No existe poeta que no se mire mucho a sí mismo.
Andamos entre poetas a
los que las barbas cochinas de Verlaine pondrían en fuga como alma que llevara
no uno sino todos los diablos, y el pandero orondo y libre de peaje de Rimbaud
les escandalizaría de tal modo que los tendría postrados entre sofocos y
alifafes dos semanas: la quincena completa del cosmos, dejaría en blanco sus
mentes, mudas las plumas en la mano. Qué decir del sombrero inclinado pero aún
en la cabeza ahorcada de Nerval y sus pies charolados colgando. ¡Qué perfecta
estampa parisina, poética, oscura e invernal para letraheridos pusilánimes!
No menos estremecedor
resulta el dibujo del fiel Severn: los párpados de ángel enmudecido que ocultan
los grandes ojos, la cabeza yacente, reclinada sobre la almohada.
A gatas por Roma.
En la noche romana
descubres que se puede ser religioso sin creer en ningún dios, y mucho menos en
cualquier iglesia. El pasado y sus muertos te salvaguardan de la superstición…
y de toda superchería. Te basta un pedazo de papel y una pluma para conjurar los
peligros del vacío más asfixiante, de la nada más demoledora que sucede a la
mortalidad del cuerpo: eres eterno. ¿No estás en Roma? Ella te lo atestigua.
Toda esa muchedumbre
pobre y sucia descendiente de guerreros y poetas, cansada de tanta leyenda
corroída y de los harapos de la gloria pagana flanquean tu partida.
Moriré sin causaros
demasiados problemas, fácilmente, en silencio, no os preocupéis…
El poeta, el poeta de
aquel tiempo, no pierde el sentido de la realidad, pero para serlo tiene que
concentrarse en sí mismo, la verdadera fábrica de sus versos: el poema es lo
que importa, es lo que queda, porque tus otras concepciones han de pudrirse
conjuntamente con tu carne bajo la tierra o el fuego justiciero.
Sólo el corazón, sin otra luz ni guía.
(El poema es lo
importante… si a mí concierne, se dice el vate, venga del cielo o del
infierno.)
Roma, devasta: Ya nada más entre tus sacros cantos se oyen
bocinas, pitos y sirenas, y se ven por el cielo más antenas que alas y palmas
de ángeles y santos.
Cuando me vaya de
Roma, ¿quién se acordará de mí?
El poeta enfermo puede
ser terrible: Bécquer, Vallejo, Juan Ramón: ¡todos ellos son Keats!
Lo quevediano total: …
pues se huye la vida paso a paso… vive para ti solo, si pudieres; pues sólo
para ti, si mueres, mueres.
Me cambiabas
Lautréamont por Bécquer, dijiste.
Y me reafirmo.
Pues en paz quedamos,
como esos dos desgraciados bardos a estas alturas de 2005, Año de la
Concienciación Literaria de Hanna Schmidt Roser, 15 años (toda para tus ojos).
Empezó la lección del maestro con el veneno de
una de las rimas, cualquiera de ellas bastaba, y un facsímil casi perfecto del
manuscrito de El Libro de los Gorriones.
Pronto la ninfa ha de
comer de mi mano, pues es paciente como el ángel de la muerte y el tiempo que
devora el mundo.
Si ve por tus ojos la
realidad, de ella y de los demás, sólo ha de ver el mal o, peor aún,
indiferencia y desprecio propios, ese asco sonriente que distorsiona a veces
–todas las veces, de hecho- la expresión de tu rostro: toda corrupción llega,
pero permite, caballero español, que venga a ella, la cuasi niña, a su debido
hora, espontánea, no hacen falta para ello poetas de por medio.
De nuevo Rimbaud, sólo
la pincelada: Manos decantadoras de venenos (…): estas manos no han lavado
pañales de los lerdos niños sin ojos.
También puedes
hablarle de tu madre, tan parecida a la madre de Byron, ya puestos con estos
poetas de la melancolía y la innata tristeza, mujer apasionada y belicosa,
extravagante en ocasiones, lúcida a todas horas, extraña, sin escrúpulos: ni la
muerte la iguala.
No, hablemos de
Bécquer.
También tú, joven
Hanna, lo mismo que él, se debatía a los quince años entre la pintura y la
poesía.
Pasito a pasito: me
has de leer el Laooconte de Lessing:
yo te llevaré de la mano, soy tu Virgilio, estás soldada a mí, ¿recuerdas?
Conciliaremos tales tormentas que se agitan
en tu espíritu creador. Tú misma descubrirás donde se hallan los límites de
estas dos nobles artes, y cual de ellos desearás traspasar sin volver la
cabeza, sin arrepentimientos.
Mas no olvides desde
esta primera hora que es la poesía la que te brinda el derecho a pergeñar una hermäa con suficiente sentido cabal para
su comprensión global, al contrario que la pintura, que lejos de una
representación más o menos fidedigna de la naturaleza, aborreciendo de ella,
precipita a la aberración y al caos.
Perspicaz Horacio de
las epístolas: ut pictura poesis.
¿Alguien podría dudarlo? Acaso el mal poeta que cree que poesía es andar
calculando métricas, o quizá el pintor agrietado por sus visiones, toda esa
imaginería asociada a la confusión y desfigura del mundo real sin creer tampoco
en la sola materia de su oficio: pintura y soporte serían suficientes.
Te haré La reina de las hadas.
Te haré leer Las mil y una noches sin expurgar.
Te haré comprender que
tan honorable es escribir como leer: tal vez sea la misma cosa, aunque antes
haya habido un médium que andara de fatigas con la pluma en la mano dictándote
en el primero de los casos, autómata escritorzuelo.
Estos poetas, Keats,
Shelley, salvo Byron, violento y despótico, incestuoso imposible, preso del
tedio las más de las veces, parecen morir al cabo del día, cuando el
crepúsculo, flor de un día, un suspiro, un hálito tibio y pueril en el fondo:
quien muera por amor hubiera muerto antes sin quejumbres, quien cante ruinas y
penas del alma que se libre del alma y haga de otra piedra fuera de sí, de su
corporeidad mortal y rosa, el alma.
Primero desbrozaremos Endimión. Luego, las Rimas, su falsa sencillez de sobrecito
de azúcar para el café.
En todo caso, en
buenas dagas se convierten el pincel y la pluma si atinas con el golpe a las
primeras de cambio, no des lugar para la réplica: aséstales la puñalada con lo
más desconocido, aquello que más incógnito les resulte, lo más antojadizo, que
nada de lo sabido del pasado les defienda frente a tu novedad, que queden
desarmados, y hasta desnudos si fuera posible, ante la majestad, por
arbitraria, de tu osadía: ante lo nuevo, lo viejo ya no es viejo sino muerto y
bien muerto.
(Ah, Bocetillo, en cuerpo ajeno y virgen,
inocente corderillo recién venido de las brumas, buscas la venganza hamletiana,
los desaires debidos, el agravio constante, padres terribles éstos en la
excelencia perpetua:
Padre ¿en qué tasas mi
obediencia?
En cero. Me la debes,
mierdecilla.
Madre ¿dónde estás?
Silencio. Fundido en
negro.)
Bécquer, el
adolescente, todavía tuvo un entretenimiento más antes de salirnos poeta y
censor: la música (poco le duraría el pasatiempo). Después, el diluvio; ese
Madrid poblachón por el que trasiegan todos los románticos de provincias… y
todo ello, todos esos padecimientos para llegar allí, donde habite el olvido.
Ya te enseñaré yo a
ti.
(Callad, que por mi parte lo he olvidado todo.)
Sigue leyendo,
querida, no soy ajeno a las ilusiones de las quinceañeras. (Ya procuraré
alentarlas, haré hervir tu sangre antes de hora, la hora del recreo, la de la
merienda, la…)
Lee poesía verdadera,
la de bronce o la del mármol imperecedero (aunque rompible en brazos, cuellos,
troncos, penes, muslos) la que hurga en el fango del miedo a la muerte… a la
misma vida llena de magia, de misterios y asombros malsanos. Desecha aquella
otra pusilánime, la del efecto coco que
es solamente cantarina, jubilosa o llorona o exultante, perfecto simulacro,
ajustadita con el metro y auxiliada con el diccionario de rimas, la muy
satisfecha con monedas.
Pero aún Keats te
tiene las manos ocupadas. Bécquer, feble, como el que no quiere la cosa, te
arrancará un suspiro volandero, tanto como sus rimas que parecen tener alas
celestiales, vuelan por sí mismas una vez leídas, se elevan arrebatadas por el
éter… quizás cien años después bajen a la costra terrenal, al suelo de tierra
sucia y te sean devueltas al pobre corazón, donde permanecerán hasta el olvido,
pero rimas tan ágiles, tan volanderas...
Keats te habla del
breve verano, porque si hubiese sido eterno, eterno le habría hecho a él: no
hubiera muerto nunca (no goces demasiado
de aquello que florece… no es sino un lamentable presentimiento, flor de un
día, instante: has de morir, la flor se deshoja de los pétalos secos…) Cien
años después, o doscientos, una adolescente desgarbada y tímida deja aplastados
en el interior de las Odas esos
pétalos que no tardarán también en deshacerse entre los dedos.
Pavese relata un bello
verano capaz de despedazar cualquier tipo de inocencia pero de enriquecer a la
vez lo menesteroso de una vida plegada a la servidumbre y a la sordidez de los
días iguales y precarios: invoca a la embriaguez de los sentidos, a la pura
celebración continuada de los crepúsculos interminables, cálidos y perfumados,
antesala de una noche saciante de emociones, una morosa degradación sin
acabamientos, el cuerpo de un lujo a la descubierta… Eso era el bello verano en
los cuerpos jóvenes, limpios y pobres anhelantes del vértigo: vámonos donde tu
quieras, llévame donde no vale la moneda, donde la jornada gregaria no enturbia
mi deseo ni inhibe mi lasitud, porque todo es posible si todo es simplemente un
dejarse llevar en el aire tibio de la medianoche donde la caricia nocturna
susurra en la piel, donde la carne de la noche se cierra ya y las estrellas de
plata que la agrietan nos hacen creer ilusamente que el alba nunca llegará teñida de la misma tristeza fría y
gris de su color con las sombras mortecinas del día sin esperanza que ya
empieza a alumbrar aún con los párpados cerrados, somnolienta la mente y el
alma todavía juguete del sueño, el día horrible que le gana la partida a la
penumbra, vamos donde tú quieras… y se agarra a la mano de lo más audaz y
emocionante por efímero: la vida.
¿Cómo era John Keats?
Bajito y algo rechoncho, aunque la enfermedad le pulió bastante, le confirió
ese empaque de poeta enfermo y condenado de auténtico romántico, ese aspecto
fiel, pero a la vez ambiguo, que el testimonio gráfico del lápiz y la tinta
dota a las figuras y los retratos frente a la impresión menos sincera pero
mucho más precisa del daguerrotipo que sólo parece retratar muertos.
¿Qué es lo que
necesita saber un poeta? Poco: Belleza es verdad, y verdad es belleza. Basta
con eso, certifica mientras le da vueltas con la pluma a una urna griega.
Aún es pronto para el
epitafio, el nombre escrito en el agua... que la posteridad rescató. Pero,
cuidado: el señor de Byron, taimado y calculador, entonces empezó a lisonjearte después de tu muerte, que te
dejaba completamente inerme, inofensivo… cuando lo que realmente sucedió es que
fue esa muerte, la ausencia definitiva, lo que te engrandecería ante tus más
conspicuos iguales como el mismo lord.
Precoz, antes de
poeta, atisbaba los recovecos del cuerpo, el interior de la cosa humana. Forma
y materia de otro mundo crean al lírico, dice años más tarde, pero él metió la
nariz, aprendiz de cirujano, donde se cuecen las vísceras y circula la sangre
en sus idas y venidas al corazón: descubrió el mecanismo grosero y viscoso de
los humano: el malvado Maldoror y la cándida Fanny están hechos de la misma
materia, la sustancia que les anima es idéntica: Ver más allá de nuestro límite, es un obstáculo a la felicidad…
Quiere olvidar esas
imágenes que no son del alma, sino del cuerpo corrupto: esa excursión macabra
por entre los huesos, las arterias y las venas, las vísceras y los nervios, los
músculos, los órganos, los sesos…
Lleva al hermano
muerto a las espaldas, una mochila siniestra que le recuerda su mortalidad
(pero es eterno), asiste a una agonía que ha de calcar la suya propia dentro de
dos años en una Roma esplendorosa de ruinas. De atardeceres malvas y una
soledad, de la que no te recupera ni la poesía exaltada de Alfieri, se
configura el decorado de tu extinción.
Moriré fácilmente,
dijo. Como se hace la noche.
Tumbas demasiado
jóvenes…
(Los poetas aprenden sufriendo lo que enseñan cantando.)
Una vez Coleridge
estrechó la mano a Keats en aquel tiempo cuando la vida florecía en él, en los
mejores años, en el vigor de la juventud inmortal, todavía con la ilusión
puesta más que en el hoy (al que los triunfadores fugaces, y nada poetas, se
agarran sin dudar) en la promesa halagüeña del futuro, que tantas cosas buenas
había de concederle sólo por haber nacido:
La muerte estaba en
esa mano, diría años más tarde Coleridge.
¿Sería esa mano de
cera, fría como el mármol de los sepulcros, feble como el suspiro de una
doncella exangüe?
No he visto yo en
retratos antiguos o modernos de rapsodas sonreír a ninguno (tal vez a dos o tres
que se ríen del lector y su candor), pues no convendría al genio, imagino. El
talento no es cosa para ir aireándola de modo risueño, propende a hurgar en las
entrañas propias o en las del mundo, y esa industria es muy ensimismada, muy de
ir abriéndose camino entre los adentros.
La gravedad, incluso
la adustez, prestigian al hombre y a la mujer de letras: severo semblante al
óleo, y los brazos sobre el regazo o apoyados sobre los brazos de terciopelo de
los sillones de asientos estampados, los marcos de brillante dorado.
¿Serás poeta o artista
plástica, Hanna? Qué dilema, la vida es demasiado corta para andar entre dos
aguas. Decide (aunque en estos tiempos novedosos los poetas se ríen hasta de
los peces de colores: ¡líbrenos el diablo de una vez por todas, líbrenos las
nueve musas de la prosopopeya!).
¿Vistes de negro?
Atavío de cuervo o de maldito (puestos a elegir, Poe). Esos hábitos están tan
pasados de moda, poeta, como la pana con coderas de aquel Fiodorov que murió no por sus pecados sino por los pecados del
mundo.
Sé poeta, pero sé
poeta feliz, sin llantos de Magdalena.
A fin de cuentas, palabras en una hoja de papel (palabras, palabras…)
¿Cómo mueren los
poetas?
Dulcemente, unos (como
ellos mismos gustarían de escribir); desesperados, otros; pobres, y a deshoras,
todos.
El Gran Poeta Malo
(¡muy necio Juan Ramón a veces, y más esta vez por afirmar la declaración, vate
enfermizo, qué si no!) murió angustiado, doblado en su lecho de muerte por el
dolor añadido de la patria vuelta a enlodar por una fuerza bruta y fatal que
bien sabe que a falta de razón se mata mejor con sable y fusil y todo queda
resuelto definitivamente, como quien dice.
(Otro 11 de setiembre
y martes también tiñó de rojo el calendario del futuro cuando no era día de
fastos. Nunca sabes la fecha del… carajo.)
El Gran Poeta Malo que
era Pablo Neruda (pero que no era malo y sí harto hacedor de muchas páginas
volanderas como la tierra) una semana más tarde agonizaba en su lecho de muerte
con un ojo abierto a la maldad del mundo que él jamás quiso celebrar en su
poesía siempre alborozada y alegre: miraba moribundo a la turba de desalmados
arruinar por completo su vivienda al mar, destrozar los libros y los cuadros,
saquear sus armarios, prender fuego a sus muebles y objetos, arrasar su escritorio,
derribar las paredes para que nunca más le cobijaran y profanar su retrato,
como si eso pudiera menoscabar su memoria.
Aquí dejo esta historia, yo no la terminé, sino la muerte.
Fue poeta de los que
nunca se quejaron (y fue hombre ruinoso e
imperfecto, violador de doncellas: lo genial asoma con alegría).
Mientras tanto
(mientras tanto el lapso de hace ciento cincuenta años), Keats observa la luna
por encima de Santa Inés y bebe clarete, ese vinillo que llena la boca de
copiosa frescura y no se pelea con el hígado.
Una copa colmada de cálido Sur…
Sueña con Roma a todas
horas. Allí no moriré jamás, se dice. En cierto modo, tenía razón. ¿Acaso ha
muerto?
El creyó que sí antes
de cruzar el mar: notó la boca encharcada de sangre. Cogió una lámpara, escupió
en la palma de la mano y la miró a la luz: Conozco este color. Es sangre de las
arterias. No me engaño. Voy a morir.
A gatas por Roma.
(Todos con una pluma
en la mano, los poetas, y los más tontos con la Nikon a cuestas o extendiendo
en el aire los teléfonos móviles mientras dejan de mirar en torno a sí, de
respirar y hasta de vivir, ellos a salvo de todo menos de la muerte.)
Trastabilla por los
antiguos empedrados, se da de porrazos en las esquinas, se tambalea en los
portales, pero va con Hiperión debajo
del brazo.
No sabe si es un hijo
del sol o de la luna, como el hijo del titán. Lo que más temía era el frío,
porque siempre pensó que sería su asesino, y ahora, por fin llega la primavera.
¡Qué poco puede hacer con ella!
Le has pagado al
sastre.
Has repartido tus
libros entre tus amigos.
Se acabaron los paseos
por Roma (a gatas). Al final, termina en la cama, empapado con el sudor de la
muerte.
Son muchos los que se
alejan de él como de un apestado. Menos ella,
su inesperada amante que, sierpe enamorada, ya fluye dentro de él en compañía
de la sangre negra y espesa.
Después de su muerte
quemaron todo lo que le había rodeado, como hicieron con todo lo del otro.
Poetas: o la gloria o
la nada.
Moriré sin causaros
demasiados problemas, fácilmente, en silencio, no os preocupéis… (como ya
dijimos líneas más arriba).
Los poetas de trágico
final deberían hacer caso de las intuiciones juveniles: Wilde pensó (pero lo
pensaba cuando estaba en esa edad que a su parecer sólo se pueden tener dos
dioses, el dinero y la ambición) que lo más sensato que podría hacer era
escapar al Japón para pasar mi juventud
sentado tranquilamente al pie de un almendro en flor, bebiendo té ambarino en
una taza azul y contemplando el sosiego de un paisaje sin perspectiva. No
lo hizo y allá en Reading, el penado C 3-3, bien que lo lamentó mientras
escribía su balada no sabemos si con los ojos anegados en lágrimas, pero acaso
con la absoluta certeza de que todos los hombres matan lo que aman con la
palabra, con el beso o con la espada.
Hanna, tendremos un
tiempo para el señor Wilde, luego del espanto de los otros (blasfemos,
amputados, drogadictos, borrachos, suicidas, sifilíticos y escupidores de
sangre), y soñarás con techos azules y estrellas de oro, en el sueño de
terciopelo, pues tienes quince años, Italia en todo su esplendor.
Escapar al Japón… con
una sombrerera, un baúl, un neceser, un portamanta, un secretario, un mayordomo
y con las obras completas de Balzac y Gautier encuadernadas en piel teñida de
oro y rojo. Así se las traía el viajero Wilde, bien repletas las faltriqueras
de billetes y monedas, incipiente y ufano Dorian ya de esas maneras,
pavoneándose ante el personal, bonito periplo.
La semana pasada murió Bécquer
(es un título tomado de una carta inédita de un pordiosero moral que anunciaba
en una línea la muerte del poeta), Hanna. El poeta murió, y dicen, bastardos
maldicentes, que corregidos por manos espurias sus versos.
¿También es este
Bécquer rapsoda de desdichas?
Romántico, morenillo,
peludo como un oso, sucio, a todas horas mugriento. (¿Quién lo dice? El falso
amigo que le sobrevive, desleal y cobarde, podrido por la envidia, alimaña de
lucida levita y con sueldo seguro de funcionario) Va y viene el poeta con los
zapatos prestados entre miserias, poesías y desplantes por la siempre
sobresaltada Villa y Corte, poblachón y encrucijada de todos los caminos
repleto de novelas por entregas y modistillas de 12 horas de jornada laboral,
por fuerza soñadoras a causa de tanto folletín leído y el aburrimiento brutal
de la aguja soldada a la mano, ¿qué podían esperar sino la mentira, el beso
soñado?
Fue este poeta de las Rimas enamoradizo, voluble, caprichoso
(tres tipos diferentes de letra manuscrita usaba su pluma sin decidirse por
ninguna de las tres, dos clases de tinta, agalla y alizarina, poblaban el Libro de los gorriones) y bastante osado
frente a la pobreza: tomaba dinero de unos y convidaba a otros.
Tendría amigos
poderosos, quizá.
Pocos y nada
poderosos: a la muerte de su hermano, el pintor Valeriano, y la suya propia
unos meses después, estos amigos sólo pudieron reunir 3.000 reales para los
huérfanos de ambos, muertos pobrísimos, de fosa común...
(En vida de poeta
hurga y tergiversa cualquier plumilla.)
O no tan pobres, como
aseguran en oficios escritos testigos menos perversos que rechazan las
invenciones de los folletines decimonónicos: comenzaba la leyenda, la novela,
la falsedad.
Mero amanuense, de una
cosa al menos no soy culpable: no he procreado monstruos o, peor aún, ángeles,
santidades, sublimes o majaderos engallados, naderías con apariencias de
humanos.
Nada es más triste que
lo que no se cumple, dice otro atildado poeta de cien años después,
versificador sutil, sin estridencias, también de buena prosa, homosexual,
valenciano elegante.
¿Qué no serán todos
los poetas de todos los tiempos el único poeta todo el tiempo?
Murió después de un
viaje en la imperial de un ómnibus que atravesaba una nube glacial, unas
nieblas navideñas muy malsanas y traidoras, en las postrimerías ya de ese mes y
ese año brumoso y maldito.
Murió el poeta casi a
hurtadillas, anónimo, a la sordina, pues hubo asesinato de político esos días
que empalideció cualquier otra noticia u obituario de tercera, cual corresponde
al del vate.
¿Poeta? Al osario (y
que Dios reparta suerte en el más allá), ya rebuscarán tus huesos si el futuro
recuerda tus versos.
Nunca le vi reír;
sonreír, a todas horas. Tampoco nunca le vi llorar; de serio muchas las veces,
escribió el cronista, y retrató al humano.
Algunas veces, amigo
mío, conviene a tu literatura ser incomprensible a los ojos de los demás que se
buscan siempre a sí mismos a expensas del versificador.
Salvo poetastros
exhibicionistas en busca del halago fácil que sostengan lo contrario, desde
hace mil años el poeta escribe para sí: crear una obra de arte es un placer
puramente personal, aseguraba el penado C 3-3, el artista trabaja absorto en su
obra y en nada más, ninguna otra cosa le interesa, y en lo que pueda decir la
gente ni se le ocurre pensar, está fascinado por lo que tiene entre manos y es
completamente indiferente a la opinión que su obra pueda inducir a los otros,
esa oscura muchedumbre.
Wilde (de nuevo): El
crítico tiene que educar al lector; el artista tiene que educar al crítico.
Cerraron sus ojos, que aún tenía abiertos.
Convengamos, antes de
cerrar la puerta, que el artista y el bardo, si son sinceros, siempre tienen
razón artísticamente. Pero…
Hartos de soñar,
apartemos de la mente a estos rapsodas como se espanta a manotazos las moscas
machadianas, barojianas.
Hartos de embriagarnos
con sus palabras susurrantes, que el placer más terrenal nos someta a su
antojo.
Hartos nos vamos de
plañideros y genios humanos, del sutil veneno de la poesía…
Alejémonos de los
cristales fríos de la madrugada de los poetas.
Salgamos, al fin, de
la espesura.
¡Al jardín donde las
delicias son las dueñas del orbe!
Te cogí a la hora de
la merienda. La nínfula, con la falda corta blanca y plisada y la blusa azul
celeste, abre la boca rosa… ¿se alimenta de ambrosía? Las manos limpias y
delgadas sostienen el pan blando candeal y dos onzas de chocolate relleno de
fresa.
Se inclina sobre el
gran libro abierto lleno de ventanas al mundo antiguo, el de antes del pecado,
el oro medieval, los azures imborrables de una heráldica desafiante a la cólera
del dios y devota de la complicidad del diablo.
Aspiro el perfume
delicado de su perfil, tan cerca de mi rostro, noto la tibieza de su aliento
anegado de chocolate y fresa en mis mejillas.
Disimulo por el
rabillo del ojo la mirada réproba hacia los pequeños y puntiagudos senos bajo
la liviana blusa, libres del sujetador.
¿Qué Virgilio te
conduce ahora a ti a las puertas del infierno…?
¿De infierno? Pero si
hablábamos de delicias…
Estás a un paso no del
peligro, sino del abismo.
Mira, Hanna, los
placeres…
He aquí las regalías
de los buenos y complacientes vivos…
Quememos las flores,
demos la espalda a las puestas de sol. La sabiduría del cuerpo es su fiebre, el
ardor. El alba no es sino una bonita palabreja que no nombra las sombras ruines
que desgajan la benéfica noche donde todo se oculta, lo violento y lo sosegado,
la pasión y la mesura, la perversión, todas las malas trazas.
¿Cómo dijo de aquella
educación?
Waldorf: la paleta del
pintor, todos los colores, sin chamuscar todavía por el fuego limpiador del
aguarrás. ¡Bonita mezcolanza! Ningún cuadro lo supera, pringues de óleo como
pétalos de mil flores, qué ramo prodigioso... pues es artificial, creado por el
pincel improvisado, lo azaroso, y no despide lo mefítico de su naturaleza, una
obra de arte que nadie pretendió: se creó sola, virgiliana, en el lienzo
imborrable de la paleta.
Lo esencial requiere
el revoltijo previo: luego de la reducción, lo conciso, lo oriental concreto:
el haiku, por ejemplo, o la sola palabra plástica que todo lo exprese sin que
por ello no se halle encadenada a las otras inoperantes frases, adiciones como
los retales que se anudan a la cola del cachirulo pascual: son ellas, las menos
significantes, las que la iluminan en la palabrería y su retahíla.
Investido de médium,
el diablo reparte las cartas (marcadas).
Domina a los vivos
porque puede hablar con los muertos (seguramente en arameo, la lengua de aquel
llamado Jesús de Nazaret al que crucificaron; el diablo, para confundirnos,
dialoga en latín con los humanos: excelente ocupación… ¡agustina!
Cuánta vida, aunque
muda e inerte y falta de animación, haces brotar del libro antiguo o moderno al
abrir sus páginas amables o escabrosas.
Ese Gran Libro mezcla
personajes realistas (o reales) con otros pintorescos y aun imaginarios: una
acción burlona que desafía todo entendimiento a despecho de los resortes que
animan su relato: locura, degradación, guerra, venganza, crueldad, asesinato,
rapiña, lujuria, engaño… Tu nombre es (por tanto) humano. Sacude el polvo de
los siglos: hace quinientos años, y ya te conocíamos bien, perillán, por mucho
encubrimiento del que te valgas bajo la
capa de presunta moralidad y la reciente devotio
moderna: muestras la depravación de
aquello que hay que evitar… y nos refocilamos en la visión que lo representa;
detallas un gran pecado, y su imagen nos invita a retozar con la primera hembra
o primer varón a mano; señalas la prohibición, y en ella nos deleitamos: nos
descubres los sentidos en toda su plenitud, nos haces carne en toda su
amplitud, de los pies a la cabeza, nos conviertes en peleles de la tentación,
carnales marionetas libres de culpa pues otros manejan los hilos, yo no he
sido, pío, pío.
El crimen se ha
propagado en forma de lepra humana capaz de corroer hasta la misma corteza de
la tierra.
Y el mal cundió, y
creció.
¿Acaso soy yo el
guardián de mi hermano? Al crimen siempre sucede la mentira. O la inversa: cosa
de políticos mefíticos.
¿No eres tú el ojo que
todo lo ve? Tú sabrás.
Lo que veo, Hanna, es
el Fruto Gigante y Extraño y no la simple manzana del árbol del bien y del mal.
Vamos tú y yo de
excursión por este paisaje que desdeña la cordura y el miramiento. Ah, no
preguntes ¿Qué es eso? Vamos a hacer nuestra visita… particular.
Siéntate a mi lado (mi
lepra no se ve, juego con ventaja).
Nosotros no hablaremos
de Miguel Ángel.
Ningún humo amarillo
empañará las imágenes.
Muéstrame la bandeja
de tus preguntas. Las contestaré todas por muy intrincadas que sean sin faltar
a ninguna de ellas.
Qué Jardín de las
Delicias donde asesinar, crear. Quizá sea la misma cosa. Con una mirada incitas
a la voluptuosidad. Con una palabra matas la inocencia. Un poema es capaz de
alborotar una conciencia; una novela de confundir el mundo.
¿Me atrevo?
No soy tan viejo. Me
atrevo a molestar al universo, burlarme al menos de él: me la has entregado aún
sin mácula, curiosilla ella, con toda la vida por delante (como suele decirse
estúpidamente, olvidándose de la muerte agazapada tras alguna esquina de los
años, presta al salto… año quien sabe si primero o segundo), bella y seguro que
retozona, pero algo insensible a estas horas de la mañana luminosa cuando anda
tan próxima de la lujuria del lobo, ella, tan cerca de mis garras, de la
dentellada ardiente, como si nada le turbase, sin temor a este raptor de
jovenzuelas culturalmente intrépidas, sabias sin saberlo quizás.
Vámonos de excursión.
Más tarde has de ser tú Beatriz, ya muy enterada y sabuda, me vendaré los ojos y me llevarás de la mano por el
laberinto infantil de tus antojos: a tientas, caminando despacio, con los
brazos extendidos palpando la oscuridad, guiado por tus risitas y el roce de
tus pies desnudos sobre la tarima del suelo, serás mi mejor presa… Pero no
receles, no te encerraré en una urna de cristal como inútil objeto de
contemplación, y aunque no he de someterte (ni tú a mi) a barrabasadas, nos
divertiremos tú y yo. Vámonos, tú y yo…
Coge el cesto de las
viandas del viaje: la botella del té, las pastas, la mermelada, los helados, no
temas el paso del tiempo: hijos de dos, nos hemos multiplicado hasta el
hartazgo, cuatro, dieciséis, treinta y dos…: qué fiesta, qué población de
desnudos, qué lejos de los poetas, de su maldición, de su tortura inútil o de
su melancolía cobarde queda todo este planeta de extravagancias sin fin, de
seres felices y altivos, de animales conocidos y otros por conocer que no han
de dudar nunca si comer o no un melocotón.
Por supuesto, hay que
morder la manzana, escupir el trozo que simulamos comer y devolverlo a la
tierra: engañamos a los dioses vestidos, que todo lo deseaban para ellos: no
les bastaba con crearnos desnudos, nos querían inocuos como las plantas de
adorno.
Pero sabremos valernos
de nuestra desnudez: vamos tú y yo…
Envejecemos por ser
felices; la tristeza es un veneno del que hay que abstenerse: mataría tu
juventud, y todo lo demás de los años siguientes sólo sería un epílogo
lamentable. Envejecemos porque hemos vivido a lo bestia uno sobre otro.
Bichos somos, brotamos
de una charca oscura en compañía de otros seres y animales estrafalarios que
pudieron haber sido (lo son, puesto que merodean a nuestro alrededor, aunque no
de humana inteligencia) y bebemos el agua de la eterna juventud que surte la
fuente rosada y majestuosa erguida en la laguna negra.
Hemos aprendido de los
cuerpos, y en ellos nos reconocemos: el cuerpo es nuestro entretenimiento,
libre, invencible en el lugar donde existen los pecados pero no el
arrepentimiento, cuerpo que es artefacto completo al que le sobran cualquier
poesía de añadidura o mecanismo retórico que atenúe su animalidad.
¿A quién distingues en
ese cuadro de genial batiburrillo lujuriante?
Mírame bien, calla: yo
soy todos ellos, incluso soy la mujer negra poderosa y solemne que mira un
horizonte invisible y lejano, soy el que le mete la flor en el culo a otro y
soy ese otro que se deja meter la flor en el culo, soy el hombre pájaro, soy el
hombre calabaza, soy el que masturba a su pareja sentados ambos en el interior
de la esfera transparente (para qué ocultarnos), soy el que olisquea el sexo
del que se sienta a mi lado, soy el que se muere de éxtasis con el sexo cogido
entre las manos, soy el que copula sin timideces en el lago donde flotan frutas
gigantes, soy el que escondido debajo de la concha del mejillón permite que
otro (u otra), no sabemos, le sorba del sexo hasta la última gota de esperma,
soy el que danza frente a la mirada seria del búho, el que da de comer a su
cuervo, soy el que se libra del infierno y huye a alguno de los cuatro ríos del
Paraíso a lomos de gatos y caballos, camellos, cabras, panteras, unicornios,
grifos, ciervos… ¿He de terminar torturado por la zanfonía, la cornamusa y la
cítara en Infierno tan divertido y musical? Vengan a mí, pues, infiernos de esa
calidad, que más pervertidos y sofisticados que yo pude ser en mi vida carnal
se me antojan y me relamo de gusto al anticipar las bacanales y vicios
presentidos (y hasta anunciados): me valen para mi entretenimiento y sabré
sacar provecho de tales llamas para mi placer.
Qué imaginación la del
creador, el de las pinturas, no el otro, el del universo, que poco nos
concierne en este caso por ser tan ajeno a las fiestas y asuntos mundanales.
Fantasías delirantes tan reconocibles y gráficas en esas tablas neerlandesas
que dejan de ser lo que son para ser lo que no vemos. Nos hallamos ante un mago
que nos induce a ver lo que pinta para ocultar lo que cuenta. Aquí no vale lo
que es, es lo que ves. ¿Tú ves, Hanna, junto al carro de heno a ese embozado
que le traspasa con el cuchillo lentamente el cuello al caído bajo su cuerpo?
Más que asesinato, parece orgasmo: bien sujeto entre las piernas lo tiene contra
el suelo mientras hunde el acero en la carne, la penetra el cuchillo con
parsimonia de criminal lascivo y modales de artesano, regodeándose en esa
muerte, en ese goce prohibido que resulta del mal que haces a conciencia, sin
remisiones.
Cualquier obra de este
alquimista es un caudal de emociones, un festín de sentidos liberados de
cualquier traba: la gesta de un habitante venido de no se sabe dónde a una
tierra que bien pudiera decirse que nace in
vitro pues envuelta se halla por la tenue película que la encubre,
excrecencia resultante de los cuidados y afanes de un alquimista: a ese
homúnculo que puebla un mundo mineral y
vegetal inventado en la retorta lo apuntalan en el aire la codicia y la
lujuria, lo verdaderamente humano en una atmósfera que bien pudiera ser el
espacio sólo de los sueños y la imaginación aún sin su poblador, un desierto
cromático y fantástico donde los viajeros todavía no hubieran arribado desde
los lugares en que se consumen sus existencias anodinas bajo el dictado del
tedio o la afasia de la mente.
El gótico más real es
aquel que mejor instruye lejos de la moral y sus señuelos, por más que invoque
una extraña piedad, y que posiblemente, en el fondo, no es sino la piedad
vuelta hacia el vicio necesario que nos justifica como vivientes en este jardín
tan delicioso como transitorio. No es la inocencia lo que tapa la desnudez de
la tierra, es el pecado, que muy poco
tiene que ver con el mal. El diablo, que andaba zascandileando por el medievo,
surge de las sombras, dobla la esquinas, asoma la patita, vuelve de tapadillo:
peca, peca todavía más, peca.
Más lejos que la
palabra, llega la espada. ¿Qué pueden hacer el éxtasis y el desmayo del
enamorado cobarde o del sexo del poeta melindroso, apocado, sonetista (o no
sonetista), ante la acción mefistofélica, ni siquiera diabólica, sólo
complaciente con las peores tentaciones?
Quedar con la boca
abierta y la pluma enmohecida en la mano.
Diabólico… ¡de
diablura!, y sin embargo mil veces más vivo que el vate de tez pálida y mirada
mortecina, con la picha floja.
Pero el diablo no abre
rendijas del viscoso interior de cada uno de los mortales, se contenta con
mostrar las heridas ya salidas a la superficie, aquellas que nunca dejan de
supurar.
¿Para qué contemplar
el mal si tú mismo puedes practicarlo en este valle de lágrimas hipócritas y
aspavientos de vieja beata y temerosa con las faltriqueras bien llenas y bien
escondidas?
El pecado, incluso el
venial, es la incoherencia y el desorden; ahí se esconde uno perfectamente. Lo
claro y conciso del bien nos revelan, nos explican,
al igual que hace la luz del sol, como ya descubriera aquel pesimista tan
escondido en su buhardilla mientras abajo, mucho más abajo, bullía la vida en
las aceras. El pecado, que busca la oscuridad, nos libera.
Sólo uno de un millón
es realmente malvado: el bicho humano, demasiado humano, al final de la cadena:
mojigato, poeta sensiblero (aunque excelso), poeta maldito, pecador y, por
último, malvado con la cuchilla entre los dientes y la verga a punto.
El mal es la cara del
diablo, la máscara del terror hecho carne, no su pensamiento, evanescente y que
únicamente fue útil e incluso complaciente durante el acto de la imaginación.
El diablo es inspirador, cuando actúa es risible como un dios, ambos pésimos
actores con papeles intercambiables a su conveniencia: ninguno de ellos tiene
nada que ver con el mal ni el bien, que son potencias de lo humano.
Ni siquiera el poeta
maldito es capaz de imaginar a través de las palabras de lo que es capaz un ser que sólo es… un maldito (que no poeta) al que nada
importan las apariencias ni una muerte cualquiera, ajena o la suya propia: su
ventana de ocurrencias sin papel y pluma a mano le queda estrecha, un simple
agujero ofuscado por la estrechez de la mirilla: a ver si atinas a dar el golpe
certero, el que deja sin sentido de verdad.
No seamos malos,
Hanna. Seamos sólo pecadores… Que nos baste con ello. Que sólo el placer esté
en venta, pecadores.
¿Acaso no lo fueron
Séneca, nuestro bien conocido marqués de Sade (hombre sólo libresco), santa
Teresa de Jesús, los santos, los mártires, los agustinos? Si somos pecadores
seremos como todo el mundo, incluso como san Pablo, san Pedro, san Mateo, san
Agustín, santa Águeda, san Policarpo, como la Magdalena, como… (ponga aquí su
nombre y domicilio y recibirá un bonito y práctico regalo a vuelta de correo,
cortesía de detergentes Tú-tú).
Los malos no se mueren
nunca.
Los buenos como
Unamuno, que agonizaba sin él saberlo como su cristianismo algo rancio, anunció
su deseo de vivir noventa y nueve años (cien sería un desafío al mismísimo
Dios, el suyo): no me intoxico con alcohol ni con cigarro, duermo bien, paseo
todos los días una o dos horas, me acuesto antes que el sol, ¿por qué no he de
vivir hasta los noventa y nueve años?
Pues porque ya lo
sentenció el padre del poeta que bien joven había de morir en la pelea:
Y consiento en mi morir
con voluntad placentera,
clara y pura,
que querer hombre vivir
cuando Dios quiere
que muera
es locura.
Unamuno murió sentado
en su sillón el último día de diciembre de 1936, junto a la trébede del brasero
quemante por huir del frío. Preso en su propia casa con falangista ataviado de
herrajes a la puerta, tenía setenta y dos años y se murió sin que los que
estaban a su lado se apercibieran de ello. Dormita el profesor, pensarían, sin
adivinar nada ante su mudez. Sólo cuando empezaron a quemarse sus zapatillas de
orillo y a extenderse por el salón el olor a chamuscado lo descubrieron muerto.
Murió como debe morir
uno que piensa mucho: en silencio, recogido en sí mismo.
Malo, malo, Hanna, mi
pequeña discípula cada día más versada, el verdadero Gilles de Rais, y no el
que se jugaba la vida espada en mano combatiendo a los ingleses junto a santa
Juana de Arco: malo auténtico, de los que se hacen a sí mismos sin excusas ni contemplaciones.
La guerra y las víctimas despedazadas que dejaba su espada tras él fue su
ocupación; el asesinato calculado, el pasatiempo al que se entregaba protegido
por los gruesos muros de su castillo, hombre invisible y perfectamente cruel.
Gilles de Rais es el
embozado de El carro de heno.
Con qué placer busca
su cuchillo la muerte en el cuello del caído apresado entre sus piernas, bajo
el peso de sus genitales.
El sombrero cruel y
grotesco nos oculta la mueca de su éxtasis.
¿Por qué herida de la
carne escapa al mundo el inmundo animal sanguinario que Gilles de Rais
albergaba entre sus vísceras sin que ahora, envainadas las espadas y doblegados
los estandartes, acabada la contienda en el campo de batalla, pudiese avalar e
incluso justificar tanta muerte a escondidas?
Por esa herida se
derramaba hasta la extenuación.
En los tremendos
avatares de la guerra (a golpes de sílex, espadón medieval o pica española,
mediante armas automáticas, bombas inteligentes o estallidos nucleares) donde
se juega la vida no existe la predeterminación ni el cálculo, impera el azar
funesto, y es el vértigo, la furia y el temor los que precipitan la acción y el
arrojo de los combatientes. En la retaguardia de la paz quien mata a cubierto
de cualquier desgracia es la bestia, y mide con perversidad sus actos: ahora
sabe, cobijado por el escudo del anonimato, que mata sólo por experimentar en
las entrañas lo atroz de matar... ¡tanto le estimula para su vivir!
El monstruo está ahíto
de la vida, el tedio de la existencia, de lo existente, lo torna apático, se sume en una astenia suicida, de
modo que busca revivir y tonificarse en la tortura y la sangre derramada de los
otros, cuanto más indefensos mejores víctimas son para disipar su aburrimiento.
Se crea con cada muerte. Nace de la sangre. Ni siquiera se tiene por pecador.
Es sólo una bestia que revienta niños y luego se arrepiente en los telediarios.
¿Somos bestias, Hanna?
Sabemos donde están
los límites (los guiños rojos y verdes del dios y el diablo bien nos lo hacen
saber): nos arrullamos bajo la manta del pecado… sin dolor, somos dioses o
diablos menores sin ganas de destrucción, sin la vergüenza adolescente, sin el
arrepentimiento vergonzante del adulto, sin culpa, sin cataclismos en el alma
(¿el alma?).
El maldito-cerdo-poeta
enmascarado y profesor falso de Boceto
(¡El disfraz de este carnaval, ideal para
niños y niñas en este año de 2005!) ya se escondía tras el plural: SOMOS.
Cada uno hace sus
conquistas… como puede aun sin ser el señor
de Rais (que no las necesitaba, iba directo con la verga cortante al
cuello o a cualquiera otra parte que fuera del cuerpo de su deseo: eyacular
dentro o fuera de su víctima nada importa para el clímax más potente: penetra y
mata el cuchillo, ese hondo y breve recorrido es el que hace hervir tu sangre.)
Entre el mal y el
pecado, elegimos el pecado: vámonos tú y yo…
¿Somos plantas como
Unamuno? No, no nos basta con vivir noventa y nueve años. Incluso a él le
bastaron setenta y dos para crear media docena de hijos y escribir cincuenta
mil cuartillas y treinta mil cartas a buena marcha (y sin dejar de alzar desde
el escritorio figuritas de papel, eminente papiroflexiasta él). Hay que sentir
nuestro destino, dice este hombre que quiere creer en Dios a pesar de la razón
porque desea tener un dios con quien hablar. No va a ser todo soliloquios de
dos horas paseando por esas calles con las manos entrelazadas a la espalda y la
vista baja.
¿Unamuno?
Se trata del bien y
del mal: de subrayar en tinta roja esa sutilísima barrera que los divide.
¿Unamuno? Tal adivinó
La Rochefoucauld: los viejos gustan de dar buenos consejos ya que, por
vencimiento de la edad, no pueden dar malos ejemplos.
En todo caso, sería
una planta con espíritu medieval quien vive en castidad y con mesura.
Epicúreo o no, sigue
tu instinto. No vaciles ante ninguna puerta entornada.
64.
La verdad no hace tanto bien en el mundo como el mal que
hacen sus apariencias.
Hay quienes quieren
creer en el Diablo porque necesitan andar al costado de compinches que les
hagan caer en la tentación: Mire, usted, las malas compañías. Yo nací inocente,
virgiliano, pero he aquí que las humanas
contaminaciones y su enrevesada maquinaria tan indescifrable me llevaron a la
perdición…
No soy malvado, sólo
pecador, y de la vida todo me ha gustado pues de todo lo de ella he ansiado
disfrutar. He estado lejos de la maldad humana y de sus repugnantes y toscas
recompensas, habito en otro planeta menos grosero y más sofisticado, bien a
gusto y a mis anchas con mis pecaminosas ocurrencias, al lado de mi
magníficamente surtida biblioteca, con mis queridos libros al alcance de la
mano, bajo la luz densa y cálida de la lámpara de mesa y… un gato blanco y
negro (ah, siempre lo disyuntivo) ronroneador y cebado dormitando en mi regazo
mientras recorro lentamente con los ojos las páginas tan esclarecedoras de mis
lecturas escogidas. He vivido noventa y nueve años y soy culpable de zanganear
por este mundo portando en la mano pluma de ganso, pluma de acero y hasta
estilográfica de oro que mejoraba no sabe usted cuánto el estilo. (Antaño,
utilizaba el estilo, el estilete, para arrancar los ojos a las doncellas mal
avisadas, olvidadizas del buen consejo y la virtud. ¡Así de atrevido es tu
estilo!)
¡Locas! Se dejaban
cegar por mis engaños y floripondios estilísticos, y de ese modo podía gozar de
ellas hasta la extenuación, sin que su admiración por mí decayese: doble pecado
pues... el de ellas.
Y luego, saciada la
pasión, las dejaba tiradas en el arroyo, escribiría mi buen folletinista,
indiferente a los resabios de su péndola, sin poder reprimir un bostezo felino.
Hay otra cosa que
también llaman hombre, escribe el vasco de Salamanca.
En el fondo, todo
consiste en que después de vivir uno muere, pero son muchos los que se resisten
a morir del todo, y aunque antigualla sea decirlo, se aferran a sus tranquilas
pasiones y distracciones inocuas como otros a sus crímenes:
Bah, el castigo ha de
ser el mismo…
Y el hombre, esta cosa, ¿es una cosa?
Filosofáis rarezas.
¿Qué si no he de hacer
si me valgo de palabras?
Soy poeta y el mismo
al que intercalo en estas líneas lo dejó bien escrito, con nervio, como era él,
sin tachadura:
Poeta y filósofo no
son sino la misma cosa, escarban en unas honduras donde sólo se hallan
palabras.
Complejo y relativo el
asunto del mundo, Hanna, querida mujercita: estamos muy lejos de conocer todos
nuestros deseos (máxima que nos labró en la conciencia el mentado más arriba),
quién sabe de qué materia oscura nos originamos.
Vayamos al bestia que
nada de trágico tenía y su única angustia era el hartazgo, el sinsabor ya de
todo, el asco por lo humano y lo óseo y
carnoso y sangriento de su artilugio, el propio y el ajeno, pronto demasiado
sabido aun sin descubrir su materia real y el enredo de su conformación humana
tan excepcional, centauro sangriento y cansino de placeres mil veces
reiterados.
Tú, Hanna eres mi
pecado… venial o mortal, pero sólo pecado tan distanciado del asco, de lo
perverso, de lo trágico de las almas acobardadas por religiones mercenarias
(pon la moneda en la palma de su mano de asceta falso y callará): no vayamos a
hacer novela de material tan real, tan apegado a nuestras propiedades y
servidumbres físicas que ni siquiera sería menester su crónica, demasiado
análoga a la que la mayoría de la gente recorre en su avatar.
Describamos a la mala
bestia de la mano de monsieur Bataille, que tan bien describe el verdadero mal,
su esencia corrosiva que asimismo ha de justificar mi caída en lo venial, en
las monedillas de la noche loca, una copita en la casa del mundo de Charlie,
jamás quise herir de muerte a doncella, bien lo sabéis Dioses del Universo
Todo, a mis ojos y mis manos fue entretenimiento de porcelana, nada de su
delicada constitución dañé.
¿Cómo son las muñecas
de porcelana por dentro?
¿No se ha dicho que es
el hombre enfermo el que mejor razona? La enfermedad te vuelve racional. El
estado febril produce toda la caterva de los monstruos humanos: los
falsificadores, los codiciosos, los embaucadores de las almas desprevenidas.
¿Enfermedad? ¿Por qué
a otros no ha de volverlos todavía más lúcidos y terribles? Protervos hasta la
exasperación.
Nosotros, los hombres
huecos…
¿Quejido? No, no…
El mundo acabará con
una terrible blasfemia (después de un ultimátum).
Nosotros no buscamos
significados.
Sin embargo, la
blasfemia determina.
Le pica algo (¿en el
alma, en el cerebro, en el sexo, en los ojos?) y el tipo agarra con fuerza El
Gran Libro de la Vida y empieza a meter las narizotas entre sus páginas. ¿Qué
es lo querías saber? ¿Cuál es el libro de Platón donde se habla de la
eternidad? ¿La distancia de la Tierra a la Luna? ¿En qué año nació Safo? ¿En
qué coordenadas precisas se halla el desierto del Gobi? ¿Cuántas veces copula
la anguila? ¿Cuántos fueron los amante de María Magdalena? Ay, qué manera de
trotar, y hasta de brincar, de lado a lado, zarandeado por el efecto Zeigarnic: cierro las páginas,
restriego mis ojos, y abandono ese librote en su anaquel sabiendo unas cosas
impensables que salieron al paso, e incluso inútiles transcurridos unos días,
mientras dejo irresuelta la respuesta que buscaba.
¿Adónde de lejos puede
llevarte tu curiosidad, engendro del mal?
Hasta más allá del
límite del dolor y el sufrimientos ajenos: soy ejecutor, pero también
espectador de la función: el más difícil todavía es la máxima: llego hasta
donde alcanza mi mano que empuña la daga. Es la única manera de ponerse de
veras a la altura de los dioses imaginables con sus pintorescas mitologías y
coloristas epopeyas.
Deja, Hanna, que tu
Maestro En Malas Artes te ayude a conocer el mal, su auténtica entraña (y
entreguémonos después al pecado más puros, más limpios, más capaces, fuera del
tiempo, o en todo el tiempo, eternos aunque moribles).
El mal,
paradójicamente, no produce nada, no crea
nada; simplemente, destruye, a diferencia del pecado, que puede ser genial.
El mal, y he ahí su paradoja, es tan estéril para el mundo como el piadoso
monje que se entrega a la oración escondido entre las frías y desnudas paredes
de su celda monacal.
Gilles de Rais hunde
el puñal de hoja ancha en el frágil pecho de la niña púber: a través del boquete
contemplo la fiesta desatada de los sentidos, la orgía de la muerte lenta y
crudelísima.
La fortuna y el humor
gobiernan el mundo, dijo el príncipe de Marsillac. ¡Qué chasco!
Vertieron en la copa
de alabastro del señor de Machecoul la sangre aún tibia: la bebió de un trago (y elevaba la vista al
cielo).
A tu salud.
La verdadera salud del
mundo se ve a través de ese agujero sangrante en el cuerpo todavía convulso de
la virgen e indefensa doncella sacrificada sólo para la obtención del placer
sin que ninguna otra invocación supersticiosa o de conmemoración paliase crimen tan execrable.
Aún sabiendo de qué
materia fecal y pudrible están hechos todos los hombres, de ese hombre
especialmente no sé nada siendo mi más perfecto semejante: brazos, piernas,
boca y ojos, estómago, corazón (y el cuchillo entre los dientes).
Conócete a ti mismo,
se ha dicho hasta el hartazgo desde que el culto a Apolo ennobleciera el islote
de Delfos rodeado por el mar azul de Ulises.
Boceto, cuando niño, lo suficientemente niño,
dieciséis años, escribió una vez con tinta roja en el cuaderno rayado de uno de
sus múltiples diarios que en el momento de alumbrar un hijo todas la madres
deberían morir: conócete a ti mismo. El andaba de aprendiz de la noche, falso
huérfano, resentido benjamín, criatura desechable para su mamá, puesto que lo
olvidó, y adiós, hasta nunca, ahí te quedas, pequeñín: pues muere tú, zorra.
Ya cuarentón, Charlie
era el lugar de Citerón donde honraban las personas decentes a Dionisos:
escancia, cobarde, y las brumas y el olvido no tardaban en sosegar el runrún de
los sesos: nadie tiene madre, tiene origen.
A fin de cuentas,
había descubierto el señor Wilde en Reading mientras daba sus cien vueltas
matinales en el patio carcelero, los dioses castigan tanto por hacer el bien
como por hacer el mal, lo cual es estremecedor y digno de análisis.
Nos juzgan por lo que
hacemos, no por lo que somos. (Dicho por el mismo, no deja de ser bastante
equívoco: uno siempre termina haciendo lo que es, incluso los farsantes.)
Tales exuberancias, en
el universo y en el hombre, ¿para qué? Lo sofisticado convive con lo tosco; lo
casto (respuesta acerca de la sexualidad de la anguila registrada líneas más
atrás: copula una sola vez en la vida) con lo pecaminoso; la contención con el
desenfreno: y todo en el mismo hombre, en el mismo universo, exuberancia y
destrucción, réplica sin más. Todo es uno en el presente, en lo eterno, una
fuga constante de lo creado hacia sí mismo que trasciende el mismo tiempo.
El monstruo se
totaliza en la aniquilación propia y ajena, y en ellas se consuma, se vacía de
fiebre.
Renace de sus cenizas,
aunque Sísifo insaciable y ciego, burro de carga con orejeras, nunca corone la
cima. Harto e incompleto, es siempre una vuelta a empezar, como el deseo, la
ansiedad de poseer el cuerpo del otro, el deseo siempre renacido (que se muerde
la cola).
Pero curaba pronto la
indigestión de sus crímenes, tengamos el vientre-verga a punto, y el remedio:
Se
tendrá una abstinencia total en los alimentos; se tomarán unas cucharadas de
alguna bebida digestiva, como cha, café, orégano con sal de ajenjos, miel
rosada con aguardiente; infusión de las yerbas del Ángel, del Paraguay, de
estáñate, cortezas de cidra. Se frotará el estómago y vientre con el ungüento
de Agripa, Osorio o corroborante, mezclándoles un poco de aceite rosado: se
harán las lavativas purgantes: y si el vómito instare, se ayudará o estimulará
con los vomitorios suaves o activos si la materia estuviere muy emplastrada.
Al
minuto siguiente como nuevo, ligerito de intestinos y la panza distendida, bien
afilada la hoja del puñal en la mano, la mirada
roja de hiena, las garras de bestia, a ver ese cuello, separa las putas
piernas, alarmados los ojos, tus lágrimas no conmueven, mira la muerte que, en
tu caso, también es dolor, esta es la ceremonia del sufrimiento, lo sanguinario
alcanza la sublimidad, víctimas y victimarios participan del mismo infierno,
sólo que el de uno, aún en vida, se anticipa al del otro, al que la muerte más
tarde o más temprano, también horrenda, dará paso.
Nos
hallamos en lo sobrenatural, en ello bailamos en la cuerda floja, figuras
corpóreas danzando en lo no visible conquistado a través de la materialización
más carnal, hedionda, lúgubre, salaz y devastadora que proporcionan los
sentidos llevados a un clímax que sólo podían experimentar los primeros dioses
merced a la desmesura de sus orígenes: el hombre allega a él mediante su propia
y lenta destrucción, no existe otro camino: los verdaderos monstruos lo saben
desde la primera evolución.
Agotado
el placer, aliviada la digestión, queda el cuerpo como una cáscara vacía, un
hueco que hay que volver a rellenar cuanto antes con mayores atrocidades si
cabe, no vaya a ser que nos gobierne para siempre jamás la miserable desgana de
desafiar al mundo, dejarnos consumir por sus mezquinas ambiciones y el medroso
centón de sus normas para incautos y gentes no avisadas: el reto es el mundo y
sus gentes el enemigo a abatir.
Tal
es la contienda.
Un
acto eminentemente biológico se ha transformado en el mayor estímulo para
perpetrar el crimen: ese escenario no podía ser más apropiado para el ritual de
la herida abyecta que abisma hasta la consunción.
El
mono con los ojos bien abiertos, las orejas bien abiertas, la boca bien abierta
dejando escapar la baba, la saliva roja: replica este simio burlonamente el
proverbio de los tres monos esculpidos en el templo Toshu gu de Nikko: ausentes
del mundo.
Es
mono desobediente, muy a la suya, con mala intención, y en él anida la
perversidad y la traición de la selva: está bien vivo: Haré todo lo contrario
de lo que se espera de mí: seré pura naturaleza, libre de cualquier cosa,
mental o material que no haya sido producido por ella: brutal, ciega,
aniquiladora, de gran violencia, inocente puesto que se rige por la ley física
y ninguna otra: no existe el bien, no existe el mal: la vida es un paréntesis,
una aberración sobre un planeta de la que estuvo ausente sobre su corteza o en
la profundidad de sus aguas turbulentas durante miles de millones de años. No le vayas a ella con las
zarandajas de tu moral y melindres de ecologista, y tampoco los pinchacitos de
tu evolución tecnológica y su basural resultante le harán daño alguno salvo
durante una minúscula porción de tiempo: a ti, a tus sobras repelentes y a tus
sucios desmanes, a tus ruinas y cadáveres, también ha de sobrevivirte otros
miles de millones de años entre los cuales docenas de millones de ellos, que
serán de tinieblas y anocheceres cósmicos similares a aquel cataclismo que se
tragó enteritos, vivitos y coleando a los dinosaurios, le aguardan fatalmente:
luego, ya brillará de nuevo la luz del sol un poco más viejo pero igual de
magnificente, se calmarán las aguas, escaparán de ella otra vez minúsculos
seres vivientes...
Tengo mi malo
complementario. Ese yo oculto que se
me escurre entre los dedos. Mono malísimo, a años luz de mí, que soy atrevido
no más, entregado a embriagueces vulgares. Vayan a sus espaldas mis culpas
menores, puesto que ha de purgar otras de mucha mayor magnitud.
Por puertas de marfil
entran mis malos sueños. Pero ¿con el sueño hago mal? No están mis pensamientos
en la yema de los dedos que acarician tu piel de ninfa de las aguas, de los
bosques y las selvas; no fluye entre mis piernas la sierpe de mis criminales
(pero inofensivamente mentales) ocurrencias; no te hago juguete real de mis
imaginaciones, variopinto lodazal donde a nadie le aconsejaría hurgar.
¿Dónde transcurre ese
sueño? En el lugar donde todo es indefinible por intercambiable, sobre todo las
condiciones del bien y del mal, de acuerdo la concepción que de ello tiene el
humano. Me recuerdo constantemente a mí mismo que soy un monstruo… aunque
vicario: otro se mancha las manos de sangre por mí, pero eso no me hace más
humano o, al menos, aceptablemente humano, endriago soy en mono de trabajo con
un destornillador en ristre, espantajo disimulado entre los otros y sus afanes
y trapicheos, simulador de la carcajada grosera unas veces; del laconismo más
severo, otras.
Miramos por el ojo de
la cerradura, Hanna, por la brecha de esa herida terrible, ese desgarrón que el
Verdadero Monstruo ha ejecutado con crueldad y parsimonia en la carne inocente.
Actores mediocres, somos sin embargo espectadores muy atentos y aplicados de
las muchas corrupciones del mundo: un entretenimiento que no ha de perjudicar
nuestra identidad más íntima ni socavar lastimosamente nuestro juicio.
Es, digamos, una
escapadita al campo, una excursión de fin de semana, una segregación de
nosotros mismos que nos permita siquiera brevemente una liberación del fardo de
todas esas convenciones y cobardías
sociales que atenazan al humano que no es poeta ni rebelde ni malvado, y que
cada vez se encuentra más cerca de convertirse en una de las baratijas
inservibles que se anuncian día tras día en la pantalla del televisor o se
insinúan agazapadas en Internet en forma de un soma de inigualable degustación: toma la manzana, muerde el bien o
muerde el mal, compra a espuertas, atúrdete: eres tú quien elige.
Naturalmente, tú, no eliges.
Nunca uno elige la
vida… o la muerte.
Místico o criminal, el
destino luego del paroxismo es el éxtasis que a ambos en su embeleso epifánico
de sangre en la que revolcarse o anhelo de divinidad deja postrados a las
puertas del cielo o el infierno (que son lo mismo).
(Usted, Boceto, no se halla detrás de Lord Auch,
limítese a leer su libro con una mano y sea usted dueño de la otra para lo que
mejor le parezca.)
Nos hemos dado de
lleno con Gilles de Rais.
¡Menudo caballero de
gran realeza!
Quinientos años más
tarde intercambiamos las tarjetas con el autor en una fiesta galante.
Es un honor, señor.
Enchanté.
De mayor edad le
suponía, y muy lejos de ese funcionariado encorbatado y comestible, enredado en
varias relaciones íntimas pero ninguna de ellas transgresora. ¡Vaya! Tema,
fondo y forma se contraponen en este caldero de olla podrida.
Contradicciones de
escritor. Sin embargo, con el personaje éstas quedaban lejos, apenas presentes
en su biografía, ninguna distonía, él era lo
mismo despedazando con su espada a unos y a otros: mataba con crueldad en
la guerra (bendecido por todos), y mataba con saña en la paz (maldecido por
todos). ¿Quién es aquí
el incoherente?
El monstruo ¿nace del
mito, del cuento para niños, de la leyenda o de una realidad incuestionable
acaecida en el tiempo? Los monstruos no tienen pasado ni futuro: brotan como la
ponzoña de un día para otro… en el presente, si no son de tu tiempo no existen,
o dan risa o pena: cadáveres, espejismos, una tumba.
O del sueño de aquella
razón que…
Gilles de Rais lo
proclamó (a su tiempo): Yo encarno el mal que vosotros sólo os atrevéis a
soñar: soy vuestra pesadilla.
Él se figura ser un
niño (la niñez es cruel) con una espada en la mano… y la gran verga enhiesta:
ese añadido brutal empañaba sus rizos de oro, los ojos de agua azul y su
sonrisa de ángel: no era tal niño, era el que torturaba infantes, los gozaba y
los mataba. Halló que en la violencia más extrema se significaba de veras: el
poder de matar impunemente lo sacralizaba ante sus propios ojos y los de sus
esbirros más próximos.
Ante el crimen sólo la
imaginación se alza invencible.
El crimen, a secas,
termina aburriendo, estraga los sentidos.
El hombre con
imaginación desdeña la realidad aunque se vale de ella como instrumento de
impostada ferocidad: ese vasto material diabólico, pero de la materia del humo,
enriquece el ensueño, lo puebla de todas las felicidades posibles pero también
de todas las aberraciones… sin peligro de pagar ningún precio por unas ni
padecer los remordimientos y pesares que conllevaría cometer las otras.
Miramos por la
cerradura, y vemos lo que ya nos fue posible imaginar en otra ocasión, o en
otras cientos de ocasiones, aunque retrocediésemos enseguida en cada una de
ellas con los ojos espantados ante los
límites que había que traspasar, la raya
roja que, entrevista, nos contiene y nos deja todavía erguidos e inocentes
sin necesidad de subir de nuevo a los árboles: en la imaginación no existe el
olor de la sangre o de la carne herida o quemada ni el aliento de la
descomposición orgánica ni la fetidez del miedo de la víctima en forma de
excrementos que resbalan y ensucian sus piernas frente al verdugo fuera de sí
que empuña en su mano la cuchilla fatal del dolor y la muerte definitivos: la
imaginación no nos condena, silenciosa e invisible ella. Nosotros tenemos la llave secreta que le da salida o la
vuelve a encerrar fuera de la mirada acusadora, la anatema y el castigo
unánimes.
Imagina cómo el
monstruo saca con sus propias manos las entrañas calientes de su víctima aún
viva, desgarrada desde el nacimiento del
cuello hasta el pubis, abierta en canal, con las vísceras palpitando y aullando
como un animal, simplemente un animal,
desgajada por las zarpas de un depredador que sí sabe que mata sólo por matar, porque bien cebado y bien bebido
está antes de proceder al lento martirio de su víctima: esos aullidos son el
resquebrajamiento y la muerte de la poca piedad que aún pudiera albergar el
corazón podrido de la bestia que al tiempo que ofusca su entendimiento y ahoga
su racionalidad en la pocilga de su mente, aviva su ánimo y enciende su pasión:
después el vértigo, el caos, la locura que engendra la furia. Que estalle el
mundo en mil pedazos: soy culpable, grita con rabia al abismo que se abre bajo
sus pies, ¿qué importancia tiene lo demás?, el mundo es el lugar de mis crímenes,
que muera conmigo y todo lo viviente que en él habite, vuele, nade, se arrastre
o cabalgue a cuatro patas (o a dos) también muera. Y esa misma desesperación de
saberse perdido sin remedio todavía alienta más lo monstruoso, nutre más la
abyección absoluta de una bestia humana sin freno de ninguna clase.
¿Quién o qué activa el
encarnizamiento del lobo sin hambre pues que trota saciado hasta reventar, la
panza llena de despojos por digerir, con el morro pringado por la sangre reseca
de antiguas pitanzas y los ojos sañudos y guerreros ardiendo? ¿Qué poderosa
fuerza lo renueva?
Bien lo sabemos. ¡A
qué mentir!
Tu instinto te precede
Hemos nacido de una
prole de asesinos hambrientos escondidos
en lo más profundo de las cuevas dispuestos a reventar cráneos y a arrebatar
sin contemplaciones a dentelladas la comida del día, sea de quien fuera, niño o
adulto, mujer o anciano. La sangre vertida de los otros es nuestra vieja
conocida, mana de la noche.
Hanna inclina la
cabeza y se mira la punta de los pies.
(Sé que finge. O
disimula. O, simplemente, es inconsciente del material del que está hecha.)
Hanna debería esconder
la cara entre las manos, con los ojos bien cerrados.
Hanna debería huir en
este momento lo más lejos posible.
Hanna debería dar un
paso atrás (¡tan cerca está!) y volver a la niñez: pervertir ella sin saber por
qué, sin adivinar, sin prever, alzándose las faldas como la que sonríe con
inocencia, nada más.
Hanna, la adolescente
que se mofa de todas las lolitas
pasivas, bastante pavas en el fondo y meras figurantes mecánicas sobre papel de
sederías o descritas a desgaire con tenue grafito en el reverso rústico de
estraza, entreabre maliciosamente los ojos bajo los párpados de melocotón y
queda subyugada atisbando el desfile de lo atroz que se desarrolla en el
escenario de la imaginación.
Hanna tiene ese pocito
negro dentro de sí que sus ojos anhelan de llenar extrayendo retalitos del
pozal repleto de la inmundicia que sus semejantes, tan de su misma condición,
se afanan en coleccionar mediante usos y abusos de unos cuerpos que han acabado
siendo meros apéndices zoológicos del deseo.
Naturaleza, protégenos
de todos los pecados, de la odiosa penitencia del arrepentimiento, pero de
ninguno de los placeres que nos reportan.
Aquí reina la
imaginación, pero allí en las cámaras más escondidas del castillo del monstruo…
Una procesión de niños
angelicales desfila bajo las notas litúrgicas y uniformes del gregoriano, canto
que parece surgido de lo más profundo y oscuro del mismo mundo, como el clamor
contenido e insondable de su materia esencial.
Más poderosa, por
sacrílega, es esta fiesta que cualquier otra misa.
No hay Dios, ni
dioses. Sólo lo humano, demasiado humano. Pues ya está todo dicho: ya sólo
puedo respirar maldad, el aire está hecho de ella, y tú, bruja, sal de la
choza, abandona el bosque y allégate a mi cueva de eremita sepultado entre
libros, deshaz el futuro con tu cháchara de vieja chocha: si puedes adivinar
ahora las asechanzas de su trama, puedes estrujarlo entre tus manos y
convertirlo en polvo, en agua que se evapore bajo el sol en un segundo: ser sin
futuro es, simplemente, estar, un ser
eterno, quieto, inmutable, detenida la mano que empuña el cuchillo en el vacío.
Esos hombres terribles
no buscaban la felicidad, les bastaba el placer y, algunas veces, alcanzar el
éxtasis que también logra proporcionar el mal a través del sexo desatado, sin
miramientos que estorben.
Hubo un tiempo en el
medievo que el humano quiso descansar del dios: encerrémosle en su templo, que
no pueda caminar bajo la luz del sol, sobre la tierra del hombre. Y así la
tierra fue por fin suya.
Soy belicoso, atacar
forma parte de mis instintos, declara Nietzsche.
De ahí, al crimen…
No debería extrañar en
un hombre que se dice a sí mismo que ha escrito el libro más grande que jamás
ha existido, el de mayor hondura y también el más bello.
Hay hombres con la
pluma o la espada en la mano, tanto da, que se hallan muy a gusto en el exceso.
Hanna descubre con
horror (y los ojos bien abiertos) los grabados
secretos en la Biblioteca Prohibida: de la vena sajada en el cuello del
niño brota la sangre que Gilles de Rais bebe con delectación mientras se
masturba con violencia y contempla la muerte lenta de su víctima.
Una vez muertos,
sosegada momentáneamente la lujuria del mariscal, los niños eran destripados:
el gran guerrero se deleitaba con la visión de los órganos internos y las
cabezas decapitadas, se abrazaba voluptuoso a aquella carnicería infantil cuyo
objeto en el mundo parecía haber sido tan sólo padecer ese prolongado y
sangriento martirio para goce exclusivo de su asesino.
Ahora, Hanna, podemos
retroceder o seguir adelante.
La educación de una
niña amante (sin embargo esperarás, buen ciudadano, a la edad del estupro,
senequista prudente, para andar enredando con manejos y magreos lejos de la
justicia) es tarea de dioses. Boceto
ha encontrado a la discípula perfecta, tan distinta a sus crédulas alumnas de
Bellas Artes, aprendizas de artistas o vaya usted a saber qué con sus raras
devociones en el mundo de la plástica.
Profesor…
Y él se da la vuelta y
descubre su sombra dibujada en el suelo, carente de vida, un pasado de brumas y
telarañas, pero también de claridades cegadoras, de grisuras reflexivas
paralizantes mirando angustiado la desolación al otro lado de la ventana.
Yo era un problema sin
solución, confesó finalmente Wilde en Calisaya Bar, convertido ya en un
irlandés gordo, degradado, bebedor y en la ruina, pero luciendo turquesa en el
anular izquierdo y admirando con su ingenio a la concurrencia oyente.
¿Cómo no identificarse
con él?, se pregunta el dómine en el bar de Charlie, refrescando el gaznate con
un cóctel de reciente invención.
Maravilloso brebaje
desconocido hasta ahora…, admite con la copa vacía en la mano bajo los efectos
de la medianoche.
¿Qué será que la copa
siempre está vacía? Que prodigio extraño la de estos embrujados lugares…
Escancia, cobarde.
Ella, la aprendiza de
ojos misteriosos será su coartada: ya le ha introducido en la poesía y el
crimen, incluso la ha cogido de la mano y la adentrado en el horror. Ahora
basta con deslizarse por la repulsiva bola sin centro del mundo para no creer en él y no dar nada por
supuesto.
Vamos tú yo a la
guerra, hombre o mujer, que en nada deberíamos diferir… Desde el mismo Platón
así se aconseja.
El Timeo: ¿pero estos
griegos de qué dios nos hablan? Hasta la llegada del romano no hubo dios ni
antes ni después, ni tampoco durante. Hablan de un Creador Primero e ignoran la
existencia del espermatozoide; hablan de Dios
y aún no saben que el sol no es el centro del universo, y mucho menos la
tierra, una simple roca rodante con los días contados; hablan de un Espíritu
Inspirador y desconocen el sistema binario. Parlotean en los aposentos
infantiles de un castillo de arena, asientan los pies sobre terreno engañoso,
tan próximo a las olas inexorables que han de echarlo abajo.
Cree sólo en mí,
conmina perversamente Boceto el Docto
a la quinceañera ávida de conocimientos.
Infierno, Purgatorio y
Paraíso: tríada sin réplica, el perfecto máster previo a una educación superior
impartida allá donde anidan las águilas.
A la mitad del camino de la vida…
Esta es mi cronología,
sin duda; es la suma de mis años, no puede haber equívoco.
Nos, el dios y el diablo, en los primeros
dos mil casi contamos una de las dos mitades, a poco más de cinco para cincuenta,
esa edad que la piel ya empieza a emanar un cierto olor a viejo, al decir del
poeta catalán (bien podía haberse ahogado en litros de Nenuco en vez de
asfixiarse mediante la bolsa prosaica de unos grandes almacenes).
Hay una segunda
muerte, dice el guía. ¿Qué hacer en el lapso de una y otra?
Vagar por el valle
sombrío de la vida como ánima humilde con la copa en la mano y el tropel de tus
pensamientos que enfebrecen tus sesos y allá que te siguen a todas partes con
las culpas, al cabo resignada a afrontar decidida el camino profundo y salvaje.
Estábamos los mayores
tan a gusto suspendidos en el… limbo y vienes tú, encanto descarado de la vida
a perturbarnos, a quitarnos el libro de las manos, a taparnos el sol que
acariciaba el cuerpo cansado...
Yo duro eternamente:
abandonad toda esperanza.
Aún no he cometido
crimen.
Pero ya eres culpable:
ése es el primer paso para cometer aquél.
Olvídate de Freud,
fumador y cocainómano: qué distracciones.
Todavía tengo el bien
de la inteligencia.
Bah, sólo repites
palabras, palabras y palabras ya dichas, llorica del demonio. Estás condenado.
Sin crimen a las
espaldas: sólo pecados.
En efecto, no mereces
ni desprecio ni alabanza, ni paraíso ni infierno. Eres simplemente, estabas: vivió para él, rezará tu
epitafio, que también será muy pronto polvo: eres olvidable.
No saldrás del limbo,
de esa niebla adormecedora que tan a menudo te proporcionan los Charlie de este
mundo (inmundo). Ni eres Homero, ni Horacio, ni Lucano, eres Nadie.
Entre los grandes
espíritus veo a Séneca, estuprador aunque arrastre gran fama de moralista.
No busques tus iguales
donde no los has de hallar; quizás fueran de tu mismo pecado venial pero no de
tu mezquina condición.
¿Será mi lugar
Malebolge?
¿Seré acaso el astuto
Jasón que en la isla de Lemmos sedujo con engaños a la perturbadora Isifile,
tan tramposa y artera como él mismo?
Ah, mi pequeña
hispano-suiza gestada de las triquiñuelas financieras y criminales de su
abuelo, de la patética insania de su padre, hija del desconcierto de la errante
de su madre Laura la Callada, víctima de ese país entre montañas que se esconde
en las entrañas de la vieja Europa, replegado en sí mismo, enemigo de alardes,
satisfecho en su silencio de sepulcro entre sus nieves tan puras.
Todo para acabar en el
infierno… antes de hora, o mucho más allá de cumplida ésta, con la muerte nunca
se sabe, doblas una esquina y...
¿Quién iba a saberlo?
Ni tú misma supiste que lo era ese padre suizo atildado y bien hablado, que el
diablo te había tomado como objeto de sus antojos más crueles y humillantes. No
pudiste saberlo, y siempre viste tu herida de mujer como la herida más natural en la mujer. Qué poco sabías
de ti misma.
El infierno no era la
hirviente caldera donde se cocían aquellos que rechinaban los dientes.
Qué sabio el Dante: en
el infierno con los demonios, en la iglesia con los santos, en la taberna con
los borrachos.
Se descubre en un
instante, dice asintiendo levemente con la cabeza, los ojos inocentes y
risueños del espectador, quien se limita a contemplar sin ser visto, sin
intervenir en la comedia de la vida disfrazada de tragedia o de epopeya. Ni
gloria ni pecado.
El diablo que te alzó
en brazos… te sumergió en la noche más cruel, te hizo despojo, pero tú no lo
sabías, y seguiste creciendo, y la herida fue haciéndose más herida y más
natural, pues hubo pacto de silencio, suicida frustrado aunque en coma para no
despertar jamás, miradas a otro lado, huida a ninguna parte.
Nunca supo ella la
aberrante verdad: el juego del diablo más depravado: eras juguete, una muñequita
a la que despedazar.
¿Refleja en verdad el
espejo de nuestra apariencia lo que somos? No proyecta la intención oculta, ni
los fines que dirigen ese esqueleto revestido de carne pudrible.
No hay límite humano
para la maldad.
Con fortuna, sólo escapatoria.
Prefiero escuchar a
las víctimas que a los inocentes en su limbo o en su paraíso, todavía lejos de
la dentellada del lobo, del cuchillo, a diferencia de aquellas muertas a manos
de sus victimarios, malheridas, ultrajadas, siempre engañadas.
Estos habitantes
ilustres, de porte distinguido y medidos gestos, de palabras justas sólo por lo
exiguo de su suma estricta que no por la justicia y razón de su contenido,
andan embozados bajo capas de oro deslumbrantes por fuera, de plomo por dentro:
una hipocresía ambulante, todos ellos falsos y padres de la mentira.
Sal del octavo círculo
y el séptimo foso: cuando cae la máscara la lengua del hipócrita desdeña toda
reserva y comedimiento: Te he dicho esto para que te cause dolor.
Mira por donde pones
los pies, evita pisar las cabezas de estos desgraciados y torturados.
Somos espectadores.
Nada del duelo nos concierne salvo el entretenimiento que nos procuran. Somos
vivos entre los muertos. Ni su lágrimas ni su sangre del pasado nos salpican.
Sal del infierno:
Padre, suplica Hanna
en los sueños de Boceto, mi dolor
será mucho menor si me despedazas y me comes, tu me diste la vida.
¿Qué puede uno esperar
del purgatorio, el lugar más condenable desde un punto de vista ecuánime (ni
blanco ni negro)?
Ni siquiera pecadores
vas a encontrar allí (aunque, cuidado, abre bien los ojos, en este lugar es
fácil dar un mal paso), sólo hipócritas y cobardes, gentes a medio hacer que no
alzan la vista del suelo, iracundos, soberbios, envidiosos, mediocres, avaros
pordioseros, indolentes, viles, glotones, codiciosos y onanistas, falsarios y
plagiarios vergonzantes del vivir… bien muertos están a la puerta de la
eternidad. Ni para el crimen valían.
¿Qué nos queda del
paraíso en estos tiempos de calamidades, hija de tu Hijo?
Calla. Deja
transcurrir los años, los siglos y hasta los milenios.
Nada es, pues deja de
ser a su tiempo (miles de millones de ojos han contemplado la constante fuga
del agua del río: no le gusta nada este lugar).
Mientras tanto, Hanna,
tendremos una ancha y luminosa habitación llena de flores y de sol, perfumada
por el aire de primavera que penetra por las grandes ventanas abiertas a las
frondosas y reverdecidas copas de las acacias y te querré niña misteriosa como
eres sin querer que seas otra cosa, porque yo, querida no tengo la manía de las
grandezas ni tengo la maladie de
perfection, hasta hay días que salgo a la calle sin afeitar, mal peinado y
con calcetines de distinto color. Haremos caso a García Lorca y a uno o dos
como él, que no te importe la gente ni el veneno que nos echan al darles la
espalda y seguir nuestro camino. Nosotros no somos santos, Hanna (tampoco tú,
aunque mártir hayas sido), pero es seguro que una vez muertos nuestro sudario
será lino egipcio y rociarán nuestros cuerpos con caros perfumes y nos untarán
con especias y aceites antes de prender fuego a la pira junto al mar.
Somos espíritus
libres. Se me inculcó el derecho a la libertad: otros pagaron por la suya. La
mía a lo único que me faculta es al cinismo (pero sólo de vía estrecha).
A estas alturas de
2005, con decenas de canales de televisión a tu alcance…
Libertad, ¿para qué?
Pregúntale a madame Roland o, mejor aún, a su cabeza rodante por las ruinas de
la crónica revolucionaria.
Charlie, soy el hombre
más libre de la historia, casi tanto como aquel falsificador de monedas que
anduvo por el mundo epatando a los papanatas con sólo un bastón, un zurrón, un
manto y una escudilla. Antes de llegar a eso, la disyuntiva: la cárcel por
ladrón o la bufonada de por vida. Prefirió divertir al personal con sus rarezas
de extravagante, sus frases y respuestas lapidarias (insinceras) y defecando y
masturbándose en público: Ojalá este mismo y placentero frotamiento aplicado al
vientre saciara asimismo mi hambre. Al parecer, el tipo se conocía muy bien,
algo en extremo difícil. Soy la única persona del mundo que me gustaría conocer
a fondo, afirmaba Oscar Wilde, y lo decía completamente en serio. Quizá ya
presentía la infamia del amor, la ruina, la degradación y la muerte prematura
en un París con aguacero, un día que fue viernes y no jueves, pero fue otoño,
porque los poetas no mueren los jueves, así que aquel poeta flaco y triste
también murió un viernes desmintiendo el poema tan triste que había compuesto,
aquel poeta con trazas de indio que le escribió a su madre aún alborozado por
la llegada a la urbe (y había llegado al infierno sin él saberlo) que había un sitio en el mundo que se llamaba
París.
A mí, o a aquel
Diógenes, nos basta con olernos y no dejar nada escrito para la posteridad, que
es una puta de Babilonia, además, es una
bonita lección de humildad andar con las narices pegadas a uno mismo, sobre
todo si no visitaste la ducha desde el mes pasado, de modo que lo único a lo
que hueles definitivamente es a mal bicho sin conciencia y asqueroso por
añadidura.
A purificarse, pues,
(y con agua fría.)
A Hanna no le gustan
los poetas tristes. Prefiere los malditos, los trágicos, los violentos, los que
no mueren de hambre y tosen y son desdichados, elige los que se embriagan con
licores, con drogas y visiones. Incluso, considerándolo bien, acepta a los
lóbregos, mamíferos y bien peinados siempre que padezcan una muerte horrible o,
al menos, desesperada. Sé, porque soy su maestro, que aparta a un lado como se
aparta un trapo viejo los poemas de amor, que nada le dicen los versos rimados
que hablan del amado o la amada y que detesta la infancia y, desde luego, mucho
más la infancia de los poetas que algunos se empeñan en colar a traición entre
la maraña infinita de los endecasílabos blancos.
A Hanna no le gustan
los poetas romanceros aunque disfrazados.
El poeta que ha vivido
una infancia feliz es un estafador, un farsante de la peor especie, un
marrullero contador de sílabas.
Al cabo, piedra negra
sobre una piedra blanca.
Le daban duro con un
palo y duro…
Ese hombre no sabía,
yo no sé, se debatía en su propio desconocimiento, no podía capturarse: trilce, triste… dulce.
No le gustaban los
santurrones ni los cortesanos y, sin embargo, Boceto, anda entre las estrofas bien cortadas y medidas de Jorge
Manrique y San Juan de la Cruz.
Se lo niega a ella. Yo
soy de página grande. Me gusta el tumulto de las letras.
(Withman, Neruda.)
Se contradice.
(Está bien, me contradigo, ¿y qué?)
Los poetas
celebradores como Neruda, (el hombre-tierra, el hombre de las 15.000 caracolas
y conchas marinas, mascarones de proa reconstruidos en forma de bellísimas
mujeres, ídolos de barro, pipas, minerales y mapamundis, escarabajos,
locomotoras de juguete, libros de marinería, botellas con barcos dentro,
máscaras y mariposas), son un verdadero festín, un venero inagotable de frases
felices y atractivas ocurrencias lingüísticas.
Muy pronto la niña
Neruda se enfrascó en Residencia en la
tierra. Recitaba por las esquinas mientras su madre la observaba con
recelo.
No se libraba del
libro ni por un instante.
Pues ¿qué le enseñaron
a leer en la brumosa Helvetia?
Me gustas cuando
callas porque estás como ausente.
El misterio de Hanna Schmidt es el aire de ausencia que tiene en todo
momento. Pero no es el encantamiento de la adolescente soñadora y algo
perezosa. Es una especie de sabiduría natural que la hace estar callada, aunque
sabes muy bien que de pronto, sin atinar razones, puede abalanzarse sobre ti y
morderte los labios, saciar su boca quemante con la tuya.
La veo sentada junto a
la ventana de marzo que recae al pequeño jardín cubierto de pujante césped
donde se eleva sin estridencia el naranjo nevado de azahar. Sobre la mesa
redonda de negro hierro forjado veo el libro de tapas amarillas y un frasco de
vidrio transparente lleno de tierra azul. No lee. Está absorta, mirando al
exterior verde y añil bañado de luz.
Ni el aire más sutil
enhebrado en el otro aire más tosco de la realidad sería capaz de penetrar en
su silencio, en ese mutismo en el que está presa: su primavera adolescente,
país de las hadas.
Pero él aprende a
entrar por tales puertas, sino tan delicadas mucho más fortificadas, muros más
difíciles ha franqueado con su persistencia: libros-reno eran su llave…
maestra: servidoras caían como
moscas.
Y, ¿ahora? Todo ha de
ser menos grosero.
¿Le llevó a ella el annui?
¿De qué está hecho
este surgir de palomas, el suplicio
lento del deseo?
Del cielo o el
infierno cayó la nínfula. Nada hice yo por merecerlo. Nada haré por deshacer el
nudo. Llegará el desenlace por sí mismo, sin intervención mía que estorbe un
destino siempre impredecible. Los dos somos juguetes con el que alguien o algo
distrae su ocio interminable.
En esta industria de
los amores difíciles no se precisan notarías ni merecimientos. Todo ocurre como
en el sueño.
Yo te soñaba, pero no
te sabía, se lamentaba resignado el Gran Poeta Malo (como le calificaba JRG.).
Dueña del amor, en tu
descanso fundé mi sueño…
Padre, consiento tu
inmensa superioridad sobre mí, pero dime, ¿me he ganado el paraíso? Si es de
ese modo, no descubro la razón sino el sinsentido.
Abandona la sombra
evanescente que perfila el humo del sueño y corporéizate, padre, engendrador de
un dudoso, de un huido hombre de tierra, de un ahorcado.
Sé lo que nos
diferencia, como lo sabía el pequeño hijo de Wilde, que él mismo se atizó un
buen golpe en su orgullo al formular la pregunta prohibida al fantasioso de su
progenitor. Ya nunca en su vida de adulto pudo olvidar esa lección… de
humildad.
Padre, ¿tú no sueñas
nunca?
Por supuesto que sí.
Soñar es el primer deber de un gentleman
auténtico.
¿Y con qué sueñas?
Te relataré mi último
sueño, muy semejante a los que sin previo aviso me visitan todas las noches con
sus galas festivas. Anoche soñé con dragones recubiertos de escamas de oro y
plata, y de cuyas fauces salían llamas rojas, soñé con águilas imperiales con
ojos de diamantes que podían ver el mundo entero desde su majestuoso vuelo en
el cielo, soñé con leones de garras doradas y rugidos pavorosos, y soñé con
elefantes de grandes colmillos y andar parsimonioso y sabio entre la jungla y
también soñé con ágiles y veloces cebras de listados pelajes hipnóticos y con
los tigres de lomos de oro… Pero, dime, hijo mío, ¿qué has soñado tú?
Yo… sueño con
cerditos. (¡Un pobre hijo de un gran padre!)
¿Cómo recuerdas a tu
padre?
De memoria, como
Ticiano pintaba sus retratos.
¿Sueñas con él?
Sueño con algo de él,
una palabra, un objeto, un escrito, quizás un olor (?), pocas veces una imagen.
¿Le gusta a usted
Brahms?
¿Le gusta a usted
Neruda?:
Yo sueño, sobrellevando mis vestigios morales.
Yo sueño que ella me
sueña.
Ella en el jardín de
primavera con el libro de tapas amarillas de Pablo Neruda parece exactamente
igual que cientos de versos salidos de la pluma inagotable de tinta verde del
poeta: es el cuadro de una intimidad profunda al mismo tiempo que un desafío a
su verdadero significado: el suéter de liviano espesor de color rosa, los
tejanos azules, las bailarinas blancas: un decorado de dulce carnalidad, una
tentación constante a la mirada todavía sin culpa en la observancia, donde el
deseo aún lo mitiga la admiración, la ternura y la pena.
Si todo fuera un
cuadro, una sutil acuarela, el simple dibujo del grafito… Una belleza sin más.
¿Cómo ha llegado la
ninfa a ese poeta soñador, excesivo y grandote, de voz infatigable, jodedor
impenitente? De la mano de un virgiliano que, sino bueno, no tan ruin, no ansía
atraparla en su amorosa tela de araña valiéndose del susurro acariciante de 20 poemas de amor y una canción desesperada,
donde la alegre hora del asalto y el beso. Otros fines persigue. La apresura a
ella a la sabiduría libresca (que es buen disfraz), desdeña, sortea y deja
atrás los escollos fáciles capaces de aturdir al adolescente todavía embriagado
de engaños y fáciles versos
Niña venida
de tan lejos, traída de tan lejos
Te pareces a la palabra melancolía
Puedo escribir los versos más tristes esta noche
Pensar que no la tengo, sentir que la he perdido
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos
Surgen frías estrellas, emigran negros pájaros:
la quiere con mayoría
de edad en la lectura y antojos de poetas simuladores, la quiere con prisas en
la vida, que pronto deje de ser la pálida estudiante y adolescente sabia. Si
fue niña Rimbaud, niña Lautréamont, que sea ahora sólo poesía… poema.
Enamorar a una bruja
niña que aún prueba sus hechizos jugando con muñecas… y se da de bruces con
Maldoror, eterno sonriente este fantoche de ventrílocuo, con el delirium tremens de Verlaine, con el
amputado Rimbaud, con el ahorcado Nerval... con la estampa folletinesca de
Chatterton envenenado y en la mano el poema inacabado, todos esos (y todos esos
poetastros anónimos y crédulos en todo, en la vida y en la poesía, inéditos)
que nunca supieron poner punto y aparte y decidieron por el punto final sin
cuidados ya de rima y de métrica.
Pero no basta con los
poetas muertos, la menos noble y humilde prosa amplía el recuento nacional:
recuerda los sesos reventados de Larra, la doble furia suicida de Ganivet hasta
morir por agua, el disparo en toda el alma hastiada de lujuria de Felipe Trigo,
aquel que embelesaba y corrompía a tus primeras víctimas de maestro en
letrerías, y Halcón, Echeverría,
Ferrater… entre sombras y espacio, entre
guarniciones y doncellas.
No hay una lágrima
limpia.
Siempre, las manos
sucias.
No colocas a la niña
entre las rosas y suaves sedas, la desvías, la conviertes de tu mano en otro
diablo cojuelo desbaratando techos, rompiendo paredes, saqueando dormitorios
con los ojos (o con la imaginación bien abierta, siempre atenta a los
sacrilegios), desnudando al aire miserables tabucos, destapando cacerolas de
sopa boba.
La secuestras del
papel y la luna, a la niña, ni la ocultas bajo un manto de amapolas de la
crueldad y el disparate.
Mientras el mundo, que
a nadie sensato y con tres dedos de frente importa, arde por los cuatro costados
o se desangra o se desnuda obscenamente en la pantalla del televisor mediante
noticiarios rellenados de politicastros con sus sonrisas mefíticas y concursos
de belleza.
Mientras, Nueva York baila, Londres medita, y yo digo
merde.
El día puede ser un número o la muerte. La vida
es la moneda en el aire. Luego, cae la moneda… negra que no sabe del cielo ni
del infierno.
Y cuántas cosas pasan en el aire.
Hoy
me he tendido junto a una joven pura…
Qué parecida eres a
todo cuanto un tipo emboscado tras la apariencia de la convención guarece en el
desván polvoriento de las peores intenciones sus malas artes, su magia de
manual, los propósitos inconfesables…: yo mismo me delato, me reconozco, me
recreo en la imperfección (y de ella me río, aunque sin carcajada como
aconsejara Séneca) del culpable que se pensaba creador omnipotente y sólo era
un mal copista, procedo de algún gusano perdido entre la tierra y el agua hace
cien millones de años, me tengo por tal, por gusano, y con nombre y apellidos.
Maceradita te quiero de oscuridades a pesar de que te dé el sol de pleno. Sé
esperar para librarme del castigo; soy auctoritas
con todas las de la ley gitana: aguardo con la navaja (el libro) en la mano, me
siento a la puerta de la casa, toda la mala hora llega, y el bien que sepas
fabricarme no ha de faltar a su debido tiempo.
Soy muy distinto a lo que parezco.
Tengamos la fiesta en
paz. 2005: un año, noches y días que pasan y mueren como el aire y el agua que
huye de este lugar. Y el año que le sigue igual ha de morir, como si nada
importara más allá de la corteza del planeta errante a ninguna parte merced a
una mecánica obcecada y engrasada por miles de millones de años que le hace
surcar una infinitud inimaginable.
El año en forma de
Hanna Schmidt, ¿qué es? ¿qué habrá sido?
Tolle, lege.
Y la deja sumida en la
calma del jardín de marzo, con Los versos
del Capitán y el Canto general,
una torrentera de palabras, un homenaje a
todo un continente del que la adolescente nada sabía hasta ahora.
Tal vez tu sueño se separó del mío.
Abre las tapas
amarillas. Sopla un airecillo tibio, y hay nubes grandes y perezosas que vagan
por el cielo de azul puro. Ya huele a primavera.
No me has hecho sufrir, sino esperar.
Pablo Neruda nació en
una tierra donde la lluvia, que fue el primer sonido y el primer sabor, se
convertiría en el recuerdo imperecedero de la infancia allá donde fuese, que
fueron muchos sitios, todos los continentes, él, amante del sol y del mar y de
regiones sin nieblas ni nubes oscuras.
Hubo un tiempo que el
poeta vivió en La Casa de las Flores: todos eran poetas entonces. En seguida
estalló el mundo: la casa de las flores enmudeció bajo las bombas, y aquel
templo tan frágil se llenó de sangre roja como las rosas rojas.
Había extrañas
religiones, creencias de incendiarios de la imaginación, pasiones desatadas y
fobias incontenibles:
El bardo excesivo, que
carecía de supersticiones religiosas, acabó espantado por ridículos presagios y
hechicerías pueriles: ver un caballo blanco era la destrucción de todo, y se
dio de bruces con ellos muchas veces: afortunadamente sabía de un conjuro
secreto (nunca lo supimos) que neutralizaba y mantenía a los genios dueños del
mal encerrados en la lámpara.
Tanto poeta…
En ocasiones
olvidaremos el libro, que caerá de las manos seguido de un bostezo. Dejaremos
que llueva, una lluvia nueva, como de adviento: la lluvia del sueño de la
infancia.
Cógela de la mano,
móntala al corcel rojo del Audi, acelera hasta las murallas de la ciudad, a su
paso abre las puertas de cristal de Zara
o Mango o Pull&Bear, déjala corretear por el prado florido, mil flores a su
alcance, no dejes de sostener el puño de la espada: defiende tu tesoro, asusta
ceñudo a las miradas impertinentes de esa varonía en celo (sólo les falta
encender el culo de colores) que circula a vuestro alrededor como primates en
busca de una presa, ella es tuya (a los otros sabes cómo mantenerlos a raya,
son mero instinto animal, puede que ni sepan cual es la forma de un libro y
muchos menos atisbar entre sus páginas), allánale el camino de los espejos: se
contempla, da vueltas sobre sí misma, y se gusta.
Es tu solo
espectáculo, y temes tanto que en unos de sus giros se deslice hacia la nada,
desaparezca tras el azogue, ése tú único temor de creación tan laboriosa:
Hanna.
Boceto, en el año de Hanna Schmidt, 2005 del señor, ha trocado en don Quijote
cuatrocientos años después de que aquel hidalgo malhumorado, magro, impotente y
aburrido se inventara a Dulcinea semioculto, tapiado casi por librotes
polvorientos en la estrecha calleja de un poblachón ignorado y letárgico de la
meseta manchega.
Boceto no es un
Pigmalion: es Alonso Quijano cuerdo y sobrado de monedas, vigoroso y versado en
trucos de amor, sin obsesiones, muy libresco pero señor de sus horas y
apetencias tan distintas a las páginas muertas, le traen al fresco los molinos
de viento, extiende la mano, sube el borde de la falda, palpa sus muslos tibios
y suaves: Hanna es real, no es ilusión de Quijano.
Miradlo
bien vestido, como perfecto gentleman
(él no necesita los bruñidos y bien iluminados espejos de Zara o Saint-Laurens
para admirarse de cuerpo entero).
Empuña,
pues ahora en lugar de espada luce pacífica sonrisa, bastón de ébano con puño
de marfil, un ramito de muguete en el ojal, guantes blancos con rayas negras,
zapatos lucientes de afilada punta.
Apartaos,
villanos. Despejad el camino.
El
horizonte se extiende infinito, inacabable de placeres.
Dos años,
ocho estaciones volanderas y la haces tu princesita amante, adorará hasta tus
huellas sobre el polvo del tiempo, el rastro de oro que deja tras de ti el
manto de terciopelo real, besará tu aliento, tus ojos, se saciará de tu lengua
en su boca… pero que otro caballerete de su palo y condición la desvirgue, que
te llegue ganosa después de esos intentos repetidos de torpe adolescente en la
parte trasera de un coche o arrebujados en el sofá nocturno, que caiga en tus
brazos fascinada por tu altísima sabiduría y porte magnífico luego de los
juegos prohibidos y algo sucios de tierra meada detrás de los setos del
instituto con algún compinche del acné, que en ti se precipite aún con el sabor
de la pizza margarita en la lengua y
los vaqueros desteñidos resbalando ya por la cadera.
Recuerda
tu adolescencia de infante en galopada de brioso corcel y en alto el
estandarte.
Y cuando
ya la tenía a la niña endomingada bien calentita, le susurraba al oído If you leave mi now, de Chicago, se
apretaba contra los senos mínimos, metía las manos de pulpo bajo la falda,
buscaba la hirviente juntura del pubis, luchaba impaciente con la goma de la
braga adolescente queriendo alcanzar la rala pelambrera, la tibieza de la
vulva…
¿Cuáles
fueron tus universidades?
Pues fue
hermano de buen provecho de aprendices adelantados todavía no púberes: JD. y Fiodorov, cuando allá en sus calendas,
en los albores de la década prodigiosa, otros movían el culo con extremo
cuidado en su vaivén, no fuera a notar la víctima el endurecimiento pecador, al
son melodioso de Quince años tiene mi
amor, estos dos perillanes, casi de pantalón corto, sin el primer
cigarrillo todavía, abrazándose sin reparos a su pareja, cada uno por su parte,
empecinados ya metían rodilla entre las piernas de la bailona mientras en el
tocadiscos habían procurado que sonara Venus,
de Frankie Avalon.
Ah,
fierecilla indomable, espera que coja el lazo y me ponga los zahones, ¡te vas a
enterar!
¿Piensas
marcarle tu nombre hasta en el trasero, Boceto
de mil mierdas? ¿Hasta qué límites llega tu propiedad?
Hasta
donde llegan mis ganas, mi dineros y mi brazo.
Charlie,
escancia. Esta noche se alarga… afortunadamente. Qué miedo, el amanecer.
Todos los
buenos retratos empiezan por los ojos.
El Rey se
sumergió en sus ojos verdes, había leído la noche anterior en el párrafo
inicial de una novela pedestre, liosamente histórica, pertrechada de cuatro
metáforas, un símil novedoso y los adjetivos justos pero que a su autor le
había valido 600.000 euros e iba a encandilar a doscientos mil lectores de la
patria hispana y de allende los mares.
¡Qué
barato sale el crimen!
¡Charlie!,
implora con la copa (otra vez) vacía.
Se
sumergió en las aguas del marrón
acaramelado del Jack Daniels…
Cae en
cualquier abismo incluso dantesco, excepto… en el vacío de ti mismo, recordó.
¿Quién era
él?
Poca cosa,
a los diez años:
con el
dedo meñique en el agujero del Chimos antes de zampárselo, ya miraba intrigado
las piernas de las chicas, pues los señores mayores lo hacían a cada momento.
Aún paladeaba los Maskis, y ya fijaba la mirada en los senos de las señoras y
en los apenas perceptibles bultitos de las hermanas de sus condiscípulos
distraídos en los experimentos químicos de la época: Haga de su hijo un
científico, aconsejaban los titulares azules de la caja del juguete.
¡Quién
hubiera tenido una hermana sufrida para saber de qué demonios iba la cosa!
Anda, vete
a ver La Bola de Cristal, y deja en paz
a tu hermana, cochino. ¿O es que te has creído que ella es una probeta o un
experimento químico?
Respecto a
la nínfula, ¿no podías corromperla antes por medio de falsas novelitas para
adolescentes hormonadas y niñas soñadoras?
Antes de
leer Mary Poppins, Mujercitas, al enano de Barrie y al
pederasta de Carroll, a los sádicos Perrault y Andersen, a los ladinos de los
hermanos Grimm y deleitarte con la imaginería canalla de las ilustraciones
opiáceas y lánguido colorismo del señor Arthur Rackham deberías saber, niña,
los oscuros gustos y las caídas en el abismo de nuestras amadas y amados
autores infantiles y juveniles: enfermedades, lesbianismo, depresiones, lenta
autodestrucción, fobias, complejos edípicos, fingimiento, alcoholismo,
suicidios aberrantes y aturdimiento moral.
Miss
Alcott te habría quitado las bragas de un manotazo a las primeras de cambio (y
sin necesidad de Chicago), y miss
Pamela Lyndon Travers te habría prodigado una nutrida sesión de lametones
vaginales y clitorianos que te hubieran sacudido de tembleques hasta el
desmayo.
Otras
formas de corromperse más imaginativas se agazapan bajo la sonrisa solapada:
Si te
portas bien te dejaré leer El penado 113,
La hija del destino La venganza del morabito y El Hombre de la figuras de cera.
Qué mes
completito.
Folletines
y autoras juveniles calenturientas.
Ya ve, se
me aficionó la nínfula a monsieur Sue, y ahí la tiene usted, que no me suelta Los misterios de París ni cuando se
encierra en el baño a cambiarse de tampón.
Las
perversiones adolescentes son inescrutables para el entendimiento ya adocenado
de los adultos. Baroja: Uno empieza a pudrirse a partir de los veinte años. No
hay vuelta atrás.
Asco,
vicio o costumbre.
Bah, falta
de riego sanguíneo... o excesiva salacidad.
¿No sabes
lo que es un ser humano? ¿Al menos el ser humano que disfraza su naturaleza?
(Yo
también temo los caballos blancos.)
Lee el
Shakespeare de Timón de Atenas.
Todo
Shakespeare es lección magistral. ¿A qué elegir?
¿Timón de Atenas? ¿No anda bajo ese
título y el texto que le sigue a cuatro manos mister Middleton?
De este yo
sé bien poco.
Uno vende
a su hija; otro, vende sus manos.
Otro
prefiere alimentar su altruismo y perder la cordura.
Soy un
perro, Charlie. Y mi madre, igual que la tuya, es de mi especie.
(Ellas
comen señores; se les hincha la barriga.)
El tal
Shakespeare aún, pues eran los tiempos, confundía las gestaciones seculares,
milenarias, ancestrales, hombre primitivo: La especie humana ha engendrado, sin
duda, al babuino y al mono.
Una vez
bajado de los árboles, todo es mezcla, todo es uno.
No me
tengo de mejores cualidades que un simio.
Pues para
mí nunca hay horas para ser honrado.
Charlie,
llena la copa (la panza ya lo está).
(Charlie, a media voz, para su sayo. No
sabe este imbécil que el vino calienta a los de su calaña.)
Sólo a los
amigos se les pide que se ahorquen.
Pídeselo a
tu madre… o a un hermano.
Uno de
ellos lo hizo: bailó en el aire.
Un día los
dioses se acuerdan de tu edad, y te matan.
Muy
escondido tienes tu genio: a nadie le vale, escribes sobre el agua como aquel
poeta inglés de dentro de dos siglos que ha de reposar bajo violetas silvestres
y margaritas en Roma hasta el fin del tiempo.
¿Y cómo
sabes tú eso?
Una
licencia retórica que anticipa lo porvenir y subraya lo más sobresaliente de
las épocas futuras.
No he de
fiarme de ningún hombre. Venga a cuento o no esa licencia de que me hablas que
se adelanta doscientos años a las calamidades de nuestro siglo.
Bebo de
cualquier copa, y eso vigoriza mi ánimo. No me cuido de lo que en ella echen.
Han de engañarme si ése es el propósito. Pero ese vino me hace ver los
prodigios todavía por llegar.
La salud
de tu copa hará que enfermes.
Charlie,
ahuyenta a esta bestia de mí, a este heraldo que anuncia depresiones.
(Charlie, musitando para sí. El
compromiso con el mundo de este borracho vale tanto como el lloro de una puta,
como el engañoso dormir del perro al sol. El idiota reparte joyas como otros el
saludo matinal.)
No se
compra la amistad: se recompensa.
¿Con las
deudas que vas dejando atrás? Este ha de hipotecar sin gracia hasta mi alma de
espectador. Y todo por esas venias que a los beneficiarios les salen del culo.
Nada sabe de la verdadera naturaleza de sus semejantes, ni la de su madre
podría adivinar. Sordo al consejo, pero no a la lisonja. Y pensar que era
hombre de mérito.
Se han
cumplido los plazos: hora de pagar… aun con la bolsa vacía.
¿Qué pasa
con el mundo? No reconozco esas fauces abiertas. Se tornó voraz, todo lo
tragaría.
(Y a ti como aperitivo.) ¿Quién soy? No
hay mujer que, como un usurero, no tenga un tonto como sirviente. Yo soy el
tonto de mi mujer, algunos días hasta su bufón… bien vestido. Ahora, en la
indigencia, te vas a enterar de qué está hecho el mundo, incluso has de probar
la carne que cubre tus huesos, el adobe de la sal de tu piel.
Sara
Bernhardt se abrió de piernas y le enseñó desde París el coño pelirrojo
(teñido) a Oscar Wilde abatido en un rincón de la mazmorra inglesa: Si quieres,
puedes coger el dinero. La tipa sabía que eso no sucedería jamás (el pobre
Wilde, a esas alturas, hurgando en un coño…) y esa fue toda la gratitud que el
presidiario de la cárcel de Holloway pudo esperar de ella, la gran diva de la
escena que, según sus palabras, sería capaz de acompañar al excelso dramaturgo
hasta los confines del mundo. No le envió ni un penique que mitigara torturas.
(Timón
necesita una fortuna para pagar los convites, las joyas, los préstamos a los
amigos…:
cava la
tierra a ver si hallas el cofre del tesoro: o ve a la isla, o a la gruta.)
Es la hora
de las flores verdes y amarillas vencidas y secas tristemente sobre su tallo.
De los
ojales galantes a los harapos ensuciados por las diarreas incontenibles.
¿Qué está
pasando?
(Pregúntaselo
a la Enciclopedia Británica.)
(A la
undécima edición.)
Esta ya no
es época para prestar dinero. Ninguna lo es, pero en ésta a las monedas les han
crecido alas.
Y, ahora,
¿qué me envías?
Razón de
su actual necesidad. Bagatelas, sólo dinero que termina pudriéndose en sus
escondrijos mientras tu alma emprende el vuelo al país del que nunca has de
volver.
En lugar
de sueldos y talentos le da saludos, gira sobre sus pies y si te he visto no me
acuerdo.
El interés
se impone a la conciencia. ¿Qué sé yo de los días que aún tengo por vivir? ¿Me
he de quedar con la bolsa corta si los días se alargan? Más me vale cuidarme de
mí que de aquel que fue generoso sin medida ni cautela. Por imprudente y
derrochador, caiga.
El hombre
bueno, arrojado al arroyo como aquel Diógenes, se queda con dos palmos de
narices. Aparte del sol, apenas te quedan los dioses a los que implorar.
(Y éstos andan mudos, ciegos, sordos: pues ésa
es su esencia.)
La hora
cero: nada que gastar. Ni intentes alzar la voz.
Cruzar el
Leteo es gratis. Dijo uno bebiendo de la copa feliz, desbordante, hasta las heces, atento al espectáculo.
¿Qué hay
de comer, pues nos invitas de nuevo?
Agua
hirviendo y piedras.
(Se quedó
a dos velas.)
Este
bribón nos sigue festejando… y nos divierte, pero ahora hay que huir de este
lugar antes que se desate más locura y nos abra la cabeza con el bastón.
Hemos
vivido tiempos mejores. ¿Qué hay que hacer ahora?
El oro
mana de un milagro… cuando ya no hace falta, y me hace despreciar mi
naturaleza, que es la de todos ellos, aduladores, infelices y marrulleros,
cobardes y avarientos… Sobre todo ambiciono un epitafio: qué mejor legado que
ése: Despreciable y peor que un perro es el hombre, cosa nefanda que pisotea la
tierra.
Hanna
deposita el libro sobre el tablero de mármol de la mesa de hierro forjado,
junto al volumen consagrado a Keats de Cortázar. Reclina el torso. La luz de la
incipiente primavera se agrisa. Huele a jazmín, también las piedras y hierbas
del crepúsculo huelen distinto a las de la mañana
De
Shakespeare a Historia del ojo.
Bonito revoltijo: es una educación sentimental: me debes tu nueva vida, arroja
para siempre de tu corazón la ingratitud, al menos que no me corroa a mí su
aspereza.
Un
itinerario sentimental.
Ya me lo
debe todo. Que corra el tiempo, que vuelen los años. Cree que la va adentrando
en el horror sin culpa, en el placer de la perversión más natural por
instintiva que afiebra todos sus sentidos, sin remordimiento, sin saber él que
ella viene del peor horror, sin saberlo ella tampoco.
(Sé
precavido, como Séneca… que aún así acabó en el exilio y años después con las
venas abiertas.)
Tenía 16 años cuando en la playa de X…
Buenas
referencias.
La
introduce en la pesadilla: la cabeza de la bella ciclista casi decapitada entre
las ruedas, muerta.
Y esa
sórdida y desusada mezcla de olores: saliva, semen y orina, el sudor de ella, y
el anochecer mojado por la tibia lluvia, el fragor de la tormenta, y el susurro
del mar bajo debajo del acantilado: la cabeza entre sus muslos sucios de
tierra:
todo son
lecturas por el momento.
¿Aprenderás
a masturbarte en el interior de un armario?
Pensé que
era un mingitorio.
Demasiadas
veces piensas lo que te conviene, y lo reconviertes a tu provecho.
(Discreta
actividad es la mía en la silenciosa y estrecha oscuridad de un armario.)
Escribe la
frase más hermosa: asocio la luna a la sangre de la vagina de las madres, de
las hermanas…
Le señala
la frase con el dedo puesto en la página El Docto Boceto a la discípula sentada ante la mesa, con el liviano libro
entre las manos; luego de leer la frase
más hermosa, alza la cabeza y sonríe al pérfido cuarentón de pie, a su
lado.
Todo es
como un juego.
(En la
cima del rimero de libros por leer: Bella
del Señor, Otra vuelta de tuerca, Ada
o el ardor, una biografía de la Yourcenar, El amante, de Duras…
¿Lolita…? ¡Por Dios, por Dios…!
(Cerdo:
dale la vuelta a ese cuerpo indefenso de adolescente ávida de travesuras,
cógela de los pies, mete su cabeza en el retrete, que se mojen sus cabellos, el
rostro, la boca con el líquido hediondo de las mil meadas…, que vaya sabiendo
lo que es bueno.)
¿Han de
matarla tus imaginaciones? Estábamos tan a gusto los mayores…
Ahórcala
dentro del armario.
Un
accidente, señor. La vida es un accidente continuo, una tregua, un desenlace,
todo acaba en la muerte, vivimos de milagro, del aire… Usted, señor Cardenal,
lo sabe mejor que nadie, su eminencia, su…
Caramba
con el francés… Pero nunca ocultó los desmanes de su imaginación.
¿Por qué
ojo de cerradura miraría el espectáculo? ¿A través de qué emisario?
La
descuelgas de la barra, la tiendes sobre la alfombra, está muerta, tienes una
erección, la otra, la compañera de juegos, tu cómplice, observa tu excitación,
se excita ella también, te somete a mil porquerías junto al cadáver de la
ahorcada, la otra, esa puerca del sexo que una vez acabados los orgasmos, mea
sobra la cara de la muerta.
¿Cuál es
el secreto que todos los hombres buscan en vano? De acuerdo con lo que
manifiesta uno de los primeros biógrafos de Wilde no es otro que el de saber
mezclar sabiamente y sin perjuicio la bebida, las mujeres y las drogas de un
modo satisfactorio.
¿Cómo
acabó el que descubrió tal secreto?
Murió por
haber ingerido una dosis excesiva de drogas… acompañado en el lecho por su
mujer y su amante, las dos del todo ebrias.
La estampa
fascinante de una época sicalíptica.
Al menos
no acabó en bestiales aberraciones capaces de hacernos vomitar en nuestros
propios zapatos a las personas de sensibilidad profunda: el anónimo narrador
del suicidio de la pobre Marcela no dudó en Madrid, rodeado de puercos, en
penetrar a una joven puta caída en la charca pestilente de una pocilga.
¿Tú sabías
que los españoles viriles asisten a la corridas de toros mientras comen a dos
carrillos los testículos asados de los astados sacrificados previamente?
¡Qué me
dices!
Grandes
conocimientos atesoran los foráneos del modo de vivir de los españoles. Nos
abren mucho las entendederas a los naturales del país.
Las
señoras de los foráneos comen cojones crudos mientras ven morir a los toreros
valencianos atravesados por los cuernos de un toro bravo. Doy fe de ello,
declararía años más tarde sir Edmond.
¡Qué
hembras bravías!
Otrosí:
tales
hembras se masturban mientras arrodilladas en el confesionario dan cuenta de
sus pecados al cura detrás de la rejilla quien, naturalmente, hombre al fin,
mete la verga dura y enrojecida en la boca de la sacrílega que se la mama con
furor:
y el pobre cura Aminado, caído sobre el suelo
como carroña sacerdotal, luego de sucesivos y pavorosos orgasmos, exhaló su
último suspiro…
La fiesta
termina con el ojo (¿derecho o izquierdo?) arrancado del cura muerto de éxtasis
entrando y saliendo una y otra vez por el culo de la confesada.
Ah,
turistas, ah, Andalucía, infinito orinal inundado de luz solar, donde tan fácil
es violar a la mujer a la plena luz del día…
Mi querida
niña, mañana volveremos a la tabla de multiplicar: Sade, La filosofía en el tocador.
Después de
esto…
Dos o tres
cosas que aún sabemos de él.
El menú Wilde (y la
muerte a no tardar): un par de huevos y una chuleta. Invariablemente. La receta
ideal para ahorcarse al atardecer
después de haber leído un libro execrable comprado en el Palais Royal
mientras hacías la digestión tumbado en la piltra de la miserable habitación de
un lóbrego hotel.
Y si no te matas, sal
a la calle, ocúltate entre la multitud y haz como el tipo de Bel ami: vete a cenar a uno de los
restaurantes baratos del Quartier Latin
por dos o tres francos… a menos que elijas quedarte en ayunas esa noche (si así
hubieras comido, no cenaras ahora así) y beberte un bock de cerveza fría y
bajas la cabeza al paso de los turistas ingleses y yanquis, impresentables e
hipócritas, que tratan de descubrirte para insultarte en público a viva voz:
gentuza atravesada, esquinada, de ducha diaria y entretenida pitanza, a saber
lo que hacen en sus dormitorios encerrados con sus hijos o sus inocentes
mascotas allá en mi rancho grande: el honor de un hombre se mide por la
fortaleza de su mansión, la potencia de su brazo y el arma semiautomática con
que la defiendes del ladrón, del comunista y del homosexual.
Murió bebiendo
champagne, como Chejov, aunque éste si podía pagarlo de sobra, en tanto que el
pobre irlandés cerró los ojos para siempre muriendo como había vivido, por
encima de sus medios.
Hanna, cogeremos el
tranvía maravilloso, el número 5, un día gris, frío, inhóspito, pero tú yo bien
abrigados, reconfortados apaciblemente por la copita de absenta tomada
previamente en chez…, con un par de
buenos fajos de billetes en los bolsillos, y nos plantaremos sin importarnos la
llovizna en el Pére Lachaise, emocionados enmierdaremos un poquito más con
nuestros graffitis la escultura funeraria tallada por Jacob Epstein, profanada
en todos los idiomas por millones de guarros con un rotulador en la mano
admiradora.
Yo, Hanna, también un
día supe afilar mis uñas, y como aquel Dimitri Rudin de Turgueniev, tomé un
fusil y me lancé a las barricadas: me
batí con denuedo frente a la policía política. Qué te voy a contar. Subiremos
al tranvía número 5… y aquello será Troya. Te conduciré al teatro de mis
acciones, al lugar de mis batallas todas perdidas.
Soy un hombre herido,
Hanna.
Pero aún tiene redaños
para alzarse de sus despojos ante los ojos maravillados de la incauta
adolescente.
Porque, Hanna, yo
estuve, como el hombre americano aquel, allí. Yo era el hombre, y allí estaba.
En todas partes ha
estado… con un libro en la mano.
He estado visitando la
tumba de Keats en el cementerio protestante de Roma, y he estado en Claudio
Coello viendo saltar por los aires (te juro que saltó de veras por los aires)
el Dodge Dart blindado del almirante Carrero Blanco, hombre fuerte del nefasto
antiguo régimen. He estado antes y después. Antes de Franco y Después de
Franco. Yo era el hombre, ese hombre de mil cicatrices que tiene a la historia
agarrada por el pescuezo, y pasa a tu lado por la calle humilde y errante,
barajoniano y solitario, silencioso, sin aspavientos, sin que una sola mueca
delate la sangre heroica y visionaria que fluye por sus venas.
Cogeremos el tranvía
número 5, Hanna, nos dejaremos llevar por el tiempo, y luego el reposo, la paz…
la gloria.
Sí, ya al borde
espumoso del mar, en Malvarrosa, frente a la brisa limpia del horizonte,
olvidaremos los días de plomo, evocaremos el sacrificio perenne de la juventud
de todas las épocas en pos de un ideal, cuando las grandes esperanzas de
antaño, cuando el corazón, un saco de arpillera, era grande y donde todo tuvo
cabida y todo fue posible.
¿Tú sabes qué me dijo
a mí uno de la Social en plena dictadura?
¿Quién? ¿Yo?
¡Vade retro!
¡Yo qué voy a saber!
¡Yo soy un ciudadano ejemplar!
Se empieza por tener
una máquina de escribir y termina uno haciéndose con un fusil de asalto y
convirtiéndose en un asesino sin asomo de piedad hacia ancianos, mujeres y
niños.
De la Underwood al
FRAP o a ETA en un santiamén. Vaya, pues, con tiento. Le tenemos vigilado,
terrorista de mierda.
Me exculpé confesando
que yo era un poeta, un lírico sin mayores pretensiones de arreglar el mundo, y
mucho menos la literatura contemporánea, que me conformaba con mis versos,
habitualmente endecasílabos blancos de múltiple temática pero jamás reconocible
en una primera lectura, que yo de política no entendía nada:
Mire usted, yo soy un
poeta… hermético.
Que sea la voluntad de
Dios.
En efecto, las cosas
suceden por mandato divino. Y no hay más que hablar. ¿Quién puede creer todavía
aquello de que las cosas del César son del César y las cosas de Dios son de
Dios? Bien ha de verse el día del Juicio Final: allí todo será llanto y
rechinar de dientes. (En el Apocalipsis monedas y joyas han de fundirse con
vuestros excrementos, acabar en escoria.)
Todas las monedas
tienen, aunque parezca lo contrario, un solo nombre. Y no es el tuyo.
¿Pues no vuelan las
monedas de mano en mano?, ¿qué no están al alcance de cualquiera que se lo
trabaje?
Si así fuera, ¿de qué
valdría hacer la revolución?, ¿tener en nómina una policía siempre alerta con
la porra a punto?, ¿conservar bien engrasado el armamento de los ejércitos?,
¿alimentar esos rebaños de funcionarios apoltronados de por vida y jueces
defensores de la propiedad y los valores de su casta? Infeliz, ya es bastante
que tú las puedas coger al vuelo. Y poco
tiempo las mantienes encerradas en el puño iluso: sólo el suficiente para que
te mantengan vivo en el espejismo, te entregues a la crianza de un hijo (o dos,
si eres buen cristiano), consumas un poquito más de lo necesario y tengas al
día la hipoteca y la póliza de decesos.
Ten ojo avizor.
Has mudado de piel,
hasta de alma (unas monedas tan sólo y estás listo).
No eres cliente de
nadie, esa identidad anónima pasó al olvido. Eres víctima: en cuanto atraviesas
la puerta de la tienda, afilan la hoja del cuchillo: te van a dejar en cueros,
te van a desangrar.
Esa sombra que precede
o sigue tus pies desde siempre, no es tal, es tu vigilante.
Ese que crees que
eres, no eres.
Yo haré crecer tu
sabiduría, Hanna.
Boceto, lejos de Charlie, se observa con
tristeza en el espejo de la noche, a solas, ni siquiera en la madrugada
solitaria piensa en Paula follando con
alguno de sus jóvenes y vigorosos amantes, potros desbocados llenos de whisky y
farlopa a los que el alba desoladora ni les hace pestañear, pequeños dioses
desdeñosos sin legañas ni mugre en el alma: la tipa debajo de ellos no merece
sino las cien sacudidas de su polla hasta reventarla de placer, dejarla para el
arrastre desmayada entre las sábanas con la sedosa, y aún fragante por el
carísimo perfume, ropa interior de trescientos euros rasgada y hecha jirones
debajo de la cama.
Amor salvaje… sin
sangre ni golpes, sólo uso y desprecio.
Quiero vivir muchos
años…
Pero… ¿de viejo?
Funesto destino…
envejecer mientras el mundo permanece inmutable, todavía reciente, joven: cada
vez será más ajeno a ti, a tus calambres
y ruinas mentales.
La perversión, la
influencia deleznable, lleva su tiempo.
¿Esperar dos años? 17,
rozando los 18 años: aún la tiene en 15, decidida aunque… también algo temerosa
de las transgresiones que adivina.
El fácil analgésico de
los renos servía para las sufridoras servidoras de la tierra; ésta requiere
de buenos opiáceos estimuladores, una buena tunda intelectual.
¿Allá en la sosa Suiza
empezaría con la Blyton? ¿Cuál de los 800 libros de la torrencial encantadora
de serpientes juveniles fue el primero?
Miles de capítulos con
el inevitable misterio, perro incluido, a la hora de la merienda.
Tales entretenimientos
corrompen sutilmente a los niños y, en especial, a las niñas, mucho más listas
e imaginativas en cuestiones de índole sexual: esta rajita no está ahí de
adorno, se dicen ellas a temprana edad; esta pilila, esta cosa, sirve para
mear, se dicen ellos ingenuamente.
Para qué perder el
tiempo. ¿Acaso lo pierde Ada? ¿Lo malgasta nuestra pequeña Eugenia maquinando
con frialdad el asesinato de su madre?
Hanna ha aprendido a
ponerse las suaves medias de cristal.
Permite, sabio
profesor, que las aventuras de Lolita la Pánfila le hagan sonreír con desdén y
le obliguen a husmear títulos menos prefabricados.
Ponle a Sade, cuanto
antes, entre los muslos.
Ponle las esposas de
tu vasta e inconmensurable cultura en torno al cuello: tu perrita fiel y
entregada.
¿Para que inventó el
mundo a Bataille?
Jugamos los perversos
con él como con un juguete erótico: Hanna, es tu turno.
Y ella, la alumna
viciosa, bien entrenada, se levanta las faldas…
Pues no hay que
desperdiciar tus horas de lectora con simulacros y autorcillos inapetentes con
los ojos fijos en las pantallas de sus ordenadores y los penes flácidos y
arruinados por la desgana. Escritores bromuro a los que, para aviso de
navegantes, habría que colgar de las pelotas en el mascarón de proa del Pequod o del palo mayor de La Hispaniola.
Cogeremos el
maravilloso tranvía número 5, que en las noches de plenilunio reserva grandes
sorpresas a los imaginadores y a los poetas (herméticos o malditos o solamente
poetas o no poetas: sociorrealistas): penetra raudo e invisible en lo más
profundo del ficus de El Parterre: allí es el otro lado del universo, el que corrige
seriedades inútiles, conductas atrofiadas y alienta los disparates, los
caprichos y hasta los desastres de los humanos: ellos se lo han buscado,
susurra ora la luz ora la oscuridad, ambas tan necesarias para un espíritu
equilibrado. En este lado del universo, tan escondido tras la película finísima
de la realidad, acaece lo que en verdad (en verdad os digo) nunca desapareció
desde el inicio de la historia del mundo y el hombre: la libertad, el pecado y
la placentera invención de antes del árbol del bien y del mal (que es un pobre
manzano inocente como lo son todas las cosas naturales de la tierra, y más aún
los árboles tan grandullones como ingenuos) y la maldita caterva de sus
ideólogos y policías, faros estrictos de los caminos por donde debes marchar:
es decir, aquellos en los que jamás se te ocurra poner los pies: se ha dicho en
otro lugar: lo correcto apesta.
Hanna, alejémonos con
el libro de Sade o de Henry Miller en las manos, incluso podrían servirnos el
material de los sicalípticos españoles Hoyos y Vinent, Zamacois, López de Haro,
Artemio Precioso o Pedro Mata: erotiza más el estilo pedestre de sus páginas
que lo que se fatigan contando, un quiero y no puedo de penetraciones vaginales
con el abrigo puesto. Huyamos veloces a lo más hondo del ficus y dejemos atrás,
a la dudosa luz del día, a la tropa
cotidiana de censores envidiosos y onanistas y a los vigilantes de las buenas
costumbres siempre con el sexo revuelto y hecho papilla mezclado en los sesos
al levantarse de la cama: se desayunan sin ganas, con el cuerpo ya vencido y
los ojos sin brillo, cansados prematuramente de las visiones que han de
llegarles en las próximas horas, todo el día de delante echado a perder entre
la sinecura funcionarial o similares, los tres cafés con leche, la comida
indigesta del mediodía, la conversación trivial, las mustias cervezas del
atardecer y los vanos programas de televisión con la bandeja de la cena a un
lado del sofá. Luego, dormir y callar.
Qué será…
Amanece: vuelta a
empezar.
Gentes que ya no
valían ni su apariencia confeccionada con despojos de escaparate textil.
De joven, aquella
pobre víctima de los agustinos resultaba grotesco. No por lo que hacía, asuntos
sin ninguna importancia, sino por lo que no hacía: era, simplemente, un
solitario en tierra de nadie. Un ser sin el menor interés, un paseante callado.
Amanece: vuelta a
empezar.
¡Qué selección
natural! Hoy (¿cuándo hoy?) no descuellan principalmente los más fuertes, los
más hábiles o los más inteligentes; en estos tiempos (¿cuáles son esos tiempos que
tanto se diferencian de los otros, de los de después y de los de detrás?) se
hacen con todo (el oro y la prebenda del mundo) los más inmorales, aquellos los
traidores a tus espaldas y la sonrisa fea al frente en el patio de recreo de
los agustinos.
¿Qué te habita? No yo,
el cerebro haciéndose papilla.
Canalla malvada y peor
aconsejada, decía don Quijote.
En el interior más
profundo del ficus, la adolescente, telúrica y sensual, se revuelca desnuda
sobre la tierra húmeda: la tierra, la mejor amante.
Me gusta la tierra, su
textura blanda, casi de polvo, no la otra la apelmazada, roqueña, me gusta su
sonido bajo la planta de mis pies, su crujido de rama seca a veces, su
sustancia… Me la llevaría a la boca, me emborracharía con ella.
Casi escondido en la
tierra, hay un delgado volumen de Alianza Editorial, 182 páginas.
El tesoro de la isla.
Lo libra de su
escondite, quita los grumos terrosos con la palma de la mano y sopla el polvo
adherido a las tapas.
El innombrable, de Samuel Beckett:
una edición de 1971 en traducción de Rafael Santos Torroella.
Existo y sobrevivo a
mi manera.
Desde un recuadro
perspectivístico el ojo monstruoso humano (de tierra, a punto de cerrarse para
siempre) te observa: no abras las páginas de este libro, nada has de aprender
de él como nada sabrás de las respuestas a las preguntas esenciales que te
haces mirando las estrellas (o la puntas de tus zapatos).
Decir yo.
¿Basta con eso?
Hay que seguir
adelante, hay que seguir… allá donde existe el verdadero silencio.
Qué conversiones.
La lombriz es… un
enigma, además de proporcionar buenos cebos al pescador de almas. (¿Dijo
almas?)
Lombriz.
(Del lat. vulg. lumbrix,
-īcis).1. f. Gusano de la clase de los Anélidos, de color blanco o rojizo, de
cuerpo blando, cilíndrico, aguzado en el extremo donde está la boca, redondeado
en el opuesto, de unos tres decímetros de largo y seis a siete milímetros de
diámetro, y compuesto de más de 100 anillos, cada uno de los cuales lleva en la
parte inferior varios pelos cortos, rígidos y algo encorvados, que sirven al
animal para andar. Vive en terrenos húmedos y ayuda a la formación del
mantillo, transformando en parte la tierra que traga para alimentarse, y que
expulsa al poco tiempo.)
La lombriz es un
gusano introspectivo.
Los niños gustan de
hacer pedacitos con sus propias manos el cuerpo blando, húmedo y cilíndrico de
las lombrices (no se les oye quejarse en absoluto al romperlas poquito a
poquito), aunque primero tienen que escarbar en la tierra feraz y olorosa para
dar con ellas.
Las lombrices huelen a
tierra, están hechas de tierra, tienen su color, saben a tierra, dice el niño
del ojo aún muy abierto (también escritor agónico, que ha de morir en un
hospicio maloliente rodeado de viejos maniáticos o silentes y apabullados, y
propietario del ojo terrible de la cubierta de Daniel Gil), abierto a las
novedades del mundo, un pedazo de tierra, rocas y agua.
Si te comes una
lombriz viva, si la notas moverse sobre tu lengua antes de engullirla, percibes
el movimiento del mundo, el rotar de la tierra en el cosmos.
Todo regresa a la
tierra. Bonitas vacaciones, pero ahora ya estás de vuelta.
Escribir, por ejemplo,
una novela corta (128 páginas a lo sumo, una nouvelle, por así de elegante decirlo) con el título Worm en Battersea Park.
El gusano Worm se
recita a sí mismo versos sueltos de Percy Bysshe Shelley mientras estira las
piernas, descansa bajo los olmos o mira en torno a sí la triste grisura de cada
día esparcida sobre todas las cosas y los seres.
Worm es una extraña
lombriz que habla, pero la voz cesará muy pronto y no se volverá a oír a sí
misma. Silencio absoluto, como si estuvieses bajo la tierra.
El pensamiento es un
habla infatigable. No deja de dialogar contigo ni un segundo.
¿Cómo andamos hoy del
intestino?
Mucho mejor. Hice bien
en acudir a tomar las aguas al celebrado balneario del Mar Negro.
Tener buena salud es
la primera obligación de un ser humano.
La salud de una lombriz
es indispensable para la buena marcha de la tierra.
La salud de una
persona es indispensable para la propagación de la vida.
La eternidad late
tanto en el viejo como en el joven, en la tierra, en el cielo, en la lombriz,
en el ojo de tierra abierto del niño que ha de apagarse un día y cerrarse para
siempre: en la eternidad incontestable.
Yo un día, le dije a
mi padre, me comí una lombriz. Pero primero la machaqué con una piedra y la
espolvoreé con sal, precisé, y mi padre me miró con absoluta seriedad durante
unos instantes: Bien hecho, dijo, y enseguida volvió a meter las narices en sus
papelotes.
(¿Qué somos nosotros?,
se pregunta el señor Antonio Machado…? Tierra y polvo, con perdón de los padres
de familia, concluye diciéndose el poeta.
¿Qué se recita a sí
mismo el señor Worm escarbando (como si fuese una lombriz) en el grueso de los poemarios del señor Shelley, que tampoco podría
decirse que sumaran muchos en el transcurso de su corta vida?
Versos excelsos:
… el día dorado con eternales olas.
…………………………………………………
Brota el sol y desovan los reptiles.
Se pone, y cada insecto efímero (pero
eterno)
desciende sin aurora hacia la muerte
en tanto despiertan los astros inmortales.
…………………………………………………
La muerte ha comido su voz,
Se
ríe de nuestra desesperación.
Oh, deidad, Tierra, yo
te amo, proclama otro poeta (el mismo elegante valenciano con monóculo en fina
montura de oro y botines blancos de piqué a veces y otras veces calzando botas
de charol con suela de antílope).
La Tierra… Una vasta
materia, dice el gusano de forma humana.
Es sin voz, pero
tozudo se jura que no callará nunca (hay que seguir), nunca callará: está
obligado a hablar.
Quizá le conmina a
hacerlo Malone, ese tipo del sombrero sin alas del que nada hay que esperar.
(Ahora bien, ¿por qué Malone se aguanta la mandíbula con las dos manos?)
Puede que sea, ese
tipo, Molloy. Desde este sitio donde me pudro es difícil precisarlo. Asoma uno
la cabecita irguiendo el tronco, con esfuerzo, desde la pocilga o la
alcantarilla, se dice, mira: esas de ahí arriba, tan variopintas (heteróclitas)
son las cosas del mundo.
¿Murphy? ¿Molloy?
¿Malone? ¿Worm?
En efecto, al final
Worm. Era previsible. Así se acaba: tierra y polvo.
Bien lo adivinó el
poeta en los sesenta.
Por entonces se
llevaban mucho los cursos por correspondencia: reparador de radios de válvula,
mecánico de automóviles, mecanografía, taquigrafía, contabilidad, corte y
confección, dibujo publicitario, cultura general, idiomas (francés, inglés,
alemán, italiano, sánscrito, pastún)… Había donde elegir: una manera de
justificar tu paso adolescente por la tierra sin necesidad de estar bajo la
égida y el palmetazo del dómine, encerrado en tu habitación, tumbado en la
cama, dándole a la hebra consigo mismo, sin que nadie pudiera comprobar tu
indolencia, tus carencias intelectuales o tu vagancia.
Por entonces, uno
podía morirse a los setenta años sin haber admirado ni una sola vez la
majestuosa singladura cósmica del cometa Halley.
Por entonces, en el
71, año de los libros de bolsillo, estaba el que se pasaba horas absorto, como
hipnotizado, con la vista fija en el microsurco que giraba en el pick-up y
quien, más decidido, buscaba el ostracismo de mucho tiempo después fabricando
artesanías de tres al cuarto o una muerta rápida a base liar un porro tras otro
en Formentera, un lugar al sol de la nada mientras escuchaba a Cream, Pink
Floyd y Frank Zappa.
Por entonces los
señores de once años, como el futuro hombre de tierra, se protegían de las
asechanzas y maldades del mundo con un verdadero arsenal de armas de probada
eficacia y contundencia: la Pistola Pirata y la Pistola Trueno en cada uno de
los bolsillos del pantalón (corto) y la Pistola Lugar enfundada y sujeta al
cinturón presta al disparo (entre las cejas).
Por entonces la mitad
de la población española se debatía entre el cloruro y el nitrato de plata y la
teleplastia mientras el dedo justiciero y atinado de El Caudillo le daba a la
perdiz y al conejo montaraz, cazador impertérrito tocado con el bizarro
sombrerito verde con pluma, completamente ajeno a los mezquinos
entretenimientos del vulgo (salvo su afición a lo televisivo).
En fin, casi por
completo enterrado en la tierra, donde no tardaréis en hacerme compañía, os
hablaré (era inevitable) de mi madre. Un anuncio de televisión me la ha
recordado de pronto (Que sí, que sí, el
secreto esta en la Y…) No hay mucho que decir: me sacaron del cálido y
protector refugio (del ficus) al mundo a través de un agujero que ella tenía
entre las piernas. Supongo que todavía lo tiene: entrada y salida por la misma
puerta. Exit, Exitus. Un día, esa
mujer agujereada dio un portazo y se largó. No la he vuelto a ver. No es que me
preocupe demasiado: vista una madre, vistas todas. Sin establecer analogías
insultantes, cabría decir que al cabo del tiempo el efecto es como el conseguido
por los anuncios de televisión emitidos en el intervalo de todos los programas,
series, películas y concursos del año 1971: 38.000, al menos eso aseguró un
sociólogo de renombre que, según él juraba, se dedicó día tras día desde el 1
de enero hasta el 31 de diciembre, conjuntamente con un auxiliar a contarlos
uno por uno. Tú te encargas de la segunda cadena; de la primera me ocupo
yo. Un suma y sigue inoperante en el
fondo (y en la forma). La mujer puso pies en polvorosa en el 76, cinco años
después del que llevamos entre manos, el 71, un año en forma de gominola donde
la represión, el hippismo de imitación y la pijería cultural jugaban al
escondite. Sólo unas palabritas más acerca de la madre huida: conservo alguna
fotografía, poses no preparadas, sin posturitas y miradas sonrientes al ojo de
la cámara, imágenes espontáneas, su figura de espaldas o de frente, su cuerpo
esbelto y alto en bañador y la melena al aire junto a las olas de la playa de
Benimar, mirando por la ventana un día de lluvia, leyendo un libro, frente al
lienzo en el caballete, anónima caminante entre otros viandantes… Luego, a
partir de los años ochenta, se hizo famosa, apareció en televisión y ya se me
hizo irreconocible. La olvidé, aprendí a vivir sabiendo de su existencia pero sin
necesidad de su presencia. Mira, tu madre, decía mi padre al verla en la
pantalla, pero lo decía sin pasión, con un tono de sosería no deliberada,
carente de interés, como el que dice está lloviendo o pregunta sin dejar de
leer el periódico ¿qué cenaremos hoy?, aunque alzaras la vista y miraras
durante unos segundos el rostro de esa mujer del agujero, tu madre (¡qué
cosas!), no había ninguna curiosidad por echarle un vistazo, si llevaba falda o
pantalón, si se había cortado el pelo o aún lo llevaba largo y suelto sobre los
hombros o se lo había teñido de rojo o azul o se lo había dejado blanco
natural, si decía una cosa u otra, si se contradecía o si se corregía, si
mencionaba un nombre clarificador y referencial en su poética, si… Pero, en fin, ya se sabe, el arte y su
palabrería irrelevante, ese sonsonete, el de la televisión, es un runrún
adicional a los otros ruidos domésticos de la casa que pronto pasa
desapercibido. Un día cualquiera la entrevistaban en una calle de Nueva York, y
a la mañana siguiente aparecía en Kassel, en Basilea o en Sao Paulo. No te enterabas de nada de lo
que hablaba. De modo que eso es todo, terminaba diciéndose uno pensando en lo
que llevaba entre manos ese día, cualquier cosa importante o no, pensando lo
que empezaría o acabaría mañana o pensando en las musarañas, o tal vez sin
pensar nada, aunque esto al parecer es imposible.
Ni siquiera
cambiábamos de canal.
De la tierra arrancaré
a mi hijos, había dicho la clásica.
Ellas, algunas
elegidas, son así.
Otros años vienen
frente a mí, pasan ante mí, dan vueltas a mi alrededor. Es probable que los
conozca a todos. Vendrán. O no. Pero todos forman un patrón, el del 71.
Buen año para criar
gusanos de seda. A los once años uno tiene una caja de zapatos llena de
minúsculos huevos negros debajo de la cama y una tonelada de hojas de morera
sumergidas en el agua de la bañera para que permanezcan frescas y tiernas. Las
cosas se ponen en marcha, y uno no va a pararse a pensar en cómo detenerlas.
La tierra nos oculta,
nos vuelve camaleónicos, nos convierte en su grumo.
La era del
embaucamiento: uno, que no era él, se deja llevar hasta la inanición más
completa de la mano de Syd Barret y la psicodelia más delirante y acaba en Soft
Machine; otro se tripa y acaba
creyéndose el dinamitero de las Batuecas, cuando sólo se encuentra a tres pasos
de su habitación forrada de pósters de un cromatismo embrutecedor donde huele
que apesta al kif moro comprado a un
legionario borracho y en el tocadiscos que le trajeron los Reyes Magos de este
año tan incitante nunca deja de sonar Flying
high with The Canarie, de Los Canarios (y tampoco la voz enérgica de mamá
avisándote al mediodía que la comida en el plato se va a enfriar, idiota).
Hasta que no te
compres una DKW para huir al fin del mundo con lo puesto no eres nadie.
Un día, disimuló los
once años (zapatos plataformas y pantalones campanudos, peluca cardada,
mostacho pegado debajo de la nariz, la mirada de brillo homicida) y se coló en
Bocaccio: Hágase a un lado, soy uno de los socios inversionistas. Pregúnteselo
a mi padre.
Vía franca.
Se compró una vistosa
bufanda en Saltar i Parar que una
hora después regaló a un indigente de la Plaza Real: que Dios le ampare, buen
hombre.
Se dejó retratar para
descubrir enseguida con la fotografía en la mano que quien le hizo retrato pensaba más en su
jeta de artista que en el retratado: la hizo trizas al salir del estudio.
Con su cara de paleto
celtíbero se paseaba a la caída de la tarde por Tuset, calle arriba, calle
abajo, como si estuviera paseando por la carretera comarcal que cruzaba su
pueblo.
Se tomó cuatro whiskys
y urdió con extrema facilidad cuatro prodigiosos alejandrinos… que a la mañana
siguiente en plena resaca, de una lucidez extraña, aún antes de acabar en la
ducha renovadora, arrojó a la papelera de las vomiteras de una u otra clase.
Para ese viaje no se
necesitaban alforjas.
¿Qué se hizo de todo
aquello?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
Te cambio mi colección
de libros y discos del 71 por ese C6 de Nokia tan plano que llevas en el
bolsillo del culo.
Te quedas muy por
debajo. En el 2005 (y no digamos en el 2008) todos esos trastos los tengo al
alcance de mi mano en Internet: mi apartamento es demasiado pequeño, andaría
tropezando constantemente. Esas antiguallas sólo sirven para acumular polvo.
Internet es inmaculado: preciso y servicial al instante: el diámetro de la
esfera del mundo son treinta centímetros: basta un vistazo para su comprensión.
(La nostalgia ya no es
lo que era: lugar común reiterado en boca de los cuarentones calvos y bien
cebados de los noventa y ss.)
Quedan las imágenes
fotográficas. Las risas. Las sonrisas. Todo lo gráfico más triste de los
muertos tan desnudos frente al ojo de la cámara. Y la copa en la mano, días de
vino y rosas, la juventud dorada que jamás pagaba por una entrada al circo de
las vanidades: atención al pajarito.
(En una fotografía he
visto yo a dos jovenzuelas en minifalda con las bragas al aire arrodilladas con
las tetas colgando frente a un señor editor bailándole el agua: refocilaos sobre
esos papeluchos salpicados de naderías, queridas niñas, retozad cuanto gustéis.
¡Qué graciosos panderos! ¡Qué juerga interminable! ¡Qué sonrisa torcida la del
gran señor de la literatura moderna y sus elecciones editoriales bien urdidas!)
Te cambio este
pergamino arrugado…
Los mejores Martinis
son chez…
(Se compró del divino
Dalí un cuadro en pequeño formato, divino, querida, divino. En realidad, se
trataba de una litografía a dos tintas.)
De vuelta a la tierra:
Debo irme, dijo JD.
¿Adónde?
A la tierra.
A los doce años había
leído La tierra, de Emile Zola. Le
gustaba aquella imagen de uno de sus protagonistas que eyaculaba sobre el surco
profundo… Sin embargo, ¿qué monstruo se engendraría de la simiente humana en la
honrada desnudez de la tierra?
Dura tierra la de
monsieur Zola: cuando los hombres no pueden seducir con sus engaños o sus
maneras a las mujeres, se hacen con ellas a puñetazos, les abren las piernas
con la fuerza de sus brazos de piedra y las preñan como a las bestias en celo:
paren hijos como las cerdas los cochinillos. ¿Para qué otra cosa ha de valer el
semen, un hombre, una mujer?
La tierra, Brell, la tierra… La tierra, Vincent, la tierra.
…que es una vasta mansión. Asoman las Pléyades, pronto ha de
comenzar la siega. Canta el cuclillo escondido en las ramas de la encina, ha de
cantar hasta el orto de Sirio. Has de saber que el día siete es sagrado, que el
nueve es bueno para ocuparse de las faenas, que el trece aconseja plantar, que
el veinte es importante y lleno de sentido,
que cuatro días antes de terminar el mes hay que cuidar el corazón para
que no entre el sufrimiento y lo corroa... Pocos saben que el día veintinueve
es el mejor para beber el vino y no temer a las bestias del bosque, pocos le
dan su nombre correcto.
El martes 29 de julio
de 1890 el cielo podría haber sido el mismo que el domingo 29 de julio de 1990:
era el mismo (fuera de los entretenimientos y las modas), un año no da para
mucho, JD.
Muere un poeta (de
corbata y con buenos fajos de billetes en el bolsillo, pero maldito). ¿Moriría
con ese espíritu de las 5 de la madrugada, transfigurado y eterno?
Boceto dejó de lado la poesía: ya hemos
crecido: yo también quiero ser poema, decidió. De modo que atravesado el umbral
de los treinta se dijo que ya se había ganado el derecho a entretenerse de por
vida sin excesivas exigencias. No se perdió ni uno solo de los episodios de Twin Peaks en la dos temporadas que se
emitió la serie.
Un final de colores un
poco chillones, sentenció al final de la segunda temporada, y borró las cintas
de vídeo. No tardaría ni una semana en aprovecharlas de nuevo grabando las
pudibundas sesiones de strip-tease de
Un día es un día y los pornos de
Canal Plus.
Forja tu cuerpo con
Danone, sé un ciudadano ejemplar…
Y, prisionero de las
manos locas, acaba devorando la merienda sentado en el sofá mientras asiste a
las aventuras de Los caballeros del Zodiaco, y horas más
tarde aún tenía fuerzas suficientes para investirse en la piel de Kevin Arnold
y enamorar a Winnie Cooper, dejar pasar un tiempo mirando el insondable cielo
nocturno (las estrellas, ah, las estrellas) y luego disponerse debidamente, con
compañía o sin ella, a ver la porno de turno.
La tierra, la tierra,
todo esto da de sí, la concreta, ¿a qué andar en averiguaciones insidiosas?
Occam: si parece fácil,
lo es.
Vivir, clamaba la
filósofa Ayn Rand en el sin par tratado de elevado pensamient0 Los que vivimos.
(A Hanna ya la tiene a
punto de caramelo, sólo un empujoncito, se confiesa Boceto: Las edades de Lulú.)
Precedió a ese libro El coleccionista. Tal vez un error de
apreciación, una torpeza inexcusable que le causaba cierta irritación al
recordarlo: un movimiento falso en el tablero y adiós al jaque mate. Aunque
cándidas y crédulas, las adolescentes en algunos instantes son sumamente
susceptibles y por cuestiones de lo más baladíes se ponen en alerta incluso
contrariando sus propios instintos, lo acuciante de sus estallidos hormonales.
¿En qué monstruo
engendrado de tierra y esperma de hombre nos hemos convertido?
Cuanto más bestia,
cuanto más natural, más libre y saludable vivirás bajo el cielo cambiante de
las estaciones.
¿Un monstruo?
Naturaleza, pura y
simplemente.
¿A cuánto la montada?,
preguntó desabrochándose la bragueta.
Tirada sobre la paja,
con las piernas abiertas y el borde de la falda subido a medio muslo,
humedeciéndose los labios con la punta de la lengua roja como la sangre, la
pastora, que no puta de cobro, contestó que la voluntad. Se relamía de gusto
por la pronta sembradura.
Cuarenta sueldos
habría propuesto monsieur Zola de terciarse un trato entre la mujer y el macho,
pues desde su mocedad andaba muy documentado en este tipo de cuestiones
campesinas y de otras muchas de distinta especie: tabernas, ferrocarriles,
minería, mercados, cortesanas, banca, adulterios, grandes almacenes, religión,
luchas sociales…: no escondían secreto.
Un hombre, un
sembrador. Como el que siembra la vida a voleo. Un ser fecundo.
De la tierra ambos, el
hombre de Zola poca semejanza tiene con el ya convertido tierra parlante
Beckett. El hombre de Zola sólo es un ser insignificante (un hombre); el de
Beckett nada menos que todo un gusano removiéndose en las puercas entrañas del
mundo: Yo, del que no sé nada. Y
hurga y hurga en ese grumo de tierra que es el alma.
A mí la historia de
Mahood, a despecho de lo que augura su creador, no me desconcierta en absoluto.
Los hombres son muy raros. Yo he conocido alguno que… En fin.
Hablar, hablar, a
pesar de no tener nada que decir.
Un sino como otro
cualquiera, el destino siempre es una puerta cerrada, cuando la abres ya es
tarde: el derrame cerebral, el corazón en parada súbita, el accidente de
tráfico que te desnuca en una décima de segundo y te convierte en un ser
desmadejado, en un pelele muerto: sueñas, y el verdugo que sueñas te mata de
verdad y ya no puedes despertar, mueres en el sueño, te quedas con la cabeza
colgando del cuello y los ojos cerrados, hasta ves desde las alturas tu propio
entierro… en la tierra.
Pero también puede ser
un destino inane, tú ser hombre blanco del montón, ni siquiera un negro de
África o un chino mandarín con la daga escondida entre los pliegues de su
atuendo de finas sedas y estampados magníficos: tú ser un mero hombre reptante
sobre las aceras hasta que mueres de consunción con la cartera, el bisturí, la
azada o la llave inglesa en la mano.
Watt, Mercier, Murphy,
Molloy, Morán, Malone, el innombrable (el sin nombre Worm, gusano, materia
lombricera que hasta un niño machaca sobre una piedra y se lo traga: proteínas
nada más, ¿qué hambre es la vuestra que os podrías dejar morir por vuestros
melindres de doncella anémica y ascos culturales y alimentarios impropios? Todo
al buche: a la mañana siguiente, temprano, la defecación, un zurullo humeante
se desliza por el negro orificio excremental en virtud del buen hacer del
esfínter)… Menuda panda, ¡y todos escritores mamando de las tetas de Tellus!,
excretando monólogos, rompiendo el silencio con sus peroratas inacabables: la
búsqueda de significados conduce a la atonía, no es sino el cansancio de vivir,
la pérdida de esa costumbre. Uno se ríe del río que fluye y escapa, se abraza
al tronco inmóvil del árbol, va convirtiéndose en sus raíces, ya no piensa, va
engulléndose en la tierra: ¡Ve al ficus del demonio y entiérrate allí de una
vez, criatura atormentada!, le espetaba su padre harto de él y su manía odiosa
de hacer rebotar el balón (de reglamento) sobre las baldosas y el parqué del
piso. Y que no volviera hasta que las moscas azules sobrevolasen su cráneo
cubierto de pústulas, pequeño mamón irrespetuoso.
Habla y habla, y de
cuando en cuando come moscas, pero como sin ganas, porque algo hay que comer
(¿pero no comía tierra?).
He conocido alguno de
un rarito… (Aquel tipo se masturbaba pensando voluptuoso en el culo de un
caballo, naturalmente con la cola levantada, el culo de un percherón, por ejemplo,
buenas ancas esas.)
Habla y habla y,
claro, se le escapaba alguna confesión inconveniente, inquietante (Godot
vendrá, pero la tierra ya será un gran páramo sin vida, inerte, cubierta de
polvo amarillo), declara que es bebedor, ajedrecista y tristemente políglota de
muchas lenguas que no sirven para comunicarse, y que también le gusta ver de
cerca armado de una lupa los cuadros del Louvre y los del museo impresionista.
Beckett: ya le
contaminé con mi compañía cientos de páginas atrás. Él me pagó con su silencio:
era un camarada resignado y hermético. Solo que ahora lo somos los dos, mudos
eternamente debajo de la tierra rodeados de sus muñecotes literarios, tipos
atrabiliarios que no apartan de sí ni un instante su malhumor proverbial, su
desesperada aunque pacífica misantropía.
¿Por qué Samuel
Beckett?
Porque me lo he
encontrado al volver una esquina en París. Llevaba un bolso en bandolera que en
un tipo como él, ese viejo y digno que adivinabas tras la apariencia
desastrosa, era como un auténtico escupitajo en los ojos. Sus pantalones,
comprados de baratillo seguramente, eran acampanados, una moda juvenil que
empobrecía todavía más su figura, le daba de patadas en el culo, y qué decir de
sus arrugas de mendigo, los brazos colgando, el andar furtivo a ninguna parte:
Ahora lo comprendo
todo: Beckett era el viejo loco escapado de un asilo que bajó a la tierra, escribió sus libros, anduvo escondido durante
algún tiempo y regresó al asilo como si nada, como lo más natural que puede
hacerse sin alharacas en la tercera edad.
Y ahora tratemos de ir
a dar una vuelta por la parte de Worm…, debió decirse aquel día que huyó de las
babas, y luego, mareado como un pato, volvió al redil: si te portas bien a
partir de ahora te dejaremos jugar con tu balón de reglamento.
Hubo tiempo de todo,
imaginó (y escribió).
Worm también tiene su
Margarita, como todo aquel que va perdiendo su alma a jirones: unos se venden
al diablo o a un dios (el que sea, Yahvé, esa bestia siempre con la espada en
la mano, o el pintarrajeado dios de los Siux, un dios en verdad estático y
pacífico, inmutable, incapaz de levantarte la mano, rígido como un madero),
otros a la nada, es decir, al dinero que los induce al olvido de su condición y
ausencia definitiva del mundo: nada.
Incluso los hay que tienen
una Magdalena que les limpia el culo los domingos.
(¡Oh, sorpresa, existe
la calle Brancion, en Montparnase!)
¡Qué me dices!)
Ese pobre Worm, que no
creía en nada y sin embargo creía ser otro…
Qué paradójico.
Sería uno de sus
miembros… pensante, pascaliano: una pierna, por ejemplo (la izquierda).
Qué exótico: ¿quién
diablos es ese Toussaint Louverture? El narrador-escritor lo mete entre dos
líneas como el que pega una meada al pie de una farola (municipal): hasta ahí
la revolución.
Le ha salido una cabeza…
como a otro le sale una col en la huerta: no me lo esperaba, francamente, se
dice perplejo.
Acabar en un agujero…
Sí, es una idea.
Me acuerdo muchas
veces de Samuel Beckett, enterrado en vida en un asilo por propia decisión:
respiraba el aire viciado entre esas paredes y puertas con olor a mierda y
orines que aprisionaban a varias docenas de viejos como él pero sin ser Samuel
Beckett, como si estuviera bajo tierra, hecho de ella, a su nivel, en una tumba
de tierra movediza en la que se iba hundiendo más y más a medida que elevaba la
cabeza a un techo cada vez más bajo y que en nada se parecía al cielo. Se
esforzaba por respirar. No se interrogaba en aquella atmósfera corrompida de
decrepitud: ¿qué hago yo aquí? Tampoco sabía la respuesta, pero siempre había
sabido que lo verdaderamente importante era la pregunta a la que sólo podía
seguir el silencio: nada, nadie.
Esos viejos que le
rodeaban mudos y fugitivos ni siquiera tenían conciencia de ser ellos mismos:
finalmente, ése era el espectáculo al que se había condenado por decisión
propia: patio de butacas, primera fila, pasillo central, y allá, en ese parnaso
de mocos y excrementos descubría que el tiempo tan capaz era de hacer
desaparecer las cualidades de un hombre… como sus defectos: sólo cáscaras vacías
a punto de quebrarse en mil pedazos y disolverse en el olvido.
El final más
grandioso, piensan todos los resucitados al tercer día, era pudrirse del todo
en el lugar y la situación más humillantes: como escupirle a la cara a la
muerte: además de mi cadáver, reciba mi más soberbio desprecio, señora.
Se acabó, dijo. Y dio
en el clavo. ¿De qué le había servido, entonces, avoir de pain sur la table?
Fue previsor, escribió
de tu padre el biógrafo oficial: y firmó la póliza de decesos de… su propio
hijo. Vete muriendo, hijo, le animó el patriarca. Esa diligencia es algo muy
español, muy tradicional, como el reloj que te colocan de por vida (los años
contados) en tu muñeca izquierda el día de tu primera comunión. Con nicho a
perpetuidad, tres coronas de lazo violeta (tus enemigos te perdonan) y tres
coches de seguimiento la cosa salía por
un ojo de la cara. Pero es la costumbre: acabar en una pocilga entre estertores con un ojo abierto, abrumado de
flores.
El ojo de tierra se
cierra lentamente. Se apaga. Las flores se pudren. No ha de tardar (un millón
de años) el viento y la lluvia en convertirlo en piedra, un residuo fósil, un
pisapapeles perteneciente a la colección de una lúbrica y sexualmente
insaciable colegiala producida en un material y un plasma, hoy todavía
inconcebibles, del año 3.892.
Modelo Hanna, serie
3892/1.
A fin de cuentas hablo
de mí, una cuestión de palabras.
¿Quién no habla de sí
mismo…? Pero el silencio es arte (Allais, Schulhoff, Cage, Malevitch, Bergman,
Valente): Ni una palabra más, escribió Pavese arrullado por la muerte más
dulce.
El hombre de tierra de
Emile Zola es taciturno: sabe que el sol es un canalla y la lluvia voluble y la
tierra roñosa si se empeña, exigente y cruel en todo caso.
Países de tierra tales
que engendran abortos magníficos. Qué terruños. Aquél irlandés ilustre y
literato enredador, tan irlandés como el lacónico Beckett y el dicharachero
Wilde, aficionado a la pedorreta, fingida o real, y olisqueador impenitente del
culo de su mujer, afirmó en una de sus páginas escogidas, bien que la
declaración se escondiese en un batiburrillo de consonantes y vocales de
imprecisa significación (Vid. Finnegas
Wake, Faber&Faber, página, 629, Londres, reimpresión 1989), que la
tierra suya era como aquella cerda (católica y santificada) que devoraba a sus
cochinillos.
Como esa tierra, esa
esposa malvada y resentida que aguarda el momento oportuno para propinar el
golpe preciso que acabe con tus restos en el cementerio. Sin decir esta boca es
mía. Sin decir ni pío. A la chita callando.
¿Pero se merecería
algo mejor ese hombre acaudalado, golfista y putañero? No tendría yo mi
completa colección de palos de golf guardados en el dulce hogar; tu mujer
podría descubrir que la engañas con el hijo de tu jardinero, un travesti tetudo
y depilado, y una noche maldita, mientras duermes plácidamente o en plena
polución nocturna, en total silencio, aplastarte el cráneo con uno de los
hierros, el número 2, por ejemplo.
92.
Por consiguiente, el hombre está tan dichosamente fabricado
que en él no hay ningún principio justo de lo verdadero, y varios excelentes de
lo falso.
De la tierra: algo tan
contundente y, sin embargo, puede comprarse y venderse mientras te mantienes en
pie sobre su suelo. Luego, te cubren con ella, tan silenciosa y aparentemente
pacífica, y sus moradores necrófagos la emprenden contigo, te descarnan que es
un primor.
Todas las calaveras se
burlan de ti: ríen. Ríen sin cesar, eternas.
¿Existe algo más
ridículo que decir esta tierra es mía?
La calavera te recibe
al crepúsculo, o de mañanita:
Observo que llevas las
manos vacías… bien a tu pesar.
En Montes, J.D.Brell
miraba la línea abrupta del horizonte montañoso, y a veces fijaba la atención
en las tonalidades majestuosas del cielo, contemplaba la obstinada vegetación y
a la arboleda cambiante, el duro y gris berrocal de la ladera: se diría que se
mostraba indiferente a la tierra blanda o pedregosa, que le sostenía: la tierra
debía conducirle a algo, pensaba, era un camino, y a veces parecía invisible
tan sólida bajo sus pies: ésa era la verdadera misión, el andar incesante;
acaso, un día, plantar la casa junto el arroyo y disponer la siembra.
El tema (la tierra) era suntuoso.
Sólo faltaba el sol con un cielo soberbio, una majestad
cotidiana, para magnificar su bulto y su corteza fantástica…
Ha trazado en su mente un mapa exacto de las tierras de
Montes y sus difusas y arbitrarias fronteras de piedra, de polvo y de agua. Ha
descansado bajo la sombra de altos árboles, ha estado perdido entre montañas,
tumbado junto al arroyo verde y rumoroso. Sale y entra por aquí y por allá, por
planos y hondonadas, por umbrías y barrancos. Ha dormido en cuevas. Siguió un
día el rastro del caracol, ¡qué lejos le llevó esa huella de color desconocido!
Ha calmado la sed en solitarios y refrescantes manantiales. Cargado va de
nuevas: el bosque es un bicho viviente de ruido genial (aire, hojas de árbol,
el chirrido infatigable del insecto, la algazara de los pájaros, el color
furtivo, intenso e inesperado de la mariposa). Mete la cabeza en un entramado
de follajes y descubre al jabalí escondido y temeroso en lo más hondo, jadeante
y maravillado. Bajo el sofoco del sol de los eriales y secanos vuelan las
piernas sobre el pedregal, transitan la senda dura, amarilla y torturada,
descienden la rambla muerta de piedras grandes y quemantes,
sin una gota de agua. Ya reconoce muchas y sutiles formas de pájaros, sus
trinos jocundos. Sabe de plantas. Cosquillea levemente el aire sobre su piel
quemada por el sol y... eso basta para que dictamine cual de los cinco vientos
reinantes en la comarca señala la veleta negra que remata el campanario de la
iglesia.
Después de las duras caminatas alcanza el pueblo durmiente,
en silencio bajo la potestad del sol que quiebra el día.
Ha hecho del verano la culminación siempre renovada, ha
hecho de él su verdadero aposento, el único refugio. A la excitación de la
andanza sucede la promesa pueril de la espera. Abre las pesadas puertas de
madera de la casa, y un frescor oscuro se estampa en el rostro anhelante
todavía, lleno de sudor.
Come algo; se sacia de agua.
Luego, abiertas de par en par las hojas del balcón, el aire
caliente penetra en la casa sumida en sombras y transmite la peripecia del
monte, la dureza de la roca, el agua viscosa del arroyo, el canto de la
cigarra, el crujido de la tierra, los colores del mundo.
Puede que haya gozo, y el pesar a veces,
escondidos en el alma enorme.
Ha descubierto la tierra. Ha enclavado su destino para
siempre en las cosas de la tierra.
Está en el tiempo, ha logrado ese milagro. Tiene conciencia
de sí y de la premura incomprensible de la vida náufraga deslizándose hacia la
nada más patética e inmutable.
Ya tiene la forma del discurso.
(Carga la mochila a la espalda, a la cintura la cantimplora vacía, un
sombrero de paja le cubre la cabeza. Está exhausto, y tiene sed. Se ha
aproximado a las primeras casas. La calle es larga y estrecha. Sin gentes. El
olor a guisos de comida parece salir de los goznes de las ventanas, de las
mismas piedras. Casas y gentes, ventanas y piedras están sumidos en una quietud
de roca milenaria, telúrica, un estatismo absoluto de color, de trazo inerte.
Una vida inmóvil, una imagen detenida en un plano de magia y mudez. El cielo es
de un azul hondo. Sólo cerca de la cuesta de cantos que conduce a la plaza
alcanza a oír algo: el sonido de un televisor, y luego de dos, y de tres.
Por lo demás, escribía muchas cartas. Eran cartas de una
extensión poco común, y dos o tres eran perversas.)
La tierra, o la mierda
que de ella brota procedente de animal o de hombre, el abono preciso:
El viejo de Novecento hundiendo las manos en la
bosta aún caliente…, la tierra que Vincent van Gogh a punto está de llevarse a
la boca…
La sangre no disfraza
la sustancia de tierra que fluye por la vena.
71.
Yo escribiría aquí mis pensamientos sin orden, y no, quizás,
en una confusión sin designio: ése es el verdadero orden, y que marcará en todo
momento mi objeto por el desorden mismo. Daría excesiva importancia a mi asunto
si lo tratase con orden, puesto que quiero demostrar que es imposible afrontar tal
asunto de esa manera.
El
viejo arruinado físicamente de Novecento permite
que la mierda y su olor denso y masticable, el establo de la creación, lo
finiquite de una vez por todas: ni siquiera una niña producto de la misma
mierda tan fascinante, como una figuración surgida de ella, pues fue vida, es
capaz de conseguirle un erección; otro olor más poderoso y sulfúrico le
pervierte el corazón: el olor acre y sucio de su propio pudrimiento, el olor de
la muerte. ¿Para qué esperar?
Se
cuelga del viejo madero saciada ya toda su hambre de vida, ahogado por el olor
de la tierra.
Voy
por ti, puerca.
Y
se deja caer.
En
una escena sin aspavientos.
Con
los ojos de tierra bien abiertos.

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