Algunas veces, suplementos literarios. Las demás noticias no me las creo, o no me interesan, que viene a ser lo mismo.
¿Por qué tan misterioso JD.?
Cosas del FRAP.
¿Quién lo dice?
El loro de Arriba, muy sabido y
gran lector.
Acatamos el argumento.
En
el 76, a finales, Fiodorov se encerró
en casa durante dos meses, tenía práctica en eso: sólo leía, apenas hablaba (Tu
madre se ha ido de casa, le dijo su padre. Él asintió sin decir nada.). Y no se
perdía ni uno de los Encuentro con las
artes y las letras, programa que apareció en UHF ese mismo año.
Pueblo sólo aparecía los martes desbarajado sobre
un sillón, sin que nadie de la casa lo leyese: retirado de entre sus páginas el
ínfimo suplemento literario, ahora sólo era un puñado de astrosas páginas y una
tipografía prácticamente ininteligible con alguna calculada e inofensiva
bravata política de chico malo contra el régimen, una descarada mezcla de
sensacionalismo color local (madrileño) y ridículos y alarmantes titulares
internacionales en portada: ¡MAÑANA EL FIN DEL MUNDO!
Un día más había que esperar para hacerse con las páginas culturales de Las Artes y Las letras, del diario Informaciones, de letrería y entintaje
tan lamentables como la de aquél.
Que
la palabra de Santiago se cumpla: Si alguno de vosotros carece de sabiduría,
pídala al Señor, que la reparte con liberalidad.
No
me interesa la gente que escribe. Hoy lo hace todo el mundo. Me interesa la
gente que lee, y lee buenos libros y me revela de esos buenos libros aspectos
que yo no había sido capaz de percibir.
Algún
favor que recibió del cura Roig amigo de su padre:
Gracias,
pater.
Y
al día siguiente le envió las obras completas de Bernat i Baldoví.
(¡Descastado!
¿Así tratas a los amigos de tu progenitor?)
Pater,
es autor divertido y al tiempo penetrante.
¿Qué
autores condenar ya al silencio definitivo? Jamás podré leer de nuevo esos
miles de volúmenes, ni siquiera ojearlos, abrir sus páginas… ¡Qué inquietante
ver ese libro cerrado en la balda que ni siquiera tocaré de nuevo!
Justo
al lado de su inspiración (invisible, intangible, caprichosa y sobre todo
cruel: sería la suya forma de mujer) tenía el poeta del sexto, probo
funcionario del Ministerio de Agricultura de lunes a viernes, aún lejos de la
ansiada jubilación, el diccionario de rimas: ¿qué en ofas cerrar verso? ¿Gallofas, apostrofas, mofas, estofas…?
Un
tipo flaco montado en una bicicleta de montaña, con una camiseta de color verde
desvaído sudada y unos calzones negros cortos y anchos, irrumpe en la acera del
2008 a toda pastilla a su lado y a punto está de arrollarle. No lo
consigue apenas por una pulgada, pero le
golpea con un codo en las costillas y los libros que lleva en la mano caen al
suelo. El ciclista urbano pasa de largo resoplando sin dejar de pedalear, sin
dignarse a mirar el gesto de dolor de su víctima, sin disculparse. Te salga un
cáncer malo en la cabeza, perro, y
mueras, masculla el doliente lector frotándose el costado. (Mal día tiene hoy
nuestro héroe, además de mala suerte, nuestro explorador del África y del mundo
todo.)
Monroe
La Encantadora, pero sólo en apariencia, la nacida del celuloide mientras tú la
contemplas sentado en tu butaca. La otra, la real, la de carne y hueso, rubia
cada vez más teñida, la que leía el Ulysses
en sus ratitos de ocio, todavía matrimoniada con el dramaturgo Arthur Miller,
ya era harina de otro costal. Todos los que la trataron profesionalmente a
duras penas reprimían las ganas de estrellar su deliciosa cabeza de chorlito
contra la pared. En cuanto educación y respeto a los demás era una perra egoísta
y malcriada muy capaz en plena
conversación de darse la vuelta, mostrarte su bello culo ceñido por la seda del
vestido, dejarte con la palabra en la boca y largarse con el libraco del
irlandés debajo del brazo. (¿Y todo esto, a santo de qué?: meras ocurrencias.)
Por
un instante se sintió tan extraño a sí mismo, tan ajeno e inconcebible, que
temió que el vértigo que le nublaba su conciencia le hiciera rodar por el
suelo. He sido todos, he sido hasta Dios o el mismo Diablo. He sido todos,
concluyó, y ese pensamiento turbador le sustrajo inmediatamente de la realidad.
¿También he sido un asesino? ¿También he sido la Monroe?
Sí,
a tu manera cobarde. Sin necesidad de mancharte las manos, has matado a muchos
de tus semejantes con el pensamiento.
Leías
e imaginabas lo que leías: ése soy, y aquel, y este otro, y también tú soy yo,
y hasta esa rubia tontaina… Atravesarle con esta daga, pegarle un tiro en la
cabeza, reventarle las tripas a patadas a unos y a otros… ¡Lector, al fin y… a
los postres!
¿Qué
importancia puede tener que el mal o el bien recurran a una apariencia o a un
hecho determinado? ¿Qué tiene de distinto contigo ese tipo que envían a la
cárcel con el arma del crimen en las manos ensangrentadas y con la furia
todavía en las pupilas? También tú, con la imaginación, has matado sin dejar el
rastro de un cadáver de ciclista detrás. Las huellas oscuras, lejos del sol que
pudiera delatarte, se esconden muy adentro de ti, en el escondite del alma, esa
caja oscura llena de cosas: eres un asesino agazapado tras las buenas
costumbres y los melindres de la cobardía. Lees que matas y te crees que matas
porque te basta con eso, y así te libras de hacerlo y del castigo, eres un
asesino de papel pronto arrugado y acabado en el cesto.
Cerró
el libro. Y luego cerró otro libro. Y luego aún cerró otro más. Unos fracasan
por falta de talento, aunque no por inconstancia; otros, por su manera de ser,
entorpecida por melindres e inhibiciones; desgraciadamente también existen
aquellos que teniendo las virtudes y el talento necesarios para alcanzar el
éxito se extravían en el camino elegido y confunden sus objetivos justo cuando
andan por la mitad de lo escrito. Por supuesto, ni se dan cuenta de ello.
A los dados han de jugarse tus libros, al pie de la cruz de la muerte:
afortunado serás en ese acto postrero si antes has cerrado los ojos para
siempre y no te conviertes en testigo del indecente desvalijamiento.
Como
diría Umbral (Pérez Martínez), todo escritor es un narcisista y se mira mucho
en los espejos, y si, además, es vanidoso (e interesado), también se mira en
los escaparates, en todos los libros que poseyó como espejito que se lleva en
el bolsillo interior de la americana (y olvida los apellidos).
Este Umbrales (tal
acostumbraba él mismo a nominarse) profetizó mucho tiempo antes de que ello
acaeciera el mes de su muerte, con su lirismo más aguerrido marca de la casa
sentenció sin prosopopeya clima y calendario, postrimerías y las galas
gusaneras: Esta floración
ávida y sequiza de agosto me permite comprender lo que será mi muerte, la
fiesta de los débiles, un agosto de varios meses donde me tendrán expuesto como
cadáver exquisito, poniendo en oferta mis cuatro cosas, mis cuatro ideas, mis
cuatro imágenes, alguna metáfora que involuntariamente completa el mundo. La
luz crudiza de agosto, la luz que deja mi ausencia, ilumina lo que ellos y
ellas tienen de urraquizo, su alegría acre, su triunfo quincenal, vienen de
toda España a ver mi cuerpo tendido, a tocar el palillero de mi pluma, leyendo
del revés mi caligrafía por ultimar un postrer robo, probándose adjetivos como
se probarían pendientes (…) Hasta aquí llega el apogeo triste de unos cuantos
amigos y enemigos con banderas cruentas de periódico que no hacen sino
anticipar, como he dicho, lo que será mi muerte, mi desaparición, el funeral
que me preparan, con orla de champán, la romería de mis asesinos, que luego se
repartirán mi prosa, harán astillas de mi sintaxis, beberán mi pensamiento sin
paladearlo, como un trago de sangre, sintiéndose ya dueños de unas abundancias
literarias y personales que siempre codiciaron.
A dados jugáronse las vestiduras… al pie de la
cruz que él mismo se impuso desde sus más tempranos años.
FU. murió en agosto, efectivamente, el 21 de ese
mes de 2007. Tenía 75 años. Pero se quitaba 3, y no por coquetería. Simplemente
se trataba de una argucia con la que enmascarar una biografía indeseable, para
ajustarla literariamente, digamos, a su temática memorialística. Le resultaba
odioso que los mediocres hurgaran en ella con su vaporosa prosa oficinesca o de
prospecto de farmacia.
Ajeno
al tiempo, eterno (aunque sepas que te vas a morir) (pero eso aún subraya más
tu eternidad).
Da oído a todos; tu voz, a pocos. ¿No lo han dicho así?
¿Qué
haces, mierdecilla?
Antes
que el terrible cancerbero que andaba tras su espalda lo descubriera, intentó
rápidamente cerrar las tapas rojas del enorme libro de folletines
coleccionables de El Mercantil Valenciano
que descansaba sobre sus rodillas. No lo consiguió y aquello fue el diluvio.
Buscaba…
Sólo comprobaba un dato…
¡Leyendo
El cocinero de su majestad!
Padre,
no es lo que te figuras.
¡Insensato!
Padre,
me tratas con risa sardónica y acento mordaz, y en tus pupilas flamea la ira
(en fin, es leve el desliz, quede sin pena: son livianas reminiscencias de la
reciente lectura folletinesca y animada por intención comprensible).
Más
que el libro lo que se llevaba entre manos era el culo de Servidora. A qué engañarse: apañaba el siguiente cebo, aunque algo
grosero en esta ocasión, quizás excesivamente simplista e inocuo ante las
desmadradas peripecias de sus acartonados personajes y sus diálogos
endiabladamente entrecortados (cada línea, un céntimo, de modo que, muchos
puntos y aparte, mucha línea suelta y ligera, y a rodar, escribidor de
folletines).
Él
se desenvolvía por el método aristotélico: por virtudes ocultas. El vicio, se
ha dicho mil veces por las mejores inteligencias, sólo es un desliz de la
virtud… si eres rico o un genio; de lo contrario, es una anomalía del carácter
que conviene que corrijas antes de que te veas envuelto en un serio conflicto.
Eligiría
al final como lectura para Servidora,
una vez metidos en harina de hospital y cloroformos -ya le había endosado Cuerpos y almas semanas atrás- La
ciudadela y No serás un extraño. Hale, a
practicar la medicina… y hasta la fisiología femenil.
Lo
que escribes es, diríamos, ológrafo (que ningún otro cargue las culpas, que se
corroboren sólo tuyas, de tu propia mano), aunque no paras de sumar añadidos
acaso no esenciales (vale la enmienda
lo autentificaba todo a sus ojos).
2018
(utopía ucrónica al canto): lee los libros en papel, pero una vez leídos los
arroja a la basura (falta de espacio en los modernos hogares monoparentales o
no) y los guarda… ¡en digital! (un chisme de cuatro centímetros de largo por
dos de ancho: 25.000 libros. ¿Y qué?).
¿Qué
clase de lengua es la tuya?
Una
de las 7.000, y todas de concepción innata, que asombran de ruido, palabrería y
nombres ociosos el mundo.
¿Qué
sintaxis la estructura? ¿Qué morfología la define? ¿Qué norma la significa?
La no-lógica. No existe pasado ni futuro, va y
viene, es en el tiempo, que nada sabe…
Esos
libros, esos bestsellers que está
escritos en un solo idioma que a todos los del mundo (7.000, según precisamos
siete líneas más arriba) sirve, duran poco, dos años o tres a lo sumo, como una
peluca en la cabeza de un calvo.
Escribió
un libro. Le juzgaron. Y hasta le condenaron. Luego escribió otro que era tan
malo como el primero, pero sabía que salvaba el pellejo (este tipo se las sabe
todas): non bis in idem.
El Urogallo: ave rara.
JD. pudo por fin colar un pequeño ensayo (que no le pagaron) de poco más
de 1.500 palabras, entre otros dos mucho más sesudos y solventes acerca de
Cortázar y Severo Sarduy, en el número doble 35-36 de finales del 75 sobre el
cine de Pasolini: le sirvieron unas notas deslavazadas que ya escribiera aún
adolescente sobre Mamma Roma. Film
que arañaba de tal modo la realidad que terminaba por construir una súplica
cuasi religiosa, había escrito.
Me
debes el alma, el libro te lo regalo: págame una libra… de tu carne. Servidora le miraba de hito en hito, es
decir, fijamente. Este niñato ¿habla de polla o de cuchillo?
Al
acabar, que fue pronto, se echó a un lado resoplando.
Eyaculáis
como un perrito de aguas, mi señor.
Lo
menester de la pasión que me inspiráis.
Más
de una novela de corte y galantería gabacha de decorados ribaltacos y lúbricos
le había metido entre ceja y ceja también a la lectora.
Estos libros, Charlie, de bueno o malo estilo, están compuestos por
zoquetes.
Como todos, mister Brell. No ha existido libro alguno impreso y puesto a
la luz sin ellos.
Pues, ¿que eres tú leído, barman?
Y licenciado y en busca de trabajo de letras y mientras tanto camarero de
noche.
Maldita e inútil afición la tuya de estudiante y siempre bendito tu
obligado oficio nocturno.
Escancia, amigo lecteur, tú…
Ten
listos los puñales, se decía aquél afilando la pluma.
Lo
que sucedió lo verá el lector en el capítulo siguiente.
Tendré
que atar algunos cabos para que no queden sueltos.
En
otras palabras, la verdad.
Quid est veritas?
¿Para
dónde hoy la condumación? Andaba con ganas de comida sucia, hasta de fritanga,
y el vino negro, espeso, aturdidor, y después el postre dulzón y pastoso, recio
coñac nacional para el remate, y si después consiguiese hembra placentera y
cochina… (Líneas iniciales del primer capítulo de otra gran primera novela que
se quedó en pañales:
Noches
del lobo seductor
Por Ignacio Brell
Profesor de Historia del
Arte
Doctor en Historia del
Arte
Doctor en Bellas Artes
Escritor. Novelista.
Poeta. Ensayista. Periodista.
Sólo
faltaba, como glorioso colofón. hijo de
puta…
En
fin.)
Para
investigar en el pasado infantil (?) de Paula Coloma Espina hace falta algo
mucho más revelador que el carbono 14, que los isótopos, que la entretenida
dendrocronología o el mismísimo análisis de los varves. Del diario de Boceto, porque, en definitiva, ¿qué pasó
entonces –da nuces pueris-?
¿Quién
soy yo?
Escribe
una novela y lo sabrás, que es la fenomenal respuesta que propone William
Saroyan a un jovencito de 10 años bastante preguntón y espabilado aunque,
lógicamente, con un saco lleno de dudas cargado a la espalda.
Saroyan
no se anda con remilgos a la hora de pagar las facturas: Por mi parte voy a
escribir un libro de cocina (eso lo pagan seguro, da por hecho que algo podrás
echar a la olla en días sucesivos).
Ah,
JD., ya se sentía a gusto… plácidamente.
Eran pocas las cosas que bastaban para la beatitud feliz, delicuescente:
respirar el aire lleno de resina de pino, buscar setas, espárragos o caracoles…
Ni un libro sobre la mesa: el pan, la jarra de agua, el aceite, el vino.
Ocupaciones sensatas propias de personas honradas y decentes, modestas
(soberbias en la fuga).
Padre,
¿adónde estás?…
¿Dónde
quieres que esté, si todo fue humo?
Todas
las puertas tienen idéntico aspecto. Es una manera de confundir. Kafkiano puro.
Nunca lograrás encontrar la salida (o la entrada).
Qué
silencio.
Ahora
lo comprendo
No
querías la inmortalidad.
Quiero
la eternidad. No sabéis nada. Todo lo confundís.
Pues
¿qué saber? ¡Qué huidiza la vida!
Los
que sobrevivimos pisoteamos a cada instante sobre el tejado de los muertos.
De
todo esto no podrás escribir ni una línea cabal.
Los
muertos viven.
Dios,
gran creador, sólo somos humanos los que andamos por la vida con una pluma en
la mano (otros lo hacen con la espada): habernos hecho divinos, seríamos, así,
intocables, tan inocente como vos.
Charlie,
¿tú sabes quien era Walt Whitman?
Sé
quien es Walt Withman. En cualquier librería, incluso las de barrio, puede uno
encontrar Hojas de Hierba. Es un
poeta traducible, jefe, y me temo que está más vivo que usted.
No
seré yo quien lo ponga en duda. Pues bien, el señor Withman escribió algo
definitivo, tanto como su largo poema inabarcable, y, ahora que lo pienso, digno de alguien que
se crea sus propias máximas: En adelante no esperaré más la suerte; yo mismo
seré la suerte.
(Charlie, para sus adentros). Como alguien decía acerca del silencio en aquella
película: hay demasiados listos por ahí con la boca abierta, y encima con una,
que es la cuarta, copa en la mano. Me
alegro de ser un tonto con la boca cerrada (aun con copa en la mano).
¿Qué
haces con los años?
¿Los
años vividos? Pues qué he de hacer. Revolverlos, amalgamarlos del todo… De esa
mezcla, la mierda de hoy. Sin remordimientos. Un cerdo humano revolcándose en
el lodazal anímico, su materia.
Si la muerte no tiene sentido, y ninguno de los 150.000 millones (uno
arriba, uno abajo) de seres humanos muertos hasta ahora ha podido esclarecerlo
a los vivos, ni a uno solo de ellos, la vida inteligente sólo es un juego
macabro, el más divertido y entretenido de todos cuantos ha gestado la madre
naturaleza.
Hay muchas cosas del pasado de las que nunca sabremos nada, y no porque
hayan desaparecido con los siglos, sino porque permanecieron ocultas a los ojos
del mundo.
Pero ese Libro de la Naturaleza también será destruido. Luego, será en la eternidad.
En el fondo, como concluiría pensando cualquier persona inteligente, la eternidad está muy bien. Vivo
o muerto.
¿El
Apocalipsis? Amigo, no era el final, el acabamiento de todo y de todos, como se
suele creer, era la revelación, el principio del futuro.
Aquí
me tienes, padre, de huraño escritor reñido con las musas y las gracias.
En literatura lo diferente, lo desconocido hasta ese momento, lo
prohibido o lo denostado por no canónico, se escribe solo: esa es su
autenticidad.
No es el cuerpo precisamente la ventana más adecuada para atisbar la
forma del alma. Pero entonces, ¿cuál? ¿Cómo escribirla? ¿Cómo dibujarla?
A
mi perro…
Pero,
¿usted tiene perro?
(¡Qué
más da!)
...no
le gusta el amarillo. De modo que cada vez que visto una prenda de ese color se
enfurece conmigo.
(Leído
no sé dónde, pero era el excelente comienzo de
un cuento que había dejado sin terminar de leer por… ¡falta de tiempo!
Je, je.)
Esa realidad que nos quieren hacer ver sólo es creíble para miopes.
Escribe mediante un lenguaje de programación. Así, es fácil desdeñar, y,
por supuesto, ignorar al cabo muchas sino todas de las normas prescritas: el
lenguaje crea su historia, que es sólo el pretexto para manifestar su estética.
Te conocemos Brell, Boceto,
eres animal clasificado: trotas con calza puesta.
¡Ah, Servidora! ¡Qué mutación
en lectora! De seguro que lee los libros con guantes de cabritilla blanca
puestos.
Sherlock Holmes: alternaba una semana de cocaína con otra de ambición.
Deberían cortarles las manos, a los alumnos, el primer día de clase.
Yo se las pego en el culo con Supergén. Aquí se viene a pensar. Las manos
quietas. Sois artistas intelectuales, ¿o es que pensáis que estamos en los
tiempos de Goya y Lucientes?
Tened ideas, no manos.
Ah, los especialistas.
¿Tú sabes cómo se llamaban los dos perros de Chejov?
Bromuro y Quinina.
¡Cáspita! ¡Topé con un especialista! ¡Huyamos del lugar como alma
perseguida por el dómine Cabra!
Nada
de lo que veían, escuchaban y leían (en los anuncios publicitarios o en la
pringosas pantallas de sus móviles, que era la única lectura a la que accedían
una y otra vez) podía estimularles intelectualmente: ya sólo gruñían los
pensamientos aunque todavía podían disimularlo con su hablar sincopado.
Lejos,
al sur, la bella España, imaginaba el pobre Grosz.
Todo
esto es como el tercer diario de Leon Tolstoi, el que tenía escondido bajo
tierra.
¡Es
tan difícil escribir un libro verdaderamente nuevo!, se lamentaba RAMÓN… (Escribe entonces un no-libro.)
Yo
soy un poco como ese ojo pícaro pintado en el fondo de un orinal de cerámica
talavereña para uso de hidalgos, engolados y vanidosos: ¡Que te veo, morena!
Este
Charlie nos ha salido un archipámpano.
¿Qué
pasó?
De
acuerdo, Cariño, no nos molestemos uno a otro dentro de casa, pero andemos
cerca, casi oliéndonos sin vernos, sin palparnos (ya que andas con tu máscara
de pepino en la cara), como separados por un sutil y liviano shooji. Pero cuenta tu maldita historia
de infante perfumada de una vez: ¿qué hilos movieron semejante nínfula en los
años de la inocente infancia? ¿Y quién
detrás de esos hilos?
¿Qué
pasó que dice que pasó doña Eugenia Espina?
Pasó
su padre. ¡Ojo con los padres, niñitas!
Como
diría Orwell (Orwell, una vez más), todos queremos ser buenos, pero no
demasiado buenos y no siempre.
Niña
fue Paula… ¿Y dónde tenemos ahora a la ínclita?
Debería
ser un secreto, querida. Pero alimentaré tu odio hacia mí: anda trasegándose el
cóctel del doctor Myers (un chute de B-complex, vitaminas B5, B6, B12, selenio,
calcio y magnesio) aunque mucho más mejorado: 200 euros y el pequeño
tratamiento pasa a convertirse en un (¡ah, querida, chitón, chitón) IVT, una
terapia intravenosa a la carta. Te conectas a una bolsa de suero mediante una
cánula y a vivir, que son dos siglos, un vitamin
drip celestial.
Nadie
quiere morirse, y mucho menos envejecido. Lástima. Lo van a hacer de todas
maneras. Es el paso primero para la eternidad, y mala cosa es comenzarla con
cara de pocos amigos.
¿Quién
controla el pasado controla el futuro? Me basta el presente, que es la
eternidad. Por haber nacido soy eterno, incluso muerto lo soy: he sido para
siempre, al menos hasta el fin de la eternidad de los seres humanos, pero
también seré eterno aún después del fin
de la eternidad de los seres humanos.
Todos
somos iguales, todos somos eternos, como lo es el presente.
¿Nacionalidades?
Los
signos identitarios… Toda esa parafernalia chiquita y prescindible en las
tareas de los hombres de bien.
En
fin…
(Lo
que distinguía un babilonio de un
sumerio es la barba, dijimos.)
Y,
entonces, una noche, despertó con una frase de hierro al rojo vivo pegada a los
ojos, pero aún con ellos cerrados pudo leerla: Dios no es eterno; tú vivirás
más que él.
Alcanzar
ese lugar de la noche, muy poco antes del amanecer, donde todo el hierro y la
piedra ya se han fundido en la blandura, en el sosiego, donde acuden inefables
las ocurrencias y agudezas del entendimiento como si nada, pero también sin
dejar huella visible de nada.
P.:
He descubierto que en muchas personas el motor de su acción, sea cual fuere su
objetivo, es su carácter decidido o un temperamento exaltado más que el
cálculo. Y lo más sorprendente todavía es que la mayor parte de las veces
aciertan.
Para
acceder al interior de su alma habría que valerse del telescopio de Schmidt.
Pero aún así quedaría lejos, muy lejos.
Ella
sería el crisol donde iba a fundirse la herrumbre de todas sus manías.
(¡Joder,
Vivales!)
Steak tartar:
Se
sentía carnívoro, pero carnívoro de veras, nada de melindres ni trucos de
plancha que disimularan la crudeza de la carne achicharrándola una pizca: recia
tajada de caballo picada a cuchillo aliñada con yema de huevo, cebolla bien
troceada, alcaparras, pimienta y salsa Worcester… y un buen chorro de brandy por encima: mejor (a veces)
que el coño paulino.
Ahora
necesitas tranquilizarte.
Empezaremos
con el cocodrilo.
Haga
sol o llueva.
Tampoco
importa el día de la semana, si es de mañana o de noche.
Extiéndete en el suelo, con las piernas juntas y
estiradas.
Coloca las manos en la nuca.
Eleva el tronco tanto como puedas, con la cabeza
atrás.
Mantén la postura el tiempo indicado y deshazla
luego con lentitud.
También se puede ejecutar la postura elevando no
sólo el tronco, sino asimismo las piernas juntas y estiradas, y dejando todo el
peso del cuerpo sobre el abdomen.
¿Qué consigues con todo esto?
Yo te diré lo que proporciona el cocodrilo
riente, no masticador:
Fortalece los músculos del cuello, la espalda y
el abdomen.
Ejerce un profundo masaje sobre los órganos
abdominales, mejorando así su funcionamiento.
Tonifica el plexo cochineo.
Influye
beneficiosamente sobre las glándulas suprarrenales.
A
lo mejor hasta renuevas la dentadura 30 veces.
Pésimo
escultor, farsante, demasiado hablador, ni siquiera la piedra excelsa del
pentélico mejoraría sus tallas precarias y mal desbastadas (ocultamente)
convencionales. De nada te han de servir artificios yogísticos, empanadas
mentales, justificaciones y burdos maquillajes: el alma no tiene músculos, ni
huesos, ni nervios, ni vísceras, ni arterias, ni sangre … Su hambre sólo es la
paz del sol, la quietud y el silencio de la luna: vive en lo invisible, por más
dura que sea la piedra con la que trabajas: no ha de surgir del mármol del mero
artesano. Acaso un Miguel Ángel… cuyo genio tapa sin miramientos ni piedad la
técnica y su mecánica, el tosco trabajo del picapedrero.
Mil
veces ha sido Orestes en el pensamiento. En estatua. Hamletiano. Pero, ¿cómo
matar una sombra?
Escapar
a todo correr, escapar de esta puta ella, escapar de esta puta mujer-tierra,
madre y verdugo, medea, a 11,2 kilómetros por segundo (única posibilidad).
Brell,
en pie.
Brell
alza la mano y, confiado en su sabiduría que a todo atiende, mira risueño al
padre Basilio Fariñas, gallego de Orense.
¿Qué
piensas del cielo?
Un
lugar inimaginable, padre Basilio.
¿Y
del infierno?
Un
lugar aburridísimo. Allí deben de estar todos los beatos… además de los
piadosos y los buenos cristianos, padre.
¡Brell,
al pasillo! ¡Y de rodillas!
El
alma del bebé crece con él, se va haciendo rocosa en las tinieblas de su
interior, pura porquería en gran parte de los casos. Va ganando altura y
vilantez, se disfraza con la apariencia de su portador. Si el mundo se
descuidara…
Clase
de historia.
Tema:
El Nuevo Mundo.
Garrigues
leía una biografía novelada de Vasco Núñez de Balboa; Boix andaba siguiendo a
Cortés brincando de canal en canal en sus luchas salvajes con los aztecas de
Tenochtitlán; Montaner paladeaba de gusto con las locuras de Lope de Aguirre y
Granell se había transfigurado en Pizarro: un millón de incas postrados de
hinojos frente a él le ofrecían sus pedacitos de oro a cambio de salvar el
pellejo.
Nacho
Brell, el Alumno Original y Único:
¿Qué
me dices de los perros de la Conquista? Porque haberlos, los hubo, y de entre
todos ellos descollaba Becerrillo,
fiera mezcla de dogo y mastín, alano mortífero que a una señal de su amo
perseguía, cazaba y devoraba en un santiamén al indio esclavizado que le dio
por salir rebelde: al tajo o a la dentellada y después a la barriga del can. Tú
eliges.
Investido
del decorado y la farándula de la religión, Dios, todos los dioses, fueron la
perfecta coartada del hombre para matar a su prójimo degollándolo o
acribillándolo a balazos o bombardeándolo sin que se notara demasiado el origen
de bestia (antaño peluda) de los dos.
Esa
francmasonería… esa solidaridad: la niñez es cruel, carece de empatía aunque la
pena o el asco o el sufrimiento hiera y atraviese de cuando en cuando esa piel
todavía fina y sensible.
¡Amigos
como esos que tuviste! Duermen holgado a los martillados y acuden presto a las
dentelladas.
Mas sólo eran camaradas de pupitre, figurantes tan solo de tu historia,
una celebración, un aniversario: Al fracaso se llega de muchas
maneras. La más dolorosa es a través del éxito, cierta clase de éxito. A pesar
del relajamiento general, de la ligereza de los ademanes y las conversaciones
algo inconexas, todos ellos, ¿incluido yo mismo?, parecían salidos…
También eras tú figurante de ellos.
Había
leído en un antiguo libro sobre la Armada Española: Al término de la batalla,
sucumbieron 300 para no levantarse más, y
fueron 500 los estropeados. Magnífico, no se puede explicar mejor la
cruenta contienda.
Charlie,
reconstrúyeme, pues mucho me temo que ando algo estropeado. Escancia, cobarde.
Había
comprendido que las cosas empezaban a ir mal, muy mal, cuando descubrió que el
peor momento del día era al despertar: afuera sólo estaba el mundo, ese planeta
de miseria, injusticia, hipocresía, crueldad, mierda y cáncer (¡bonito
desayuno!) y que tan hostil se le venía encima sin remisión posible.
Klee:
el arte hace visible. Ahora bien, ¿toda clase de arte hace visible el mundo?
Velázquez, Goya, Picasso, Van Gogh, el mismo Klee tan diferente a estos, siendo
artistas todos ellos, ¿allegan a ese resultado prodigioso?
Algún
arte empobrece las cosas del mundo; otros, lo iluminan; y otros hay que lo
ocultan: se muestran a sí mismos estos artistas tapando todos los asuntos que
les son ajenos, o ellos creen que les son indiferentes, el mundo (que siempre
son los otros) les importa muy poco, allá él, tan inmundo, tan equívoco, tan
erróneo y estropeado.
¿Y
si hubiera un color desconocido, inimaginable? ¿Y por qué uno nada más? ¿Y si
fueran 7, 25 ó 47 más allá o más acá del espectro visible?
¿Qué
piensan del azul en el planeta rojo? ¿Saben que existe? ¿Se distingue el
amarillo en los exoplanetas?
¿Te
ríes? Cuidado conmigo. Tengo más de un dan.
Puedo partirte el esqueleto a golpes de karate, y te aseguro que no me durarías
más de dos minutos si no estoy enfurecido, de lo contrario… Hasta nunca en un
visto y no visto.
El
arte hace visible.
Cuando
yo empecé a escribir (afortunadamente supe dejarlo a tiempo) recuerdo que era
una época que se fumaba mucho. Todo el mundo lo hacía, incluso los chiquillos
de trece años fumaban cigarrillos por la calle, y a nadie parecía importarle.
El interior de los bares y cafeterías olía a tabaco, y las salas de los cines y
el interior de las librerías, y en los supermercados y en las pastelerías se
fumaba, y la ropa y el cabello olían a humo de tabaco. Se respiraba humo,
quisieras o no, allá donde fueses. Era un mundo muy raro siendo exactamente
igual que el de ahora, cuarenta años más tarde. Cambian las reglas, pero todo
sigue igual, es por tu salud (y la de los otros), dicen, y esto nos parece muy
bien, y todos seguimos igual, directos a la muerte:
Tenía
miedo y tenía dinero. Pero quería todo el dinero para que desapareciera todo el
miedo. Cuando murió y estuvo muerto, mucho antes de lo que él se imaginaba, ya
no tenía miedo, pero seguía teniendo todo el dinero.
Otoñal.
Una
noche de finales de noviembre, fría y húmeda, recién salido de un cine de
barrio, por las inmediaciones del
manicomio de Jesús, descubrió a una castañera oculta entre refajos negros
sentada al lado de la enorme sartén negra inclinada sobre el carbón rojo y
llameante que avivaba. Sin comer desde el desayuno, pues por la mañana temprano
se había escapado (¡y esta vez va en serio!, amenazó dando un portazo) de casa
una vez más con la cartera de los libros de texto en la mano, se había pelado
todas las clases del día y había deambulado por el sur de la ciudad hasta que
acabó derrengado en el gallinero de otro de los cines con peor fama de la
ciudad: poblaban las butacas de madera sin tapizado chaperos, prostitutas de
derribo, viejos viciosos pero cobardes que se contentaban con observar a
hurtadillas los pecados ajenos, pederastas, pajilleros y adolescentes pelones
como él. Acabada la doble ración de películas de serie B, milagrosamente
indemne, ya afuera, aún desorientado en la calle nocturna y extraña, frente al
bulto oscuro de la castañera rebuscó unas monedas en los bolsillos del
pantalón. Compró una mesura de 48 castañas, tan calientes que le quemaban las
manos. Se comió 32 de ellas antes de arribar de nuevo al refugio del hogar
(dulce). Estuvo enfermo el resto de la semana. Y era lunes. Y cuando finalmente
se repuso, una mañana, a punto de ir al colegio, ya en el recibidor, su madre
le estampó una bofetada que le tumbó en el suelo a pesar del contrapeso de la
cartera llena de libros. No vuelvas a las andadas del atracón, hijo querido, y
ahora dame un beso, anda. Tardó cinco días en repetir la hazaña, aunque en esta
ocasión sin castañas de por medio, sólo una porción de pan de higo, y
metiéndose en otro de los cines de similar ralea pero al otro extremo de la
ciudad: se peló las clases de la tarde de un viernes melancólico y quizá
lluvioso, dos marías llevaderas, Religión y Formación del Espíritu Nacional y
se instruyó un poco más en la técnica del landismo,
todo un tocador sin filosofía.
Eran
unos tiempos aquellos de aprendizaje perverso en todos los órdenes de la vida otra tan distinta a la que sugería la
insulsez del colegio y la casa, una época pre-Servidora.
La
imagen de la realidad que yo tengo pasa invariablemente por mi pensamiento como
principal elemento configurador, lo cual probablemente la entorpece de
añadiduras o simplifica mediante sustracciones caprichosas pero todavía permite
un acercamiento cabal a su construcción objetiva; el verdadero problema que
tengo con una percepción equilibrada de ella surge cuando esa representación,
esa ilusión, procede de mis
ocurrencias y fantasías más inconfesables, y no de aquella imagen defectuosa e
imperfecta pero real a fin de cuentas.
¿Sabes
el destino?
¡Ya
estás en el destino! Apúralo tanto como puedas. Tengas catorce o cincuenta
años. Lo que sigue al destino es la muerte.
No
se teme a la muerte (un ratito, que dijo el otro), que es, como se dice, un
sueño eterno, sino el morir, la derrota absoluta del cuerpo, su miseria de cacharro
biológico, pudrible y pestilente.
Medusa Aurelia. Pero ¿ella sabe que es
inmortal? (había anotado en su cuaderno escolar: es inmortal).
En
efecto, ser como ese hombre que jamás tuvo grandes ideas que le exprimiesen, lo
que hacía que todo lo que hablara e hiciera fuese sumamente razonable.
Todo
lo platónico le daba como un poco de asco, pues es lo más semejante a una
frustración constante, ese coger agua entre los dedos, esa vida vicaria,
figuraciones, ilusión, embelecos, humo… Ser como ese hombre pacífico y sensato…
Hasta hace las paces con la muerte. Buenas noches, está usted en su casa,
señora.
Pero,
chico, vive a tu aire, a tu estilo irreductible:
En
ese restaurante de comida macrobiótica hacen un nituke de verduras verdes y un pastel de mijo y tofu exquisitos.
¿Hace?
No.
Antes la muerte por inanición.
Sonata
21 en si bemol mayor. Schubert (después del solomillo a la pimienta). Ambas
cosas tan compatibles…
Respecto
a usted, querida vegana, puede estar comiendo caldo nazareno hasta el día del
juicio final. Y sálvase quien pueda.
Y
aquel otro: entretenían sus horas la Enciclopedia Británica y Felipe Trigo.
Bonita combinación. (Añadía, a veces, Zamacois.)
Aldous
Huxley, cada vez que emprendía un viaje, metía en la maleta un tomo de la
Británica, cualquiera de ellos, así tenía la seguridad de leerlo de cabo a
rabo: Hoy empezamos por la r.
Dejemos
pasar el tiempo.
Paula
ha regresado de París. Sin mácula, fresca como una rosa.
Qué
hueco, tu padre… ¿Cómo llenarlo?
Durante
el duelo, él no la había echado de menos ni un solo instante.
En
el 92 aún apenamos en medio de tanta grandeza de las Españas, donde los trenes
vuelan, el arte se protege con metralletas y una rosa es una rosa.
Paulita,
setenta veces siete, mandato bíblico, nos hemos de perdonar uno a otro.
¿No
te has pasado de número?
Mejor
no llevar la cuenta.
Le
había dejado a solas con el muerto mientras en un París soleado y tibio, o gris
y frío, ella amaba a una mujer pasiva y extraña a la que nunca creyó volver a
ver y que naturalmente volvería a ver sin que las dos creyeran en el cruce de
destinos y mucho menos en el futuro por muy disparatado que éste fuera.
En
el fondo todos somos vegetarianos, querida. Todos comemos plantas… o animales
que las han comido o animales que comen animales que han comido plantas. Nos
comemos los unos a los otros en forma de plantas o de animales.
La
meta es la misma.
Camarero,
la carta (hombre o mujer, asado a la brasa o en caldo de puchero).
Todo
quedaba, pues, sepultado en el 92.
Año
de réquiems.
El
destierro de JD.: una insignificante felicidad: la lluvia y los árboles, y
ambas cosas las tendría sobradamente en ese lugar.
(Su
carácter malograba su talento, y le impedía desarrollarlo con eficacia. Quizás
si hubiera ejercido el talento antes que sus fobias…)
Luego,
se volvería loco (o no): la tierra hablaba, pero la tierra más solitaria, la
más alejada de todos nosotros: dialoga con el aire.
Érase una vez una perra vieja de mirada brumosa y huidiza y un hombre
viejo con expresión de fatiga que arrastraba los pies en el parque de otoño,
dando vuelta los dos en torno a la nada.
Fin. Para qué más. Y así se acaba. Fin de verdad: un fin que pone fin al
final de la carrera.
Debería comprarme un perro. Acabar así, en un parque polvoriento y
solitario, cuando el cielo oscurece y el día se muere de una maldita vez,
cuando los perreros sacan a sus bestezuelas al paseíto de la cagada del
atardecer (y mañana el dios de los perros dirá). Agarrado a la correa de un
perro que improvisa sus caminos. Aunque… quizá no exista el albur y el animal,
ya bien vaciados sus intestinos, se guíe por olores insospechados, que ese
destino que traza su inescrutable ir y venir no sea tan azaroso y frívolo como
pueda parecer: directo a la mierda.
El arte hace visible.
Hasta el pasado. O lo imaginable pero inexistente.
¿Quién
eres tú? Un maestro de escuela en el Cabañal, donde los bueyes arrastran las
barcas a la orilla de la playa azul y blanca, donde las pescateras alardean de
pescado fresco en sus capazos de mimbre cogidos del brazo desnudo, robusto y
marinero. Un hombre honrado que porfía cada día a través del método moruno,
canto y repetición, por desasnar en lo posible a un tropel de mocosos, unas
bestezuelas mugrientas que jamás cambiarían de condición, dómine resignado ante
la fatalidad ineluctable: unos nacen para bestias; otros, las montan y hasta
las aceleran con la fusta; padre que será de médico avispado y buen sanador y
abuelo de ilustre catedrático en historias del arte y bisabuelo de profesor, de
profesor, digamos, digamos, versátil e inefable (profesor, háblenos de Goya…):
el último de la saga, he ahí ante ustedes respetable público, don Ignacio Brell
Gay (a) Boceto (y Lucientes) (en la
cuerda floja). El último de la fila. Sin descendencia, pues no ha de procrear.
Adiós, adiós.
Una
vez el maestro de escuela, adecentado con los mejores trapillos de su armario,
pues venía de dar el pésame en el duelo de un familiar, una casaquilla verdosa
y corbata de mayor tamaño, pantalones anchos de color gris oscuro y unos
guantes negros que enfundaban las manazas de labrador que había heredado de sus
ancestros, todos ellos atados de por vida al terruño, se cruzó con don Vicente
Blasco Ibáñez, ese revolucionario que escribe chafarrinadas, según decían sus
enemigos, que eran una muchedumbre de todo tipo y condición en la Valencia
huertana de entonces, 1895, cuando el escritor, un tipo recio y brioso que se
desayunaba con un bistec y un puro, andaba escondido por las inmediaciones del
puerto de Valencia a causa de alguna de sus pendencias políticas, periodísticas
o personales, pues de todo cabía en su morral de hombre arrojado y en lucha
constante a brazo partido contra lo que le impidiese su paso decidido y
altanero frente la vicisitud: la vida y sus trampas, la literatura, el
panfleto, la política, la mujer y sus enredos... Hasta se batió en un duelo a
muerte del que salió bien librado gracias a un lance afortunado pero poco
novelesco, nada heroico y más bien chusco: la hebilla del cinturón detuvo la
bala que iba a perforarle el estómago. El maestro de escuela a punto estuvo de
doblar el espinazo ante la figura del gran hombre que, aunque disfrazado de
marinero, era perfectamente reconocible. ¡Que diferentes destinos! Se presentó
de inmediato y se ofreció para lo que fuese menester. El uno, joven aún,
reconocido como escritor excelente, de seguro que en aquellos días dando buena
cuenta a la pluma escribiendo alguno de los cuentos tan celebrados que
publicaba en el folletón de El Pueblo
para convertirlos luego en novelas que alcanzarían tiempo después no poco éxito
en toda Europa; el otro, cuarentón, con la caña seca, amarilla y correctora en
la mano, siempre presta a descargarla sobre las espaldas de aquellos brutos
alumnos, bregando contra aquel coro de zarrapastrosos en alpargatas rotas y
manchadas de barro, gusarapos vestidos de cualquier manera surgidos de las
barracas diseminadas entre la huerta que
miraban al mar: Son ustedes unos bestias. Me oyen como si les hablase en
griego… En fin, son ustedes tan bestias como sus padres, que ladran, les sobra
el dinero para ir a la taberna y bien que se las inventan para no pagarme el
sábado los dos cuartos que me pertenecen por instruirles. ¡Ni siquiera saben
ustedes aún hablar en castellano, mamelucos!
A ver, señor de Llopis, levántese usted… Y levantose el señor de Llopis, morrut de aca
de apodo universal entre surcos, caballones y cañaverales, un pilluelo de siete
años con el dedo hurgándose la nariz…
Brell
el Joven, así lo nominamos aunque en este año del Señor de 2008 sus cuarenta ya
arañen los cincuenta y la juventud dejó de ser la eternidad, mira en torno a sí
cien años después de aquél otro año cuando su avispado bisabuelo casi se dio de
bruces con el señor Blasco Ibáñez, mira en derredor, decimos, y comienza a
ensartar frasecillas de andar por casa valiéndose del señor Goya (y Lucientes)
como principal referente de su discurso magistral ante sus alumnos (al menos
los más aplicados, aquellos que sacrifican un finde) en la tarde lectiva (¡maldita seas!) de un viernes abrileño.
Antes, muy antes de encarar los ascensores hasta la primera planta de los
pecados histórico-artísticos: qué campus… ¡del Señor! Muy cerca de él, podía
oler sus liaduras de hierba entre los dedos delgados y pecadores, había unos
niñatos de ambos sexos con los diminutos auriculares negros asomando por los
oídos como cucarachas, se pasaban el porro humeante, daban caladas, se miraban
entre ellos pero no se hablaban, hasta podía oír la música estridente que
parecía brotar de sus mismas orejas, de sus mismos cerebros: a los treinta años
tendrían la cóclea hecha papilla. A los cuarenta serían auténticos marcianos. A
los cincuenta, yo no sé, Señor, yo no sé… Entra en el ascensor, sube, y sube,
sube hasta las alturas donde se ha de convertir en el exégeta más preclaro de
don Francisco de Goya y Lucientes: alumnos queridos y futuros desastres vitales
y profesionales…, ¡jodidos veinteañeros de mierda!, como os decía ayer…
Escondido
en el sotobanco de la vivienda del maestro de escuela, perseguido como una
alimaña por las fuerzas del orden, la inquieta personalidad del escritor sufre
lo indecible viendo pasar las horas mano sobre mano hasta que pueda embarcarse
en secreto para Italia huyendo de los esbirros. Finalmente, el dueño de la casa
pone a su disposición unos cuadernillos de papel de cartas rayado de azul, un
portapluma rojo y un tinterillo lleno de tinta violeta. Durante su encierro
escribe en esas páginas sin descanso, que luego, en su huida definitiva, deja
olvidadas en un rincón. De vuelta del exilio es encarcelado durante un año.
Sale de presidio y obtiene como por ensalmo un acta de diputado. Esta feliz
circunstancia le confiere la inmunidad parlamentaria, le libra de nuevas
persecuciones. Un día, emocionado, a la caza del voto en el barrio marítimo,
visita el antiguo escondrijo en los altos de la casa del maestro de escuela
republicano donde se ocultaba en aquellos días aciagos. Reitera la amistad con
su salvador, tu bisabuelo. Recupera las hojas escritas con tinta violeta.
Semanas más tarde, se las envía al editor valenciano Sempere que ordena imprimirlas
y encuadernarlas bajo el título La
barraca. La edición consta de 7oo ejemplares al precio de una peseta. Se
venden 500. Editor y escritor se reparten a medias la ganancia líquida: 75
pesetas.
Desgraciado
mierdecilla, como te vea con la pluma en la mano te la meto por el culo.
Tú
también lo haces, padre.
Pero
no lo necesito para comer. Escribir es oficio de perros, si no algo peor
todavía.
¿Qué
me dices de tu primogénito?
¿Cómo
crees que ha de acabar? Amontonando día a día desde el amanecer hasta el ocaso
mierda de cabra.
Quizá
sea más feliz de ese modo. Por lo demás, don Vicente terminó ganando el dinero
a espuertas. Ni sabía que hacer con él. De La
barraca vendió más de un millón de ejemplares.
Este
Blasco fue durante toda su vida una excepción, como hombre y como escritor. Su
sangre alborotada le empujaba al exceso y a la acción: su misma fanfarronería
la lanzaba al éxito. Sus contemporáneos con la pluma en ristre, salvo los que
se habían procurado un puestecillo político, académico o burocrático, comían en días alternos, se quedaban solteros
o matrimoniaban mal muriéndose de asco antes de hora, se volvían roñosos y
hoscos, se agriaban poco a poco hasta ser la pura encarnación de la envidia.
Recuerda al pobre y viejo Baroja en la última vuelta del camino, encerrado en
la casa grande y destartalada de Ruiz Alarcón, en zapatillas de orillo, tocado
de boina y con la bufanda de lana rodeando el cuello escuálido de setentón, con
la mirada vidriosa, destilando venenillo y resentimiento párrafo a párrafo. Tú
directo a la docencia, al granero del Estado, hijo mío. En ti he puesto todas
mis complacencias.
¿Y
qué tal escritor-político? Es un bonita combinación que compensaría sin duda la
sinecura con la posible precariedad a que condena un trabajo literario.
¡Ah,
los políticos! Gentes de trato afable y gesto relajado frente al votante
desarmado, gentes también harto holgazanas que comen merced a sus bocas
charlatanas y esconden las manos sin callos en los bolsillos, que portan lucida
vestimenta, mean de gusto y defecan por la mañana, tempranito, a la de una, a
la de dos, a la de tres, plof, luego andan de afeites (ellos), polvos y rímel
(ellas), maquillajes (todos) y perfumes caros y atavíos sin arrugas y más tarde
(que pronto), arrogantes, salen a las calles sin que nadie le tire piedras a
sus huecas pero aparentes cabezas… Algunos no llevan corbata y algunas no
llevan sujetador y puede que ni sean de ducha diaria, engreídos especímenes…
Estos
últimos, falsamente desaliñados, son los peores, ni siquiera disparan, y
amontonan las monedas en faltriqueras que no están a la vista, pero hacen su
caminito de rosas a la chita callando, y con sus arengas se dirigen
descamisados y locuaces mucho a ti y a los que no son como ellos, a los
anónimos, a los que tienen las manos a la vista porque no les avergüenza su
fealdad ni la ausencia de manicura. Ejecer de político no es mala profesión…
siempre que seas un charlatán sin escrúpulos, un hipócrita redomado, un cínico
mayúsculo, un vago sin remedio o un perfecto hijo de perra. Disimulo y vileza
es tu nombre político bien cebado, figurón de media tarde, copero y hasta
putero andando la medianoche, y bueno en la plaza y malo en la casa todo el
tiempo.
Salidos de la cárcel,
a la que entraron por corruptos, sonríen con desfachatez, hasta ufanos, porque
si bien han perdido el honor, algo que les trae completamente sin cuidado
(dejas de salir en televisión y punto, a disfrutar el botín, la gente es
olvidadiza y, en especial, tan ladinos como tú si tuvieran la oportunidad de
serlo), el dinero sigue en sus manos para siempre… ¿El honor? Menuda
superchería moral. El honor es propio de los asalariados pusilánimes, los
caballeretes tuberculosos de buena familia y los políticos novicios aún con un
pie en el desempleo y sin saberse hacer un nudo windsor.
(Papá, pobre papá, mamá te ha encerrado en el
armario y a mí me da tanta pena.)
Papá
está en fase reflexiva: es decir, como los grandes silenciosos, arremete contra
todo y contra todos con lo primero que tiene a su alcance: en este caso, el
atizador de la chimenea de su mente. Al final de la vida, lo que uno termina
sintiendo es una especie de mezcla tóxica de asco y callada desesperación ante
el sistema que alimenta el parasitismo fachendoso.
Sin
los dioses, abyectos todos ellos por su cobardía cósmica, sólo nos queda la
eternidad y allí es, desde esta otra eternidad de la vida, donde quiero
desintegrarme.
Aquí,
en la maldita tierra, puedes acabar fatal, que te degüellen a lo bestia, a lo
Cucufate, en cualquiera de los hospitales de los desahuciados de la esperanza o
en los de los escépticos radicales de la bondad de tus semejantes, o, peor
todavía, a solas, en tu casa, bajo la ventana abierta de los primeros días de
verano por donde entra a la vez que la brisa perfumada de los naranjos y acacias
de la calle el ruido amortiguado de la vida que sigue: un mes después descubren
sobre el parqué el charco inmundo que queda de tu cadáver (y he ahí a tu
bisabuelo navegante chagalliano surgido del pasado desplazándose en el aire con
el flit en la mano pulverizando con ahínco insectos, moscas, cadáver…).
Nos
hacemos solubles en la muerte, ahí nos pudrimos, nos disipamos… si antes ell
fuego purificador no nos limpia
del cuerpo y sus inmundicias…
La
noche, que limpia todas las tristezas de la tarde morosa, inacabable de una luz
de muro de extrarradio al atardecer.
De
una luz de daga dorada que hierve metida en la sangre después de haber
atravesado la carne, una luz eterna que ha de sobrevivirte y que estaba antes
que tú.
Adiós,
padre cadáver.
Decía
de Boceto: Es nervioso, verborreico,
de una gestualidad violenta. pero inofensivo, no tiene pegada, eso se adivina
en seguida en él, mi Benjamín sobreviviente, goyita sin lucientes.
¿Qué
no fuera yo hecho de modelado infame, más que de noble arcilla alzado por el
peor fango? Me hiciste tú, padre.
Su
conversación parecía una peluca de quita y pon; ahora, presentable; ahora,
mamarrachada: su hijo, amigo Brell es de una ambigüedad chocante. ¿Qué
podríamos hacer con él? Degollarlo. A mí me debe la vida; puedo, pues, quitársela
sin mayores miramientos.
Qué
cruel paternidad.
Que
siga su curso entonces. No tiene pérdida. Nadie tiene pérdida en este
laberinto.
Hace
muchos años que lo irracional, el galimatías, había entrado en vida de ese
hombre desnortado. La muerte era la única salida entonces de Brell el Viejo.
Esa sería la muerte más justa. Nada más innoble que bregar con una
supervivencia de harapos, las banderas rotas, y que dios fuese esa rata que
olisquea por alcantarillas, y todo por ganar unas migajas de existencia.
No
te fíes de los moribundos. Su introspección, su amargura, tan elegante que
parecía, era debida a una litiasis recalcitrante.
Su
silencio honorable, su compostura y suaves ademanes, su expresión irónica, su
oculto sarcasmo: era el muerto ideal.
Cerremos la cocina del
estómago: ya tus gusanos recorren los oscuros pasillos entre los intestinos,
tus galerías huérfanas.
Degusta ésta los
placeres de la carne, del fiambre, de la grasienta hamburguesa, del condenable
bacon, aun siendo vegetariana y vegana que es nuestra Paula (pero siete años
después de ridículos ayunos, tornó al bistec a la plancha y al solomillo, a la
panceta y a los huevos en los desayunos regados de café fuerte y zumo de piña)
y todo gracias a la leghemoglobina, una mezcla diabólica e inteligente de
leguminosas, soja, konjac, el tempe, la maltodextrina, la goma
arábica, el ácido succínico… ingredientes todos ellos que te reintegra al
paladar los sabores carnívoros sin que se halle presente ni un solo gramo de
proteína animal. ¡Qué listos! ¡Qué estafa!
Pater,
no atosigue. Estar destinado a la muerte, de la que no puedes librarte aun
cuando hayas llevado una vida decente y digna, resulta no sólo inexplicable
sino grotesco al pensar que antes de la vida y la condena a la desaparición ni
siquiera tuvo uno el derecho a decidir si quería nacer o no. Volver a la nada
después de haber vivido… ¡Para ese viaje no se necesitaban alforjas!
Su
realidad era tan deprimente que hasta él mismo se obstinaba en negarla
sabiendo, naturalmente, que se engañaba. Pero esa contradicción le confundía
momentáneamente lo bastante para pasar página antes de dormirse y esperar un
nuevo amanecer.
Categorías
nuevas de pensar; instrumentos analíticos libres de la broza de tantos saberes,
cánones y certezas de atrás.
La abuela de tu abuela
aún jugaba con muñecas de cera: eternidad. Lo que tu hagas dentro de cien años,
será, fíjate bien, exactamente lo mismo,
aunque sin muñecas de cera.
¿Ha llamado usted a su
mamá?
Casi, casi la tengo al
alcance de mis zarpas a la zorra fugitiva.
Se diría que la tiene
usted a tiro.
Unas palabras tendría
yo con ella.
(¡Diálogo de sordos!)
Yo en 1983 tuve un
Dynatac de Motorola que pesaba un kilo. Tardé bastante en cambiarlo por un
Ericsson T28 que pesaba diez veces menos. En el 2002 lo que guardaba en el
bolsillo de la chaqueta ya era un Nokia 1100 de un grosor de 20 milímetros. Y
luego, amigos míos, adoradores de la cacharrería como yo, en el año del Señor
de 2007, ayer, como quien dice (eternidad), me pasé definitivamente al Iphone
de Apple: 11,6 milímetros de grosor.
Hubiera podido hablar
con ella hasta en el confín del mundo, pero ella no estaba.
¿Que no ha de venir?
La eva desnuda que
anda detrás de la manzana.
Ya lleva mordisquitos
esa manzana, ya.
Cosas verás que han de
maravillarte. Palabrita del niño Jesús (palabra de Tertuliano).
La
fama ha sustituido a la verdad, y ese tipo político circunspecto que contemplas
en la pantalla de tu televisor de plasma esconde cinco mil mentiras, la
violación de un niño, la botella de vodka que se liquida cada atardecer desde
hace cuatro años (poco le queda para reventar de mañanita) y una dosis de
cocaína a la semana capaz de derribar a un caballo percherón. Ese tipo que ves
ha devenido icono de nuestro tiempo por la gracia de Dios (el suyo y el de
vosotros): sólo para tus ojos, sólo para millones de pares de ojos con la
bandeja de la cena sobre las rodillas atentos al pajarito catódico, y ahí va la
foto: ¡Patataaaaaaaaaaaa!
Y
todos los demás, todos los demás como ese mastuerzo vacío de molleras pero bien
surtido de ingenio vestido de marca y cenitas de 100 pavos, ¿qué esperan de ti?
Tu
gregarismo, tu condición de figurante. ¿Quién te creías que eras,
mipapámequiereymimamámemima? Eres tan prescindible como cualquiera. Eres,
entendámonos a pesar de tu nombre y apellidos (y la ropita de marca), un
cualquiera, un voto de nada.
Ese
que ves ahí, presto a darte la dentellada en el cuello con sus dientes, ése, de
falsa expresión desinteresada, contrató mi amistad para el halago. El
narcisismo, la vanidad exacerbada, requieren no ya al testigo de carne y hueso
al otro lado, el anónimo, el hombre del traje gris, de la pantalla sino incluso
el cómplice cercano al que puedes palpar su fisicidad, sumiso hasta la
humillación.
Al
político narcisista de nuestros días no le basta el espejo: quiere tu aplauso,
tu homenaje constante, el ruido de la masa, la constancia plausible de sus
tejemanejes en sus idas y venidas por el laberinto gubernamental.
Pero
no te equivoques, nadie se halla a salvo de autoengaños complacientes. Puedes
llegar a ser, sin proponértelo, como ese mismo tipo que desdeña lo que no sabe,
lo que no hace y lo que no tiene, y de ese modo defiende su ignorancia y su
diferencia con los otros. En el fondo es un mecanismo de defensa ante el
testimonio flagrante de su propia inseguridad y poquedad disfrazadas de
arrogancia y desdén.
Mundo
de apariencias, de amaños, socaliñas.
Mundo
de poetas ilusos que inclinan la cerviz ante lo politiquero. Poeta Alberti: yo
creía ser un tonto, y estudiar el mundo me hizo dos veces tonto.
Si
de poetas hablamos, rimas logradas las de Borges; y, sin embargo, se les
adivina el artificio: aborto y problemático y cambalache de nuestra época
mecánica y electrónica, de febriles correrías (de barra en barra: Charlie, esa
copa, hasta el borde).
Peor,
dijo el cáustico: todos los poemarios que fueron escritos por el argentino
remiten a un pasado que nada tiene que ver con nosotros ni, he ahí la
catástrofe, con el presente del propio autor. Esa poesía bien pudo ser escrita
en el siglo II de nuestra era, o en el XVI o el XIX, que tanto da.
¿Tal
era el tal Borges tramposote?
De
ninguna de las maneras: pero era culo fondón de librerías y polvorientos
anaqueles, y era libresco, y esa fue su época, su motivo, su experiencia vital:
pura polilla amarillota de librotes, reseñista infatigable de todas las
literaturas (hasta de las de andar por la casa de burguesitos con
pretensiones): único doctorado y licenciatura en lo humano que había de
conseguir (pues nos sobran entonces birrete y toga, prosopopeya de tebeo
universitario tan risible). Hasta a lo germánico brumoso y la saga islandesa y
la hazaña y la correría y la leyenda viking tuvo que excursionar lejos de
cátedras académicas para librarse, esnob él, mulato cultural, hacia una
eternidad sin rótulos, fugitivo de romanceros más próximos a su origen, de
cantares de gesta más acordes a su propio idioma, pues certifica resentido que
ojalá hubiera nacido en Cambridge, che,
se lamenta el despectivo bonaerense, sin otros orígenes donde acogerse (¡qué
mala suerte el nacimiento!) que al pobre y mero
castellano milenario que ha heredado (¡qué desgracia!), revela su miseria
mal disimulada, andante sin lanza ni caballería entre exquisitas bibliotecas
anglosajonas: a ver ese Chesterton, a ver ese Conrad (polaco), a ver ese
Stevenson (escocés). Y luego para acabar perdido y cegato en el popurrí de las
nieblas nórdicas.
(¡Ah,
gran guerrero sajón pluma en mano!)
Se
nos murió virgen el porteño, según informaron aviesamente esposa y señoras que
pajarearon en su intimidad, a manera póstuma de cruel vejamen.
Quédate
con tus tochos pero devuélveme el rosario de mi madre.
Qué
tiempos de acertijos…
Bah,bah,bah…
Todo el mundo sabe lo que le ocurrió a Laura Palmer y cómo se las traía la
moza, su propensión a abrirse de piernas, la sonrisa pervertida antes del
gemido de placer, los ojos entrecerrados, pero ¿alguien podría decir cómo se
resolvió el misterio de Edwin Drood?
Es
esa clase de pintura… ¿Se parece? ¿O no se parece? Y ése es el juego, la duda,
esa efímera reflexión. Ahí, en ese pequeño detalle no visible en la obra,
radica todo su interés conceptual (un enredoso diría que hasta plástico).
Los
ricos compran arte que no entienden: así son de listos. Lo que entienden, lo
demasiado evidente, es demasiado barato: típica estampa de calendario.
Pollock
ya supera en las subastas al propio Rembrandt.
Kandinsky
se codea con Velázquez en Sothebys.
Dejemos
a Renoir, Sorolla y Warhol para subsecretarios de Estado y comerciantes
enriquecidos del textil o de la distribución alimentaria.
Las
grandes fortunas tienden al galimatías.
Siempre
me han resultado patéticas esas personas cuyo sentido de la vida lo cifran en
culminar con éxito ciertas ambiciones que, en lo que a mí concierne, carecen de
absoluta trascendencia.
¿Cómo
cuáles?
Todas
las que, más allá del pago de las facturas y el cuidado cabal del cuerpo,
proporciona el dinero: comida de buen gourment, vinos ridículamente caros,
viajes y cruceros exóticos, mantenidas y amantes, cambio de coche cada dos
años, la última cacharrería digital de moda, la ropa y el objeto exclusivos,
intencionadamente elevados de precio para que no puedan acceder a ellos los parvenu… En definitiva, todas aquellas
cosas que cualquier idiota provisto de dinero y con una cultura de secundaria
puede comprar. Para el lujo sólo se necesita dinero, ni siquiera buen gusto y
mucho menos educación.
El
arte se hace visible.
Y
en el dormitorio, encima del cabecero de la cama, un Klee muy bien resuelto en
azules.
¿Podría
ser un Tápies?
Se
llena de demasiado polvo: acaba pareciendo un viejo trasto, y huele mal,
termina oliendo a cochambre, a la oscuridad lóbrega de un almacén.
Mediado
septiembre compraba yo un puñado de uvas moscatel en el Mercado Central, pero
siempre era la misma decepción: A estas uvas les falta un pedazo de sol,
escribió… pedazo de sol. Tal vez, con
algo más de dinero…
Hasta
podría uno tener el sol en el bolsillo (junto a la tarjeta de crédito… y las
uvas doradas).
¿Sabes
morder? Pues cala los dientes cual bayonetas, húndelos en las carnes de esos
mendicantes que sólo creen en progresos y conquistas sociales que menoscaban tu
condición.
¿No
se les pasará por la cabeza ir a otra isla a buscar cocos y dejar de marear en
estas latitudes? Ancho es el mundo, y grande su aventura.
No
necesitamos a la policía para contener las ansias de esas masas migratorias:
nos basta la imaginación y sutilezas (y hasta las groserías elegantes) de un
psicoanalista: camaradas, sin el debido esfuerzo, sin el tesón que ennoblece,
no conseguiréis ni el subsidio de desempleo. No os vengáis abajo. Elevad el
ánimo.
No
obstante, poco peligro deparan en este planeta ausente de la malicia y la furia
revolucionaria de antaño: su única arma es el hambre.
¿Sabes?,
Lenin y el Café Voltaire andaban muy cerca el uno del otro. Puro surrealismo… ¡qué
digo! Más aún, dadá aberrante.
(Estaba
leyendo Lenin en Zurich, de S.)
¿Qué
psicoanalista, psiquiatra o charlatán ni qué otras vainas y zarandajas! Eso lo arreglo yo con un
lingotazo de Agua del Carmen…
¿Tu
madre te envió a la cama alguna vez sin cenar?
Sin
duda ninguna (y con algún sopapo, además): si no te gusta lo que hay en el
plato, come codo.
En
todo caso, es preferible un hijo policía, y hasta sabandija, que poeta:
Rimbaud, sin ir más lejos (al menos de su mano) se fue al fin del mundo con una
maleta barata y un pasado de poeta. Volvió al punto de partida rico y
moribundo. La maleta había sucumbido durante sus correrías… al igual que el
poeta, pero de él sólo llegó la cáscara: se nos pudrió en seguida, y se murió y
se condolían la madre y la hermana sin grandes aspavientos.
Si luchas puede que mueras antes de lo previsto… aunque con la espada en
la mano.
Si no lo haces, tardarás más en morir, pero por completo derrotado y en
desnudez indecente.
Sin embargo… ambos finales son el mismo final.
Respecto a los señalados por la fortuna, que no por méritos propios:
Una
vejez maquillada por la compra de un automóvil próximo a los cincuenta mil, las
ropas de marca, el trasiego gastronómico de fin de semana y unas gafas oscuras
también de marca que esconden los ojos cansados, la mirada temerosa de quien ha
sumado ya muchos años, tres veces más de los que aún puede vivir, qué miedo,
que terrible injusticia eso de la muerte… ahora que las cosas así van de bien:
Sumiller, venga la carta de vinos.
Mañana
será otro día, se dijo antes de meterse entre las sábanas. Y mañana, que era
hoy, ya ha muerto. Pues, ¿qué fue ayer? Nada. Un sorbo de vino.
El
tiempo es la cosa y el ser no en sí,
la materia de su apariencia y el mecanismo que lo activa físicamente, el
deterioro constante del ser en sí, su
inmanente desgaste y la desaparición final de ambas entidades.
(¡Joder,
Vivales!
¡Juro
por el Dios de los best-sellers que
esa parrafada no es cosa mía! ¡A qué santo! Alguien quiere perderme, que
desaparezca de la lista de los más vendidos del mes, no hay duda… Todo esto es
una conspiración para dañar mi reputación, que no me dedico yo a escribir en
antiguo egipcio, que en roman paladino entretengo a mis fieles lectores.
¡Adivino yo aquí maquinación alevosa!)
¡¡Inminente aparición de la novela de Alfonso Vivales!!
El mejor regalo de estas
Navidades
La hija que no tuve
De Alfonso
Vivales
Publicada por
Editorial Galaxia
(La editorial del mundo)
De
venta en los mejores establecimientos del ramo
Toda
la Tierra está llena de las huellas del tiempo, las cicatrices que deja su
paso…
Vivo, hago falta;
muerto, no sé. Pero… ¡Dejadme vivo!
Ahora que soy viejo,
puedo recordar perfectamente todo aquello que he hecho mal en mi vida,
absolutamente todo. Y lo doloroso es que apenas recuerdo nada de lo que haya
hecho bien, y si algún buen acto que hice me viene a la memoria, así, como un
fogonazo deslumbrante, no puedo por menos de pensar que fue debido,
siempre, por omisión y no por estricta
deliberación. En suma, me condeno a muerte (cardíaca y repentina).
Un
día después (farlopa traidora, perico charlatán y falso):
Inusitadamente
animado: debe ser inminente la llegada de la tormenta. Que los dioses me
protejan.
España
y yo somos así. señora. A la perdición, a la quiebra.
¡Qué
desastre de España, padre! ¿Qué haremos ahora?
Vendre la casa i anar a lloguer.
Pues
a las baratillas.
Barato de Gracia, esquina Músico Peydró y Maestro Clavé.
En sus toscos escaparates se podía ver en revoltijo calzoncillos blancos
tipo slip de algodón, monos azules de trabajo, baberos para párvulos,
guardapolvos de dependientes de ferretería y fajas color carne, camisetas de
tirantes, calcetines para gigantes, guantes de cuero. Un espectáculo deprimente
para aprovisionar el mercado proletario. Pero allí, a aquel batiburrillo
textil, iba Fiodorov a comprar sus
camisas a cuadros de leñador, las de felpa de conserje de noche o menestral de
día; luego, calzado con las botas del ejército compradas de segunda mano, sólo
había que poner el gesto adusto, la mirada acerada: ojito con el Che, esbirros,
que es de mano fácil. Ropita barata, trapillos sin pretensiones (y la pistola
automática inexistente escondida entre los cojones de pana).
Reescribamos el mundo.
Pues, ¿qué eres poeta?
Vate soy.
Lo barruntaba.
También vidente.
Tal lo mismo.
Siendo así, convengo.
¿Qué hay al otro lado? ¿Se equivocaba Platón?
¿Se equivoca Hollywood?
¿Se equivocaba mi madre?
Se equivocaban hasta los agustinos:
Brell, escucha la voz que clama desde los cielos. Póstrate de hinojos
(?): Tu es Petrus.
hinojo.(Del b. lat. fenucŭlum, con i por confusión
con la de hinojo).1. m. Planta herbácea de la familia de las Umbelíferas,
con tallos de doce a catorce decímetros, erguidos, ramosos y algo estriados,
hojas partidas en muchas lacinias largas y filiformes, flores pequeñas y
amarillas, en umbelas terminales, y fruto oblongo, con líneas salientes bien
señaladas y que encierra diversas semillas menudas. Toda la planta es
aromática, de gusto dulce, y se usa en medicina y como condimento.
~
marino.1. m. Hierba de la familia de las Umbelíferas, con tallos gruesos,
flexuosos, de tres a cuatro decímetros de altura, hojas carnosas divididas en
segmentos lanceolados casi lineales, flores pequeñas, de color blanco verdoso,
y semillas orbiculares casi planas. Es planta aromática de sabor algo salado,
abundante entre las rocas.
Hinojo.
(Del lat. vulg. genucŭlum, con i
resultante de yenojo).1. m. rodilla (parte que forma la unión del muslo con
la pierna). U. m. en pl.
de
~s. loc. adv. de rodillas.
~s
fitos. loc. adv. ant. Hincadas las rodillas.
Este
tipo es como un virus informático: se meterá en tu vida, te confundirá, variará
tus costumbres y cuando lo sepa todo de ti, se largará dejándote con un palmo
de narices.
Dictatum. Ese es tu nombre, época.
Como
esos que siguen a rajatabla los dictados y ordenanzas estéticas de la moda:
viven en una perpetua contradicción año tras año, se desmienten a sí mismos
continuamente a través de las apariencias cambiantes de su atuendo, obedientes
de los gustos universalmente impuestos. Hoy así, mañana asá.
No
se contradicen del todo, amigo mío, también ellos mismos mudan anímicamente,
cambian de carácter, de ideología, hasta de sentimientos cambian.
Si
pudieran cambiarían también de hijos: esta temporada se estilan cejijuntos y
huraños, más bajitos de lo habitual, comedores (típico de la edad) de pasta y
pizzas, hamburguesas y alitas de pollo rebozadas, muy expresivos aunque de
carácter indefinible.
Verde
estampado y azul rayado, a elegir. Es todo lo que hay.
Pues
azul, el estampado se llevó el año pasado.
A la penetración de mis lectores dejo…
¡Qué
fórmula para la elipsis siempre arbitraria! ¡Qué manera de sumar dividendos
desde cada una de las trincheras!
Vivimos
tiempos donde lo frívolo campa a sus anchas:
El vivir qu’es perdurable
non se gana con estados
mundanales,
ni con vida delectable…
Qué
pocas (di mejor, ninguna de ellas) Vidas
ejemplares, qué pocos (di mejor, ninguno de ellos ) Hombres ilustres, qué pocas (di mejor, ninguna de ellas) Mujeres célebres.
(La
colección Novaro al completo.)
¡Ay,
qué mucho de poco, qué poco de mucho, qué todo de nada, qué de mudanzas!:
cuando de niño el mundo era una canica que cambiaba de color y sustancia cada
vez que jugaba al guá, qué jodidos los niños de rodillas de tierra, de arena,
de barro: pues lo mismo que en estas actualidades (sesos, carne, corazón,
huesos, cáncer ) sólo que con disfraces y entretenimientos diferentes.
No
tendrían hoy donde rastrear el ejemplo al que imitar ni el espejo donde mirarse
los jóvenes aprendices de la vida (sin vidas ejemplares, sin hombres ilustres,
sin mujeres célebres) sólo pertrechados con su cacharrería tan digitable, tan
inexistente, tan adictiva a una realidad que circunscriben únicamente las
cuatro paredes blindadas de una habitación construida de un hormigón amasado de
entelequias y tragantonas virtuales.
Vete
a Maraguat a comprar más folios, le había dicho su padre, en un tono que no
admitía réplica.
No
siempre hago lo que debo, sino lo que quiero. Probablemente eso es un error…
ineludible. Así encabezaba la primera línea el folio todavía impoluto,
inocente.
¿Afinaste
bien la péndola, mierdecilla?
Todo
lo que pude.
Qué
hombre tan extraño, ese que lanza piedras a la cabeza de su hijo que pasea
inocentemente a la orilla del mar poco
antes del crepúsculo.
¿Tu
padre?, replicaría el guionista sonriente. (El
hombre que ríe, Hugo: la leyó Boceto
inmediatamente después de Han de Islandia:
le produjo una inmensa pena.) Amigo, de ese tipo lo más agradable que puedes
esperar es que no te meta un dedo en el ojo.
Leyó
La madre, de Gorki. Puaf. Hay tantas
clases de madres como venenos. Y las hay angelicales, y mártires y las hay que
simplemente son mujeres condicionalmente antes que cualquier otra cosa, antes
que madres o monstruos.
En
estos tiempos del Señor las mujeres más disfrutadoras son las viudas todavía en
edad luciente y sexo despierto: esas viudas bien relacionadas que encargaban a
sus amigas (y amigos) provisiones de qualude traídas de extranjis de Estados
Unidos en valija golfa.
Leyó
La madre, de la señora Pearl S. Buck.
Hasta el mismo punto final. Puaf.
Tal
título no debería contar: las madres orientales son inescrutables,
impenetrables, irreductibles… Pues, ¿no fue de ese modo su propia madre?
Mejor
pregúntate quién eres tú.
¿Qué
somos ahora los españoles, padre?
¿Qué
han de ser? Uno de los destinos del nacido. Como los de Tombuctú.
Respiraba esa casa la atmósfera intelectual, sombría y apacible que
definiría Canetti.
En
Flandes se ha puesto el sol, y el 98 y sus intelectuales secuaces acabaron de
darle la puntilla a este desgraciado país de las miserias actuales… Este
condenado (por todos los dioses) país es una tarta de mierda a pedazos
exactamente calculados, y hasta bien a gusto se come alguno su porción y aun si
te descuidas le echa el guante a la tuya.
…que
es condición de las paces
que,
en pocos días
no
queden tercios en Flandes
Entonces,
¿qué?
Sé yagunzo: el alzado contra todo.
(Pero esto tú ya lo sabías.)
El primogénito escribirá largamente la crónica con un junco sobre el
agua, rodeado de pececillos y guijarros de colores bellamente pulidos por la
corriente cristalina del río que no ha de agotar su viaje.
El siguiente cambiará su historia perdiendo todas las batallas y, por
supuesto, la guerra.
El tercero anida muy a gusto en su cascarón de oro y miel, lejos de las
guerras de nuestros antepasados, de sus banderolas y pendones, se gana a sí
mismo, se quiere mucho.
Al carajo las Españas: existen los precedentes:
Cánovas/Sagasta,
una dualidad nacional a imitar en los siglos venideros: un tiempo para cada uno
de los partidos dominantes que facilita el que unos y otros metan la mano en
las arcas públicas sin problemas de futuro ni de conciencia: ahora, tú; ahora,
yo, pío, pío, yo no he sido.
¿Y
si nos cogen con las manos en la masa?
Tenemos
carta ganadora bajo la manga: un indulto vale más que mil jueces honrados, una
simple firma de gobernantes vendidos de antemano al beneficio (monedas o
prebendas, pensiones vitalicias, a
elegir) estampada en un papel y todos los juicios y cárceles del mundo se van a
tomar viento. Y chitón.
Pues,
¿que no vigila Dios?
Dios
hace tiempo que se dejó corromper por el Diablo. Debió haber alguna anomalía
programada en su máquina para que estallara en mil pedazos en estos lamentables
tiempos.
Tal
su Hijo entonces, en el que puso todas sus complacencias. Que sea él El
Vigilante.
Ese
sí anda por el mundo, pero no vino a la tierra a traer la paz, sino la espada.
¿Quién
lo dice?
Leví,
recaudador de impuestos, converso, evangelista y profeta.
Ellos
siempre ganan, los malos, los que andan de la mano de ese dios que todo les
perdona precisamente porque es como ellos, igualito en la trapaza.
Al
final siempre ganan.
Rojo
o azul.
Rojo
o negro.
Blanco o negro.
Si
sale cara, gano; si sale cruz, pierdes.
Y
pelillos a la mar.
Fiodorov (haciendo posturas delante del espejo con un revólver
de plástico plateado, típico producto que los Reyes Magos de Oriente
depositaban junto a los zapatos de los niños buenos la noche de Reyes de los
cincuenta): Por eso de cuando en cuando hay que matar a alguno; de ese modo, al
menos, uno de ellos no se reirá delante de tus barbas.
A
un tipo listo como yo no se le engaña fácilmente: he recorrido los treinta y
dos caminos y he abierto las cincuenta puertas. Conozco el percal de lo humano.
Por eso os pido la venia y gentilmente me retiro definitivamente a mi tonel, a
mi pocilga. Silencio y meditación acompañarán mi soledad magnífica, sólo un
cuenco de agua, un poco de pan, no más, y el sol, el sol.
Enfunda
de nuevo el revólver. Echa para atrás el sombrero vaquero también de plástico.
Nada hay que hacer. ¡Un revólver sin balas! ¡Brilla como la plata y su peso no
es mayor que un lápiz!
(En
el fondo, toda mi vida ha sido una defensa a ultranza de mí mismo, con revólver
en la mano o sin él.)
Ese tipo que tanto
dinero hizo sin tener lugar ni ejemplo donde instruirse, ese pobre diablo, no
era nadie, pero ahí lo tienes al otro lado del libro, burlándose por unos pocos
euros de ti y de tus páginas emborronadas a vuela pluma. Además de hacer el
tonto y mucho ir de aquí para allá, en esta vida sólo había hecho dinero y un
hijo, o dos… creo. Luego se murió. (Y eso que aún tenía los bolsillos llenos.)
(No mucho después se nos volvió poeta aquel hombre ascético y algo dubitativo, que se bastaba con un poco
de pan y agua, vate aunque sin pisar las calles, sin codearse entre la
muchedumbre y sus afanes y duelos, un poeta oscuro y metafísico, creador y
solitario, esa clase de malhechores escondidos en su lóbrega covacha a los que
Platón aconsejaba con toda razón azotar hasta dejarles la espalda en carne
viva.)
Todo
esto está muy bien, pero ¿qué hacemos con el siglo?
Rueda
solo. Con gente dentro.
1975.
¿Y
ese Juan Carlos I quién es?
Un
Borbón.
¿Eso
es todo?
¿Hay
algo más que añadir?
No
te fíes del futuro, gran burlón de tomo y lomo.
Ese
Borbón apacigua las Españas, que falta le hacían después de tanta calamidad.
En
el 69, mientras unos escuchan California,
otros se ponen ciegos de California…Sunshine.
Boceto compara pililas: Esos dos
monstruos de sus hermanos, ¿quiénes son? ¿A qué tanta diferencia de tamaños?
(2005.
el tiermpo que no corre, vuela:
¿Eres
Laura? ¡Qué sorpresa! ¡Cuánto tiempo…!
Esquina
Don Juan de Austria con Pascual y Genís. Ambas llevan sendas bolsas grandes de
papel.
¡Paula!
¡Laura!)
Habrá
que celebrarlo.
2008,
abril:
Hay que seguir
adelante.
Laura vendrá a cenar
mañana.
¿Ella sola?
Y su cohorte de males
y fantasmas: el cáncer del pasado se extiende al infinito, como una mancha
cósmica, como…
Hanna:
De madre española
(Laura), tenía los ojos verdes bellísimos, la piel suave y morena, el perfil de
adolescente delicado y hermoso, los gestos sabios, la mirada brillante y
acogedora, la sonrisa extraña, el cabello acariciable. Del suizo agonizante, no
sé qué decir..., ni siquiera su sobria nadería, sus aficiones al escondrijo, al
silencio nevoso… ¡y yo qué sé de este tipo robusto ahora inmóvil con una bala
en la cabeza!
Hanna, la niña suiza…
que sólo habla español. Noto la calidez inocente de su busto, el olor de su
cuello tan frágil, su cabello al aire, las piernas ágiles y esbeltas.
El relato de los
acontecimientos, pues.
2005:
Sube
a la cima del mundo (pero no digas: ¡madre, aquí estoy!…) Ella sentada en la
barra de la alada bicicleta azul, y también yo tengo quince años, el mundo es demasiado pequeño para las cosas que
tengo a mi alcance, mi pupitre es un continente, mi plumier los materiales del
mundo: vámonos tú y yo a la Isla del tesoro, nos deslizamos cuesta abajo, nos
acaricia el rostro la brisa de la tarde declinante perfumada de jazmines, del
aroma del tronco viejo de los altos pinos centenarios, de la tierra fragante a
ambos lados del camino poblada de romero, tomillo y espliego, del efluvio de un
cielo violeta que parece de caramelo, sabe a caramelo, y casi lo puedes tocar
con las manos.
El
arte hace visible.
Me
llamo Hanna.
Ha
nacido, es, está ahí.
La
vio indefensa delante de la casa de La Eliana, bajo los frondosos pinos, como
si ellos, centinelas, y él tuvieran que protegerla de los demonios del mundo.
También
tenemos nuestros demonios en el jardín, niña, se dijo inquieto ante la visión
de una ninfa absolutamente deseable. Se dio cuenta en seguida. ¿De dónde sale
este cofrecito lleno de oro?
Del
infierno. Pero él estaba en el limbo y ni cuenta se daba. Una copa (la tarcera
de la mañana) en la mano es como una muralla que te defiende de los
despropósitos y disparates de la vida estropeada de afuera, fortifica los
puntos débiles de la razón.
Detrás
de la aparición surgieron lentamente las figuras de Paula y la madre, como
hechas de niebla. Atardecía y una especie de vaho gris y verde flotaba sobre la
tierra.
Las
dos mujeres comenzaban a definirse, pero aún imprecisas en el halo crepuscular,
irreales.
Mi querida, mi queridísima Hanna…: tales
enseñanzas y máximas se escondían ora bajo los caros vaqueros ora bajo la
minifalda o los mínimos shorts del
verano interminable.
Ninfa muy seriecita.
Todo empezó alrededor de una piscina azul como
el cielo.
Y así fueron las cosas
de bien…
El Guionista del Mundo
le preguntó con absoluta seriedad: ¿Qué quieres ser de mayor?
Ella dudaba entre la
plástica y la literatura de narración.
Sé poeta, entonces. La
poesía es el arte de lo visible. La poesía también se ve. Y está muy bien
arropadita entre aquellas dos.
Pero el mejor arte, el
de los magos y alquimistas como Picasso, Vermeer, Goya, Leonardo, Pollock,
Klee, El Bosco, es arte de médium,
hace visible, y engaña divertidamente tus sentidos: en el fondo a ellos les
importaba un ardite lo reflejado en el cuadro: descubrían sus adentros serios o
bufonescos, y eso les bastaba para entretenerse: no se veía lo de afuera.
¿Sentidos? ¿Incluso el
del sabor?
Ése más que ningún
otro: el verdadero arte es masticable: por muchos guardias jurados con la porra
de cuero en las manos que flanquearan vigilantes los lados de su marco dorado,
te lanzarías a morder esos lienzos colgados en la pared, esas tablas de ricos y
barnizados olores, ñam, ñam.
¿A los quince años no
se es demasiado joven e inocente para leer al blasfemo y voyant Rimbaud?
¿Era demasiado joven
Rimbaud a los quince años para escribir los más excelsos poemas de su tiempo,
del tiempo de Verlaine, Hugo, Leconte de Lisle, Mallarmé? Rimbaud a los
diecisiete años tenía la entrada de su adolescente, terso y promiscuo culo
ancha y distendida, muy presta a cualquier embestida de su amante infatigable
Verlaine o de quien fuera que le hubiera pagado las copas de ajenjo parisino y
bohemio de poco antes del amanecer.
La vestal requiere
maestros venerandos que la orienten por la casa encendida de la poética prosa,
incluso la más pervertida y sacrílega (para eso está el maestro exégeta, el
Gran Sabelotodo Boceto, paciente y
comprensivo con toda clase de adolescentes, que son en este siglo de muy
variado pelaje).
Algo hay en ella que
ha de convertirte en criminal, se dice nuestro héroe taladrando con su pupila
negra y enferma la figura juvenil, confundiéndolo todo, puesto que ni sus ojos
ni sus oídos todavía han sido destinatarios del peor de los muchos pecados de
Dios perpetrados un día de fiesta en su jolgorio terrenal.
Rimbaud, pues. Aprende
de él; pero no le imites jamás, sobre todo, su literatura, propia de rudos y
crueles escandinavos que se rompen las costillas y se beben su propia sangre,
ya que con sus versos quieren alcanzar la belleza y no la sabiduría, y no les
importan los cadáveres que dejan atrás, las cenizas de su fuego o las ruinas de
su vagar tronante.
A un niño casi,
adolescente confuso, se la ha brindado graciosamente una oportunidad: el mejor
poeta maldito de su generación se baja los pantalones, se inclina hacia
delante, le muestra el trasero al otro poeta alcohólico y le espeta sin
falsificar la voz: Soy el mejor coño donde encontrar el placer.
Pues la cosa está
clara. El dedo de Dios se ha posado sobre tus rubias guedejas, eres El Elegido,
entre versos has de encontrar la piedra filosofal del Verdadero Conocimiento.
Ese adolescente seducido por la alquimia, la absenta azul y los amores
prohibidos se hará poeta… hasta que se canse de hacer de poeta zascandileando
por París y de tragar litros de ajenjo y vinazos y se largue al África a cazar
elefantes, traficar con armas o a dedicarse a la compra-venta de negros. Pues
las cartas están echadas, y no hay nada que hacer, que cada cual se ponga la
máscara y hagamos juego, señores, no va más.
Te tengo y no te
dejaré escapar animalito adorable, aurum
potabile: sólo por la cercanía de tu hálito viviré mil años, mi elixir, pecado mío, que decía aquel ruso exilado
y mentiroso (yo te diré a ti lo que es pecado). Bebe de su boca la ambrosía
prodigiosa, hechicera.
No escaparás mademoiselle Rimbaud.
Rimbaud tiene un poema
que se llama La eternidad.
Sí, pero habla del
sol, del sendero, del día de fuego, de un alma centinela, humanos sufragios,
hálitos comunes, muy de la tierra.
(Habla de muchas cosas
más que deberá explicar a la ninfa en los próximos dos mil años.)
Ese poema sólo tiene
24 versos de seis sílabas.
Entonces necesitaremos
tres mil años para su correcto desentrañamiento.
Science avec patience,
Le
suplice este sûre.
Sé oscuro.
(Dostoyevski rebajaba
a Hanna con agua: diez años de añejo el tal brebaje. Después se la bebió de un
trago. Alardeaba de ello.)
Elle est retrouvée.
Quoi? – L’Èternité.
¿Tenemos acaso el alma
podrida?
¿Por qué hacer
víctimas?
Porque no es una
cuestión moral sino de instinto.
Tú eres distinto,
aunque las haces: huyes al lugar del
crimen.
En efecto, es el mejor
escondrijo para un hexasílabo.
Por lo demás, tenemos
muchas vidas, alguna de las cuales no conviene esclarecer demasiado. Pero ahí
está, embozada y clandestina en las entretelas de la conciencia.
El lugar del crimen,
al que vuelve siempre el criminal, atraído por un embeleso siniestro, el mal
hecho materia, qué fascinante.
Eso nada tiene que ver
conmigo. Yo no siento esa ridícula fascinación: yo me refugió allí para el
despiste. No hace falta que me disfrace llevando una grotesca chistera sobre la
cabeza.
Ella, la adolescente,
y yo, paseábamos a plena luz del sol, no buscábamos, como el crimen, la
oscuridad o la esquina navajera, las habitaciones cerradas, cualesquiera otro
de los arrabales del pecado en algún lado desconocido de la ciudad. Eran los
ojos de los demás los que no queríamos ver.
Pues, niña, tendrás
que empezar con Rimbaud.
Más vale que te
conviertas en una niña Rimbaud que en cualquier otra cosa con faldas.
Esas cosas le decía,
tan cerca de la piedra de los sacrificios, porque no sabía lo que se decía,
atento nada más que a su deseo. Si se hubieran invertido los papeles, ella te
habría disparado en Bruselas, pero habría acertado disparándote una bala
directa al corazón: de ti se hubiera librado, de todos los libros que, por
desgracia suya, tuvo que leer por obligaciones didácticas, engaños y señuelos y
no por placeres mundanos.
Y en cuanto el tiempo
nos sea propicio, te enseñaré a reír con don Francisco de Quevedo y Villegas:
apartado de la seriedad, que mucha había en su pluma, devenía humorista de
cuidado. Fue el primero en advertirnos contra las pijas, las cultas
latiniparlas, de las que tú, ninfa imprudente, has de mantenerte bien alejada.
Leerás el catecisma (sic) del señor Aldobrando Anatema para
saber de una vez por todas cómo huir de los tóxicos de plebe tan idiota que
sólo tiene dinero y emplea su tiempo en gastarlo en comilonas y viajes necios a
ninguna parte, porque al cabo no recuerdan nada sobresaliente ni de provecho,
salvo las chucherías y los banquetes tragados en aquellas partes.
Serás lo contrario de
lo contrario del buen decir y estar, jamás nombrarás a las medias no enteras, al pedo céfiro infecto, a las rebanadas de pan planicies y al vino llegó (pues
vino y llegó todo es uno). Si te casas (idiota), nunca llames a tu marido quotidie por mucho hastío que te
produzca, y por encima de todo, líbrate de los latines de acarreo y si te
preguntaran, indiscretos, con que te lavas, responderás con algo de la Vaticana (que aunque no viene a cuento, luce lo
suyo).
¿Se aplica usted la
lección, señor Anatema?
Se nos corrompió de
tal forma que quedó incluso por debajo de su propia naturaleza como hombre, lo
que ya es decir.
(Ningún coro de
ángeles apartará de tu mano la copa que te envenena: canta tu muerte sin resurrección.
Incluso Fausto el Gran Engreído fue más afortunado que tú.)
Pero yo únicamente
deseaba instruir a la doncella, tender el mundo a sus pies: pisotéalo, sólo así
podrás con él, manifiesta tu desprecio a sus pompas, a su acontecer
disparatado.
Esa bala de Bruselas
fue a consecuencia de un arenque que el pistolero llevaba a casa junto con una
botella de aceite para la ensalada: ¡Qué estampa tan estúpida ofreces con ese
pescado en la mano!, exclamó el poeta maldito desde la ventana al verlo llegar
con tan escasas viandas.
En ese instante el
diablo cargó el arma y, cual su costumbre, aguardó paciente el momento adecuado
para escenificar la comedia bufa en El Gran Teatro del Mundo. Veremos quien
burla a quien.
Fue un día caluroso de
julio, Rimbaud, el futuro traficante de armas, recibió un balazo en la muñeca
del que no tardaría en curar, pues las heridas provocadas por los borrachos y
los poetas sólo terminan siendo una temporadita en el infierno: si no acaban
contigo, como todo a causa del tiempo, se desvanecen con prontitud en el
zafarrancho de una vida donde hay que ganarse el pan todos los días y saber de
donde viene el golpe esta vez, que las otras ya veremos.
La verdadera vida es
un festín donde no anida la esperanza, ¿para qué?
La esperanza, estado nebuloso
del cerebro, sólo te hace olvidar bobamente la llegada ineluctable de la
muerte.
La primavera es la
estación de los idiotas, que entienden renacimiento cuanto todo es repetición.
(Pero no me repitas
que abril es el mes más cruel o te
disparo una bala a la cabeza: y éstas, disparadas a cuarenta centímetros de
distancia, no fallan, matan, como ese maldito verso oído mil veces… o más.)
Todos los versículos
inspirados por Dios son falsos aunque sean plausibles en la página y parezcan
escritos con letra dorada en mayúscula.
Existen los castillos interiores cual lucidez
teresiana, pero los castillos inexpugnables son los otros. Los tomas por asalto
o desistes de una vez por todas.
El Bien y el Mal son
lo mismo. Cambian los poseedores.
En un poema uno puede
escribir lo que se le antoje, sobre todo si desprecia a un futuro lector del
que nada sabe y del que nada le importa, escribir, por ejemplo, que soy alto,
pálido y azul y querría ser un animal en torno al fuego bebiendo licores
fuertes, ser de miembros de hierro, de piel oscura y de mirar furioso.
Entretanto, despierta
de la borrachera y ahí está el nuevo día de color ceniza y con sabores de
alquimia (el poeta maldito siempre muerde con dientes de fuego al mundo nada
más abrir los ojos, que en seguida se tornan rabiosos, y hace carne, y hiere,
la dentellada trituradora del lobo con hambre feroz expulsado de la manada, de
un mordisco arranca un continente).
Tengo los huesos
podridos. Me sostienen los hilos negros de las marionetas (pero a ningún humano
se le adivina el artilugio humano que lo alienta).
Sigue escribiendo
mientras las espigas se doran al sol. A nadie le importa, y el firmamento,
ahora una sólida capa azul que oculta el negror y la dimensión infinita,
permanece en silencio lejos del ruido y horror de las lejanas estrellas de la
noche, auténticos monstruos siderales, parturientas de una violencia
impensable, indescriptible. Estás solo. Estás muerto (por mucho que se alarguen
los plazos).
Levantó la tapa del
féretro: ahí estás, de cuerpo presente, bien vestido, aunque ya empiezas a oler
mal a pesar de las asquerosas flores y su hedor dulzón y pestilente.
Le guiñó un ojo a la
muerte. La había reconocido nada más verla. Se sonrieron mutuamente: un placer,
dijeron al unísono.
Si sale cara, gano; si
sale cruz, pierdes.
Para ella, la niña, la
muerte aún no existe. Es inconcebible algo semejante. Además, ¿no desmiente el
sueño la existencia de la muerte? Los ojos siempre se abren a la salida del sol
benéfico. La piel se estremece, la carne palpita de nuevo, te alienta todo.
Ya ama a Rimbaud. Él
la tenía prendida en su tela de araña, la envolvía con sus babas ora oscuras
ora festivas y celebrantes.
Él era un negro falso,
con la bestialidad de una droga misteriosa en la sangre que hacía de la culpa
un pensamiento fugaz, tan etéreo que ni siquiera podía traducirse en palabras:
danza, danza, danza.
De profundis Domine, ¡si seré bestia!
Ven, niña, toma mi
mano, recibirás el golpe en el corazón, todavía una mezcla de inocencia y
placer. Abre las páginas del libro: alaba a Dios sin creer en Dios, es la
confesión de un pecador que anda en almonedas: vendería su alma por escapar de
la vejez y la muerte, y escapó de la vejez… aunque no de la muerte: murió joven
viejísimo, cuando moribundo (y sabiéndolo) creía en los viajes al Oriente,
libre del fardo de todos sus pecados: el juego con la locura, los paraísos
artificiales, el libertinaje, la blasfemia (contra los dioses pero también
contra los hombres), la violencia, la insolencia, el desprecio a todo.
Antes no se hubiera
casado con Jesucristo, no porque fuera de su mismo sexo, sino por no tener a
Dios de suegro.
Ahora le lava con la
lengua los pies al nazareno (que no ha de perdonarle y lo mutilará cruelmente
antes de matarlo).
Yo te conduciré, niña,
a las nobles ambiciones, lejos de esa felicidad doméstica que empalaga la
sangre y deja un sabor a ceniza en la boca, a comida rancia, a trasto viejo.
Rimbaud se olía a sí
mismo a quemado. El olor de la condena. El fuego del infierno iba a purificarle
de tal modo que lo convertiría en un hombre nuevo y lo devolvería a la tierra a
cumplir su misión de vidente, a alertar al ser humano de las alucinaciones, de
los espejismos, de la fantasmagoría. Lo devolvió con todos sus talentos, pero
el renovado de espíritu ni fabricó oro ni farmacias que salvaran a nadie. Las
calderas del averno lo habían convertido en un tóxico… con fe, tan dañino como
en los tiempos del París de la absenta y la miseria. Su beso es una ponzoña.
La Virgen loca de Rimbaud
casada
con el Esposo infernal Verlaine.
Tragicomedia en tres actos: París, Londres
Bruselas.
Circo Medrano
Sesiones de tarde y noche
Entrada 5 céntimos
Él era casi un niño,
sus delicadezas y sus sonrisas misteriosas sedujeron al poeta maldito, y éste,
ni corto ni perezoso, desalmado alcohólico, imaginador de palabras, le hizo
creer al adolescente que tenía un coño debajo de la espalda.
(No me gustan las
mujeres. El amor hay que inventarlo de nuevo, es cosa sabida.)
Eran dos sonámbulos
que cerraban los ojos ante el brutal resplandor de la realidad, les hería hasta
sangrarles la mañana de sol, y la tarde de luz más apaciguada permitía
descubrir las heridas infectadas desde el amanecer.
¡Vaya matrimonio!
Birds in the Night, los tildaría el
poeta español.
¿Le gustan a usted las
pinturas idiotas? Suelen ser las más gráficas y veraces, aunque también las más
deplorables: están destinadas a los espíritus inocentes. La niña, que ya es
Rimbaud a causa de los malos maestros y los profetas falsos, ha cambiado el
forro a su espíritu, le ha dado la vuelta: todo lo del mundo es una incitación.
El inventor del color
de las vocales le hizo creer al poeta maldito que ambos andaban por el fondo de
verdes mares y frecuentaban los salones de las sirenas donde libaban bebidas
tibias y bebían sin descanso la absenta inspiradora de los cinco colores.
Me gustan las pinturas
idiotas por una razón especial: siempre acabo preguntándome muy intrigado qué
motivos peregrinos condujeron al artista a proceder de ese modo.
Tan explícita es la
imagen, tan identificable en sus hechuras: esa minuciosidad del aficionado, esa
laboriosidad en los detalles, esa insignificancia plástica tan entendible…
¿para qué?
Y, entonces, lo
comprendo todo: es que no sabía más… Pero no crea, no es fácil realizar una
pintura idiota: a despecho de su inteligibilidad la causa de su ejecución es
intrigante: examine las pinturas rupestres. Qué fácil, y qué enigmático. Un
ciervo es un ciervo; un bisonte es un
bisonte, y el arco y la flecha bien reconocibles: eso es una pintura idiota
surgida de la oscuridad de una mente que se afana tras una realidad luciente,
que las cosas y los seres se perfilen bien a la luz de la hoguera (a la luz del
sol).
Hanna… y Rimbaud, una
ópera fabulosa, que acabó y acaba mal. La gesta es el decorado, y la música sin
palabras, está ahogada, y qué ridículas vestiduras atavían la mudez.
He tenido razón (dos
perras gordas) en todos mis desdenes, dijo.
Un siglo más tarde,
qué cosas, podríamos decirle que tuvo razón (dos perras gordas) en todos sus
errores.
Oh, pureza, pureza… se
resquebrajó como una cáscara. Todo muere antes. Finalmente, estás listo.
Y debajo de la cáscara
¿qué?
La semilla podrida,
infértil, un fruto seco: una mujer-hombre inútil salvo para el placer.
Un ser doble. Siempre
la dualidad. Incluso encerrado en la oscuridad de un armario: ahí se aprende lo
prodigioso y lo fútil. Ambos conocimientos han de servir en los días y noches
de un viajero infatigable capaz de enfrentarse a las nieves, a los ríos más
caudalosos, a las montañas más abruptas y a los desiertos más áridos.
Rimbaud, que es Hanna,
se ha convertido en una pintura idiota: abandona la trampa de la literatura y
se lanza con las manos vacías a la aventura y la acción: la nieve, el desierto,
el peligro, la victoria… la derrota. Es un Tiresias bien avezado en el arte del
encantamiento, y no se le escapa ninguna pieza de uno u otro sexo.
La presa Hanna está
justo en el punto central de la tela de araña, inmovilizada, indefensa: nuestro
hombre, El Maestro, el sabio entre los sabios, con muchas universidades a las
espaldas, se la va a tragar enterita a la neófita por cuyas venas de azul de
reinas y hadas fluye la ponzoña de la serpiente. Maligno, le susurra el aliento
del áspid al oído: Eres Rimbaud. Ya la ha inventado.
Te cambio la manzana
jugosa por un taparrabos que cubra tu vagina igual de jugosa (a partir de hoy…
si cedes a la tentación, criatura imbécil y carnal).
Hecho. Y le hincó el
diente a la manzana que sabía a toda la ciencia del mal… subyugante. Ñam, ñam.
Se creía encontrada y
estaba perdida.
Una mona con el culo
encendido de colores atrayendo al macho con las vainas vacías del fruto aún por
explorar.
En ese momento su
desnudez, tan bella, tan atrayente, la turbó... con deleite. Ya anticipaba
todas las fiestas y jolgorios de la lujuria valiéndose del otro, del macho
inocente (pues no había cedido a seducción ninguna, ni sabía de la existencia
del bien y del mal) y hasta ese momento sólo compañero jovial y tontorrón de la
hembra saltarina y camarada antes del pecado original. Ahora ya te tengo a ti,
bobalicón replicante, mi juguete, mi maldición, se dijo la dama ajustándose el
taparrabos.
Dos monos cara a cara
en el momento de la cópula: he ahí el amor, la ternura. Bienvenidos, cariños.
Creced y multiplicaos. Sed pródigos en la descendencia.
¿Cómo te llamas?
Eva.
Yo, de otro nombre Adán.
Y también descubrió la
desnudez de todo aquello que le rodeaba con los colores repartidos del arco
iris: esto es el mundo, no de niebla o
cosa intangible, la tierra poderosa, dulce y blanda, que parecía nube vaporosa,
como de mentiras y resulta que, al contrario de los sueños, hiere y es de la
sustancia del hierro y la piedra. Que me acompañe el semejante y hagamos entre
los dos un nuevo mundo… de multiplicaciones variadas, mortales y ahítas de
imaginaciones.
A partir de este momento,
todo será repetición, y nada importan de esa mimesis sus materiales diversos y
novedosos, el resultado es un engendro cien mil millones de veces repetidos,
todos de tan triste y parecido final.
Te cambio este libro
por tu inocencia.
Hecho. Y ella cogió el
libro. Y lo leyó mientras él (Boceto raposa de brillantes ojos
nocturnos) miraba a otro lado sonriendo aviesamente: no existe en el mundo nada
equivalente al poder de resistencia del hilo que teje la araña, ñam, ñam, ni el
antídoto contra el libro de hierro que se aferra a tus manos hasta soldarse,
desdichado (a) que lo lees.
Era tu sentencia: la
novela romántica, la de suspense, la
de costumbres, la de aventuras, la folletinesca, la histórica llena de grandes
mentiras, mistificaciones y aseados finales, toda esa morralla se iba al
traste: te voy a enseñar a leer, pequeña Rimbaud. Y colocó el croma de la gran
literatura tras ella.
¡Qué imágenes, qué
nítida y falsa esa representación de la tierra a través del artificio, de las palabras!
La bola del mundo cuelga en el vacío del cosmos sujeto a
un hilo no de oro, de araña, aunque si su creadora te descolgara y te dejara
caer, mira por donde, como una breva, pues también sería igual: el vacío es el
mismo.
Hay un reloj que no
suena. El tiempo se ha detenido. El vacío.
Soy el sabio alegre
sentado en el sillón sombrío. En mí, todo es luz (y tan próximo a las cloacas,
emano la hediondez del sulfuro, con ella aturdo a las niñas Rimbaud).
La niña Rimbaud: la
tengo dormida… narcotizada.
Podemos empezar.
El Gran Séneca y El
Pequeño Boceto, estupradores,
acarician al unísono una piel de terciopelo, una tibieza virgen, posan sus
labios sobre unos labios de pura adolescencia (que tal vez sean puro vitriolo),
sus dedos tantean los pliegues de nácar más recónditos.
Galimatías (¡ah,
poetas y sus débitos hermosos aireados!)
Un Rimbaud de prosa
mortal y rosa, como ya imaginara otro poeta que a su vez inspiraba su letra en
aquel que tanto escudero juntó –yo sería tu escudero, proclamaba un poeta
marinero y comunista del medieval- y que tan bien invocaba a la musa: la voz a
ti debida, le puso Rimbaud de nombre a una poetisa de verso que solía
extasiarse ante la luz verde, la lágrima verde, el mar verde y que al final
acabó como una perdiz de ala rota vagando hasta morir por los campos de tomillo
de Rimbaud.
En el bosque tan verde
habitan muchos pájaros pero sólo uno de ellos es su dueño: es el que con su
canto nos sonroja.
Tú no puedes ser
poeta, te falta pasado… o fantasía: todas las mujeres que has amado están
vivitas y coleando, ninguna de ellas ha sido asesinada, se ha cortado las venas
o se ha arrojado por la ventana o a las vías del tren. Tampoco has tenido
animales de lujo ni palacios, compras libros inútiles (no del todo), paseas
demasiado al atardecer y coleccionas guijarros depositados en la orilla del mar
que, ya en tu casa, en la noche solitaria, al perder el brillo del agua sólo
son vulgares piedrecitas sin resplandor, naderías de colores poco vistosos. Y,
más en tu contra, no has sido cruel ni paseado bajo techos de oro, ni, ya
muerto, envainada la espada, pervertirás el corazón de cientos de huríes que se
reirán de ti hastiadas de tanto sexo: esperan hombres más aguerridos y fuertes
que tú, los domadores de caballos.
Pero he caminado días
y días sin premuras bajo un cielo tan azul como el brillo del zafiro, y estado
tendido sobre la tierra húmeda y olorosa de mil plantas noches y noches sin
deudas ni enemigos con las manos vacías y el corazón muy abierto bajo una
joyería celestial silenciosa y apabullante ante la que palidecerían los más
fúlgidos diamantes. Lo demás, una vez muerto, sobraba. Las sombras nada pueden
con los cuerpos que les dan vida tan etérea y nada deseable por ser tan
intocable. Además, moriré a una edad corriente, ni siquiera a la edad de los héroes.
Habré matado a mi sombra, tan arrogante que parecía ella siguiéndome a todas
partes, tan engreída de su sustancia siempre rediviva en cuanto la luz, su
madre y protectora, amamanta sus perfiles: te habré matado de aburrimiento,
encerrado en la casa con un libro en las manos mientras más allá de la ventana,
afuera, donde llueve o brilla el sol, la vida te ignora.
Nosotros los hombres
maduros sabemos muy bien que anhelan vuestros cuerpos de querubines, quizá aún
sin vibrar bajo la caricia lúbrica. Si beso tus mejillas te robo el candor; si
beso tus labios te embeleso. Voy a revelarte a ti misma ante el asombro de tus
ojos como nacientes en este nuevo despertar.
Cierra el libro.
¿Qué extraño a animal
es ése? ¡Qué magnífico disparate!:
Paséate por la noche, moviendo con dulzura esta cadera, esta
segunda cadera y esta pierna izquierda.
Pierna izquierda… ¡en qué poco
estimaba ya el aún poeta sin mutilar la pierna derecha!
He de revertir mis
huesos con carne y piel tan suaves como la seda: podrás cubrirte con ellos,
envolverte en su molicie seductora.
Mi ciencia en estas
lides no tiene sin igual: en mí se hermanan la alegría lasciva de la jungla y
la lujuria del bosque. Pero no temas: no soy yo, al contrario que el otro, un
loco muy malo: no me perdono ni uno solo de mis pecados y, sin remordimientos,
me condeno absolutamente… a la eternidad, que es este momento, este mismo
instante del crepúsculo cuando ya sé que son tus labios y no tus mejillas lo
que busco con la mirada de un Pan vencido por tus conversiones, por tus nuevas
sabidurías de mujer.
Abre el libro. Deja en
reposo a la nínfula.
Todo sería un
malentendido. Cosas nuestras. Pecadillos.
Fue mucho después, sin
absolución posible… sin haber pecado tú. La perfidia atroz que un día
perpetraron sobre ella, y que aún te hizo más culpable sin serlo antes.
La mujer temblaba,
reía: ¡Quiero ser reina!
Más o menos como Jesús
el Nazareno: un día fue al desierto a averiguar quién era realmente y resultó
que era… el mismo diablo. ¡Qué terrible! Niño travieso, escurridizo, que se
escapa de casa, vago, mentiroso, embaucador, año tras año escondiéndose al
mundo y viviendo de sus dones sin sacrificio, sin ganancia, llenando la panza y
refrescando gratis el gaznate, vividor a costa de su padre gran trabajador,
sofista y lioso adolescente, joven soñador e improductivo recalcitrante que
deja pasar el tiempo mano sobre mano (de seguro, aunque esto no está probado)
con tal de que las cosas le vengan regaladas… Un parásito. Al cabo, se asustó
tanto al descubrir quien era que el resto de la vida que le quedaba se dedicó a
farsante y a engañar a las buenas gentes de poco conocimiento. Finalmente, pues
se volvió contumaz, se creyó su condición ultraterrena hasta la abnegación, y
no hubo otro remedio, aunque jamás hizo verdadero daño a nadie, que colgarlo de
un palo en cruz entre dos ladrones por holgazán, malediciente y alborotador.
Miró el oro, el cielo,
el libro, a esa Rimbaud que le adoraba: Tenemos
fe en el veneno.
El día era el descanso
de tanta saciedad: la noche era eterna, era cuando todos los soles, por
diminutos que fueren, brillaban para los dos.
Necesitas mil
millones, tres mil millones de años para ver desaparecer del todo uno de
aquellos puntitos luminosos que horadan la piel oscura de la noche; pues,
entonces, ¿no es eso la eternidad?
Ella, tan cerca de los
juguetes, del ejército rosa de sus muñecas infantiles (arderán como la cera).
Y tú tan cerca del
cielo de cristal: se ha de romper en mil pedazos cuando descubras las puercas
verdades que sólo la tierra por vieja y cruel sabe, todo en ella lucha por
sobrevivir hasta su desaparición total, lejos de los astros.
Ahora únicamente la
ves a ella, es tu lujo, la clave axial de lo vivo; su presencia ambigua y
hechicera todo lo emborrona a su alrededor, que es como un vaho que ni siquiera
vale la pena disipar, una gasa efímera y transparente que apenas perturba la
visión y que acaba desplazándolo a la insignificancia. Más tarde, el mundo,
vasto y horrible, con su imponencia sin menoscabar, se ensanchará de nuevo, se
poblará de los monstruos, se dividirá en cándidos y perversos, en ella
habitarán otra vez los inútiles testigos y los complacientes espectadores (los
más) que todo lo contemplan a través de los televisores u otros artilugios
todavía más risibles de proyección vicaria. Ella se mezclará entre las cosas
del mundo, será de él, será sublime pero también captura miserable, será
prodigio pero también fruslería condenada entre otros miles de millones de
seres, será única y anónima, maravilla y milagro, y un día cadáver y corrupción.
Ha caído la venda de tus ojos, se han limpiado de la opacidad que difuminaba la
realidad: si fueras tu propio doble, fueras tu espejo: me miro, me reconozco en
tus trucos, y me doy asco: en el mundo todo son crímenes.
Más te valiera no
haber salido nunca de la madriguera de la inoperancia: a salvo de todo, en lo
más hondo del ficus. Mañanitas de niebla; tardes de paseo.
Una caverna bien pintada por… Klee. Ocres y rojos. El
fuego. El silencio. Un refugio abrigado lejos de las fieras y la tempestad, de
la rudeza de la luz del sol.
¿Cómo somos, padre?
Pero esa no es una
pregunta inocente.
Seremos tan
inexistentes como Dios y su hijo, aunque de nosotros, durante un tiempo, algo
de materia rancia ha de quedar. Lo que fue de nuestros afanes y trabajos a nadie
ha de servir.
Creador menor pero
sentimental: lo que tendríamos que hacer mejor es aquello que hacemos bien, y
no tratar de hacer bien lo que hacemos regular o incluso mal.
JD.: Hacemos lo único
posible, que ha de ser todo, para seguir adelante, nos guste o no, hasta que
llegamos al final, que suele ser otro comienzo, y a veces de algo muy distinto
de lo hecho hasta ahora.
Lunes, 19 de febrero
de 1877:
Monsieur Emil Zola a
monsieur Gustave Flaubert, en el transcurso de una de las copiosas cenas:
De extremadamente puro
se nos revela esta noche, Gustave, pero… puede usted tardar cinco largos años
en escribir una de sus novelas sin que nadie ni nada le acucie, lo sabemos, a
ninguno de nosotros se le oculta que tiene usted una fortunita que le ha
permitido prescindir de muchas cosas. Yo me vi obligado a ganar el sustento y
la vida sólo con la pluma. Me he visto obligado, sí, a recurrir a toda suerte
de escritos, y muchos de ellos despreciables. Lamento mucho no tener la suerte
que ha tenido usted que le ha permitido buscar durante cinco día un adjetivo y
luego echarse a pasear cinco horas con toda su pureza a cuestas hasta volver a
su escritorio en busca de un sustantivo igual de maravilloso que aquel adjetivo
tan arduamente encontrado.
Ya que eres Rimbaud,
niña, hazme perdonarme a mí mismo las ambiciones continuamente pisoteadas
¿Qué infancia tuvo
Helena?
¿Qué sabemos de la
infancia de Yocasta?, ¿de Medea?
¿Qué sabemos de la
infancia de Antígona?, ¿de Ifigenia?
¿Qué sabemos de la
infancia de Clitemnestra?, ¿de Electra?
¿Qué sabemos de la
infancia de Dafne, de Eurídice, de Yocasta, de Penélope…?
¿Qué sé de lo de antes
de ti, Hanna?
La infancia es cruel,
ningún niño deja de serlo: su brazo armado es la inconsciencia, el mal que
perpetra esbozando una sonrisa extraña es sólo curiosidad por el mecanismo
secreto de las cosas.
(Como la perra fiel te
sigue Hanna, como esa sombra que has asesinado, ¿quién es él?, se pregunta
dulcemente intrigada.)
(Todo lo has de saber,
y luego del próspero viaje, todo será el mar en calma.)
Alba de oro, dice. Y
todas las albas son plata, fango algunas.
Pues también el pelo
de los osos encanecen a causa de los desengaños, del cansancio, de las grandes
correrías insensatas.
No has tenido fuerza
suficiente, ni el celo constante del genio: eres, simplemente; ni siquiera, con
lo fácil que hubiera sido, has hecho del agravio espada, de la indiferencia
palabra de desdén.
No hay infancia
vigilada del todo: existen mil huecos por donde escapar del adulto, ficus donde
esconderse de las miradas inoportunas y los mandatos indeseables, descender
hasta allá debajo de la vegetación y la tierra donde edificas los secretos y
los sueños y donde nadie puede seguirte pues nada de tu rastro dejas tras de
ti: tú eres la huella y la pista, y ahora desapareces como por encanto.
El niño Rimbaud fue
demasiado listo sin necesidad de ficus mitológicos o hermanos más necios que
él, perdidos en la derrota de las guerras inútiles.
La isla del tesoro:
La luz de la mañana que azulea
la mesa de madera, las baldosas
del suelo, la ventana abierta al árbol
de la calle desierta, me descubre
otra vez (y son tantas...). Es domingo
de verano, temprano.
Sueño aquél que soñaba navegante, niño, absorto,
trazando los contornos en un mapa, aromas de papel y sal, las grandes
travesías, la magia, la invención del mundo, su redondez infinita, sus
pobladores lejanos en otros puntos cardinales.
Pirata eres del sueño. A bocanadas
respiro el aire fresco que aún invade
la infinita ventana.
(Todavía son muchos
los años por delante,
igual de aprisa pasan
que los otros.)
En silencio la casa y la mañana,
el tiempo en el murmullo de las hojas
verdes de las acacias. Que quietud
mineral la del alma viajando
entre cielos y mares encendidos
de azul y fuego. Sea
el único destino
el horizonte; el oro,
los incontables días
de la perdida infancia,
Tu cofre de
Montecristo: los labios, los besos, los versos.
Mefistófeles él, tuvo tiempo después que
proporcionarle a la pequeña Margarita poemas de Verlaine:
¿Quién de los dos era el culpable?, preguntaba la inocente.
El débil.
Y ése era Verlaine, el alma negra de los dos, feo,
medroso y siempre con una madre sacrificada dispuesta a quitarle la mierda de
encima y a cambiarle los pañales. El otro, Rimbaud, (con los pañales sucios de
verdad, con madre que, si madre era, era peor que madrastra), jugaba a ser Dios
pero este Verlaine palurdo en el amor y siempre diletante en los asuntos de la
vida (el poeta hijo de y matrimoniado con), era el diablo, jugaba con ventaja:
funcionario municipal y cobarde, arrepentido una y mil veces, llorón y tan
aferrado a la pluma mal cortada como al ajenjo embrutecedor que le dictaba el
verso otoñal y la encendida proclama de su condición: Cuando Marco pasa, todos los muchachos se acercan por ver sus ojos…
Y, aún así, se esconde en el lloriqueo.
De mis antiguas
historias siento llegar las memorias humedecidas de llanto.
Naturalmente, sobrevivió a aquel niño corrompible de
la mano del hada verde que lo precipitaba a todas horas a un abismo sin pesadillas.
Pese a los celos del
destino muramos juntos, ¿queréis?
Una supervivencia, no obstante que fue el cerrojo
infernal de su cuerpo cientos de veces tentado por el exceso: diabetes,
cirrosis hepática, hipertrofia cardíaca, hidratosis, reumatismo, sífilis,
ictericia, gastritis: toda una antología saturnal, aunque se salvara de la
mutilación. Respiraba aire verde el poeta sublime.
Así que la aprendiza leyó a Verlaine socorrida por
su francés prestado (pero que lo hablaba y escribía mejor que el español), un
Verlaine más borracho que maldito, más trasto que iluminado, un sucedáneo a
pesar de la cárcel, el hospital y el arroyo, y ella, Hanna, cada vez más cerca
del infierno verdadero del que este
fugitivo de su sombra verde es sólo la punta del iceberg, pues fue victimario y
nunca víctima por enajenado.
Hanna, qué dulce marioneta…
Castigar tu carne
festiva, hacer en tu flanco una herida profunda y lesiva.
Ya tan de mañana y en
tus ojos hundidos hay espectros nocturnos.
Estaba, pues, en cama
y se dejaba amar.
Voluptuosidad y candor
a la vez,
ensayaba posturas.
Anda, niña, hazte un
dedo.
Y con la otra mano
leía Las flores del mal, tú, mi alma,
mi corazón, mi todo y mi mitad.
El olvido poderoso está en tu boca.
¡Mezclar la honestidad
con el amor! ¡Qué estupidez!
Has de acabar en
Lautréamont:
… saciado de respirar a la mujer…
¿Qué busca éste en ese
plañir miserable a estas horas mortecinas de la mañana? ¡Y que todo sea
inventados padecimientos los que le endosa a Maldoror!
Un tercero anda entre
tú y yo. ¿Quién es ése que con nosotros va?
Más allá de las
estrellas violetas.
Baudelaire: no importa
dónde si es fuera del mundo.
Veneno es su mirada
verde donde se sacia la sed.
Cómo la inventa, cómo
la pervierte…
Cualquiera puede
inventar si inventa su dolor un Maldoror: una mesa de madera, tosca o labrada,
qué más da, papel azul de 25 céntimos la resma y en un rincón un orinal para
aliviar la vejiga sin necesidad de dar más allá de tres pasos. Así prescribe
Gautier la medicina al letraherido. Parca farmacia, aunque añade por tu cuenta
el instinto y unas gotas de desprecio, y una advertencia: cierra bien la
ventana que da al mundo, que esa visión no contamine tu fiebre, poeta.
Pero escribe de noche,
porción del día amiga del criminal.
Si amas los números
despreciarás a los dioses.
Hanna, soy Maldoror:
Es pálido y camina encorvado; tiene la sangre empobrecida,
la boca consumida; su rostro está «maquillado por arrugas precoces.»
Lo genial, hemos dicho
tantas veces, asoma con alegría, y éste poeta de la prosa sólo es un maldito,
otro más, en tiempos de malditos: míralos destruidos por París (que era todo el
mundo): Baudelaire, Nerval, Verlaine, Rimbaud, tú mismo, Maldoror…
Hanna, yo te enseñaré
a leer páginas sombrías y llenas de veneno, coge mi mano de Virgilio de
pacotilla y descendamos hasta el fondo de esos dobles desastrosos de nosotros
mismos.
¡La casa está sin
madre, y el padre se ha marchado! ¿Qué casa de desiertos es ésta?
Toma mi mano, la mano
de este Dante burlón al que no le importa ni la luz del sol ni el insomnio de
la noche, y mucho menos perderse en los laberintos a que nos condena el pecado
original. (Escancia, Charlie, cobarde.)
Te diré, jovencita,
que este Maldoror fue bueno durante muchos años, pero he aquí una curiosa e
insólita epifanía acaecida un día cualquiera, una inesperada mañana soleada y
clara o una tarde gris y fría, imprevisible: se dio cuenta, sin que mediara
todavía en su vida acción alguna reprobable, que era perverso. Su inocencia era
una máscara que ahora las sevicias y la injusticia del azar derretían tan
fácilmente como la cera se desmorona bajo el fuego y dejaban ver su verdadero
rostro:
Me rebelaba contra el
cielo como el niño que, aún no levantando tres palmos del suelo, encolerizado
alza el puño sin dejar de berrear ante los ojos espantados de su madre.
Comprendí que era muy capaz de dejarme crecer durante días y días las uñas y
usarlas como puñales, clavarlas en el pecho de mis semejantes y beber la sangre
que brota pura y tibia de sus venas azules. Yo iba a calmar mi sed con vuestras
lágrimas y vuestra sangre. En mi buhardilla, agazapado entre las tinieblas que
creaba mi cerebro desordenado, a la luz enfermiza del pabilo, os pisoteaba a
todos como se aplasta a las cucarachas, y hasta podía oír el crujido de
vuestros cuerpos reventados bajo la suela de mi bota. También yo seré una
víctima, y mientras beso la boca húmeda y pintada del adolescente dejo que
hunda su cuchillo en lo más hondo del corazón, morir, morir contigo y ser
eterno en una noche sin fin. ¿Qué es el pecado? No he de morir yo rodeado de
sacerdotes con las seseras llenas de supersticiones, enredos y prestas a la
estafa espiritual, suplicando perdón cuando es el mal mi verdadera naturaleza,
mi verdadero dios, como es la vuestra bien que la escondáis con ropajes que más
que protegeros del frío o de los rayos ardientes del verano disimulan una
apariencia siempre depredadora por matar a dentelladas como animales al que se
os ponga por delante o por indiferencia (dientes mucho más sofisticados y
selectivos) ante la hambruna de otros cientos de millones de vuestros semejantes
en países lejanos... ¡del mismo planeta! Soy ese adolescente con acné,
complejos y mirada baja, ¡bonito disfraz!, que cavila crímenes y oculta las
manos al examen de vuestros ojos: están manchadas de semen y de sangre, el
mismo semen que discurre por las mejillas de vuestras hijas con las faldas más
arriba de las tetas, con las piernas abiertas y el sexo palpitante y la misma
sangre caliente que brota del cuello de vuestros hijos todavía sacudiéndose por
el temblor de la muerte, y cuando cometía esos crímenes sólo fuisteis capaces
de entrever fugazmente en la somnolienta sobremesa de la cena doméstica del
martes (día de brujas) apenas una sombra fugitiva, algo invisible, una nada que
se deslizaba en busca de sus presas (a vosotros, carne ya venida a menos, os
desdeñaba) de habitación en habitación entre las paredes tan tontamente
confiadas como fácilmente vulnerables de vuestras cómodas residencias lejos del
tumulto del centro urbano: entre tanto, mientras violaba a las hijas y
degollaba a los hijos, padres estúpidos derrengados con el bol de palomitas
sobre el regazo, permanecíais absortos con la boca abierta mirando naderías
somníferas o embrutecedoras sucediéndose en la pantalla del televisor.
Programas, series y sucesos paripé: todo calculado para vuestro
entontecimiento. Buenas noches y buena suerte. Cantos (6) a todo cuanto de
maldito existe o es imaginable en la mente de un adolescente tardío. Qué
locura. Hanna, tienes unas piernas muy bonitas, me encantaría mordértelas,
aunque sería suficiente con que me permitieras lamerlas. ¿Quién soy? Tu
maestro, niña. Verás adónde voy a conducirte. Pero yo creía ser algo más (como
pensaba de sí mismo el otro) que nacido de hombre y mujer (como todos). Me
asombra ser producto de ese encuentro tan común. El rabo del diablo debe de
haber andado por medio. Humano… ¡qué horror! Será, pues, un disfraz. Ponle a
ese diablo catadura humana. Un tipo vulgar, aparentemente vestido de algodón;
presumiblemente de poliéster mezclado con alguna otra porquería química. Bonito
vestuario: que a todos engañe. Humano: todo en la vida te va matando, y lo peor
es cuando te das cuenta que todo a tu alrededor se va muriendo contigo: el
amor, la ambición, la esperanza. La muerte del poeta: misteriosa: veneno,
inanición, excesos, locura… ¡Qué hombres terribles los poetas! Pues tal los
políticos, si bien éstos mueren bien cebados como cerdos: el inflexible
Robespierre componía lentamente un extenso poema, El arte de escupir y de sonarse, y el estallido de la revolución,
que le cogió en mantillas, impidió a nuestro hombre, abogado y poeta, su
conclusión. (Y eso, ¿quién lo dice? Su hermana.) De allí, a la gloria. También
los perros, como los humanos, tienen sed de infinito. Cuídate de ellos. ¿Y si
yo también fuera perro? Tu madre lo vaticinó sin histerismos: tú eres el mal.
Entonces, soy eterno. Mi madre… Un pecado corriente. (Tu madre sólo habla de
ella misma. El resto no le interesa. Está muerta, aunque sigue viva porque, si
agudizas el oído, se le oye hablar… de ella.) ¿Sabías que el hombre virtuoso
muere a los sesenta años? Tiempo han tenido para todos los vicios: mi nodriza
acallaba mis berridos de bebé diabólico, mimado entre sutiles brocados,
chupándome el minúsculo pene, al cabo yo caía en un profundo sueño. Ya en la
cuna supe lo que era bueno y a ello me apliqué a fondo en lo sucesivo. En las
Españas, esas ignotas regiones del sur, a los niños berreadores les untaban la
lengua con vino peleón, tales melopeas les silenciaban durante horas y horas
tumbados con las piernas morcillonas sobre una estera como grandes sapos. Hasta
roncaban esas andrajosas larvas de humano. Típico del país de Goya (y
Lucientes). Eres más bello que la noche, dice el conde hablando del océano
(cuando el niño ya ha aprendido a leer y descubre las olas de cristal), y se
cree especial por creerse poeta. Victor Hugo, en uno de sus destierros, con la
vista escudriñando el horizonte azul, escribió que había hombres océano, como
Cervantes, como Shakespeare, como Homero. Miraré el océano, dijo el desterrado.
Te saludo, viejo océano, exclama el conde. Y el poeta invocando a las sombras
(sería desnutrición o una tisis galopante, o una lujuria solapada que también
hace de las suyas hasta extenuarte) sirviéndose de sus manos pecadoras cava su
propia tumba mientras pensamientos descabellados cruzan por su mente
trastornada. Hanna, no es buena idea ser poeta, tú confórmate con leerlos sin
que te mancillen sus salpicaduras, y tampoco hace falta que los perdones, son
puras imaginaciones las de estos amantes de los vampiros. ¿Por qué romper de un
martillazo la cabeza de una mujer? Porque así lo decide el poeta. Qué
licencias. ¿En qué épocas estamos? En las que se abandona en medio de la calle
a los hijos, ahí te las compongas, y si se te hinchan las piernas por andar de
un lado a otro todo el día sin saber adónde ir, te compras otras. ¿En qué
tiempos estamos? En aquellos donde las madres pegan un portazo y se van de la
casa para no volver. Tenía muchas cosas que hacer, dicen sin ocultar una
sonrisa las Noras un siglo más tarde cuando los palos del sombrajo de la
comedia de la vida se han venido abajo para todos, padres, esposos, hijos,
amantes. ¿En qué años discurre nuestra conciencia? En los que andan tras de ti
por las calles perseguidoras de diez
años inflamadas por el diablo, y en lugar de aplacar con buenas palabras su
ardor infantil los poetas mal alimentados, de tez cenicienta y uñas crecidas
como puñales, las agarran de los pies tan pequeños, las hacen girar alrededor
de sí mismos y luego les revientan la cabeza contra un muro: también pueden
dejarlas vivas, coserles con una aguja los párpados para que ya no les fuera
posible nunca más contemplar el espectáculo de un mundo infame en el que
tampoco él ni, por supuesto, Dios las guiara de la mano. ¿Qué hacen los poetas
en todo tiempo? Pervertir las buenas conciencias. Yo he visto a Maldoror
sentarse junto al niño en un banco de madera de los jardines de las Tullerías y
convertirlo en un criminal, aficionarle a la sangre, moldear su inocente
cerebro como si fuese una arcilla que, ahora convertida en fango, se
transformase en puñales, pistolas, ponzoñas, sogas de horca. Yo he visto a
Maldoror confundir emocionalmente a un hermafrodita hasta tal punto que el
pobre diablo, horrorizado de su condición, a la mañana siguiente perdió irremisiblemente
los dos sexos sin haber hallado placer en ninguno de ellos. Ah, delirios de
poeta, enfermo tan estudioso de sus minucias corporales, se disipa escribiendo
peripecias y fiebres imaginarias como aquel que diseccionara Moliére (que
escribía como podría escribir un cerdo con una pluma clavada en el hocico, al
decir de monsieur Teófilo Gautier), enfermo que alza su vista más allá de los
cielos hasta alcanzar aquel trono de oro y mierda donde asienta sus posaderas
envuelto en un sudario de sábanas sin lavar El Creador, El Sumo: sacia su
hambre royendo los troncos podridos de hombres muertos, a los que él, El
Misericordioso, insufló vida una vez en un ratito de ocio. (Tu abuela la santa
Amparo coleccionaba estampas sagradas, y en una de ellas aparecía El Gran Tío
de las Barbas, unas barbas de color inefable, indescriptible, de las que nunca
pudiste colegir su verdadera tintura; ahora bien lo sé, gracias conde: estaban
manchadas de sesos que escurrían por los bordes de las cabezas que comía con
excelente, voracísimo, apetito de dios.) Hanna, la crueldad está en el dios,
¿qué esperabas de sus creaciones, de esos juguetes mecánicos con fecha de
caducidad, al contrario que su artífice (al que ese mismo siglo por donde
discurre el conde ha de matar de una vez
por todas), de esos humanos cuyos dos géneros complementan el auténtico
monstruo de la naturaleza siempre indiferente a sus criaturas y a sus
degradaciones? Hanna, el mal es una caricia, y es un atributo inherente a lo
humano, de su misma sustancia. No ha de pasar mucho tiempo, cuando dejemos a
estos aprendices piojosos humanos de lo oscuro, alcohólicos y plañideros unos,
versificadores y jovenzuelos anémicos los más, que nos demos de bruces con
monsieur de Sade: esa literatura te abrirá tales horizontes de libertad como
nunca habías imaginado, una tierra despoblada de dioses, buenos o malos, con
hijo a la diestra o sin él, con barbas o sin ellas, sólo ellos dueños sin
cortapisas del planeta los humanos habitantes en perjuicio de las otras
especies de bichos, ellos humanos y altivos con sus figuraciones y antojos, su
libertinaje depredador, con su pasión desatada como una burla a la vejez y un
corte de mangas a la muerte. Cuando cometo un crimen, sé lo que hago, confiesa
el conde. Pero esos son los crímenes más fáciles. Sólo el crimen que
perpetramos sin premeditación es comparable al verdadero mal, al que no exige
cálculo ni reporta dividendo ni depara ninguna clase de beneficio intelectual o
espiritual, a ese mal gratuito, inesperado, casi invisible, rosa y mortal,
certero, inevitable, a ese crimen que inesperadamente cometemos porque sí. ¡Qué terrible el conde! ¡Qué
indefenso, en el fondo! Una noche sueña con aves azules de grandes alas
amarillas que navegan por vastos mares de un verde pálido, verdegay, y a la
siguiente sueña que coloca tres bellas y graciosas cabecitas de damisela bajo
la guillotina: al rodar cortadas por la cuchilla le miran dulcemente. ¡Sueños
de adolescente… tardío! ¡Qué fiebres! Detente, pues, inspiración, es bueno
dejar en reposo por unos momentos la imaginación, y para ello nada mejor que
contemplar la vagina de una mujer. Hanna, coge mi mano, sitúate frente el
espejo. Qué excursión adorable tenerte tan cerca. Contrariamente a estos días
felices y serenos, sentados en la ribera verde del arroyo, a la hora de la
merienda, él, hijo de diablo, elige para el sexo las confesiones de una loca,
un esqueleto de barro con la ropa hecha jirones que huye de las pedradas
furiosas de los niños con sus caras de ángeles buenos dispuestos en breves semanas
a tomar su primera comunión flanqueados por sus papás vestiditos de domingo,
una loca que perdió la razón cuando recibió adecuadamente las lecciones del
mundo, su dios y su humano en la figura de su tierna hija, dulce como la imagen
de una rosa. Maldoror andaba de por medio. La descubre tendida bajo el árbol
del bien y del mal, durmiendo a la luz reciente de la mañana: primero la
violación animal, sin tregua, casi hasta reventarla; luego, lanza a su fiel
acompañante, el fiero dogo, sobre la inocente virgen que todavía sangra… pero
no la despedaza al gusto de su dueño; impaciente Maldoror aleja a patadas al
perro, extrae un cortaplumas y hurga con fuerza en el interior de la vagina,
ensancha brutalmente el orificio y comienza a extraer los misterios ocultos de
la carne: los intestinos, los pulmones, el hígado, el corazón… La vacía como a
un pollo. Con todo eso has follado, perillán, diablillo. Veinte años más tarde
recuerda los pecadillos de su juventud como el que rememora una fiesta no
demasiado alegre o un hecho infausto, pero ya lejos, muy lejos, acaecidos en un
pasado del que el presente, palimpsesto un millón de veces escrito, borrado,
escrito, borrado, escrito, borrado, no se infectará. ¿Y Dios? ¿Dios? Dios,
querido criminal, estaba completamente borracho aquel día, dando tumbos,
sangrando por las narices de resultas de las constantes caídas propias del
beodo: su jeta de cerdo y su sangre corrompida por el vinazo profanaba el suelo
terrestre, humano, demasiado humano y nada celestial. Y el poeta, niña Hanna, concibe un mundo de
excrementos, ya sin su más peligroso habitante, aunque de él queden aquellos
océanos –yo te saludo, viejo océano-, aquellas cordilleras, aquel Himalaya de
mierda de su paso por la tierra, ahora el mundo es vegetación salvaje y un
montón de ruinas sobre las que se erige la más absoluta nada, la ausencia total
de todo: muerto el mal, muere el bien, enmudecen la voz y la palabra; el poeta
es ajeno a su propia destrucción, no sentía especial curiosidad por nada más
allá de sus narices, le importaba un ardite que el universo estallara en mil
pedazos, incluido él mismo, naturalmente: sólo sacaba la cabeza del agujero
gris y maloliente cuando abría la puerta para recoger la botella de leche y el
periódico de la mañana, ese era único el aire puro que respiraría durante todo
el largo día, que era todos los días, encerrado en su tugurio, defecando en la
cara del dios... con la pluma tan blasfema como inofensiva en la mano: El dios
te matará al amanecer, de mañanita. Un simple ajuste de cuentas entre los dos,
que os la tenías guardada mutuamente desde que, años atrás, empezasteis a
zurraros la badana encima del escritorio. El poeta nunca creyó (quizás un poco
sí, cuando era Maldoror el Bueno) en la bondad de sus semejantes (que es una
afirmación de la inolvidable Blanche
de un malo llamado Tennessee Williams), eso le libró de que le desollaran vivo,
y tampoco admitió por las buenas que las monjas sepultadas en las catacumbas de
los conventos resucitaran al oír el menor ruido, levantaran la lápida de sus
tumbas y se pusieran a bailar una conga y, luego, acabada la música, terminado
el jolgorio, como si nada, regresaran a sus agujeros y todo fuera silencio
sepulcral. El poeta podía ser un hombre pero también una piedra y un árbol, yo
te saludo viejo océano, puede ser el arroyo que se aleja de aquí (no le gusta
nada este lugar), el sol del ocaso o ese momento tan triste y letal del alba
cuando empiezan a nacer las sombras y todo se torna terrorífico, puede ser un
mono sublime: mira, habla y todo. ¿Incongruencias? Si el lector encuentra mis
párrafos demasiado largos u oscuros, que acepte mis excusas, pero que no espere
bajezas por mi parte: Puedo confesar mis
faltas, pero no las agravaré con mi cobardía. ¿Usted sabía que la mayor
parte de los escritores, sentados ante su mesa repleta de papelotes y algún
objeto patético regalado por su esposa o por su amante, pierden su precioso
tiempo matando moscas? Unos las aplastan con los dos primeros dedos de la mano;
otros, optan por el método más expeditivo: les arrancan la cabeza. Hay poetas
que ríen y poetas que lloran. Los hay que son bufones o tocinos. Los hay
matamoscas. Otros se esconden detrás de un matorral y, de nuevo con la pluma en
la mano (¡que ridícula persistencia!), el arma de los mojigatos, contemplan las
cosas mundanales, de una extravagancia no exenta de originalidad en nuestros
días, aunque en realidad poco importa de qué forma revestidas: madre y esposa cuelgan en la rama de un árbol
por los cabellos y con las manos atadas a la espalda al hijo y esposo como
castigo por no aceptar acostarse con su madre a la vista cómplice de la esposa
que aguarda un bonito y costoso regalo de la vieja por su condescendencia. La
terquedad del colgado lo condena al castigo de las dos mujeres despechadas: que
muera lenta, lentamente ahorcado del cabello, a un metro del suelo. ¡Zorras!
Tú, niña Ducasse, ¿caerás en tales tentaciones? ¿Adónde han de conducirte tus
imaginaciones? Estábamos tan tranquilos los mayores… (detrás de los
matorrales). ¿Eres sucia? Eso que cuelga de tu nuca ¿son pedúnculos
umbelíferos? Yo soy sucio: los cerdos me ven y vomitan. Ayer me comí a mi
madre; antes de dormirme, la vomité: era como un conejito blanco que en seguida
se puso a corretear por la habitación. No es algo tan difícil de aceptar,
créeme, no vayas a pensar que es ocurrencia de poeta, tipos hay en París,
Buenos Aires, Moscú o en la China imperial que vomitan conejitos blancos,
incluso negros y grises, por decenas. Monstruo soy, y aquí no hay disparate: en
mis axilas (en la izquierda) anidan sapos y un camaleón (en la derecha); una
víbora ocupó el lugar de la verga (se la comió en un pispás), se enrosca y
estira a conveniencia: qué placeres provoca entre los muslos vírgenes y suaves
de las jovencitas que seduzco sin
escrúpulos durante mis correrías nocturnas y alcohólicas: muñecas rotas sobre
mi cama que se retuercen entre sábanas cubiertas de manchas y porquerías
inimaginables, indefectiblemente prorrumpen en gemidos estremecedores hasta
quedar exánimes. Al infierno la rima y la palabra: soy un ardiente compuesto de
testosterona, estrógenos y estradiol… ¡Pobres de vosotras, niñas Ducasse!
Estampa remedo de El Jardín de las delicias: tengo un
cangrejo metido en el culo, mi columna vertebral es una espada, estoy cubierto
de pus amarillento y mis pies han echado raíces en la tierra: la planta
venenosa de hedor insoportable crece y crece cada día más deprisa hacia un
cielo de azufre. Aléjate de mí, niña Ducasse, apesto peor que un cadáver medio
devorado por legiones de gusanos. ¿O es
que te atrae la voluptuosidad del mal, su mefítica sustancia, su fetidez?
Sospecho que a ambos nos une el mal, la caída y la degradación tan común a
todos los seres humanos, por más que muchos disimulemos con aceites y perfumes
nuestra podredumbre: después de treinta días sin lavarte, con la sangre
menstrua resecada sobre tu piel sucia, la cabellera pegajosa y polvorienta, los
pies roñosos, la boca un agujero que emana aliento sulfuroso, olerás como la
vagina pestilente de una puerca que acabara de parir en su pocilga; posar los
labios sobre tus mejillas sería como besar carne podrida, mirarte a los ojos
atisbar en la oscuridad lóbrega de la sentina más inmunda. No existe humano que
se libre de su propio hedor, de sus desechos malolientes: el verdadero sexo es
revolcarse sobre esa materia física y real, nauseabunda, y no utilizar la mera
imaginación para aniquilarse en la pasión y los amores prohibidos. Niña,
muramos desde nuestra conciencia pútrida, nunca desde los floripondios quejicas
a la manera de los Shelley y los Keats del mundo, niña Poe, niña Baudelaire,
niña Nerval, niña Rimbaud, mi querida Hanna hendida, desgarrada y sangrada por
las cortantes garras del señor de Lautréamont: ¡pero qué descensos!, he aquí
que sueña con penetrar a un cerdo… Pues, bien, sí, lo hace, consiente el pacto
con lo infrahumano y lo antinatural, tal acción le destierra definitivamente
del país de los humanos, ha traspasado la barrera, deviene en homúnculo
pavoroso. Por fin, por fin. Arroja de sí la conciencia como se escupe el
salivazo de la boca. Ya no te importa
matar. ¿Acaso no lo hacen los demás con su indiferencia y olvido ante las
miserias y padecimientos de millones de sus semejantes sin necesidad de arma
alguna? Tan culpable eres, en este mismo instante, si clavas el puñal en la
espalda del odioso ser que te precede con el buche a rebosar como si dejas
morir de hambre a ese niño desnutrido con el estómago lleno de úlceras y
gusanos. Que no te importe matar a esa clase de humanos bien vestidos, siempre
con el traje de etiqueta puesto pendientes de la próxima fiesta. También entrar
en la muerte es una fiesta, Abramovich: cosas verás que han de maravillarte. Ya
soy un cerdo: hozar en vuestras almas mi perfecto entretenimiento, mi empresa
más cabal. Sólo los adolescentes aspiran verdaderamente a la gloria sin que
sepan muy bien cómo alcanzarla (¿mediante el esfuerzo o mediante el azar?), tan
intraducible a lo material: un sueño, un vaho. Los viejos calvos y enfermos
sólo huyen del dolor. Les basta con eso: ¡Qué felicidad! Olvidadme, olvidadme,
un poco de sol, un poco de sol… Llegados a este punto, amable lector, las
confesiones se tornan arbitrarias: durante días y días he alimentado y cuidado
a un pajarillo con una de sus patas astilladas, con suavidad introducía en su
pico abierto migajas de pan reblandecidas con leche tibia, apaciguaba su
temblor con el aliento, vigilaba su postración. Casi por el mismo tiempo (ah,
fatalidad, el pajarillo murió a pesar de mis constantes atenciones), convertí a
mi madre en mi mejor tónico: la despedacé y en un único día me la comí en
pequeños trozos convertidos en conejitos blancos, grises y negros. Qué contradicciones. Ambigüedad… tienes
nombre de humano. Ante mi propia maldad, y los huesos caídos en el suelo y
algún pedazo fibroso que me fue imposible digerir, lloré dos lágrimas de plomo…
y comencé a maquinar mi siguiente crimen. Una vez resuelta su trama en mi
cerebro me acerqué al bar Charlie a tomar mi combinado de media tarde, ya
agrisándose el aire frío del otoño silencioso y melancólico: un bacín lleno de
pus blenorrágico con nódulos, en el cual previamente se ha disuelto un quiste
piloso de ovario, un chancro folicular, un prepucio inflamado reinvertido hacia
atrás del glande por una parafimosis, y tres babosas rojas. Con la lucidez que
tal cóctel proporciona, recordé (son cosas que aunque inadvertibles, permanecen
en el recuerdo y en su momento las rescatamos del olvido como quien vuelve a
fijarse a lo largo de los meses en las uñas tan crecidas que tiene en las manos
y los pies: se han transformado en cuchillas para desgarrar), recordé, digo,
que llevaba treinta años sin dormir. La última vez que lo hice tenía tu edad,
niña Hanna. Desde entonces miro las estrellas que, por fin, luego de tan largo
viaje a través del cosmos, han logrado encontrarme en mi buhardilla, de pie,
pegado a la ventana con los ojos rojos del insomnio, y me lanzan sus mensajes:
nada es para nada, todo es para todo: tendido en el jergón el hombre terrible.
No duerme. Pero es de cama hospitalaria. Venid a mí, suplica el conde. Sólo os
impone una condición: no tengáis más de quince años. El universo, que podría
ser infierno, es un ano celestial: mirad mi verga alzada hacia él. (¿Ha de
sentir tal personaje cosquilleo en el ano infundibuliforme?) (Por lo demás, el tipo
es cauteloso: no olvidéis lavar todos los días la piel de vuestros sexos con
agua caliente, pues, de otro modo, los chancros venéreos brotarían
infaliblemente en las comisuras hendidas de mis labios insaciables.) Si antes
amaba a Rimbaud, a éste, ser diabólico. ha de perseguirlo hasta la misma
muerte, que no ha de vencer sobre ellos: somos inmortales, se dice la púber en
su dormitorio todavía pintado de rosa, con el sexo convulso y quemante abierto
frente al espejo, marioneta de hilos negros que empieza a ser sin que ella lo
sepa de un deseo extraño y gigante. Si eres hermosa, desconfía de mí. Te
convertiré en un juguete. Podré mentirte. Liarte con títulos de libros,
engañarte ante cuadros sin valor, ofuscar tus oídos con músicas pedestres, te
llevaré al teatro donde nada se ha de representar sino las invenciones de
dramaturgos mediocres y chapuceros y actores que ni siquiera son la sombra de
Yorick, y el cine para ti sólo será
medido espectáculo de necedades y disparates con pretensiones.
Confundiré tu mente, rodarás como una peonza por caminos extraviados que nunca
te acercarán a lo sublime o, al menos, a la sola perfección. Soy tu maestro, El
Pérfido, porque soy yo el verdadero discípulo, soy el que quiere aprender de tu
inocencia, de la graciosa armonía de un cuerpo adolescente que en nada lo tasa,
o por muy poco precio, para mis ojos y mis manos, para mi boca y mis dientes de
centauro sabelotodo. Soy yo tu discípulo, pero tú no lo sabes, aún no has caído
del guindo. Te me ofreces con gracia, con el soberano desprecio de las sirenas
jóvenes que sonríen sin temor a las corrupciones del mundo. Contigo me crezco,
sobrevivo y muero un poco menos. Vas aferrada a mi mano, soy tan soldable a tu
naturaleza como el aire que respiras y la sangre que bombea tu corazón, las
visiones de tus ojos y el pensamiento incesante que bailotea en el interior de
tu cráneo. Estás perdida conmigo en el Jardín
de las Delicias, niña Ducasse. El Mal nos completa. Qué noches pavorosas te
aguardan por ingenua: una tarántula, cuando el silencio nocturno es absoluto,
sale de su agujero entre las tablas del suelo, trepa hasta mí yacente en la
cama y me chupa la sangre. Bonita camaradería, pues, la que nos espera de aquí
en adelante: ambos compartimos cuchitril, ambos pasamos las mismas penurias, y
este arácnido desleal me desangra sin el menor miramiento. ¿Qué te hice yo? Ni
te rompí una pata ni te barrí a escobazos de mis aposentos ni te puse ese
nombre tan feo de Gregorio Samsa. ¿No serás tú, Hanna, esa hembra desalmada que
sorbe mi semen, mis sesos, mi sangre hasta dejarme exhausto, para el arrastre
más indigno…? No tiene el pobre Lautréamont ni un pedazo de tierra donde lo
entierren: flaco como un clavo, sus únicas posesiones eran la péndola, la tosca
mesa de madera, la silla desvencijada y su esqueleto, del que han de arrancar
su calavera para que sirva de pisapapeles a alguna colegial de ánimo divertido
y maestra en picardías. Pero aún gano la partida, estamos en la crónica de la
iniciación, en el umbral del infierno y yo, querida, todavía soy un diablo
bueno al que le basta con el mal sin la adición hipócrita de la codicia, la
cobardía y el acatamiento a la injusticia universal que suman a su carácter
bien amueblado y excelentemente vestido las buenas personas. Personas que no
dudan en hermanar a Ponson du Terrail y su escabroso Rocambole con la Esmeralda
de Victor Hugo o la Nana de Emil Zola. Yo, querida, soy especial: estoy muerto,
y hasta dediqué unas horas de mi precioso tiempo en un estúpido y trivial
ritual: teñirme el cabello con potasa disuelta en agua: una víctima rubia y
propicia, fácil presa para los victimarios como Maldoror con la cuchilla de su
verga en la mano dispuesta a penetrar en cualquier cuerpo a través de cualquier
carne, especialmente en el de aquellos jovencitos medrosos que acostumbran a
padecer simples alucinaciones hipnagógicas causadas por el terror que ellos
mismos se crean y en el que acaban presos como el aturdido insecto en la tela
sutil de la araña, sin fuerzas entonces para defenderse de lo malvado: es inútil
que te escondas en la casa del padre, fortaleza más expugnable por su propia
condición: creen los adolescentes que nada malo ha de ocurrirles entre las
paredes enteladas de su dormitorio, no muy lejos del coraje y la espada del
padre, cercano a las uñas maternales dispuestas a degollar a todo aquel que
ponga en peligro la vida de sus polluelos escondidos debajo de sus mullidas
camas. Inútil… e insensato: el malvado se ha replicado mil veces en los espejos
de Venecia, simulado otras mil entre las cortinas de damasco de su fantástico
dormitorio, tan fácil ha sido, pues no basta el lujo de los libros de cantos
dorados y álbumes con cubierta de nácar esparcidos sobre el cuero repujado que
recubre la superficie de su pupitre escolar para alzar imbatible bastión ante
la furia y las asechanzas de la noche de Maldoror. Tu lujo, el de tu cuerpo y
el de los objetos que te rodean, alerta a lo criminal, lo ha puesto en su
camino. Cedes a la tentación en lugar de entregarte a la cautela. Algo en el
interior del humano le induce a creer que lo inmundo (¿no lo es el mundo?) es
el decorado perfecto para el éxtasis, la región donde liberar los más ocultos
instintos y obtener los más refinados placeres, aquellos que no quedan sepultos
en un instante de pasión y se prolongan salazmente durante la mañana, la tarde…
la eterna noche, danzante desnudo en el astro intemporal del opio.
Si te libras del
hombre del saco…
Si te libras del
hombre de la escoba de la feria…
(Aunque algo
magullado, con los huesos rotos y el lloriqueo, lo logras, aunque...)
Ducasse, Dios te ha
matado, de mañanita lo ha hecho, quizás ni se dio cuenta de lo que hacía
(estaría en plena borrachera, habrías escrito tú). Y has muerto como mueren los
monstruos de papel: en completo silencio, en un rinconcito, sin hacer el mínimo
ruido, entraste en la oscuridad mientras la mañana ya clareaba y despejaba
penumbras.
Los monstruos de
papel, ah, ratoncitos, suelen ser pudorosos.
Sólo crean estorbo una
vez muertos. ¿Qué hacer con el cadáver? Qué fastidio, ahora hay que
desembarazarse de él, y sin cobrar.
Exitus: ¿Quién era ése? Nadie, uno que escribía
en papelotes.
Arruinados (en
realidad nunca tuvieron ni medio ochavo en la faltriquera), su testamento sólo
es su imaginación, cagadas de mosca en una hoja que a veces entretienen y a
veces no.
Y los que llenaron el
bolsillo fue a costa de un matrimonio ventajoso o de la locura: Maupassant,
maldito sin saberlo ni desearlo, sifilítico y dicharachero, acabó loco de atar
pero con delirios de grandeza: en la mesilla de noche de su confortable
dormitorio, quizá en toda la casa, había un solo libro, el Gotha.
De la mano del placer,
el chancro.
La bestia de Maldoror,
vestido de tinieblas, se confunde con la noche negra: Queridos, yo tengo el
alma en el culo; empezad a follarme por ahí y sabréis de mí lo mejor y lo peor.
Ese cuerpo que te
embelesa, esa desnudez mórbida, mujer u hombre su dueño, de la que no puedes
librarte ni un instante, hombre poeta y carnal, viene acompañado de tres
silenciosas y discretas damas de compañía (con su correspondiente carnet de
baile donde registrar tu nombre, iluso bailón): la gonorrea, la sífilis, el
chancro. El estado febril que te posee se halla muy lejos de la inspiración,
del verso más hermoso, más cerca está de lo patológico y del sufrimiento. Pues,
¿qué pensabas? Ser poeta maldito, arrastrar el encanto y la fotografía de tu
identidad por enciclopedias conllevaba riesgos de no poco peligro.
Vistoso aderezo adorna
tu pene, amigo: ¿en qué joyería oriental lo compraste? Esa bisutería mortífera
anda por tres un cuarto: chancros y costras abultan el fondo del saco: no
agotaremos las existencias (a fe mía). Disponemos de una surtida perfumería
para tu tratamiento: mercurio a discreción, hojas de guayaco, el siempre
socorrido azufre con su sempiterno aroma a podrido, el prolongado y apestoso
baño sulfuroso y mil y un cocimientos vegetales procedentes de muy diversas
plantas que han de destruir tu pituitaria en un santiamén.
Hannita: ¿será
necesario emplear contigo el espéculo vaginal? ¿Habrá que mirar por ahí
adentro? ¿No me serás la emisora del diablo? Me la tienen jurada tanto él como
el dios: suelo esconderme con celeridad en un bar Charlie, donde eso dos no
tienen permiso de admisión: dos alcohólicos de mucho cuidado las 24 horas del
día con delirium tremens, en todo
momento jodiendo al personal con sus aberrantes parodias de ultratumba, algo
malo para el negocio y el vino festivo y confiado de los parroquianos que a lo
único que aspiran es a sacudirse las penas de su condición. Los Charlie del
mundo no les dejan ni poner su puto pie en el umbral del paraíso de las copas.
¡A otro perro con ese hueso!
Tú y yo somos uno,
fundidos por el amor, tu curiosidad adolescente y mi pasión enfermiza (¡qué
mezcla!): vayamos de la mano a ese aséptico confesionario (en el pecado está la
penitencia) donde unos y otros de los posibles apestados buscamos la reacción
desinteresada de herr Wassermann ante nuestra incertidumbre humana, demasiado
humana.
Soy de fiar, Hanna.
Antes de la cópula me he lavado los genitales con agua y jabón y una solución
mercúrica y luego le he pedido prestada al poeta yonqui del quinto su
jeringuilla y me inyectado en la uretra una solución al 2 por ciento de
protargol.
Qué no habrás hecho
tú, mi limpia y aseada muñequita azul con su camisita y su canesú.
En lugar del
protargol, me he frotado la vagina con una solución al 10 por ciento de
argirol, pero antes me he dado una ducha vaginal con dos litros de una solución
al 1 por 2ooo de sublimado corrosivo.
En pleno siglo XXI,
¿aún estamos en ésas? ¡Qué prácticas sarracenas! Hasta el VHI empieza a ser
cuestión de simple enfermería, tratamiento que prodigan los auxiliares con las
manos limpias incluso en los ambulatorios de barrio.
¿Siglo XXI…? Querida,
los poetas malditos y las adolescentes de cerúlea faz estamos a caballo de dos
siglos… el del pasado siglo y el de más pasado todavía del pasado siglo.
Entonces, ¿qué haremos
por las noches?, pregunta la ratita presumida.
¡Dormir y soñar,
dormir y soñar!
¿Y cómo atajar la
tentación del varón noble y precavido pero bien dotado, capaz y sano, fresco
como una manzana de otoño?
Tomando un vasito de
leche caliente ó 2 gramos de bromuro potásico ó 0,3 gramos de monobromato de
alcanfor antes de acostarse. Si el impulso varonil persiste a pesar de todo
enhiesto se le introducirá por el culo un supositorio de morfina que relaje
definitivamente sus lujuriosos instintos.
Felices sueños.
Hay que ver la de
cosas que han visto estos ojos en este mundo (inmundo).
Vivimos en tiempos
excéntricos.
Y seres humanos más
disparatados incluso, mudos figurantes que ni de carne y huesos parecieran
aunque andaran tiesos y respiraran el aire que nos da vida: esa cacharrería
digital y vicaria a cuestas les convierte en zombies inaccesibles, puros
simulacros de humanos.
Ah, pero cada uno con
el hombre o la mujer pequeñitos en sus entrañas, un hombrecito y una mujercita
con los colmillos ensangrentados y goteantes, un/a Gilles de Rais-Barba Azul
(visto uno/a, visto todos) que asoma la patita por alguna de las rendijas
pestilentes del cuerpo del humano. La crueldad reprimida, ésa, no muere… nunca.
¿No te bastaba con el
Nerval o el conde de Lautreámont?
De Gerad de Nerval lo
más emocionante además de su pobreza era su equipaje: dos sacos de libros y
papeles cargados a las espaldas. Los arrastraba por los empedrados de París
como un carbonero: bastarán para calentarle las noches de nieve en París. Los
iba quemando, poemas, ocurrencias sublimes, aforismos inauditos,
esclarecedores, mil versos que nunca fueron besos: entraba en calor a pesar de
aquellas desnudeces de su intelecto, cada vez más a la intemperie.
Vida (y noches) de
poeta. En fin.
París, siglo XIX, mata. ¿Qué, si no?
Cualquier cosa, hasta
el cloral.
Estos paseantes
infatigables… terminan siendo fotografías sensacionales en los suplementos y
revistas culturales: Walser: caminatas de 30 kilómetros, incluso bajo la nieve.
Nerval: de Viena a París andando. Así aprenderás a dilapidar tu dinero
estrenando comedias y editando revistas imposibles: 30.000 francos en oro
tirados a la basura. Mereces la horca. (Y horca tuvo.)
Toma tu vasito de
leche negra… y se arroja (poeta maldito con causa) al Sena, que no tarda en
tragárselo, pero ya no en tiempo de poetas: campan ahora mentirosos con pluma
sin rima, diletantes, docentes, pensionistas, funcionarios bien a resguardo de
la calamidad que sobreviene a poeta maldito que se precie.
¿Tú has visto la
estampa de Thomas Chatterton pintada por Henry Wallis casi cien años después de
la muerte paupérrima del poeta, transfigurado el adolescente por la gloria
futura, con los versos en la mano, imitador descubierto de épicas antiguas,
suicida a la tenue luz de la luna de agosto?
Y todo para acabar en
un agujero.
(2005-2007, años de la
Formación Espiritual de Hanna Schmidt Roser: ahora los incineran sin mayores
ceremonias, se libran así de la fosa común, del osario revuelto de genios al
cabo de los siglos:
¿Ves ese hueso de ahí,
entre un fémur y una calavera?
¿Entre tantos miles de
ellos me señalas ése precisamente?
Pues es de Cervantes,
para que te enteres.
Y se dio por enterado:
así que Cervantes…
Este Nerval, estos que
se ahorcan, suelen ser gente de poco humor. Son de mal vino. Nada de alegrías
(aunque dejan el esqueleto completo: los esqueletos son algo muy gracioso,
siempre parece que se van a poner a andar de un momento a otro, y siempre con
esa sonrisa dentuda, y la calvorota luciente).
Prosigue la lista de
degraciados.
(¡Caramba con la niña
Ducasse!)
¿No te basta con
Nerval?, ¿con Rimbaud? Te hablaré de
otro que tal, menuda pieza aquel Hörderlin, otro andariego de mucho cuidado; en
el zurrón pan y queso, algunas nueces: del sur de Francia a su Alemania natal
en jornadas de siete leguas: grandes y trágicos sucesos sucedieron en aquella
larga travesía. Luego, a poco de alcanzar el país natal, sobreviene el destino
que le aguardaba al final de la carrera: recluido orate perdido en la Torre
junto al Neckar de mansas aguas. Allí mantendría sesudas conversaciones con un
tal Scardanelli, quien probablemente era el diablo reflejado en el fantástico espejo
de sí mismo: quien sabe con qué imaginerías procuró distraerle ese invitado de
piedra durante los treinta y siete años que duró su locura hasta la muerte,
hasta que la guadaña le empujó al otro lado del espejo, más atrás del suyo, un
paraíso de adanes y evas sin taparrabos, inocentes e insulsos carnosos,
inoperantes como el primer cielo lejos de astros y estrellas, único, sin
suposiciones ni cálculos, más allá de una vida tan simple: la noche y sus
curiosidades: ¿qué será todo aquello, esas lucecitas? Él, que sólo pedía un
verano y otro otoño para que madurara su canto y, luego, la muerte sin
protestar: las parcas le concedieron el tiempo y le despojaron de la palabra.
Joven, usted llegará
lejos, le decían a Nerval el infatuado Goethe y sus primeros editores. Razones
habría para ello, pero tan lejos que llegó: nada menos que hasta la calle de la
Vieja Linterna: Colgaba como una salchicha puesta a secar… con semejantes
fríos, los de enero parisino, capaces de convertir un cadáver en puro cristal.
¡Buen Guignol, siglo XIX!
¿No había un tiempo
para la travesura?
¿Siendo tan mayor?
No era un maldito
entonces: sólo soñaba ser poeta, escribir el drama que le hiciera rico hasta la
eternidad.
A veces entretenía su
ocio con pequeñas maldades. En la casa de abajo los vecinos tenían una pecera
de mármol con peces rojos sobre el alféizar de la ventana. Tipos religiosos,
acudían a misa en fiestas de guardar. Un domingo por la mañana, mientras sus
vecinos rogaban por sus almas en el templo, nuestro amigo Nerval pescó con una
caña los peces y los sustituyó por peces negros. ¡Milagro, milagro!, exclamaron
los creyentes a su regreso de la iglesia, aún con los pasteles de la sobremesa
en la mano.
¿Qué no mudarían a
negro su color a causa de vuestros pecados, buenos, corrompidos e hipócritas
burgueses?
Y había un tiempo para
el amor.
No era tan loco
entonces: se enamora de una actriz: compra el más bello lecho con columnas de
París (el primero donde se acostó Margarita de Valois) para su amada gastándose
buena parte de su fortuna, que nunca fue mucha aparte de su talento.
¿Serían verdad
aquellos amores? ¿O sólo eran estrategemas pueriles y deliquios de poeta?:
Cuando aquel que ama
es mudo, la que es amada es sorda.
Una especie de comedia
de los errores.
(El amor de los
poetas, de los poetas malditos, se desangra hasta el espasmo final por la punta
de la pluma sobre el papel: al extinguirse la tinta, muere el amor.)
Ella tenía el perfume de las rosas de Ofelia.
Acabado el amor,
llegan las aberraciones, la absenta, las noches lúgubres, la pobreza.
Nobles como el sol y pobres como la luna, dice Ramón Gómez de la Serna que dijo Houssaye que había oído a un poeta español cuando les echaron a él y a sus compadres (Nerval, Gautier) de la buhardilla que ocupaban
.
Nerval ha emprendido
el viaje a la locura: deja secar la tinta en el tintero, nada escribe, habla a
los muertos.
Quizá no fue la locura
sino el frío lo que lo ahorcó. Momentos antes había llamado a la puerta de un
asilo para vagabundos. No le abrieron. No supo que hacer. Matarse es una
solución. Y lo hizo (sin quitarse el sombrero ni los zapatos de charol).
Todos tenemos penas,
pero las de alguno andan por su cuenta.
Lo dijo Frida Kahlo:
Quise ahogar mis penas en alcohol, pero las muy putas aprendieron a nadar.
Je suis le Ténébreux, le Veuf, l’Incoinsolé.
No me preguntes por
qué tengo tanta rabia en el corazón.
Hasta había escrito su
epitafio mucho antes de aquel 25 de enero en ese París de siempre que mata a
los poetas:
Una noche de invierno
me fue arrebatada el alma.
Se fue de la tierra
maldiciendo: ¿para qué he venido?
Ah, joven Hanna, ya
veo tu gusto por lo maldito. Acabarías de buen grado yaciendo junto a aquel
desgraciado querido del dolor, hijo de la desdicha del que ya
nos ocupamos, Chatterton, desearías que junto a él te sorprendiera el amanecer
brumoso y sofocante de ese Londres horrible de agosto, partir al alba para
alcanzar las estrellas del más alzado
Cielo.
¿O preferirías
ahorcarte entre los copos de nieve del invierno parisino? ¿O tísico en un
Madrid de perros?
Deberías desviarte del
camino, bien está que los poetas mueran jóvenes, arruinados como ratas,
enfebrecidos no se sabe si por la enfermedad o la inspiración, pero… ¡ser
alimento de sádicos! Se diría que los morbosos lectores poema a poema les chupáis
la sangre hasta dejarlos exangües, tuberculosos, anémicos.
La poesía tiene un
aire de cochambre en algunas épocas (siempre tan voltarias), de porquerías
asociadas, pero también de sublimidad… a la que puede unirse, por qué no,
también la idea de una muerte romántica.
¿No asomaba lo genial
con alegría?
Te cambio Shelley por
Nerval.
Te cambio Keats por
Rimbaud.
Te cambio Bécquer por
Lautréamont.
Te cambio Gil de
Biedma por Celan.
Hecho.
Todos estos poetas
momentos de alegría hallarían, pero qué languidez, qué afasias del espíritu:
tres de los sustitutos de los monstruos murieron jóvenes, y el cuarto se reía
del diablo con una copa en la mano y una reputación más negra que un sótano a
oscuras mientras el sustituido por él se despedía del mundo poemas atrás antes
de que la muerte floreciera (una sola vez): el dolor duerme con las palabras…
Pero no te extingas del todo como otros hicieron antes que tú, antes que yo…
Deberían aprender a
versificar a martillazos. (Bien, uno
lo hace con un cinismo a prueba de balas y termina convirtiendo sus versos en
cascajos: alcohol, sexo y nocturnidad.)
Enterrado Nerval (a
perpetuidad), no cesa el lamento del poeta: murió Adonais y lloro por su
muerte.
El dolor enloqueció a
la joven primavera.
Pero, la muerte ha
muerto, no Adonais.
Ve, tú también,
cantor, a Roma, paraíso, tumba de poetas, recitadores sin fin.
La lápida que
identifica a un frustrado atracador de bancos convertido en poeta, bohemio,
ladrón de libros, beatnik, autoestopista, Gregory Corso, se halla no muy lejos
de donde yace tu amigo, cerca de las margaritas y violetas silvestres bajo las
que tu cuerpo reposará no mucho después, muerto por agua, elemento donde se
escribe el nombre de los poetas, al decir de Keats.
Estos poetas de la
melancolía son trágicos a su pesar. Mueren, quizás, sin haber traspasado
ninguna de las rayas rojas que conducen a la locura. Enferman y mueren jóvenes.
O se ahogan. O mueren en plena exaltación sin desear lo más mínimo la llegada
del barquero terrible.
Se diría que el pobre
Chatterton sólo nació para ser representado como pálida figura, yacente en la
pintura lunar de Wallis cien años después: ¿quién pudo ayer u hoy leer a ese
desdichado adolescente?
Respecto a los dos
exilados en Roma…
Ninguno de esos dos
jóvenes poetas románticos que ahora reposan en el cementerio protestante de
Roma quería para sí la fatalidad. Keats sobrevivía de las hemorragias que le
ahogaban al costado de la ventana que recaía a la fuente de Bernini, escribía
sus últimos poemas en la habitación con dibujos florales en el techo de una
casa de color rosa alzada en una de las esquinas de la Plaza de España, junto a
las escalinatas que suben hasta la iglesia de la Trinidad del Monte.
Hanna, vas del brazo
de poetas. Yo soy tu Virgilio. Me debes El Nuevo Mundo que se abre a tus pies.
Esas deudas me las he de cobrar: tenemos muy poco de románticos los tipos como
yo.
Todas esas gentes en
taparrabos de colores que sentados en los escalones de la Plaza de España bajo
el sol romano zampan trozos de pizza y hamburguesas y se echan al coleto
decenas de latas de cerveza fría, nada saben de John Keats y Percy B. Shelley,
y mucho menos de ti y de mí. Están en Roma, eso es todo, y mañana invadirán
Florencia y atascarán las carreteras de la Toscana o enmierdarán todavía un
poco más Venecia… y tal vez tampoco sepan mucho acerca de sí mismos, al menos
hasta que dejen de trotar por esos mundos de los que toda imaginería han de
confundir en sus retinas sofocadas de tanto peregrinaje sin sentido cabal y
retornen a su anodina domesticidad: De manera que esto soy yo, se dicen
entonces cada mañana al mirarse al espejo, antes de poner pies en polvorosa
camino del trabajo o, cansinos, volver a arrellanarse, jubilados ellos, en el
sofá de todas las horas.
Keats, autodidacta del
poema y de la vida. Era ardoroso y al decir romántico, cuando se exaltaba, que
era a menudo, vibraba todo su ser, sus ojos llameaban, sus mejillas se
coloreaban, temblaban sus labios abiertos, prestos a la declamación. La Roma
clásica brotaba a cada instante bajo los rayos del sol, emergía de la tierra
sucia y degradada por la carencia de los siglos posteriores. ¿Roma? ¡Diablos,
la Roma que cultiva el gato y la meada! Qué lejos esas visiones de candoroso
poeta inglés y algo pacato de la mirada vieja, quevediana, de otro poeta
español que anduvo por Roma, peligro para caminantes, sin que los clasicismos
que embargaran su alma ocultaran mella y despropósito, sin que el mármol y los
bronces del pasado cegaran con su deslumbres ese sucio y maloliente Trastevere
o cualquier otro barrio de la urbe degradada bajo la marea tóxica turística y
oxidado por los años de miseria y la dura supervivencia por el sórdido trajinar
de sus pobladores en busca del condumio cotidiano:
Verás entre meadas y meadas,
más meadas de todas las larguras:
unas
de perro, otras son de curas
y
otras quizás de monjas disfrazadas…
¿Y qué has de ver en derredor?
Perchas,
peroles, pícaros, patatas,
aves,
lechugas, plásticos, cazuelas,
camisas,
pantalones, sacamuelas,
cosas
baratas que no son baratas…
Ah poetas románticos,
de tisis galopante inspiradora y maneras de caballero, sabed en buena hora que
si tanta admiración por tanto arte le
sirve a Roma para devorarte, pasa por Roma como pasa el viento.
Pero Roma también es
el agua de las fuentes innumerables.
Tanto gato…
Pero gato que entraba no salía,
muerto en la trampa de mis diez zapatos.
(A gatas por Roma.)
(El título de un libro
con las páginas en blanco.)
(Buen título. A
rodar.)
¿Le gusta a usted
Keats, pequeña suiza-española?
¿Por qué miran el
mundo distinto?, preguntaste.
Toma asiento en el
sillón junto a la izquierda de la ventana. Ponte cómoda: todo esto es una
educación sentimental, la que yo tuve; intelectual ha de ser la tuya, tanto han
cambiado los tiempos. O, al menos, acordemos emociones, al cabo serán las de
los dos. ¿Ves todos esos rimeros de libros llamados de bolsillo que casi
alcanzan los techos? Aunque maltrechos, se han salvado de todos los naufragios.
Observa sus cubiertas frágiles, mal dobladas, manoseadas. Qué putada que tanta
cantidad de volúmenes de escaso precio y tan gran valor literario estuvieran
encuadernados a la americana. Te quedabas con las hojas en las manos, volaban
hasta el suelo, se desperdigaban aquí y allá, se desbarajaban. Encolado del
demonio. Ni siquiera de diente de perro, ni la menor decencia. Sin embargo,
repásalos, examina sus títulos, sus autores, sus portadas enigmáticas y
fascinantes unas, simbólicas otras, literales o sobrias como su precio las más:
Castalia Clásicos, Alianza, Barral Editores, Austral, Labor, Guadarrama, Júcar,
Edhasa, Akal, Star-Books, Siglo XXI, Monte Ávila, Arcos-Vergara, Ariel,
Plaza-Janés, Anagrama, Tusquets, Crítica, Seix-Barral, Taurus, Los libros del
mirasol, Cuadernos para el diálogo, Emecé, Península, Lumen, Edaf, Grijalbo,
Laia, Ediciones de Bolsillo, Destino, Sudamericana, Turner, Cátedra, Losada,
Aguilar, Sur, Fernando Torres Editor, Luis de Caralt, Bruguera (a estos nunca
pude seguirles el ritmo: una verdadera industria titular cada quince días…)
Pues en tales
industrias, Hannita, te endosamos una educación a lo Waldorf, a las gracias y
desplantes divertidos de Montessori: brinca más que leas, al patadón dadaísta:
¡Después de nosotros, la blenorragia!
El cóctel completo,
sin miramientos ridículos que para nada sirven a estas alturas de la instrucción:
no bowdlerizaremos ni a Sade: a la trágala, como el mismo Lautréamont, Miller y
Masoch.
Soy tu algoritmo: te
predetermino, te hago, te teledirijo, y sin remordimientos cristianos o de
cualquier otra especie surrealista: todos los personajes de ficción tienen una
conciencia artificial.
De lo maldito y lo
trágico a este paso acabaremos en el misticismo. San Juan de la Cruz, padre de
todos ellos, concibe los versos precisos para cualquier epifanía de cualquier
tiempo y son menos de mil, unos centenares. Ni siquiera echa mano de la
tuberculosis o la fatalidad: le basta su celda interior, un vínculo tan férreo,
tan invisible, tan imposible de materializar, que es imposible quebrarlo.

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