacrificio perenne de la juventud de todas las épocas en pos de un ideal, cuando las grandes esperanzas de antaño, cuando el corazón, un saco de arpillera, era grande y donde todo tuvo cabida y todo fue posible.

¿Tú sabes qué me dijo a mí uno de la Social en plena dictadura?

¿Quién? ¿Yo? 

¡Vade retro!

¡Yo qué voy a saber! ¡Yo soy un ciudadano ejemplar!

Se empieza por tener una máquina de escribir y termina uno haciéndose con un fusil de asalto y convirtiéndose en un asesino sin asomo de piedad hacia ancianos, mujeres y niños.

De la Underwood al FRAP o a ETA en un santiamén. Vaya, pues, con tiento. Le tenemos vigilado, terrorista de mierda.

Me exculpé confesando que yo era un poeta, un lírico sin mayores pretensiones de arreglar el mundo, y mucho menos la literatura contemporánea, que me conformaba con mis versos, habitualmente endecasílabos blancos de múltiple temática pero jamás reconocible en una primera lectura, que yo de política no entendía nada:

Mire usted, yo soy un poeta… hermético.

Que sea la voluntad de Dios.

En efecto, las cosas suceden por mandato divino. Y no hay más que hablar. ¿Quién puede creer todavía aquello de que las cosas del César son del César y las cosas de Dios son de Dios? Bien ha de verse el día del Juicio Final: allí todo será llanto y rechinar de dientes. (En el Apocalipsis monedas y joyas han de fundirse con vuestros excrementos, acabar en escoria.)

Todas las monedas tienen, aunque parezca lo contrario, un solo nombre. Y no es el tuyo.

¿Pues no vuelan las monedas de mano en mano?, ¿qué no están al alcance de cualquiera que se lo trabaje?

Si así fuera, ¿de qué valdría hacer la revolución?, ¿tener en nómina una policía siempre alerta con la porra a punto?, ¿conservar bien engrasado el armamento de los ejércitos?, ¿alimentar esos rebaños de funcionarios apoltronados de por vida y jueces defensores de la propiedad y los valores de su casta? Infeliz, ya es bastante que tú las puedas coger al vuelo. Y  poco tiempo las mantienes encerradas en el puño iluso: sólo el suficiente para que te mantengan vivo en el espejismo, te entregues a la crianza de un hijo (o dos, si eres buen cristiano), consumas un poquito más de lo necesario y tengas al día la hipoteca y la póliza de decesos.

Ten ojo avizor.

Has mudado de piel, hasta de alma (unas monedas tan sólo y estás listo).

No eres cliente de nadie, esa identidad anónima pasó al olvido. Eres víctima: en cuanto atraviesas la puerta de la tienda, afilan la hoja del cuchillo: te van a dejar en cueros, te van a desangrar.

Esa sombra que precede o sigue tus pies desde siempre, no es tal, es tu vigilante.

Ese que crees que eres, no eres.

Yo haré crecer tu sabiduría, Hanna.

Boceto, lejos de Charlie, se observa con tristeza en el espejo de la noche, a solas, ni siquiera en la madrugada solitaria piensa en  Paula follando con alguno de sus jóvenes y vigorosos amantes, potros desbocados llenos de whisky y farlopa a los que el alba desoladora ni les hace pestañear, pequeños dioses desdeñosos sin legañas ni mugre en el alma: la tipa debajo de ellos no merece sino las cien sacudidas de su polla hasta reventarla de placer, dejarla para el arrastre desmayada entre las sábanas con la sedosa, y aún fragante por el carísimo perfume, ropa interior de trescientos euros rasgada y hecha jirones debajo de la cama.

Amor salvaje… sin sangre ni golpes, sólo uso y desprecio.

Quiero vivir muchos años…

Pero… ¿de viejo?

Funesto destino… envejecer mientras el mundo permanece inmutable, todavía reciente, joven: cada vez será más ajeno a ti,  a tus calambres y ruinas mentales.

La perversión, la influencia deleznable, lleva su tiempo.

¿Esperar dos años? 17, rozando los 18 años: aún la tiene en 15, decidida aunque… también algo temerosa de las transgresiones que adivina.

El fácil analgésico de los renos servía para las sufridoras servidoras de la tierra; ésta requiere de buenos opiáceos estimuladores, una buena tunda intelectual.

¿Allá en la sosa Suiza empezaría con la Blyton? ¿Cuál de los 800 libros de la torrencial encantadora de serpientes juveniles fue el primero?

Miles de capítulos con el inevitable misterio, perro incluido, a la hora de la merienda.

Tales entretenimientos corrompen sutilmente a los niños y, en especial, a las niñas, mucho más listas e imaginativas en cuestiones de índole sexual: esta rajita no está ahí de adorno, se dicen ellas a temprana edad; esta pilila, esta cosa, sirve para mear, se dicen ellos ingenuamente.

Para qué perder el tiempo. ¿Acaso lo pierde Ada? ¿Lo malgasta nuestra pequeña Eugenia maquinando con frialdad el asesinato de su madre?

Hanna ha aprendido a ponerse las suaves medias de cristal.

Permite, sabio profesor, que las aventuras de Lolita la Pánfila le hagan sonreír con desdén y le obliguen a husmear títulos menos prefabricados.

Ponle a Sade, cuanto antes, entre los muslos.

Ponle las esposas de tu vasta e inconmensurable cultura en torno al cuello: tu perrita fiel y entregada.

¿Para que inventó el mundo a Bataille?

Jugamos los perversos con él como con un juguete erótico: Hanna, es tu turno.

Y ella, la alumna viciosa, bien entrenada, se levanta las faldas…

Pues no hay que desperdiciar tus horas de lectora con simulacros y autorcillos inapetentes con los ojos fijos en las pantallas de sus ordenadores y los penes flácidos y arruinados por la desgana. Escritores bromuro a los que, para aviso de navegantes, habría que colgar de las pelotas en el mascarón de proa del Pequod o del palo mayor de La Hispaniola.

Cogeremos el maravilloso tranvía número 5, que en las noches de plenilunio reserva grandes sorpresas a los imaginadores y a los poetas (herméticos o malditos o solamente poetas o no poetas: sociorrealistas): penetra raudo e invisible en lo más profundo del ficus de El Parterre: allí es el otro lado del universo, el que corrige seriedades inútiles, conductas atrofiadas y alienta los disparates, los caprichos y hasta los desastres de los humanos: ellos se lo han buscado, susurra ora la luz ora la oscuridad, ambas tan necesarias para un espíritu equilibrado. En este lado del universo, tan escondido tras la película finísima de la realidad, acaece lo que en verdad (en verdad os digo) nunca desapareció desde el inicio de la historia del mundo y el hombre: la libertad, el pecado y la placentera invención de antes del árbol del bien y del mal (que es un pobre manzano inocente como lo son todas las cosas naturales de la tierra, y más aún los árboles tan grandullones como ingenuos) y la maldita caterva de sus ideólogos y policías, faros estrictos de los caminos por donde debes marchar: es decir, aquellos en los que jamás se te ocurra poner los pies: se ha dicho en otro lugar: lo correcto apesta.

Hanna, alejémonos con el libro de Sade o de Henry Miller en las manos, incluso podrían servirnos el material de los sicalípticos españoles Hoyos y Vinent, Zamacois, López de Haro, Artemio Precioso o Pedro Mata: erotiza más el estilo pedestre de sus páginas que lo que se fatigan contando, un quiero y no puedo de penetraciones vaginales con el abrigo puesto. Huyamos veloces a lo más hondo del ficus y dejemos atrás, a la dudosa luz del día, a la tropa cotidiana de censores envidiosos y onanistas y a los vigilantes de las buenas costumbres siempre con el sexo revuelto y hecho papilla mezclado en los sesos al levantarse de la cama: se desayunan sin ganas, con el cuerpo ya vencido y los ojos sin brillo, cansados prematuramente de las visiones que han de llegarles en las próximas horas, todo el día de delante echado a perder entre la sinecura funcionarial o similares, los tres cafés con leche, la comida indigesta del mediodía, la conversación trivial, las mustias cervezas del atardecer y los vanos programas de televisión con la bandeja de la cena a un lado del sofá. Luego, dormir y callar.

Qué será…

Amanece: vuelta a empezar.

Gentes que ya no valían ni su apariencia confeccionada con despojos de escaparate textil.

De joven, aquella pobre víctima de los agustinos resultaba grotesco. No por lo que hacía, asuntos sin ninguna importancia, sino por lo que no hacía: era, simplemente, un solitario en tierra de nadie. Un ser sin el menor interés, un paseante callado.

Amanece: vuelta a empezar.

¡Qué selección natural! Hoy (¿cuándo hoy?) no descuellan principalmente los más fuertes, los más hábiles o los más inteligentes; en estos tiempos (¿cuáles son esos tiempos que tanto se diferencian de los otros, de los de después y de los de detrás?) se hacen con todo (el oro y la prebenda del mundo) los más inmorales, aquellos los traidores a tus espaldas y la sonrisa fea al frente en el patio de recreo de los agustinos.

¿Qué te habita? No yo, el cerebro haciéndose papilla.

Canalla malvada y peor aconsejada, decía don Quijote.

En el interior más profundo del ficus, la adolescente, telúrica y sensual, se revuelca desnuda sobre la tierra húmeda: la tierra, la mejor amante.

Me gusta la tierra, su textura blanda, casi de polvo, no la otra la apelmazada, roqueña, me gusta su sonido bajo la planta de mis pies, su crujido de rama seca a veces, su sustancia… Me la llevaría a la boca, me emborracharía con ella.

Casi escondido en la tierra, hay un delgado volumen de Alianza Editorial, 182 páginas.

El tesoro de la isla.

Lo libra de su escondite, quita los grumos terrosos con la palma de la mano y sopla el polvo adherido a las tapas.

El innombrable, de Samuel Beckett: una edición de 1971 en traducción de Rafael Santos Torroella.

Existo y sobrevivo a mi manera.

Desde un recuadro perspectivístico el ojo monstruoso humano (de tierra, a punto de cerrarse para siempre) te observa: no abras las páginas de este libro, nada has de aprender de él como nada sabrás de las respuestas a las preguntas esenciales que te haces mirando las estrellas (o la puntas de tus zapatos).

Decir yo.

¿Basta con eso?

Hay que seguir adelante, hay que seguir… allá donde existe el verdadero silencio.

Qué conversiones.

La lombriz es… un enigma, además de proporcionar buenos cebos al pescador de almas. (¿Dijo almas?)

Lombriz.

(Del lat. vulg. lumbrix, -īcis).1. f. Gusano de la clase de los Anélidos, de color blanco o rojizo, de cuerpo blando, cilíndrico, aguzado en el extremo donde está la boca, redondeado en el opuesto, de unos tres decímetros de largo y seis a siete milímetros de diámetro, y compuesto de más de 100 anillos, cada uno de los cuales lleva en la parte inferior varios pelos cortos, rígidos y algo encorvados, que sirven al animal para andar. Vive en terrenos húmedos y ayuda a la formación del mantillo, transformando en parte la tierra que traga para alimentarse, y que expulsa al poco tiempo.)

La lombriz es un gusano introspectivo.

Los niños gustan de hacer pedacitos con sus propias manos el cuerpo blando, húmedo y cilíndrico de las lombrices (no se les oye quejarse en absoluto al romperlas poquito a poquito), aunque primero tienen que escarbar en la tierra feraz y olorosa para dar con ellas.

Las lombrices huelen a tierra, están hechas de tierra, tienen su color, saben a tierra, dice el niño del ojo aún muy abierto (también escritor agónico, que ha de morir en un hospicio maloliente rodeado de viejos maniáticos o silentes y apabullados, y propietario del ojo terrible de la cubierta de Daniel Gil), abierto a las novedades del mundo, un pedazo de tierra, rocas y agua.

Si te comes una lombriz viva, si la notas moverse sobre tu lengua antes de engullirla, percibes el movimiento del mundo, el rotar de la tierra en el cosmos.

Todo regresa a la tierra. Bonitas vacaciones, pero ahora ya estás de vuelta.

Escribir, por ejemplo, una novela corta (128 páginas a lo sumo, una nouvelle, por así de elegante decirlo) con el título Worm en Battersea Park.

El gusano Worm se recita a sí mismo versos sueltos de Percy Bysshe Shelley mientras estira las piernas, descansa bajo los olmos o mira en torno a sí la triste grisura de cada día esparcida sobre todas las cosas y los seres.

Worm es una extraña lombriz que habla, pero la voz cesará muy pronto y no se volverá a oír a sí misma. Silencio absoluto, como si estuvieses bajo la tierra. 

El pensamiento es un habla infatigable. No deja de dialogar contigo ni un segundo.

¿Cómo andamos hoy del intestino?

Mucho mejor. Hice bien en acudir a tomar las aguas al celebrado balneario del Mar Negro.

Tener buena salud es la primera obligación de un ser humano.

La salud de una lombriz es indispensable para la buena marcha de la tierra.

La salud de una persona es indispensable para la propagación de la vida.

La eternidad late tanto en el viejo como en el joven, en la tierra, en el cielo, en la lombriz, en el ojo de tierra abierto del niño que ha de apagarse un día y cerrarse para siempre: en la eternidad incontestable.

Yo un día, le dije a mi padre, me comí una lombriz. Pero primero la machaqué con una piedra y la espolvoreé con sal, precisé, y mi padre me miró con absoluta seriedad durante unos instantes: Bien hecho, dijo, y enseguida volvió a meter las narices en sus papelotes.

(¿Qué somos nosotros?, se pregunta el señor Antonio Machado…? Tierra y polvo, con perdón de los padres de familia, concluye diciéndose el poeta.

¿Qué se recita a sí mismo el señor Worm escarbando (como si fuese una lombriz) en el grueso de los poemarios del señor Shelley, que tampoco podría decirse que sumaran muchos en el transcurso de su corta vida?

Versos excelsos:

… el día dorado con eternales olas.

…………………………………………………

Brota el sol y desovan los reptiles.

Se pone, y cada insecto efímero (pero eterno)

desciende sin aurora hacia la muerte

en tanto despiertan los astros inmortales.

…………………………………………………

La muerte ha comido su voz,

Se ríe de nuestra desesperación.

Oh, deidad, Tierra, yo te amo, proclama otro poeta (el mismo elegante valenciano con monóculo en fina montura de oro y botines blancos de piqué a veces y otras veces calzando botas de charol con suela de antílope).

La Tierra… Una vasta materia, dice el gusano de forma humana.

Es sin voz, pero tozudo se jura que no callará nunca (hay que seguir), nunca callará: está obligado a hablar.

Quizá le conmina a hacerlo Malone, ese tipo del sombrero sin alas del que nada hay que esperar. (Ahora bien, ¿por qué Malone se aguanta la mandíbula con las dos manos?)

Puede que sea, ese tipo, Molloy. Desde este sitio donde me pudro es difícil precisarlo. Asoma uno la cabecita irguiendo el tronco, con esfuerzo, desde la pocilga o la alcantarilla, se dice, mira: esas de ahí arriba, tan variopintas (heteróclitas) son las cosas del mundo.

¿Murphy? ¿Molloy? ¿Malone? ¿Worm?

En efecto, al final Worm. Era previsible. Así se acaba: tierra y polvo.

Bien lo adivinó el poeta en los sesenta.

Por entonces se llevaban mucho los cursos por correspondencia: reparador de radios de válvula, mecánico de automóviles, mecanografía, taquigrafía, contabilidad, corte y confección, dibujo publicitario, cultura general, idiomas (francés, inglés, alemán, italiano, sánscrito, pastún)… Había donde elegir: una manera de justificar tu paso adolescente por la tierra sin necesidad de estar bajo la égida y el palmetazo del dómine, encerrado en tu habitación, tumbado en la cama, dándole a la hebra consigo mismo, sin que nadie pudiera comprobar tu indolencia, tus carencias intelectuales o tu vagancia.

Por entonces, uno podía morirse a los setenta años sin haber admirado ni una sola vez la majestuosa singladura cósmica del cometa Halley.

Por entonces, en el 71, año de los libros de bolsillo, estaba el que se pasaba horas absorto, como hipnotizado, con la vista fija en el microsurco que giraba en el pick-up y quien, más decidido, buscaba el ostracismo de mucho tiempo después fabricando artesanías de tres al cuarto o una muerta rápida a base liar un porro tras otro en Formentera, un lugar al sol de la nada mientras escuchaba a Cream, Pink Floyd y Frank Zappa.

Por entonces los señores de once años, como el futuro hombre de tierra, se protegían de las asechanzas y maldades del mundo con un verdadero arsenal de armas de probada eficacia y contundencia: la Pistola Pirata y la Pistola Trueno en cada uno de los bolsillos del pantalón (corto) y la Pistola Lugar enfundada y sujeta al cinturón presta al disparo (entre las cejas).

Por entonces la mitad de la población española se debatía entre el cloruro y el nitrato de plata y la teleplastia mientras el dedo justiciero y atinado de El Caudillo le daba a la perdiz y al conejo montaraz, cazador impertérrito tocado con el bizarro sombrerito verde con pluma, completamente ajeno a los mezquinos entretenimientos del vulgo (salvo su afición a lo televisivo).

En fin, casi por completo enterrado en la tierra, donde no tardaréis en hacerme compañía, os hablaré (era inevitable) de mi madre. Un anuncio de televisión me la ha recordado de pronto (Que sí, que sí, el secreto esta en la Y…) No hay mucho que decir: me sacaron del cálido y protector refugio (del ficus) al mundo a través de un agujero que ella tenía entre las piernas. Supongo que todavía lo tiene: entrada y salida por la misma puerta. Exit, Exitus. Un día, esa mujer agujereada dio un portazo y se largó. No la he vuelto a ver. No es que me preocupe demasiado: vista una madre, vistas todas. Sin establecer analogías insultantes, cabría decir que al cabo del tiempo el efecto es como el conseguido por los anuncios de televisión emitidos en el intervalo de todos los programas, series, películas y concursos del año 1971: 38.000, al menos eso aseguró un sociólogo de renombre que, según él juraba, se dedicó día tras día desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, conjuntamente con un auxiliar a contarlos uno por uno. Tú te encargas de la segunda cadena; de la primera me ocupo yo.  Un suma y sigue inoperante en el fondo (y en la forma). La mujer puso pies en polvorosa en el 76, cinco años después del que llevamos entre manos, el 71, un año en forma de gominola donde la represión, el hippismo de imitación y la pijería cultural jugaban al escondite. Sólo unas palabritas más acerca de la madre huida: conservo alguna fotografía, poses no preparadas, sin posturitas y miradas sonrientes al ojo de la cámara, imágenes espontáneas, su figura de espaldas o de frente, su cuerpo esbelto y alto en bañador y la melena al aire junto a las olas de la playa de Benimar, mirando por la ventana un día de lluvia, leyendo un libro, frente al lienzo en el caballete, anónima caminante entre otros viandantes… Luego, a partir de los años ochenta, se hizo famosa, apareció en televisión y ya se me hizo irreconocible. La olvidé, aprendí a vivir sabiendo de su existencia pero sin necesidad de su presencia. Mira, tu madre, decía mi padre al verla en la pantalla, pero lo decía sin pasión, con un tono de sosería no deliberada, carente de interés, como el que dice está lloviendo o pregunta sin dejar de leer el periódico ¿qué cenaremos hoy?, aunque alzaras la vista y miraras durante unos segundos el rostro de esa mujer del agujero, tu madre (¡qué cosas!), no había ninguna curiosidad por echarle un vistazo, si llevaba falda o pantalón, si se había cortado el pelo o aún lo llevaba largo y suelto sobre los hombros o se lo había teñido de rojo o azul o se lo había dejado blanco natural, si decía una cosa u otra, si se contradecía o si se corregía, si mencionaba un nombre clarificador y referencial en su poética,  si… Pero, en fin, ya se sabe, el arte y su palabrería irrelevante, ese sonsonete, el de la televisión, es un runrún adicional a los otros ruidos domésticos de la casa que pronto pasa desapercibido. Un día cualquiera la entrevistaban en una calle de Nueva York, y a la mañana siguiente aparecía en Kassel, en Basilea  o en Sao Paulo. No te enterabas de nada de lo que hablaba. De modo que eso es todo, terminaba diciéndose uno pensando en lo que llevaba entre manos ese día, cualquier cosa importante o no, pensando lo que empezaría o acabaría mañana o pensando en las musarañas, o tal vez sin pensar nada, aunque esto al parecer es imposible.

Ni siquiera cambiábamos de canal.

De la tierra arrancaré a mi hijos, había dicho la clásica.

Ellas, algunas elegidas, son así.

Otros años vienen frente a mí, pasan ante mí, dan vueltas a mi alrededor. Es probable que los conozca a todos. Vendrán. O no. Pero todos forman un patrón, el del 71.

Buen año para criar gusanos de seda. A los once años uno tiene una caja de zapatos llena de minúsculos huevos negros debajo de la cama y una tonelada de hojas de morera sumergidas en el agua de la bañera para que permanezcan frescas y tiernas. Las cosas se ponen en marcha, y uno no va a pararse a pensar en cómo detenerlas.

La tierra nos oculta, nos vuelve camaleónicos, nos convierte en su grumo.

La era del embaucamiento: uno, que no era él, se deja llevar hasta la inanición más completa de la mano de Syd Barret y la psicodelia más delirante y acaba en Soft Machine; otro se tripa y acaba creyéndose el dinamitero de las Batuecas, cuando sólo se encuentra a tres pasos de su habitación forrada de pósters de un cromatismo embrutecedor donde huele que apesta al kif moro  comprado a un legionario borracho y en el tocadiscos que le trajeron los Reyes Magos de este año tan incitante nunca deja de sonar Flying high with The Canarie, de Los Canarios (y tampoco la voz enérgica de mamá avisándote al mediodía que la comida en el plato se va a enfriar, idiota).

Hasta que no te compres una DKW para huir al fin del mundo con lo puesto no eres nadie.

Un día, disimuló los once años (zapatos plataformas y pantalones campanudos, peluca cardada, mostacho pegado debajo de la nariz, la mirada de brillo homicida) y se coló en Bocaccio: Hágase a un lado, soy uno de los socios inversionistas. Pregúnteselo a mi padre.

Vía franca.

Se compró una vistosa bufanda en Saltar i Parar que una hora después regaló a un indigente de la Plaza Real: que Dios le ampare, buen hombre.

Se dejó retratar para descubrir enseguida con la fotografía en la mano  que quien le hizo retrato pensaba más en su jeta de artista que en el retratado: la hizo trizas al salir del estudio.

Con su cara de paleto celtíbero se paseaba a la caída de la tarde por Tuset, calle arriba, calle abajo, como si estuviera paseando por la carretera comarcal que cruzaba su pueblo.

Se tomó cuatro whiskys y urdió con extrema facilidad cuatro prodigiosos alejandrinos… que a la mañana siguiente en plena resaca, de una lucidez extraña, aún antes de acabar en la ducha renovadora, arrojó a la papelera de las vomiteras de una u otra clase.

Para ese viaje no se necesitaban alforjas.

¿Qué se hizo de todo aquello?

¿Qué se hizo aquel trovar,

las músicas acordadas

que tañían?

Te cambio mi colección de libros y discos del 71 por ese C6 de Nokia tan plano que llevas en el bolsillo del culo.

Te quedas muy por debajo. En el 2005 (y no digamos en el 2008) todos esos trastos los tengo al alcance de mi mano en Internet: mi apartamento es demasiado pequeño, andaría tropezando constantemente. Esas antiguallas sólo sirven para acumular polvo. Internet es inmaculado: preciso y servicial al instante: el diámetro de la esfera del mundo son treinta centímetros: basta un vistazo para su comprensión.

(La nostalgia ya no es lo que era: lugar común reiterado en boca de los cuarentones calvos y bien cebados de los noventa y ss.)

Quedan las imágenes fotográficas. Las risas. Las sonrisas. Todo lo gráfico más triste de los muertos tan desnudos frente al ojo de la cámara. Y la copa en la mano, días de vino y rosas, la juventud dorada que jamás pagaba por una entrada al circo de las vanidades: atención al pajarito.

(En una fotografía he visto yo a dos jovenzuelas en minifalda con las bragas al aire arrodilladas con las tetas colgando frente a un señor editor bailándole el agua: refocilaos sobre esos papeluchos salpicados de naderías, queridas niñas, retozad cuanto gustéis. ¡Qué graciosos panderos! ¡Qué juerga interminable! ¡Qué sonrisa torcida la del gran señor de la literatura moderna y sus elecciones editoriales bien urdidas!)

Te cambio este pergamino arrugado…

Los mejores Martinis son chez

(Se compró del divino Dalí un cuadro en pequeño formato, divino, querida, divino. En realidad, se trataba de una litografía a dos tintas.)

De vuelta a la tierra:

Debo irme, dijo JD.

¿Adónde?

A la tierra.

A los doce años había leído La tierra, de Emile Zola. Le gustaba aquella imagen de uno de sus protagonistas que eyaculaba sobre el surco profundo… Sin embargo, ¿qué monstruo se engendraría de la simiente humana en la honrada desnudez de la tierra?

Dura tierra la de monsieur Zola: cuando los hombres no pueden seducir con sus engaños o sus maneras a las mujeres, se hacen con ellas a puñetazos, les abren las piernas con la fuerza de sus brazos de piedra y las preñan como a las bestias en celo: paren hijos como las cerdas los cochinillos. ¿Para qué otra cosa ha de valer el semen, un hombre, una mujer?

La tierra, Brell, la tierra… La tierra, Vincent, la tierra.

…que es una vasta mansión. Asoman las Pléyades, pronto ha de comenzar la siega. Canta el cuclillo escondido en las ramas de la encina, ha de cantar hasta el orto de Sirio. Has de saber que el día siete es sagrado, que el nueve es bueno para ocuparse de las faenas, que el trece aconseja plantar, que el veinte es importante y lleno de sentido,  que cuatro días antes de terminar el mes hay que cuidar el corazón para que no entre el sufrimiento y lo corroa... Pocos saben que el día veintinueve es el mejor para beber el vino y no temer a las bestias del bosque, pocos le dan su nombre correcto.

El martes 29 de julio de 1890 el cielo podría haber sido el mismo que el domingo 29 de julio de 1990: era el mismo (fuera de los entretenimientos y las modas), un año no da para mucho, JD.

Muere un poeta (de corbata y con buenos fajos de billetes en el bolsillo, pero maldito). ¿Moriría con ese espíritu de las 5 de la madrugada, transfigurado y eterno?

Boceto dejó de lado la poesía: ya hemos crecido: yo también quiero ser poema, decidió. De modo que atravesado el umbral de los treinta se dijo que ya se había ganado el derecho a entretenerse de por vida sin excesivas exigencias. No se perdió ni uno solo de los episodios de Twin Peaks en la dos temporadas que se emitió la serie.

Un final de colores un poco chillones, sentenció al final de la segunda temporada, y borró las cintas de vídeo. No tardaría ni una semana en aprovecharlas de nuevo grabando las pudibundas sesiones de strip-tease de Un día es un día y los pornos de Canal Plus.

Forja tu cuerpo con Danone, sé un ciudadano ejemplar…

Y, prisionero de las manos locas, acaba devorando la merienda sentado en el sofá mientras asiste a las aventuras de Los caballeros del Zodiaco, y horas más tarde aún tenía fuerzas suficientes para investirse en la piel de Kevin Arnold y enamorar a Winnie Cooper, dejar pasar un tiempo mirando el insondable cielo nocturno (las estrellas, ah, las estrellas) y luego disponerse debidamente, con compañía o sin ella, a ver la porno de turno.

La tierra, la tierra, todo esto da de sí, la concreta, ¿a qué andar en averiguaciones insidiosas?

Occam: si parece fácil, lo es.

Vivir, clamaba la filósofa Ayn Rand en el sin par tratado de elevado pensamient0 Los que vivimos.

(A Hanna ya la tiene a punto de caramelo, sólo un empujoncito, se confiesa Boceto: Las edades de Lulú.)

Precedió a ese libro El coleccionista. Tal vez un error de apreciación, una torpeza inexcusable que le causaba cierta irritación al recordarlo: un movimiento falso en el tablero y adiós al jaque mate. Aunque cándidas y crédulas, las adolescentes en algunos instantes son sumamente susceptibles y por cuestiones de lo más baladíes se ponen en alerta incluso contrariando sus propios instintos, lo acuciante de sus estallidos hormonales.

¿En qué monstruo engendrado de tierra y esperma de hombre nos hemos convertido?

Cuanto más bestia, cuanto más natural, más libre y saludable vivirás bajo el cielo cambiante de las estaciones.

¿Un monstruo?

Naturaleza, pura y simplemente.

¿A cuánto la montada?, preguntó desabrochándose la bragueta.

Tirada sobre la paja, con las piernas abiertas y el borde de la falda subido a medio muslo, humedeciéndose los labios con la punta de la lengua roja como la sangre, la pastora, que no puta de cobro, contestó que la voluntad. Se relamía de gusto por la pronta sembradura.

Cuarenta sueldos habría propuesto monsieur Zola de terciarse un trato entre la mujer y el macho, pues desde su mocedad andaba muy documentado en este tipo de cuestiones campesinas y de otras muchas de distinta especie: tabernas, ferrocarriles, minería, mercados, cortesanas, banca, adulterios, grandes almacenes, religión, luchas sociales…: no escondían secreto.

Un hombre, un sembrador. Como el que siembra la vida a voleo. Un ser fecundo.

De la tierra ambos, el hombre de Zola poca semejanza tiene con el ya convertido tierra parlante Beckett. El hombre de Zola sólo es un ser insignificante (un hombre); el de Beckett nada menos que todo un gusano removiéndose en las puercas entrañas del mundo: Yo, del que no sé nada. Y hurga y hurga en ese grumo de tierra que es el alma.

A mí la historia de Mahood, a despecho de lo que augura su creador, no me desconcierta en absoluto. Los hombres son muy raros. Yo he conocido alguno que… En fin.

Hablar, hablar, a pesar de no tener nada que decir.

Un sino como otro cualquiera, el destino siempre es una puerta cerrada, cuando la abres ya es tarde: el derrame cerebral, el corazón en parada súbita, el accidente de tráfico que te desnuca en una décima de segundo y te convierte en un ser desmadejado, en un pelele muerto: sueñas, y el verdugo que sueñas te mata de verdad y ya no puedes despertar, mueres en el sueño, te quedas con la cabeza colgando del cuello y los ojos cerrados, hasta ves desde las alturas tu propio entierro… en la tierra.

Pero también puede ser un destino inane, tú ser hombre blanco del montón, ni siquiera un negro de África o un chino mandarín con la daga escondida entre los pliegues de su atuendo de finas sedas y estampados magníficos: tú ser un mero hombre reptante sobre las aceras hasta que mueres de consunción con la cartera, el bisturí, la azada o la llave inglesa en la mano.

Watt, Mercier, Murphy, Molloy, Morán, Malone, el innombrable (el sin nombre Worm, gusano, materia lombricera que hasta un niño machaca sobre una piedra y se lo traga: proteínas nada más, ¿qué hambre es la vuestra que os podrías dejar morir por vuestros melindres de doncella anémica y ascos culturales y alimentarios impropios? Todo al buche: a la mañana siguiente, temprano, la defecación, un zurullo humeante se desliza por el negro orificio excremental en virtud del buen hacer del esfínter)… Menuda panda, ¡y todos escritores mamando de las tetas de Tellus!, excretando monólogos, rompiendo el silencio con sus peroratas inacabables: la búsqueda de significados conduce a la atonía, no es sino el cansancio de vivir, la pérdida de esa costumbre. Uno se ríe del río que fluye y escapa, se abraza al tronco inmóvil del árbol, va convirtiéndose en sus raíces, ya no piensa, va engulléndose en la tierra: ¡Ve al ficus del demonio y entiérrate allí de una vez, criatura atormentada!, le espetaba su padre harto de él y su manía odiosa de hacer rebotar el balón (de reglamento) sobre las baldosas y el parqué del piso. Y que no volviera hasta que las moscas azules sobrevolasen su cráneo cubierto de pústulas, pequeño mamón irrespetuoso.

Habla y habla, y de cuando en cuando come moscas, pero como sin ganas, porque algo hay que comer (¿pero no comía tierra?).

He conocido alguno de un rarito… (Aquel tipo se masturbaba pensando voluptuoso en el culo de un caballo, naturalmente con la cola levantada, el culo de un percherón, por ejemplo, buenas ancas esas.)

Habla y habla y, claro, se le escapaba alguna confesión inconveniente, inquietante (Godot vendrá, pero la tierra ya será un gran páramo sin vida, inerte, cubierta de polvo amarillo), declara que es bebedor, ajedrecista y tristemente políglota de muchas lenguas que no sirven para comunicarse, y que también le gusta ver de cerca armado de una lupa los cuadros del Louvre y los del museo impresionista.

Beckett: ya le contaminé con mi compañía cientos de páginas atrás. Él me pagó con su silencio: era un camarada resignado y hermético. Solo que ahora lo somos los dos, mudos eternamente debajo de la tierra rodeados de sus muñecotes literarios, tipos atrabiliarios que no apartan de sí ni un instante su malhumor proverbial, su desesperada aunque pacífica misantropía.

¿Por qué Samuel Beckett?

Porque me lo he encontrado al volver una esquina en París. Llevaba un bolso en bandolera que en un tipo como él, ese viejo y digno que adivinabas tras la apariencia desastrosa, era como un auténtico escupitajo en los ojos. Sus pantalones, comprados de baratillo seguramente, eran acampanados, una moda juvenil que empobrecía todavía más su figura, le daba de patadas en el culo, y qué decir de sus arrugas de mendigo, los brazos colgando, el andar furtivo a ninguna parte:

Ahora lo comprendo todo: Beckett era el viejo loco escapado de un asilo que bajó a la tierra, escribió sus libros, anduvo escondido durante algún tiempo y regresó al asilo como si nada, como lo más natural que puede hacerse sin alharacas en la tercera edad.

Y ahora tratemos de ir a dar una vuelta por la parte de Worm…, debió decirse aquel día que huyó de las babas, y luego, mareado como un pato, volvió al redil: si te portas bien a partir de ahora te dejaremos jugar con tu balón de reglamento.

Hubo tiempo de todo, imaginó (y escribió).

Worm también tiene su Margarita, como todo aquel que va perdiendo su alma a jirones: unos se venden al diablo o a un dios (el que sea, Yahvé, esa bestia siempre con la espada en la mano, o el pintarrajeado dios de los Siux, un dios en verdad estático y pacífico, inmutable, incapaz de levantarte la mano, rígido como un madero), otros a la nada, es decir, al dinero que los induce al olvido de su condición y ausencia definitiva del mundo: nada.

Incluso los hay que tienen una Magdalena que les limpia el culo los domingos.

(¡Oh, sorpresa, existe la calle Brancion, en Montparnase!)

¡Qué me dices!)

Ese pobre Worm, que no creía en nada y sin embargo creía ser otro…

Qué paradójico.

Sería uno de sus miembros… pensante, pascaliano: una pierna, por ejemplo (la izquierda).

Qué exótico: ¿quién diablos es ese Toussaint Louverture? El narrador-escritor lo mete entre dos líneas como el que pega una meada al pie de una farola (municipal): hasta ahí la revolución.

Le ha salido una cabeza… como a otro le sale una col en la huerta: no me lo esperaba, francamente, se dice perplejo.

Acabar en un agujero… Sí, es una idea.

Me acuerdo muchas veces de Samuel Beckett, enterrado en vida en un asilo por propia decisión: respiraba el aire viciado entre esas paredes y puertas con olor a mierda y orines que aprisionaban a varias docenas de viejos como él pero sin ser Samuel Beckett, como si estuviera bajo tierra, hecho de ella, a su nivel, en una tumba de tierra movediza en la que se iba hundiendo más y más a medida que elevaba la cabeza a un techo cada vez más bajo y que en nada se parecía al cielo. Se esforzaba por respirar. No se interrogaba en aquella atmósfera corrompida de decrepitud: ¿qué hago yo aquí? Tampoco sabía la respuesta, pero siempre había sabido que lo verdaderamente importante era la pregunta a la que sólo podía seguir el silencio: nada, nadie.

Esos viejos que le rodeaban mudos y fugitivos ni siquiera tenían conciencia de ser ellos mismos: finalmente, ése era el espectáculo al que se había condenado por decisión propia: patio de butacas, primera fila, pasillo central, y allá, en ese parnaso de mocos y excrementos descubría que el tiempo tan capaz era de hacer desaparecer las cualidades de un hombre… como sus defectos: sólo cáscaras vacías a punto de quebrarse en mil pedazos y disolverse en el olvido.

El final más grandioso, piensan todos los resucitados al tercer día, era pudrirse del todo en el lugar y la situación más humillantes: como escupirle a la cara a la muerte: además de mi cadáver, reciba mi más soberbio desprecio, señora.

Se acabó, dijo. Y dio en el clavo. ¿De qué le había servido, entonces, avoir de pain sur la table?

Fue previsor, escribió de tu padre el biógrafo oficial: y firmó la póliza de decesos de… su propio hijo. Vete muriendo, hijo, le animó el patriarca. Esa diligencia es algo muy español, muy tradicional, como el reloj que te colocan de por vida (los años contados) en tu muñeca izquierda el día de tu primera comunión. Con nicho a perpetuidad, tres coronas de lazo violeta (tus enemigos te perdonan) y tres coches de seguimiento  la cosa salía por un ojo de la cara. Pero es la costumbre: acabar en una pocilga entre  estertores con un ojo abierto, abrumado de flores.

El ojo de tierra se cierra lentamente. Se apaga. Las flores se pudren. No ha de tardar (un millón de años) el viento y la lluvia en convertirlo en piedra, un residuo fósil, un pisapapeles perteneciente a la colección de una lúbrica y sexualmente insaciable colegiala producida en un material y un plasma, hoy todavía inconcebibles, del año 3.892.

Modelo Hanna, serie 3892/1.

A fin de cuentas hablo de mí, una cuestión de palabras.

¿Quién no habla de sí mismo…? Pero el silencio es arte (Allais, Schulhoff, Cage, Malevitch, Bergman, Valente): Ni una palabra más, escribió Pavese arrullado por la muerte más dulce.

El hombre de tierra de Emile Zola es taciturno: sabe que el sol es un canalla y la lluvia voluble y la tierra roñosa si se empeña, exigente y cruel en todo caso.

Países de tierra tales que engendran abortos magníficos. Qué terruños. Aquél irlandés ilustre y literato enredador, tan irlandés como el lacónico Beckett y el dicharachero Wilde, aficionado a la pedorreta, fingida o real, y olisqueador impenitente del culo de su mujer, afirmó en una de sus páginas escogidas, bien que la declaración se escondiese en un batiburrillo de consonantes y vocales de imprecisa significación (Vid. Finnegas Wake, Faber&Faber, página, 629, Londres, reimpresión 1989), que la tierra suya era como aquella cerda (católica y santificada) que devoraba a sus cochinillos.

Como esa tierra, esa esposa malvada y resentida que aguarda el momento oportuno para propinar el golpe preciso que acabe con tus restos en el cementerio. Sin decir esta boca es mía. Sin decir ni pío. A la chita callando.

¿Pero se merecería algo mejor ese hombre acaudalado, golfista y putañero? No tendría yo mi completa colección de palos de golf guardados en el dulce hogar; tu mujer podría descubrir que la engañas con el hijo de tu jardinero, un travesti tetudo y depilado, y una noche maldita, mientras duermes plácidamente o en plena polución nocturna, en total silencio, aplastarte el cráneo con uno de los hierros, el número 2, por ejemplo.

92.

Por consiguiente, el hombre está tan dichosamente fabricado que en él no hay ningún principio justo de lo verdadero, y varios excelentes de lo falso.

De la tierra: algo tan contundente y, sin embargo, puede comprarse y venderse mientras te mantienes en pie sobre su suelo. Luego, te cubren con ella, tan silenciosa y aparentemente pacífica, y sus moradores necrófagos la emprenden contigo, te descarnan que es un primor.

Todas las calaveras se burlan de ti: ríen. Ríen sin cesar, eternas.

¿Existe algo más ridículo que decir esta tierra es mía?

La calavera te recibe al crepúsculo, o de mañanita:

Observo que llevas las manos vacías… bien a tu pesar.

En Montes, J.D.Brell miraba la línea abrupta del horizonte montañoso, y a veces fijaba la atención en las tonalidades majestuosas del cielo, contemplaba la obstinada vegetación y a la arboleda cambiante, el duro y gris berrocal de la ladera: se diría que se mostraba indiferente a la tierra blanda o pedregosa, que le sostenía: la tierra debía conducirle a algo, pensaba, era un camino, y a veces parecía invisible tan sólida bajo sus pies: ésa era la verdadera misión, el andar incesante; acaso, un día, plantar la casa junto el arroyo y disponer la siembra.

El tema (la tierra) era suntuoso.

Sólo faltaba el sol con un cielo soberbio, una majestad cotidiana, para magnificar su bulto y su corteza fantástica…

Ha trazado en su mente un mapa exacto de las tierras de Montes y sus difusas y arbitrarias fronteras de piedra, de polvo y de agua. Ha descansado bajo la sombra de altos árboles, ha estado perdido entre montañas, tumbado junto al arroyo verde y rumoroso. Sale y entra por aquí y por allá, por planos y hondonadas, por umbrías y barrancos. Ha dormido en cuevas. Siguió un día el rastro del caracol, ¡qué lejos le llevó esa huella de color desconocido! Ha calmado la sed en solitarios y refrescantes manantiales. Cargado va de nuevas: el bosque es un bicho viviente de ruido genial (aire, hojas de árbol, el chirrido infatigable del insecto, la algazara de los pájaros, el color furtivo, intenso e inesperado de la mariposa). Mete la cabeza en un entramado de follajes y descubre al jabalí escondido y temeroso en lo más hondo, jadeante y maravillado. Bajo el sofoco del sol de los eriales y secanos vuelan las piernas sobre el pedregal, transitan la senda dura, amarilla y torturada, descienden la rambla muerta de piedras grandes y quemantes, sin una gota de agua. Ya reconoce muchas y sutiles formas de pájaros, sus trinos jocundos. Sabe de plantas. Cosquillea levemente el aire sobre su piel quemada por el sol y... eso basta para que dictamine cual de los cinco vientos reinantes en la comarca señala la veleta negra que remata el campanario de la iglesia.

Después de las duras caminatas alcanza el pueblo durmiente, en silencio bajo la potestad del sol que quiebra el día.

Ha hecho del verano la culminación siempre renovada, ha hecho de él su verdadero aposento, el único refugio. A la excitación de la andanza sucede la promesa pueril de la espera. Abre las pesadas puertas de madera de la casa, y un frescor oscuro se estampa en el rostro anhelante todavía, lleno de sudor.

Come algo; se sacia de agua.

Luego, abiertas de par en par las hojas del balcón, el aire caliente penetra en la casa sumida en sombras y transmite la peripecia del monte, la dureza de la roca, el agua viscosa del arroyo, el canto de la cigarra, el crujido de la tierra, los colores del mundo. Puede que haya gozo, y el pesar a veces, escondidos en el alma enorme.

Ha descubierto la tierra. Ha enclavado su destino para siempre en las cosas de la tierra.

Está en el tiempo, ha logrado ese milagro. Tiene conciencia de sí y de la premura incomprensible de la vida náufraga deslizándose hacia la nada más patética e inmutable. 

Ya tiene la forma del discurso.

(Carga la mochila a la espalda, a la cintura la cantimplora vacía, un sombrero de paja le cubre la cabeza. Está exhausto, y tiene sed. Se ha aproximado a las primeras casas. La calle es larga y estrecha. Sin gentes. El olor a guisos de comida parece salir de los goznes de las ventanas, de las mismas piedras. Casas y gentes, ventanas y piedras están sumidos en una quietud de roca milenaria, telúrica, un estatismo absoluto de color, de trazo inerte. Una vida inmóvil, una imagen detenida en un plano de magia y mudez. El cielo es de un azul hondo. Sólo cerca de la cuesta de cantos que conduce a la plaza alcanza a oír algo: el sonido de un televisor, y luego de dos, y de tres.

Por lo demás, escribía muchas cartas. Eran cartas de una extensión poco común, y dos o tres eran perversas.)

La tierra, o la mierda que de ella brota procedente de animal o de hombre, el abono preciso:

El viejo de Novecento hundiendo las manos en la bosta aún caliente…, la tierra que Vincent van Gogh a punto está de llevarse a la boca…

La sangre no disfraza la sustancia de tierra que fluye por la vena.

71.

Yo escribiría aquí mis pensamientos sin orden, y no, quizás, en una confusión sin designio: ése es el verdadero orden, y que marcará en todo momento mi objeto por el desorden mismo. Daría excesiva importancia a mi asunto si lo tratase con orden, puesto que quiero demostrar que es imposible afrontar tal asunto de esa manera.

El viejo arruinado físicamente de Novecento permite que la mierda y su olor denso y masticable, el establo de la creación, lo finiquite de una vez por todas: ni siquiera una niña producto de la misma mierda tan fascinante, como una figuración surgida de ella, pues fue vida, es capaz de conseguirle un erección; otro olor más poderoso y sulfúrico le pervierte el corazón: el olor acre y sucio de su propio pudrimiento, el olor de la muerte. ¿Para qué esperar?

Se cuelga del viejo madero saciada ya toda su hambre de vida, ahogado por el olor de la tierra.

Voy por ti, puerca.

Y se deja caer.

En una escena sin aspavientos.

Con los ojos de tierra bien abiertos.

 

 

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