Jugábamos con las ventajas que el dinero nos permitía, lejos de los desahucios de la época. Tal vez la enseñanza no fuese sino un diletantismo disfrazado, una distracción necesaria, pues no es bueno que el hombre esté mano sobre mano. La desfachatez estaba a la vuelta de la esquina: el Brell síntesis de los dos, Brell el Viejo y Brell el Joven, hizo de sus defectos el instrumento paradójicamente perfecto para prosperar mientras otros perdían el tiempo tratando de hacerlo desde sus virtudes y habilidades.
Los años sesenta,
prodigioso embeleco: acabamos en la luna… de Valencia.
Tú acabaste solo,
padre.
Cómo tú acabarás.
(Cierras los ojos en
el sueño eterno… y el mundo acaba.)
¿No se destruye todo
al final? Nunca debería ser antes de hora.
(Jugando un día gris y
frío en una playa desierta, Benimar, por ejemplo, en Nazaret, al sur de la
ciudad, con un balón de playa Nivea más grande que tú.)
¿Solo?
¡Solo!
Pues bien, como dicen
los italianos: poca brigata, vita beata.
Acabarás de flecha en
la OJE…, enano respondón: Prietas las filas, recias, marciales…
Primero las arañas y
ahora… los tambores y la boina colorá.
Decididamente, padre, eres un sádico sin remedio ni penitencia.
Acabarás jurando la
Promesa.
Desperta ferro, la espada junto al labio
Desperta ferro, la espada cara al sol
Soy almogávar y soy doncel de España…
Fuese. Escondióse en
lo más profundo y aterrador del ficus. Olvidóse de su padre, de la OJE, de la
patria, de las arañas disfrazadas de cura tejiendo sus cárceles invisibles, de
su miserable y dura existencia de los doce años: templo y ficus lo tenían
agobiado a nuestro flecha:
dicharachero en el templo; recogido y espiritual en el ficus, muy libre en sus
sueños. ¡Santas contradicciones!
¿Se puede saber que
encuentras en el ficus?
Todo lo que no puede
encontrarse fuera de él. Es el desván mágico y el almacén del mundo de las
cosas viejas en tanto que son cosas viejas y de las cosas nuevas en tanto que
son cosas nuevas. (Y en el futuro: internet.)
¿Eso es todo?
Podría extenderme
un poco más, sí. Una apología del
verdadero misántropo, aquel cuyos actos demuestran con creces su asco por el
ser humano tan fugaz (a la postre).
Una película: puedo
ver cuánto me dé la real gana, cuando quiera, en color o en blanco y negro, con
sonido o sin él, y todo a deshoras, aquí te pillo, aquí te mato, como el pensar
al tuntún.
(Tuvo un troll que le seguía de foro en foro en
plan matador bastardo. Lo seguía hasta por el interior del ficus. Ya ves. Así
que se enfadó nuestro hombre y en el primer chat
que le salió al paso el perseguidor, cabreado lo fulminó en bastantes menos
caracteres (balas) de lo necesario: Chaval, ¿por qué no te operas? Lo tuyo es
un tumor maligno en el cerebro (lado izquierdo).
Blayet, ¡deja la
pilila en paz!: el padre Octavio, violento celador (y a solas, a oscuras,
manoseador incansable de monaguillos acobardados, blandos, pálidos como la
cera), anda próximo, ruge cuando descubre nuestras manos debajo del pupitre:
Pues no sabéis que los efectos desastrosos de la impureza son el embobamiento
de la mente hasta producir a veces la idiotez y la locura, la ceguera… ¡Vuestras
bajas pasiones son fuente de graves y asquerosas enfermedades, y ocasiona
muchas veces la muerte entre terribles dolores y rabiosa desesperación!
¿Cuándo empezó a hacer
el amor con otras mujeres valiéndose del cuerpo siempre fácil de Paula?
Cerrados los ojos, palpaba con las manos a Esa Mujer que era todas las mujeres.
Y respecto a aquella, ¿cuándo adquirió el pene de Boceto una entidad universal desprovisto de nombre y de rostro, un
falo tieso, duro y capaz al que le sobraba todo lo demás, el continente cada
día más borroso del que nacía ese apéndice hinchado merced a aquel prodigio
circulatorio de la sangre? Le bastaba con su pene, sin rostro ni nombre, que era el pene de todos los tíos.
Porque, ¿qué es
ahora don Ignacio Brell, el niño del
ficus pero fuera de él?
¿Qué era ahora?,
alguna de las penosas versiones del hombre que ya señalaran no sin resignada
decepción Pavese y Musil: al paso del tiempo uno se convertía a los ojos de su
mujer en un trasto doméstico, según afirmaba el italiano, o en esa patética
figura que dibujara el austríaco: en la intimidad de la noche, ya en pijama y
zapatillas, sólo le queda el carácter; ante su esposa no hay nada que le
defienda de la conmiseración, ni sus conocimientos, ni su habilidad profesional
ni sus ganancias, corre un riesgo fatal toda su persona.
Al mediodía se esconde
(lejos del ficus) en las tenues luces de un
restaurante chino. Zampa la ternera con bambú y setas sin perder ojo de
la parca dorada dando vueltas en el acuario de reflejos verdes. Esas plebeyeces
(la ternera con bambú y setas, la parca dorada e inquieta navegante, el reflejo
verde), de cuando en cuando, distraen su ánimo, le alejan de ciertas nimiedades
(no por ello menos enojosas e hirientes), se olvida hasta de sí mismo al cabo
de las tres Voll-Damm y los dos grasientos rollitos fritos de primavera.
Sé
padre y comprenderás. Brell el Viejo, 1967:
Esta noche toca el
coco, el hombre del saco…
¿Y eso…?
Estos
niños me han salido unos pajilleros de mucho cuidado. Listos que son: semen retentum venenum est. (Boceto, aún al margen, tengamos la
fiesta en paz, pregunta a sus hermanos de qué va el asunto; estos enrojecen,
bajan la vista al suelo, se tocan las espinillas que acribillan la piel
macilenta de las caras y se dan media vuelta sin contestarle: enano de mierda).
Mil
años después, al conocer a Paula:
Vaya, hombre… Esta
también tiene cara de haber leído El
Principito.
Y es que, en realidad:
Iceberg: Yo muestro el 90% de lo que debería estar bajo el agua… El otro 10% es
lo que tú crees que ves.
1969:
¿Quieres volar,
chaval? ¿Cómo Ruano? Volando, volando.
Padre, ¿qué es España?
Y su padre enviaba al mierdecilla con el plumero en la mano a sacudir el polvo
de los tomos del inmisericordie Lafuente.
Defecto de origen… de
nación: tú y España… ¡menuda componenda!
Violaciones, muerte
por doquier, pillajes, crueldad salvaje, incestos, adulterios, rabias cósmicas…
¿A qué distraer la mente más allá del ingente centón bíblico?
Leyó Arroz y tartana, de Blasco, a los doce
años, para saber de ese fragor incesante que le envolvía a todas horas, esa
Babilonia: ¿de dónde procede la algarabía? No descubrió demasiado: una Valencia
que arrancaba en Navidad y se detenía en otra Navidad, y supo de sus manías,
fiestas y alimentaciones, sus demasiadas calles, o los demasiados nombres de
las pocas calles.
Padre, el mundo no me
entiende… y eso me hace un incomprendido y un infeliz… Me sume en una gran
desdicha.
Pues habla y escribe
en esperanto, mierdecilla llorón.
Y se quedaba como el
niño rústico de allende la provincia delante de los Santos Juanes,
boquiabierto, mirando el pardalot
mientras su padre tomaba las de Villadiego y allá se las dieran todas al hijo
(y en el mismo lado): ya lo recogería un alma caritativa, le limpiaría los
mocos y no dejaría de meterle un mendrugo de pan en lo sucesivo: Valencia era
de huerta feraz, gran abundancia y urbe harto espléndida, mucho pan.
Ya no nos basta con
vivir, tenemos que vivir de determinada manera para que la vida no nos sepa a
poco.
Leía los poemas (de
cualquiera, Quevedo, Aleixandre, Guillén, Cernuda…) y era como si el tiempo,
las horas, se pusieran a bailar en torno a él.
Remedando la locución
popular, y no muy lejos de su temática de una pretendida igualdad: ningún poeta
es indispensable, pero algunos de ellos son más indispensables que otros (lo
juro por Dios).
A algunos el estudio
de los filósofos y sus obras les lleva al descreimiento absoluto; a otros,
sorpresivamente, les urge a crearse un dios.
¿Qué significa Paul
Klee para el viejo Brell? La soledad y la muerte… y sus antídotos, el arte, la
música, la literatura, el cine…
Arrastras un tipo
atado a tus espaldas al que no puedes absolver: demasiadas infamias y, quizás,
muy pocos castigos. En lo que a él respecta, el pasado es la herida siempre
abierta desde el nacimiento; en cuanto uno abre los ojos, comienza a sangrar.
Para Brell el Viejo el
mundo volvía a ensancharse, se tornaba de nuevo indescifrable: de lo que más
constancia tengo es de lo que no sé, y lo que sabía lo voy olvidando. Perfecto
para la muerte, ya vas retrocediendo, se aligera la espesura de los sesos…
Se había provisto de
decenas de manuales de resistencia para casi todos los órdenes de la vida. Aprendía a apretar el gatillo con mira
telescópica o sin ella. Y disparaba a matar.
Ah, joven Brell…
Copiarás 1500 veces: He sido un niño malo.
Y es que en este tipo
no existe ningún ignorabimus: un día
de su vida nos cuenta todo acerca de él.
Eres demasiado tú
mismo. Deberías contaminarte. Mezclarte con otros yo… Eres demasiado tú, y eso te pesa más que el mundo.
¿Qué hacía él
escondido en el ficus? Reprochaba al mundo su inmundicia, el patetismo de sus
habitantes más lúcidos:
Padre, eres un hombre
isla, tu aislamiento (¡que ha de ser el tuyo!, tronó la voz desde la oscuridad
de Kromborg –o desde la claridad, da lo mismo-) es tan absoluto que me causa
pavor: Dios no existe, la Naturaleza no te importa y tus Semejantes te
repugnan…
¿Qué hacer, pues?
Mano sobre mano, y
verlas venir.
¿Por qué creer en
Dios, padre? Ya tenemos a los Reyes Magos…
De Oriente… Bien
pensado, mierdecilla.
Vayamos por partes.
Ab ovo: por el principio… y no in media res.
Ambas razones te
asisten por igual: todo es ficción… ¿por qué no habría de serlo el propio
texto, la escritura más ficción
todavía que la historia que relata? Como fuere, todo artificios en el arte
marrullero del cuento.
En tales momentos se
sentía totalmente abatido, hasta experimentaba un profundo asco a sí mismo:
Ojalá fuese jorobado, pensó en pleno envilecimiento, recordando a aquel sórdido
personaje de Mann que deploraba no serlo.
(Con arenilla de la
salvadera rocías tus exabruptos, tus ocurrencias descerebradas, tus mentiras,
tus confesiones… cuando deberías quemar de inmediato esas locas e inútiles
páginas.)
¿Qué lees,
desgraciado?
Los cuentos de Mamá
Oca.
Tremenda colección de
horrores.
Bonita colección de
moralejas.
¿Y qué más da? ¿Aún no
hemos comprendido todos que la cuestión es pasar el ratiro?
Siempre
buscando el defecto, la arruga, el flanco descubierto donde meter el pico de la
espada… Un tipo frustrado.
Le gustaban los poemas
de Borges, confesó inadvertidamente (0 acaso perfectamente consciente de la
baladronada.)
¿Borges… poeta? En la
poesía de ese hombre sólo había cálculo, palabras, todo pensamiento, poca
emoción, lejos de la pasión… Palabras sabias, efectismos filosóficos, síntesis
legendaria, pero sólo palabras. Ese hombre nunca hubiera podido ser poema. Se
inventaba otro para escribir poesía, apelaba a lo antiguo, se fingía, ningún
sentimiento, apelaba a lo mentale.
¿Qué lees,
desgraciado?
(Algo se trae entre
manos.)
Lejos de la luz, en el
profundo agujero, el sol en ninguna parte, que nada explique de ti para jamás,
hombre oscuro; si acaso, excepcionalmente (pero todos los días) acariciado por
la luz Charlie, por el silencio Charlie, por la sonrisa discreta Charlie, luz tenue,
enmascaradora: escancia, cobarde.
Ni siquiera leía ya El Viejo Topo, que se había ido a la
India para no volver… ¡Raras conversiones!
Née Ignacio… Bonito comienzo, a lo Balzac.
Qué vientre más
inspirador, el ficus.
Paula duerme. Yace
junto a ella. ¿Soñaría ella, Gran Poetisa, como aquella otra del relato de K.
en sapos, perros negros y cadáveres de ahogados?
Qué sugeridor…
10 de octubre de 1973:
Redacción (con la
ayuda inestimable de JD., futuro negro y desinteresado colaborador de revistas
algo apodícticas y del todo efímeras) sobre La Conquista de América Por Ignacio Brell Gay, 3º A.
Acabada la batalla, el conquistador aún con la espada en la
mano dispuso los dos corazones todavía tibios y sangrantes sobre la piedra
plana y lisa: aunque eran distintos, alguna irregularidad, algún matiz de
color, una ligera variación en el tamaño, el corazón de su compañero de armas
también conquistador era lo mismo que el corazón del indio, un simple despojo
que pronto se pudriría bajo el sol poderoso que del cielo azul se cernía sobre la
tierra del oro la tierra.
(Vivales, no atosigue,
elimine, elimine…)
Supo muy pronto que un
ser demasiado básico, y él lo era sin duda a pesar de toda la cacharrería
intelectual que lo abrumaba, nunca encontraría soluciones ni hallaría las
respuestas auténticas que lo condujeran hacia alguna especie de clarificación
de lo transcendente, de modo que los restos de inteligencia que aún podía
suponerse a sí mismo debería emplearlos para hacerse con un modelo de vida, un
modelo de conducta que le permitiera adaptarse a todas las vicisitudes diarias
que iban a salirle al encuentro a lo largo de su existencia. Por desgracia, una
vez resolvió, y de forma permanente, su situación económica, sus buenas
intenciones acabaron revueltas sin orden ni concierto en el fondo de una
botella.
Charlie, no he de
pasar a la posteridad, de modo que lo doy todo por perdido: soy guapo, toco mal
la guitarra y ni siquiera me he muerto a los 27… ¡Qué desastre!
¿Qué lees,
desgraciado?
No me importa que los
libros sean baratos, viejos o en rústica, de tapas blandas y tipografía
vulgar, siempre que los pliegos estén
cosidos. Odio los libros con las páginas encoladas, en todo momento al borde de
la baraja del desahucio, del desbarajuste, de la pérdida.
Ah, Diadorín engañador,
ahora sé por qué tanto me atraías.
Qué de lecturas, qué
de artificios, que de embustes maravillosos bajo la capa de un nuevo lenguaje
inventado y una mente reinventada a cada página.
El primer diálogo
serio que tuvo con su padre fue al regreso de su primer viaje a París:
¿Por qué has comprado Rojo y negro… Tenemos en casa seis
ediciones.
Todas tuyas… Y yo
quería tener la mía, mi edición.
Entonces su padre le
miró, creo que por vez primera, con cierto interés.
Pero la vida… ¡Por
dónde termina llevándote!
Paula, la sin par
guionista ahora un punto cruel, malvada a causa del segundo Martini:
Yo, señores
televidentes de la hamburguesa y la pizza a rebosar de grasas saturadas
enmarranadas por los mil gases de los tubos de escape en su viaje de ida en
moto, vivo en un mundo vegetal, al contrario que vosotros, cerdos carnívoros,
que tanto me admiráis y disfrutáis con mi programa de prime time tan lleno de podredumbre como vuestras panzas. Yo, que
entretengo las miserables noches de
vuestras vidas.
Blasfemo en su refugio
sin tráfico ni transeúntes, a salvo del torbellino ciudadano del día, y sin
embargo… tan cerca:
Cuando pienso en todos
esos pobretones víctimas de la maldad de Dios…
Ficus: allí donde la
luz es una fantasía y él nunca pudo dilucidar si procede de la última cerilla
prendida de la fosforerita o la producida con la caja de yesca que mercadean
miserablemente entre el soldado y la bruja:
En aquellos remotos tiempos,
en que bastaba desear una
cosa para tenerla…
(Ya no puedo regresar
el pasado, me lo impide la hojarasca del presente.)
¿Qué lees,
desgraciado?
Más bien regocijan mis
oídos.
En los setenta, está
bien Serrat… también Lou Reed o Pink Floyd.
Está bien Triana… y
King Crimson.
Está bien el Starman de David Bowie… y Cecilia.
¡Qué lecturas profanas
y débiles!
Pero ahora él es un
lobo de mar que no tenía ni una caña de pescar (a saber donde acabarían las de
su abuelo joyero que fue pescador-ciclista-ferroviario-putañero) ni sabía
nadar… pero atesoraba como un niño su colección de cromos las obras completas
del señor O’Brian… que alternaría en unos pocos años más con las del señor
Conrad y los folletines de la tetralogía El
mar, del señor Baroja.
(El señor Pío Baroja
resuelve las cosas con determinación, por las buenas, así como así, sin
escrúpulos de ninguna clase que paralicen su pluma electrizante y andariega,
por eso le gusta tanto a nuestro lector extravagante:
En algún puerto del
Caribe dos desconocidos, pues acaban de verse por vez primera en su vida, una
dama y un marinero recién desembarcado, enfermo, caído en el suelo, sostienen
este breve diálogo:
¿Qué le pasa a usted,
amigo?, pregunta la dama.
Nada, que me estoy
muriendo de fiebre.
Pues véngase a mi
casa.
Y allí que se pasa
todo un mes el piloto de altura mirando por la ventana y comiendo de gorra a
expensas de la desconocida.
Y es que las mujeres
tienen en ocasiones ocurrencias raras, como apunta nuestro novelista
impertérrito unas líneas más adelante.)
Porque yo arremeto con
las palabras, sabe, con la mano de lanza, y golpeo lo más duro a la tecla
infame.
¿Escribe a máquina con
una sola mano?
Y basta con ella,
lanzada al bulto.
¿Quién te hubiera
gustado ser? ¿Corín Tellado…? ¿Gloria Fuertes? Amplía el campo de acción:
Barbara Cartland, Daniel Steel, Rosamunde Pilcher…
¿Qué tal Enid Blyton?
Pero que sea un libro
con ilustraciones, que diría Alicia… Liddell.
Ah, el escritor
frustrado… que no escribe: Lo he intentado todo, la pluma de tinterillo, la
estilográfica, el bolígrafo, la Cónsul, el ordenador… Nada, ni una palabra…
¿Cómo explicarse, pues?:
Cada imagen de mi vida
exige una cartela para su comprensión.
Si al menos fuese un
escritor fracasado… ¡Pero ni siquiera escribir, qué fatalidad!
¿Qué lees,
desgraciado?
Enid Blyton (o así…)
Hemos vuelto a las
andadas, tan calentito aquí en invierno, en la panza del ficus; tan fresquito
aquí en verano, en la panza del ficus…
El caso del hombre sin nariz pero con sombrero y dos manos
muy grandes y dos pies también muy
grandes.
Hum, pensaba Goon,
estas huellas son de hombre… y son de un hombre con una medida de zapatos
descomunal. ¡Ya te tengo, idiota! ¡Tú mismo te has delatado!
Agazapados tras la
esquina, los Cinco contienen las risas a duras penas al observar al crédulo y
torpón Goon con la lupa en la mano, inclinado el corpachón sobre las huellas en
la tierra mojada. Larry sostiene una enorme bota vieja hallada en un vertedero
y que hace escasos minutos ha utilizado para imprimir la suela en el camino
embarrado que conduce al cobertizo del señor August.
¡La que se va a
armar!, exclamó Best en voz baja.
¿Qué lees,
desgraciado?
¡Qué voy a leer como
niño listo que soy… y no de Blyton!
Index librorum prohibitorum… ¡Genial! Un divertimento impagable.
Qué
de inventarios Brell…
Y
en la cola: Historia de los heterodoxos
españoles, del fantástico bebedor de anís don Marcelino Menéndez Pelayo: el
libro más esclarecedor que se ha escrito jamás acerca de la mejor España, la
oscura, la herética, la rebelde, la poblada por aquellos tipos estupendos que
se atreven a pensar por sí mismos: he ahí reunidos en sus páginas los más
grandes españoles nacidos en la patria non
sancta. ¡Qué magnífica historia patria! Como bien anuncia su autor, cuantos
extravagaron en cualquier sentido de la ortodoxia encuentran cabida en este
libro con mil espoletas prestas a hacer fuego a cada línea.
Qué
tío, qué fenómeno don Marcelino, ¿a qué andarse con rodeos y martingalas: Si
otras ideas pugnan con las mías, sólo he de condenarlas y en nada han de
quedar.
¡Por
éstas! ¡Y embiste como un toro hispano hijodalgo.
(Y
una copa de anís.)
Charlie,
¿o he de llamarte Perales?: el polígrafo bebedor de anís, martillo de herejes
donde los hubieren, sentencia lo que hay que leer y lo que no hay que leer, con
lo cual, naturalmente, uno ya sabe de sobra todo aquello que va a leer que no
debe ser leído lleno de errores blasfemos y escandalosas herejías. En resumidas
cuentas, todo aquello que enriquece a un buen lector, alegra los ojos, ensancha
el ánimo, acrecienta el goce intelectual, alienta la creatividad, educa las
maneras y fomenta las buenas intenciones.
¡Qué
mal ejemplo de elocuencia tribunicia!
¿Qué
pensarías, buen Charlie, si las copas no te abonase al contadón como ordena el
primer mandamiento del borracho? Fraile soy, y los frailes son exentos,
mascullaría por la bajo y con sigilo, encubierto entre las sotanas grasientas y
con lamparones sospechosos, qué digo sospechosos, culpables de todo punto,
procuraría como buen católico hijoputa escabullirme de la cuenta, abultadísima
ya a estas horas de la noche.
Pero
tengamos la fiesta en paz, que aún anda la faltriquera medio llena y me cisco
en todos los ruines escapismos: escancia cobarde.
Y
usted, Brell el Viejo, ¿no ha tenido nunca tentaciones de esconderse en el
fantástico, inconmensurable, protector y tibio útero del ficus?
Cumplidos
veinte años, el panorama a su alrededor no era demasiado envidiable… Nada
alentador, si uno se pone a pensarlo.
Hombre…
¿Qué
ocurre? ¿Acaso le gustaban aquellos años, aquellos cuarenta siniestros? Muelas
podridas, estómagos enfermos, pechos acribillados por los virus, miradas
vacías, expresiones adustas, sabañones y hambre, mocos a toda hora, y al remate
tiros en la nuca…
Café,
copa y puro, y veinticinco años, encarrilada la carrera académica y doña Carmen
Gay Giner a la vuelta de la esquina, o bajo la pérgola de Viveros: todo en el
orden divino (aunque antes, unos pequeños placeres irremediables: ah esas
pequeñas mujeres insustituibles, la puta española, esas que tienen el corazón
en el cerebro y el coño en tu billetera).
No
subrayemos. No se precisa el rayón. Sea todo en minúsculas. Ni violines ni
trompetas.
Esta
historia no requiere una orquestación emocional: basta con lo más natural,
música diegética, blanco y negro, y el frío, y el miedo, a pesar de que uno se
halla a salvo de lo malo, no corre ningún peligro: gente de bien, de dineros,
de acrisolado respeto.
¿Cuántas
veces has estirado el brazo perpetrando el saludo fascista?
El
brazo en alto en toda ocasión que fuere menester. ¡A qué complicarse la vida… o
perderla!
¡Arriba
España!
¿A
usted le han aplicado la técnica Von Meduna alguna vez? Una inyección de
cardiazol y te ponemos nuevo, como un guante en sus cinco dedos.
Eso
quedaba para los rojos saqueadores, violadores y asesinos.
Querido
amigo, pronto conquistaré una posición sólida y estable que me permita ennoviar
con prontitud y casarme con brillantez.
El mucho más Viejo
Brell a Brell el Viejo:
¿Con quién te vas a
casar? No hay mucho donde elegir. Todas tienen cara de madrina de guerra.
La pescaré en Bellas
Artes: señoritas al gusto, sin que se tengan remilgos irritantes en cuestiones
de sexo, que ha de ser puro y duro aunque a escondidas por los infaustos
tiempos que nos ha tocado vivir. (Luego, paseitos por Viveros, Martini en
Hungaria.)
Matrimonia,
pues, en estas españas católicas a macha martillo, joven varón.
Conforme
el sabio juicio de los más afamados médicos, las perturbaciones cardiacas, la
debilidad espinal, la tisis pulmonar, la epilepsia, las afecciones cerebrales,
la enteritis crónica, etc. y de un modo especial la sífilis, son ordinariamente
triste herencia del pecado deshonesto…
Hoy,
y tal vez en días sucesivos, mi lección versará sobre Paul Klee, anuncia al
callado alumnado el joven profesor de Historia del Arte don Bernardo Brell.
Entre sus discípulos más embobados por sus disertaciones acerca del arte
europeo: ella, la futura, la novia de blanco, mi señora, Carmen Gay Giner.
Podéis
tomar notas, dice. Qué condescendiente.
Todos los cuadros son
mudos, figurativos o abstractos, pero los de Edward Hopper son más mudos
todavía. Sin embargo… las pinturas de Klee sino hablan, sí parecen susurrar, se
confiesan, te emocionan… Y, así, las enamora el taimado profesor.
Una
bella historia de amor: la hija del joyero pescador y la loca fantasiosa y el
hijo del doctor Veneno y la plácida Amparo Ferrer, ama de casa. El profesor y
su alumna. Pronto serían descubiertos paseando bajo las bóvedas del claustro
gótico sino de modo comprometedor, Dios no lo permita, si perfectamente delator
de las en apariencia púdicas relaciones sentimentales.
Él es negado para la
mentira, sin complejos a causa de una cuna de brocados, tan artero en las
maniobras del amor.
Él
es alto, guapo, de maneras desenvueltas, profesor ambicioso, inteligente, de
buena familia, con el porvenir resuelto, un tipo sin dobleces, sin trampa ni
cartón, un caballero español.
Ella
es alta, guapa, de buena familia (futura madre suicida y padre coleccionista
que ni por pienso puede vaticinarse para sí mismo una muerte en el burdel
enroscado a una muñeca vestida de rosa y con la vagina hirviendo) y, sobre
todo, misteriosa, de unos ojos verdes felinos de mirada hipnótica.
La madre, Medea, se ha
robado a sí misma, vellocino de oro, y se lo ha entregado a él con todas sus
ambiciones de artista y mujer.
Dejémoslos
a ellos y a sus mutuas sonrisas bobaliconas y sus miradas húmedas. Ya se
arrepentirán.
¡Qué
tiempos!
Acromatopsia: todo lo
veíamos en blanco y negro. Luego, en cinemascope. Luego, en technicolor. Desde
1915 los tipos de Hollywood ya pretendían que viéramos el mundo (inmundo) de color de rosa donde
imperaban los teléfonos blancos y el carmín luminoso en los labios de las
mujeres (marcando faja, pobres).
En
este útero sólo hay espacio para Brell el Joven: el ficus es mío.
Ahora,
1961, tienes un año… ¿Qué va a ser?
Sólo
tiene que crecer, y será.
También
va creciendo su alma: al unísono: a los siete años ya la tiene de grande como
una pelota de ping-pong.
Con el tiempo: le
gustarán los buenos automóviles, la buena comida, los buenos vinos, los buenos
whiskys, los buenos cigarros cubanos y… las malas mujeres.
Perfecto para el
planeta.
Pisa con firmeza el
suelo bajo sus pies.
No se viene abajo.
Da un par de saltos.
La tierra no se hunde ni por esas. De la tribu de los elegidos.
Aquí estoy seguro, se dice con la tarjeta en
la mano, en busca del cajero automático, lejos de la fatalidad, a salvo de todo
peligro, y el súbito pensamiento le nubla un poco la expresión. A excepción,
claro, de la bomba interna de un cáncer saboteando con alevosía y nocturnidad
entre mis vísceras…, (pero se lo sacude de encima con prontitud: tú y yo
estamos en paz, nada de guerras). Y, sin embargo, fácil diana del destino…
El cáncer… asesino
agazapado.
A 3.500 metros de
distancia el tipo del casco de acero camuflado de ramas y hojas polvorientas se
sonríe con indisimulada ironía y vigila tu figura frágil e indefensa a través
del visor telescópico de un rifle Millan TAC-50. El dedo índice de la mano
derecha presiona el gatillo: en 10 segundos la bala recorrerá ese trayecto de
tres kilómetros y medio y te reventará la cabeza tan cerquita ya del cajero, de
la contraseña salvadora, de los billetitos de banco.
Ah, el Cielo y sus
Dueños los dioses… ¿La guerra civil española?: un millón de muertos durante la
batalla y después de la bandera blanca de la rendición: no hubo tregua ni paz:
más sangre. A veces hacen compras al por mayor… Primera Guerra Mundial: 15
millones de almas; Segunda Guerra Mundial: 40 millones de almas… Y cuando se
les antoja les entran a los cielos hasta prisas crueles: Hiroshima y Nagasaki:
10 segundos: 200.000 almas.
Las almas no tienen
cuerpo: no ocupan espacio, ni huelen, ni son,
hay sitio de sobra en los cielos, incluso en los cielos más negros.
El guionista amigo de
su padre: Continuará.
El tiempo: la madre de
tu abuela materna, nacida en 1878, jugaba con muñecas de cera y se vestía con
trajes de papel coloreado y también acostumbraba a portar ostentosos ramos de
flores de papel pintado construidos por ella misma. Existen daguerrotipos de
1882 y aun otros de 1886 y 1887 que lo demuestran.
Era aquella niña tan
lejana en el tiempo, cien años como quien dice, que uno hasta podría dudar de
su existencia, aquella que según cuentan las crónicas familiares, orales y
escritas, solía decir: Quiero vivir, no durar. Murió a los 50 años, en la
primavera de 1928, un año realmente raro, de una forma indefinible, vagarosa,
como detenido en el tiempo del tiempo. Todas las muñecas de su infancia se
derritieron en un incendio accidental que a poco también acaba con tu madre, de
apenas un año por entonces. La tiraron por la ventana, como tú hiciste con la
muñeca vestidita de novia, y se salvó.
Continuará.
Nosotros, los de la
Transición de 1978…
Pero antes…
Cuando Boceto contaba seis años de edad, en
1966, JD., criminal hermano mayor, lo ató a una butaca de mullido asiento y le
obligó a ver Los crímenes del museo de
cera, interpretada por un desquiciado y turbador Vincent Price que bien
gordas las hacía con las muchachas bonitas de rostro de porcelana. Las
reiteradas expresiones de espanto y el lloriqueo prolongado del hermanito no
conmovieron el corazón pubescente de 14 años del cruel cinéfilo en ciernes y
ulterior negro escritorzuelo de tres al cuarto.
Pero más antes…
1961:
¿Qué es ser español?
Una pregunta que, aunque parezca mentira, es muy distinta a ¿qué es un español?
1962:
Ahora ya no lo tiene tan
claro… ¡y sigue con los pañales!
Continuará.
1963:
Y ya lo sabe, el tío
del ficus que cuenta tres años de edad y arrastra los pañales, ¡aquellos
pañales cagados de los sesenta!, entre las raíces del árbol-padre:
España es una de las
naciones que más ha contribuido a la civilización del mundo y que mayor
influencia ha tenido en la Historia Universal… Y por si esto fuera poco, España
dio a Roma sus genios más notables y sus emperadores más sobresalientes.
¿Y qué lengua se habla
en España?
El español, lengua
inmortal y milenaria que hablaron mis mayores, tan bella como no hay otra en el
mundo que pueda igualarla.
¿Qué tal andamos de
sumas?
¿Y qué tal andamos de
restas?
Pero mucho después…
Esa actividad tan
menor, y de la que me desentendí desde los diez años, la dejo al cuidado de mi
IBM-7070, capaz de leer 500 fichas de 80 caracteres cada una por minuto.
En este pueblo, señor,
somos de letras (y además no hay ladrones).
En cualquier caso,
años antes…
¿Y que clase de
lecturas, a la sazón, alimentan
intelectualmente nuestro espíritu, al margen, naturalmente del Catecismo de la
Santísima Virgen y el Devocionario en papel indiano?
El Libro de España.
De lectura obligada y
aderezada a última hora (a última hora de 1939) con la gesta de la Cruzada y su
Generalísimo, hecho lamentable y personaje criminal que brillaban por su
ausencia en su inocente versión primera
de 1928, impresa en Barcelona, en los talleres de F.D.T., con Nihil Obstat de 5 de septiembre del
mismo año de 1928.
Boceto se libraría, merced a los nuevos aires
literarios y cancioneros que trajeron los sesenta, de El libro de España; no así JD. y Fiodorov, encenagados en su Primaria agustina y siniestra de los sombríos cincuenta, que no
entendían nada de nada a medida que avanzaban en su lectura: al parecer había
muchas españas y las que ofrecían las páginas de ese librillo era la más
extraordinaria y varia sarta de empalagos pedantescos, patéticos, geográficos,
idiosincrásicos y regionales que uno pudiera imaginar.
En la tómbola del mundo
yo he tenido mucha suerte
cantaba la niña rubia
prodigio en plena era del baby boom,
región celeste por donde ya campaba por sus fueros el ínclito embrión de Boceto.
Leía JD.: En este
mundo las cosas más pesadas se van al fondo, las más ligeras se quedan encima,
y el pez grande se come al chico.
Leía Fiodorov: Aquella tarde Gonzalo y Antonio…
¿Cuándo llegaremos a
Valencia?
Conforme itinerario
desde Gronac, treinta y cuatro trancos, a ojo de buen cubero el peaje. A eso
llegaremos.
Subid, Gonzalo y
Antonio, encima de los hombros de Gargantúa y pegad el salto hasta el pardalot.
Pronto meterían la cullera en la paella, ya a las puertas
de la ciudad de las flores, de la luz y del amor.
(Aquel individuo, que
el diablo le confunda, le ponía colorante Carmencita
a la paella como si tal cosa, que es peor blasfemia que ciscarse en el alma del
dios.)
En la larga sobremesa,
endulzada con las copitas de mistela, que es la bebida más apropiada para los
niños de la época, se hablaron de los valencianos insignes: san Fracisco de
Borja y san Vicente Ferrer. Abrieron sin tardanza hueco para el señor Joaquín
Sorolla y el exuberante colorista don Vicente Blasco Ibáñez y también para el
dramaturgo Guillén de Castro, autor de Las
mocedades del Cid, que imitó en Francia el gran Corneille sin llegar a
igualarle.
¿Y qué más se sabe del
admirable pintor?
Leía Fiodorov:
Don Joaquín Sorolla y Bastida nació en Valencia en 1863. A
los dos años quedó huérfano de padre y madre, pero un herrero se compadeció de
él y le recogió en su casa, y cuando fue un poco más grandecito le puso a
estudiar en la Escuela Normal. Nuestro artista pronto empezó a pintar pequeños
cuadros que vendía a veinte reales, y cuando ganó muchas veces veinte reales
marchó a Madrid, donde pasaría muchas horas aprendiendo en ese almacén de
maravillas que es el Museo del Prado.
Leía JD.:
Por fin, el Fivaller echaba anclas frente a los muelles del
Grao.
Hasta el día siguiente no pudo Gonzalo salir a ver la ciudad.
El marino le enseñó muy orgulloso la
famosa torre llamada el Miguelete, así como La Lonja.
Gonzalo estaba entusiasmado: ¡Cuánto me gusta Valencia!,
exclamaba.
Leía Fiodorov:
¿Y por qué se llama Valencia del Cid?
Porque en el siglo XI la conquistó el Cid Campeador con una
pequeña hueste, pero habiendo muerto él, volvió a ser tomada por los moros,
hasta que en 1238 la conquistó Jaime I el Conquistador, rey valiente y
emprendedor.
Leía JD.:
¡Oh, qué hermosa ciudad de calles anchas, limpias y
suntuosas!, exclamaba Gonzalo. ¡Qué calles, qué Iglesias, qué palacios! ¡Cuánta
alegría y cuántas flores!…
Leía Fiodorov:
La hermosura del antiguo Reino de Valencia es popularísima
en España y tanto o más en el extranjero donde con razón se la denomina El
Jardín de toda Europa.
Hay libros que se
llevan muchas cosas entre manos.
Se entregan a poliédricas
maquinaciones.
¿Qué me dice?
Todo esto es un
palíndromo, amigo, de la primera a la última página.
JD. y Fiodorov, a confesarse de vuestros
muchos pecados.
¿Pensamientos impuros?
Cebado y fuerte,
indestructible, toda la tarde preparándose para una noche de lujuria zampando chankonave.
Todos los días y a
todas horas.
¿Y no te da vergüenza?
¿Vergüenza?, se
pregunta el cronista, amanuense objetivo.
No, padre. Ya soy
mayorcito. Tengo 48 años –y recuerda Boceto
cuando cuarenta años atrás, al lúbrico confesor agustino, el padre Octavio, un
asqueroso y maloliente enano ensotanado de enorme cabeza, hidrópico, de tez
cetrina en todo instante brillante por el sudor, de mandíbula cuadrada como
trazada a golpes de un cincel cruel, de expresión adusta, la boca tajante de
labios húmedos, siempre con los ojos entrecerrados de depredador en busca de la
carnaza con pantalones cortos y muslos suaves, y experimenta de nuevo aquel su
corazón asustado, espantado por la audacia de ofender a su predicador y peor
enemigo.
Pues ya va siendo hora
de que te arrepientas.
No pienso hacerlo,
padre.
Irás el infierno…
Ya estoy en él.
En la masa de la
sangre, donde ni siquiera los nombres ni los tiempos, se halla su mayor pecado
mortal: Hanna.
¿Eso es lo que tienes
que confesar?
Aparta de una vez el
aliento de tu boca podrida, araña agustina pestífera. A lo único que aspiro es
a ser como ese tipo universal, y son muchos más de lo que imaginamos, que al
final lo que de verdad quiere a lo largo de su vida es librarse de todo aquello
que le impide morir en paz.
Algo ha cambiado la
decoración, Charlie. Todo me resulta más íntimo, de una gran confortabilidad
que serena el ánimo y evita que se incorporen a la conciencia el asco, los
temores, todas las incertidumbres y la inevitable ansiedad que deparan estos
atribulados tiempos.
Cierto, señor Brell.
Llámame Nacho, dice
(ya van cuatro whiskys: hora de lágrimas.)
Como quiera, señor
Brell.
Y esas apaciguadoras
luces rojas en los sitios estratégicos, tan acariciantes, me gustan, mecen mi
angustia hasta el sopor...
Me alegra oír eso,
señor Brell. Sólo queremos complacerle.
Hace que uno se sienta
más cómodo, más refugiado. Conjugan bien el rojo y el negro, los nogales… Chapeau por el interiorista.
De eso se trata, señor
Brell.
Nacho, llámame Nacho.
Si es su deseo, señor
Brell.
Escancia, cobarde.
Paula, Paulina,
¿morirás conmigo, con tu Séneca víctima de los malos dioses, de las pérfidas
épocas, de las politiquerías, de los bellacos intrigantes con un doctorado en
Historia del Arte, de la maledicencia, de mi condición de cornudo, que tampoco
es que me haga llorar…?):
Dos polvos míos a tus
espaldas por tres polvos tuyos a las mías, o al revés, qué más da, la cuestión
es joderse mutuamente jodiendo con otros: cornudos ambos por la gracia de Dios
y hasta la noche de mañana si él quiere.
Si he de sobrevivirte
después…, dice Paula (que no le sobrevivió y fue a cascarla allende los mares:
qué putada su malograda hibernación).
¿Dónde los hijos?,
pregunta el padre al regresar de la cátedra, aunque sin estridencia, papá
agradecido, a la hija de la loca muerta bajo las ruedas de un tren, gestadora a
traición de tres fuertes y sanos varones, ama de casa, silente, urdiendo sin
contemplaciones para dentro de diez años la escapada definitiva a lo que era ella: La Gran Española Picasso (feliz).
Sentada en el sillón
junto a la ventana que proyecta una luz desmayada, cobriza destiñéndose en
plata vieja, la madre Medea no alza la vista del libro, indiferente a lo que
acontece a su alrededor, la pétrea calidad de su perfil de esfinge, su
estatismo de friso, su trágica inmovilidad, su asco de diosa. Su desinterés
hacia el mundo doméstico, cotidiano, ya es notorio, su desprecio a las cosas de
la casa, mayúsculo, y esos largos pasillos curvos a ninguna parte, desoladores,
conducen al mismo comienzo que tanto la deprimen respecto al otro género:
Y qué sé yo. ¿Acaso
soy yo el guardián de todos vosotros, hombres?
Pronto anochecerá. El
bosque está lleno de peligros, acecha por doquier la maldad, las pérfidas
brujas de mirada verde y pies de musgo.
No salgas del ficus,
pequeño Brell. Ahí estás a salvo del 65, un año con forma de cacerola
(incluidas las asas) donde las brujas hervirán hasta tus huesos inocentes.
Estás a salvo de los
tecnócratas con la empatía guardada entre los papeluchos que esconde el
interior de sus carteras ministeriales, de la policía y sus porrazos y hasta
del papa negro.
A salvo de los tiros
de escopeta y de pistola que matan a Malcolm X, el príncipe negro,
a salvo del napalm que
nada puede hacer contra el profuso ramaje del árbol misterioso y siempre
renacido de las cenizas,
a salvo de las
monsergas de los curas obreros,
a salvo, puesto que tu
edad te exime, de los Telegutiérrez y
Embrujada,
a salvo de los Beatles y del Pop-Art,
a salvo cada mes,
absolutamente todos los meses, pues no fallaba ni uno a la cita, del Reader’s Digest,
a salvo del diario de
Ana María y del diario de Daniel, qué dos personajillos por dos reales,
lúbricos pajilleros vergonzantes,
a salvo de la
enciclopedia Hogar Feliz,
a salvo del realismo
social… pero alejado desgraciadamente de los inolvidables tomos de Crónica del Alba,
a salvo de Un millón de muertos… pero ignorante por
desgracia del inventor de alfabetos Alfanhuí.
Señora, ¿se le ha perdido a usted un niño?,
preguntaba don César González Ruano desde su tribuna periódica, muerto ese
mismo año 1965 de forma de perol, encerrado en una habitación blanca entre
sábanas blancas, con el terror blanco estrujándole los sesos, intentado
escribir algo potable junto a la ventana ante la mirada atónita de las monjas
de grandes cofias blancas.
En el ficus,
a salvo de esas madres
que emborrachan a sus hijos desde edades tempranas con alcohólicos brebajes
como Quina Santa Catalina y adictivos jarabes contra la tos...
A salvo de las
terminales del dolor: vete al ficus.
Y ni siquiera tienes
que coger el metro o acercarte hasta allí en coche, son diez minutos de paseo
sin forzar el andar, con el paso normal, tranquilamente. Hola, ficus. Todo en
calma (y próspero viaje). Hola, buzo.
¿Todo en perfecto
orden? ¿Cómo tienes la mesa de trabajo?
Limpia, como manda la
filosofía kaizen.
¿Y la cabeza?
(O dentro de la
cabeza, que viene a ser lo mismo.)
Durmiendo entre
raíces: sueñando dentro del sueño
sueña que despierta y se incorpora algo sobresaltado no sabe por qué y entonces
se dice he de ponerme las zapatillas y busca y busca… ¡y no encuentra sus pies!
y ahora despierta del todo al nuevo día aún en la penumbra del amanecer
incierto desmayado frío con dos visos cualquiera sabe lo que te viene encima
aunque después de las dos tazas de café ya empiezas a tener una idea más o
menos clara de por donde van a venir los tiros porque venir van a venir ¿o es
que lo dudas españolito te salve dios?
¿Tú sabes que es el 66
del siglo XX?
Un botón. Tu madre
tenía una caja de madera recubierta de tela roja llena de botones: botones de
todos los tamaños, clases y colores, algunos tan extravagantes que no podía uno
imaginar qué clase de prenda de abrigo o de entretiempo abotonaba, pues era un
botón nacarado de cinco centímetros de diámetro de color verde esmeralda, de
forma irregular, grueso, igual era un botón de adorno, sin una verdadera
función, un botón de esos que se caen por su propio peso. A él le gustaba jugar
con los botones.
Imaginaba cosas.
En el 66 tu padre
envanecido de triunfos académicos, libros editados y familia sublime se fijaba
mucho en las corbatas: mira ése, parece que lleva puesto encima de la camisa un
paño de quitar el polvo, y aquel otro ¿de dónde diablos ha sacado ese retal?
Brell el Viejo las llevaba siempre de pala moderada, de colores sobrios, sin
rayas, sin motivos, le asqueaban los tipos que en lugar de corbatas parecían
llevar un trapo de cocina colgando del cuello, la corbata es una cosa muy
seria, te firma el cheque.
Hasta aquí, en Barcas,
subiendo a don Juan de Austria, aún le señalaba por enésima vez a él, al más
crío, a Boceto, alcanzaron las aguas
de la riada del 57… Era inevitable: siempre era el mismo paseo: el Parterre, la
Glorieta de los ficus y Viveros, donde contemplaban en el hediondo y reducido
zoo frente a las rejas de las pequeñas
jaulas a los monos sucios, histéricos y aulladores entre excrementos y piezas
de fruta rancia y podrida que les arrojaban con crueldad los visitantes.
JD. y Fiodorov, que ya fumaban a escondidas
(paquete rojo, Pall Mal, rubio
americano que en unos pocos años será sustituido por los celtas proletarios),
se habían escapado de los paseos dominicales, de los monos, de los tebeos de la
Plaza Redonda y hasta de las mismísimas bombas de hidrógeno que por entonces
llovían desde los cielos.
En el 66, que tenía
forma de botón, la actividad prioritaria de los policías era recorrer en coches
patrulla los puestos callejeros de periódicos y revistas de la ciudad y retirar
de la venta todas aquellas publicaciones con más de dos faltas de ortografía.
En el 66 Fiodorov todavía se hallaba lejos de
aprenderse de memoria las 427 citas ideológicas del camarada Mao recogidas por
Lin Biao en el Libro Rojo, algo que
llevaría a cabo sin apenas esfuerzo a finales de la década (prodigiosa) y que
lo convertiría en sus primeros años universitarios en un traficante no venal,
contumaz y arriesgado, sólo interesado en la indiscriminada propaganda
ideológica del aseado panfleto.
Clases y lucha de clases que hay que
aprender
porque las clases luchan, unas clases
salen victoriosas, otras quedan eliminadas. Así es la historia, así es la
historia de la civilización de los últimos milenios.
Interpretar la historia desde este
punto de vista es materialismo histórico; sostener el punto de vista opuesto es
idealismo histórico.
El 66, que parece una
ganancia y todo son en realidad pérdidas, es un telón de fondo donde se
proyectan con inaudita crueldad y miseria todos los juguetes rotos de unas
españas maquilladas con varias capas de increíble embeleso, de empalago musical
y miles de horas de televisión... gratuita. Entre las cuatro paredes del salón
del ficus de tu casa se halla todo el mundo que puedes necesitar. Para qué más.
Pues no lo pongas en duda. Así te lo aconsejan vivamente la botella familiar de
Coca-Cola, Franco y el padre Octavio.
Hacer la revolución
no es ofrecer un banquete, ni escribir
una obra, ni pintar un cuadro o hacer un bordado; no puede ser tan elegante,
tan pausada y fina, tan apacible, amable, cortés, moderada y magnánima. Una
revolución es una insurrección, es un acto de violencia mediante el cual una
clase derroca a otra.
Cien años después
descubres que, inevitablemente, has estado viviendo bajo el sutil (o a veces
tapado del todo o brutal, que tanto da) diktat
de los demás, en forma de películas, libros, programas de televisión, música canaille, papá, mamá, riadas, Viveros,
monos…
Y es que debemos apoyar todo lo que el
enemigo combata y oponernos a todo lo que el enemigo apoye.
¿Sabes, Charlie? Tengo
que ser por fuerza un elegido: debo ser el único en este planeta que acepta,
sin olvidar ni una de ellas, todas sus culpas, todos sus errores, todas sus
debilidades.
Después de eliminados los enemigos con
fusiles,
quedarán aún los enemigos sin fusiles,
quienes entablarán, inevitablemente, una lucha a muerte contra nosotros; jamás
debemos subestimarlos por indefensos. Si ahora no planteamos ni comprendemos el
problema de este modo, cometeremos errores muy graves. Hay que
matarlos.
Ahí afuera mi BMW-500
de maravilloso color azul celeste, gama dilecta, el tono justo, aparcado entre
varios utilitarios, algún que otro coche de nivel medio, una motocicleta de
gran cilindrada. Otra culpa… con la que hoy mismo he engañado de manera
rastrera a mi santa cornuda a la que podía haberle ahorrado duras caminatas
cargada con bolsas de delicatessen.
Levantar una piedra para dejarla caer
sobre los propios pies es un dicho con que se puede describir el comportamiento
de ciertos estúpidos.
¿Por mi culpa, por mi
culpa, por mi gran culpa?
¿La penitencia?
¿Arrepentimiento?
¿Dolor?
Ya es sabido desde que
de esa forma lo declarara el Gran Articulista: sobre mi conciencia, todo; sobre
mis espaldas, nada: entiende tu humana debilidad de una vez por todas y déjate
de patochadas.
Somos hijos sin padre
ni madre a los que maldecirles a la cara, ¿a quién le haces falta, huérfano por
elección?
Paula, la de los mil
brazos, desprecia los dos tuyos, siempre caídos a los lados, sin plantear
batalla.
Tu abuela la loca,
cuando ya estaba loca, quería ser boxeadora.
(Mentira: lo que
pretendía por prescripción facultativa era aumentar la masa muscular de los
brazos, demasiado débiles, demasiado femeninos. Tales heredé yo: dale al punching-ball …)
Alza la testa altiva,
jamás bajes la mirada al suelo. Que tus pasos sean firmes, viste las mejores
prendas, degusta de la vida sus goces más selectos, bebe los mejores caldos,
los más exquisitos.
¿Y
tú por qué narices gastas tanto dinero?
Porque
así llena esa condenada pastizara mis faltriqueras cada mes con el mínimo
esfuerzo: tanto, como éstas, y sin temor.
No
lo gasto yo, replicó sin ruborizarse, todo lo paga la tarjeta blanca, verde y
negra de la American Expres: ¡a gastar!
Ya
te cogerán, iluso… Pero antes cómprale un piso a tu madre.
En
el 68, año internacional del adoquín, nuestro pequeño Boceto afila los dientes, la maquinaria de la seducción aparece en
escena y un mecanismo secretamente oculto tras una oreja activa el irresistible
brillo de sus ojos ambarinos ante el auditorio que le escucha con seriedad,
sonríe sus gracias y aplaude sus mutis por el foro: ¡gran actor, pequeño Boceto!
Cuando
cumplió diez años ya sabía que era culpable, de modo que lo preferible era que
lo aceptase cuanto antes. A los diez años
conocía a la perfección lo que los demás esperaban oír de él, así que
engañosamente humilde entrenaba sonrisas, medía sus palabras y procuraba,
aunque infantiles, proferir juicios no del todo enredosos o desatinados: una
gramática generativa de comportamiento innato, el que convenía para disfrazar
el monstruo que ya soy, se decía entre
dientes.
A los quince años tu
lectura de cabecera era los Argumentos
sofísticos de Aristóteles. Contra lo que pudiera pensarse, creéme, una
lectura perfectamente asimilable para un entendimiento adolescente.
Regla inicial:
¿Por qué esforzarse en
ser sabio cuando basta con parecerlo? Pues más importante es no serlo y
parecerlo que serlo y no parecerlo (la cabeza erguida, y vigila tus corbatas,
que diría el viejo Brell).
A los ocho años es
como un alcohólico organizado, de los que saben cuando hay que beber y cómo y
de qué manera hay que mantenerse lejos del caos: vivirá, sin duda, cien años, o
más.
Ahora ya soy el
espectador, se dice complacido.
Diablo Cojuelo (de
nuevo él, el Volador Implacable), sobrevuela la Sorbona, repleta de jóvenes
revoltosos que al cabo de unos años se convertirán como si nada (en el cerebro)
en tipos adultos contumaces defraudadores del fisco, calladamente adúlteros y
divorciados dos veces.
Donde unos veían a
Marx, otros reconocían a Rimbaud, y tal vez hasta descubrían en su alborozo
rebelde y presuntuoso la jeta desconocida de Lautréamont y al marques de Sade,
calzones al aire, danzando un rigodón.
A vista de pájaro (o
desde lo alto de una noria) la tierra parece como vista desde la luna: todo muy
confuso, mezquino, de extrañísimas maniobras, de gentes que son, en el fondo,
muy parecidas a las ínfimas hormigas: nacen, se afanan, se reproducen y mueren,
y cuando ya han muerto te das cuenta que todas eran muy semejantes entre sí,
que era muy poco lo que les diferenciaba aunque uno fuese varón y la otra
hembra.
Sobrevuela, en Praga,
una batalla desconcertante: 6.000 piedras y 6.000 palos contra 6.000 tanques.
Ganaron los tanques.
Sobrevuela, al otro
lado del mundo (inmundo), la plaza ensangrentada de Tlatelolco: récord mundial
en salto de altura, en 100 metros lisos, en 200 metros lisos, en 400 metros
lisos, en 200 metros valla, en 1.500 metros… a todo correr, corre, corre,
conejo, corre, que te cojo y te reviento la espalda de un tiro.
¿El mayo parisino del
68?, preguntó incrédulo: quedó en humo.
Ya apuntaba el calor.
Las vacaciones del verano tan próximas, tan deseadas, ¿mar o montaña?, pondrían
fin a la algarada y el desorden parvulario muy lejos del que preconizaba
Trotstky para poner el mundo del revés.
Córtate las alas. Baja
a la tierra: Charlie, cobarde, escancia.
Obras completas de
Dios: Mane, tekel, ufarsin: escrito a
fuego.
(Y Las tablas de la Ley: escrito en
piedra.)
Ojo
por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por
quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal, recita esa noche de abril
en pleno orgasmo con el cuerpo bañado en sudor debajo del no menos chorreante
semental electo (y prácticamente desconocido), ella, Paula la Adúltera,
vengándose de Nacho el Adúltero, a esta hora dando buena cuenta de las delicatessen delante del televisor en el
dulce y pacífico hogar (eso supone ella), follando como una loca con un
desconocido la ausente (eso adivina él).
Una
vez tuvo nueve años, parece mentira: en muchos edificios aún había ascensores
sólo de subida, el extravagante Gordini circulaba por las calles y en los
patios de recreo de los colegios se envidiaba con desesperación al feliz
poseedor de un balón de reglamento. ¿Dónde está tu hijo?, preguntaba el padre
con absoluta tranquilidad (de conciencia). ¡Y qué sé yo!, exclamaba la madre
irritada por la interrupción de su ensueño, ¿Acaso soy yo su guardiana?
El
hombre está hecho a imagen y semejanza del dios. ¡Qué horror! ¡Rodeado de
dioses en todo instante! Esa niña es Dios, ese viejo es Dios, ese patán que me
empuja por detrás es Dios, ese bachiller pajillero es Dios, esa señora gorda
que lleva la merluza envuelta en papel de periódico es Dios… ¡Yo soy Dios!
¿Qué
desea, joven?, preguntó solícito el librero de París-Valencia al joven de nueve años.
La
biografía de Dios.
¿No
te vale con la de Jesucristo? Es su hijo. Es decir, él y el padre forman una
persona… Son los dos la misma cosa, quiero decir que son dos seres distintos
pero un solo dios verdadero. Así, como quien dice, la vida de uno es la vida del
otro… Bueno, más o menos. (Qué lío.)
Quiero
la biografía de Dios.
Está
agotada.
Entonces
no quiero nada. Me vuelvo al ficus.
Se
ajusta el kalasnikov a la espalda y se vuelve al refugio donde tiene contra la
pared a la familia Telerín, al Capitán Tan, la perrita Marilín, Skippi y
Flipper: los fusila sin piedad en cuanto, después de deslizarse a gran
velocidad hasta mucho más allá de las raíces, alcanza la sala de torturas.
¿Qué
tal se vive en el ficus?
Pche…
Eso depende de cómo vayas ataviado. Hacia el 69 eran imprescindibles la mochila
SPS, el casco con visera exterior de oro, el traje de Kevlar con varias capas
de tejido y forro de nailon interior y las sobrebotas.
Una
vez fusiló a todos, incluso a Rin tin-tin,
salió al exterior. Era un día de sol claro y de aire fino y transparente,
primaveral, lleno de promesas buenas (quizá). Arrojó el fusil al contenedor de
basura no sin antes limpiar cuidadosamente sus huellas dactilares del cañón, la
culata y el gatillo. Se sacudió las manos. Echó a andar… y no paró (hasta hoy).
El
2008 tiene forma de calabaza, la gran calabaza de la decepción que te dan los
años por haber esperado mucho de ellos, como la que recibes corrido por haber
esperado mucho de esa novia catequista y pudorosa con el cuerpo exultante y
esplendoroso de auténtica zorra de la que te enamoraste y que al final,
perpetrado el santo matrimonio, no la sacas ni aún a oscuras del camisón ni de
la postura misionera por más que te esfuerces o te andes con tramposos y
libidinosos ardides.
Nada
parecía haber cambiado. O había cambiado todo. Pero era igual a como recordaba.
¿Cuándo amanecerá, tovarich?
Noche
de abril, pero ya el amanecer rojo y oscuro de un sábado.
Vuelve
a tu siglo, toma las llaves del reino
(allá en su adolescencia, ese título, ese
reno, le proporcionó a Boceto
cuatro polvos inolvidables con que los que pagó servidora el préstamo): poblado de esa repelente generación de
críos atelevisados, enchufados de por vida a sus tabletas, a sus teléfonos
portátiles oblongos, alimentados por una provisión binaria que los amansa
durante horas salvo cuando empuercan las redes sociales con el saco de sus
faltas de ortografía, su violencia verbal gratuita, su lenguaje infantil y
prosaico siempre indefectiblemente reducido al insulto, la grosería y la amenaza
(¿se estarán vengando de no haberse follado a su madre, de no haber matado a su
padre?), adictos al manga japonés, a la pizza
de todas las horas, a las palomitas de todas las noches y a las descacharrantes
películas de sonido aterrador y cámara loca donde aparecen tipos que golpean
las cabezas de sus contendientes con los pies, visten de negro, fornican con
mujeres florero como si empujaran un carro hundido en el barro y no sonríen
jamás: garrulos intelectuales de catorce, quince o dieciséis años (o incluso
veinte… ¡o treinta!) de culo fondón que se entretienen en sus
dormitorios-fortaleza con los Shojo,
se estimulan con los Shonen, se
envalentonan con los Seinen y
terminan haciéndose una paja a lo Yaoi mirándose
en el espejo mientras balbucean palabras sin vocales. ¡Peste de época! Pronto,
si no han mutado ya en lombrices deslizándose por las paredes y los techos (y
es muy fácil descubrirlos por el rastro baboso que dejan atrás), participan de
una afición previsible: manifestarán una voracidad insaciable por los films
tipo slasher, pelis, como las
denominan ellos, realmente entretenidas que les hacen gozar como si chapotearán
con las fauces abiertas en un gran charco de sopa alimenticia compuesta en
proporciones iguales de sexo, sadismo, tortura, sangre y muerte lenta, acaban
descerebrados del todo después de pasar tardes y tardes contemplando
acuchillamientos profundos, vientres rajados, cráneos partidos en dos, cuerpos
abiertos en canal y degollamientos varios y bebiendo lata tras lata de cerveza
nacional, con la lengua dormida por la mostaza y salpicados hasta la raíz del
pelo por los grumos del rojo, rojísimo como la sangre, ketchup.
Próxima
parada: gore.
Próxima
parada: snuff-movie.
Próxima
parada: te rebanas el cuello con el
cuchillo de cortar el pan.
Próxima
parada: al cabo de trece días descubren
tu cuerpo putrefacto caído en el suelo con la cabeza colgando a un lado de lo
que queda de un torso devorado por los gusanos.
2108,
año internacional de la rata albina, 18 de abril, miércoles, de cielo cárdeno,
tonalidad normal, cálido, absolutamente silencioso, sin viento, como un sueño:
Esto
está lleno de monstruos andantes, ni siquiera tienen forma. Y sólo han
transcurrido cien años. Pregunta incrédulo:
¿Qué
clase de descendientes son éstos? ¿Qué generaciones se han sucedido en los
tiempos anteriores para abortar tamaños engendros? ¿Qué hemos inseminado,
engendrado, parido…? Esto, esta babosa… ¿es un hombre?
¿Ves
ese tipo? Tiene los sesos en el culo, llenos de mierda.
Grande
y pomposo sí lo tiene… el culo.
Que otros se complazcan con lo antiguo; yo por
lo menos me alegro de haber nacido en
este tiempo:
(Arte de amar, libro I, Ovidio.)
Padre,
tú que estás en el otro lado desde que el traicionero 92 te hizo sucumbir, ¿qué
diablos y qué dioses han tomado las calles en 2108, qué extraños artilugios
mueven a los hombres en sus ocios y en sus trabajos, cómo es la muerte en ese
año, si es que todavía existe la muerte y como condena o penitencia perversa
por las culpas sólo queda ya una perenne podredumbre, el ir marchitándose
lentamente, asquerosamente, hasta que la vejez acaba transformada en una
pestífera gelatina viviente vertida en el suelo?
….
Padre…
¿me escuchas?
….
¡Eli, Eli, lema sabachtani!
….
Fin
de la conexión.
Tu
abuela la loca se adelantó un poco al año 1908, dos años para ser exactos.
¿Qué
crees que pensarían los tipos y tipas de 1908 acerca del 2008 de nuestros
pecados, aquellos los coetáneos de la suicida que aún no sabría pensar por sí
misma?
Que
nos habían salido alas en los costados. Surcábamos por los cielos como felices
aves migratorias, volábamos en el aire como si tal cosa: al sur, que nos vienen
pardas este invierno. Y había desbandada general.
Un
solo instante puede cambiarlo todo: regresar a la región de las bestias o
convertirte en arcángel.
A
Bocetus lo tenemos entremedio, en
principando, como en haciéndose.
Cuando
anticipas el futuro de dentro de un siglo siempre te figuras una cacharrería
tecnológica y digital capaz de los mayores prodigios, ciudades fantásticas y
hasta perfectas, una vida gobernada por la eficacia y el orden más estrictos.
Nunca nos da por pensar en el ser humano que habita ese futuro, en su evolución
intelectual y emocional, en sus anhelos o miedos, en su condición de mortales…
o inmortales.
¿Has
bebido? ¿Te has vuelto loco? ¿Qué lees?
Los
tipos de 1908 ya lo sabían todo de 2008, mucho más que nosotros de 2108, pues
ellos nos adivinaron mejor. Tuvo que
sobrevenir una guerra, la Gran Guerra del 14 para poner las cosas en su sitio y
mandar al infierno para siempre a 15 millones de sabelotodos.
Y
acaso sean como los dioses de Lucrecio exentos de todo dolor, de todo riesgo,
fuertes por sí mismos y por sus propios recursos…
¿Eso
es lo que lees ahora? ¿A un loco visionario?
Principio
fundamental: nada procede de la nada, que nunca cosa alguna se engendró de la
nada por un dios.
¿A
quién fusilamos ahora?
¿Qué
tal a X…?
Venga.
No se merece otra cosa un tipo que es capaz de escribir …el perfumado estupor del vodka.
O
háblame del mundo, pero explícamelo de forma
clara y amena, como rezan los manuales divulgativos en la parte superior de
las contraportadas y como anuncian esos libros en cartoné que se compran por
media docena de euros conjunta e
inseparablemente con el periódico.
En
los actuales tiempos más de veinte millones de seres humanos de toda raza,
condición y lengua están leyendo un bestseller
claro y ameno, enganchable.
Esa
es la cosa.
Pero
no impreso sobre papel de hilo, sino en asquerosa celulosa, mutante y
perecedera, efímera a la postre.
Yo
sé de uno que se hace encuadernar a la española en cuero gofrado y teñido las
obras puntuales de mister Follet.
(¿Traducidas
acaso?)
Así
que Lucrecio… A ese lo volvió loco el amor.
Sería
un filtro de amor… ¡Hay cada brebaje compuesto por mujeres desaprensivas!
Latino
de buen verso el poeta, claro y ameno (como un decente best-seller).
Mucho
en ese papiro habría de Cicerón.
Lo
leo yo en edición corriente, no crea, de esas de estudiante comprada en una
papelería de barrio. No andamos en tiempos del umbilicus.
Tampoco
anda lejos el animal del epicúreo, al malévolo decir estoico: ¿Pues qué es la
vida de ese Epicuro? Tal una bestial hormiga visto desde lo alto: comer, beber,
copular, evacuar y roncar. (Así se las gastaba el estoico Epicteto en sus
censuras.)
Calumnias
torpes: pan y agua y pensar con los ojos cerrados en las fatigas del mundo,
hallar verdadero placer en eso. Tal era la pretensión de estos hombres-hormiga
honrados hasta el mismo instante de morir: pan y un pedazo de queso, y a cuidar
cabras. A rodar.
¿No
convierte el poeta la idea en poesía?
¿Un
poeta que versifica sobre átomos?
Para
explicar el mundo y el universo donde se mueve basta un hexámetro: un aleph verbal que todo lo contuviera, la
piedra filosofal de un pensamiento que en lo reductivo y una mínima expresión
explicara lo cosmológico en su integridad.
2005,
el año de Hanna, tiene forma de hormiga.
En
2005 es de recibo atender a Plácido que exhibe sin pudor ante la impía
indiferencia general la letra del estigma grabado con alambre de espino en la
palma de las manos: siente usted un negro a su mesa.
Los
negros emigrantes saltadores de cien (y aun doscientos) metros valla con
concertina son invisibles una vez atraviesan el muro del opulento occidente
donde a los perros se les ata con longanizas y donde todo el mundo canta feliz
mientras cose su sudario: embadurnados de composite apenas se les descubre
solitarios paseando bajo el sol de la mañana ociosa y hambrienta: el hombre en
el paraíso. Suelen andar con las manos cogidas a la espalda, sumisos ante el
destino, en el aura tierna del aire que diría Lucrecio, sin estropear nada de
lo que ven con sus ojos brillantes y enrojecidos, con expresión seria y
temerosa: no han brotado de la nada ni han caído del cielo. Reales y sólidos,
se asientan sobre el suelo: no los puedes negar, están ahí. El testigo
impasible crea una ontología e incluso una epistemología que revalide sus
cavilaciones y es incapaz de ver, por egoísta indiferencia, al hombre-hormiga,
desnudo, negro (o blanco), pobre, desperdiciado, callado, dando tumbos por las
calles hasta que la noche los tapa y el amanecer los descubre de nuevo dando
los mismos tumbos por las calles bajo el mismo sol.
Al
2005, una vez arrojado al cubo de la basura del pasado como dibujara El Roto en
una ocasión finiquitando cualquier otro año del mismo pelaje, que son todos, lo
puedes aplastar con la suela de tu bota como si fuese una hormiga. No
resucitará jamás. A nadie le importa saber si el día 14 de febrero cayó en
martes o te dejó en paz hasta las once la mañana porque cayó en domingo. Su
cronología ya no hace daño, ni despierta interés: quizás alguna curiosidad por
saber de sus anécdotas, su pequeña historia doméstica, porque creó un recuerdo
especial en tu memoria de después (una boda, una muerte, el azar bueno o
malo…), pero eso es todo. El 2005 se confunde demasiado con las imágenes
televisivas de cualquier año de antes o después para tener personalidad propia:
una sucesión de vida, trabajos, defecaciones… absolutamente irrecuperable.
Esa
porcelana china de 1722 fue comprada en 1908 por el padre del padre del padre
de una bestia rapaz de cinco años aficionada al fútbol. No fue moco de pavo su
precio. Pero ha llegado hasta mí graciosamente, sin desembolsar un céntimo,
dijo su ingenuo poseedor. Pieza valiosísima, creada poco antes de que Occidente
descubriera ladinamente la magia de su artesanía, como tantas otras cosas de
Oriente ocultas por los siglos, y ya no levantara las zarpas de sus secretos,
desvelando su fábrica implacablemente, uno a uno explicándose su proceso bajo
el sol ante la admiración y la rapiña de sus ojos.
Tu
hijo, esa bestezuela aún sin remordimientos, la hizo añicos de un balonazo una
tarde aburrida, extrañamente silenciosa y lluviosa de noviembre de 2005. Ya no
existe. Se la llevó la trampa, que diría don Pío.
Pero
me acuerdo.
Acuérdate
de recordar, avisaba mister Miller.
A
mediados de diciembre de 2005…
2005
es un animal herido, un enfermo terminal al que ya sólo le cabe la sedación y
el alivio de una muerte espiritual inconsciente y una muerte física indolora,
plácida y definitiva, como la que se merece cualquier ser humano decente.
Aunque
las cosas que acaecieron en él nunca ocurrieron antes, nunca ocurrirán después.
¿Y
qué? Fueron en el tiempo, llámalo como quieras, llámalo sueño.
Jarrón
chino, hombre, dios… con ellos juega el niño Boceto (uno cualquiera y de cualquier parte de los millones de Bocetos depredadores desde su más
temprana edad que en el mundo son) al fútbol, los hace añicos.
El
hombre y Dios creados son de la misma materia y por la misma naturaleza que en
su deterioro evidencia el tiempo, lo revela.
Nada los distingue entre ellos, salvo que el dios ignora al hombre y éste se
atemoriza de aquél por pura superstición... o porque creer en lo imposible
alivia los miedos durante la larga noche primitiva, allí a resguardo en el
interior de la cueva, en las entrañas salvadoras del ficus.
¿Dónde
está tu hijo?
Dio
el Gran Salto Mortal:
Apura,
Charlie, hasta el borde mismo de la madrugada.
¿Y
qué cuenta me trae a mí su paradero? Soy su madre, no su guardiana de por vida.
Preocúpate tú de él que lo sembraste… donde no debías.
Mi vida es un erial,
flor que toco se deshoja,
que en mi camino fatal
alguien va sembrando el mal
para que yo lo recoja,
aseguraba el pobre Bécquer.
(¡Joder,
Vivales!)
Allá
en la cueva, el pensamiento pacífico te revela tantas cosas… aun con los ojos
cerrados:
… este terror y tinieblas del espíritu se
disipan no con los rayos del sol, la luz del naciente día, sino con la
contemplación de la naturaleza y la ciencia.
Yerra
Heráclito, yerra Empédocles, yerra Anaxágoras…
Hace
del mundo el epicúreo feliz no una necesidad; hace, puesto que a veces se sume en la locura, su felicidad.
Refulge
el oro… inútil allá en el ficus, donde nada puede ser comprado, donde todo es
pausa, regalía, donde sobran los brillos perecederos, los trescientos millones
senequistas de sestercios, la codicia que no hará ayunar a tu muerte, lejos de
sus colmillos.
Feliz
viejo Brell, que del mortal Epicuro hace Dios, descubridor de la verdad,
preceptor único, centro justo entre el anima
y el animus. (Y con los sestercios
necesarios, tal vez treinta, ni uno más.)
Uno
muere gradualmente. Incluso ese ataque al corazón que te sobreviene sin aviso
una tarde junio de 1992, avanzaba sus huestes desde mucho tiempo atrás, afilaba
la cuchilla y la punta de la espada durante otras muchas tardes de junio de
atrás de ella, no bastaban los muros de tu casa para esconderte, ni la tibieza
del sol de media tarde sobre tu piel para confundirlo.
Enfermo,
no comprende la naturaleza de su mal, que es la misma vida transitoria:
Pues,
suicídate.
No
puedo, vivir es el castigo… y antes la recompensa.
Una
especie de precio, entonces… ¡por haber nacido!
La
vida a nadie se da en propiedad. No te mates, que no es tuya, pero devuélvela,
anda. Pues, ¿qué te pensabas, que era una renta a perpetuidad? ¿En qué
comandita creías andar metido?
Muchos
que fueron mucho mejores que tú cerraron sus ojos para siempre, aunque a alguno
no se lo tragara el olvido y han de perdurar por los siglos de los siglos:
Así celebraron las honras de Héctor,
domador de caballos.
… el cual, entre compasiones y lágrimas
de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió.
… oh, tú que das vueltas a la rueda y
miras a barlovento, considera a Phlebas, que fue en otro tiempo tan gallardo y
alto como tú.
¡Luz, más luz!
Ahíto
de vida, ¿para qué un día más? Embriagado hasta el desmayo, saciado hasta el
asco, ¿para que matarse uno mismo?, se pregunta Brell el Viejo (pero también
mucho antes del suceso fatal). Vivir es el castigo… lo otro, las tinieblas.
Matarse… Podría hacerlo, pero con toda determinación y sin sucumbir en los
riesgos que exigiría la crucial acción con tal de no fallar el tiro y acabar en
una cama moribundo sine die y
ensuciado por excrementos y orines, delirando sin que nadie te haga el menor
caso ni enfríe la fiebre de tu rostro con un paño mojado; soñando, diríamos:
debajo de la almohada, junto al De Rerum
Natura, se escondería una infalible y contundente Walther P38, la de los
tipos duros que ni pestañean mientras te disparan a bocajarro y las balas te
atraviesan la carne, te hacen astillas los pobres huesos y te revientan la
conciencia de una vez por todas. A rodar.
No
olvides, puesto que se lo debes a Asclepio, mencionar como botín del Hades, uno
más, las Conversaciones con Goethe y
el Diario de un escritor de
Dostoievsky, y ya puestos, copa de anís más, copa de anís menos, agrega la Historia de los heterodoxos españoles,
el Henry Brulard, el Quijote de Clemencín, todo Quevedo, la…
¿Qué
estás leyendo?
Las
Escrituras.
Con
mayúscula…
Cualquiera
de ellas por minúscula que sea soy capaz de leer, hasta la más despreciable o
inocua, al igual que el mismísimo Cervantes que leía cualquier papelucho que
revoloteaba en el suelo entre sus pies y no le dolía confesarlo e incluso
dejarlo por escrito.
Bonita
comparación.
Leyendo a Menéndez y Pelayo:
El tal polígrafo no se quitaba el cuello duro ni cuando jodía con putas
jóvenes en los burdeles del Santander más siniestro, algo que hacía con
especial agrado y muy frecuentemente borrachito de anís y con la verga tiesa
como una pluma de oca.
Sin embargo, esa dejadez impertinente no era
óbice para exigir un decoro inexcusable en terceros: se cuidaba mucho de no
mezclarse con la gente que no se lavaba los pies.
Y
cuando llegues a la otra orilla del Aqueronte suelta el óbolo que sostienen los
dientes, calla, enhebra la aguja con hilo de oro, cósete la boca, silencia para
siempre el lujo y los oropeles de tu pensamiento: deja a los muertos en paz con
su ignorancia y su silencio y que te dejen éstos a ti al margen de su
misteriosa ausencia, su divinidad de humo y olor a muerto, su perpetuo
silencio.
(¿De
qué hechuras esta eternidad?
Escucha
ahora qué cosas mueven el espíritu y aprende en pocas palabras…, previene en
sus versos el infatuado Lucrecio, docto en espíritus, simulacros, poeta al fin:
El
conocimiento de la naturaleza, sus causas y su composición, de sus fenómenos y
mudanzas disipan por completo nuestro terror a los dioses que ni siquiera
pueden entregarse en estos tiempos, época del hombre, a la indiferencia hacia
las cosas humanas y a la holganza eternas porque nunca han existido ni en la
tierra ni en los cielos: dioses ni agricultores, ganaderos, ni astrónomos…
Todo
en un verso memorable:
El mundo no es obra divina.
¿Qué
es lo que ves?
El
universo es mortal, todo en él aguarda la muerte.
¡Demonios,
qué me dices!
(La
Biblia en pasta.
La
verdad en verso.)
Ten
la boca sellada, ¿no lo conviniste así?
Débil
es la voluntad del hombre: siempre quiere meter baza, y mucho más este parlanchín
en la alta madrugada cuando todo es una pausa y un silencio y una soledad
vinosas.
Siete
mil cuatrocientos versos han sido suficientes para hacértela abrir, bocazas.
Poco
me queda ya de metafísico, solía decir el doctor Veneno: sólo una vez en mi
vida y sólo por un instante, como si de una estrella fugaz se tratara, me
pareció ver el alma. Fue durante una autopsia que presencié, y era fúlgida
entre las vísceras y órganos del cuerpo destripado de una niña bellísima que un
pederasta sin sin piedad había violado y estrangulado en la playa de Nazaret
días atrás, durante la noche de un domingo de finales de julio, según había
confesado él mismo al ser atrapado. El alma era una pequeña moneda de oro
engullida por accidente o por cualquier otra razón que desconocía incrustada en
aquel abdomen infantil, fantástica e inopinadamente brillante bajo la luz de
los focos. Pero en seguida se abrió el telón de la realidad y las indecencias
de su materia, allí no había nada más que hedor fatal y toda la podredumbre de
un cuerpo huérfano de una hipotética substancia ajena a las otras partes y a
los demás fluidos del cuerpo. Salvo el explicable pero prodigioso mecanismo
físico visible y químico invisible que posibilitaba una existencia dinámica en
tanto estaba viva, ahora era un cuerpo abierto en canal, con los huesos rotos,
descuartizado y… vacío, del que no cabía, en lo tocante al aliento áureo, sino
incurrir en la pura especulación, en una falsa y estéril ontología de lo
viviente.
Todo
iba bastante bien, amigo Tito, clarividente extraordinario lejos del cálculo y
de un mísero telescopio aunque fuese juguete infantil, pero no es la tierra
inmóvil en el centro del mundo, ni las estrellas se mueven en busca de
sustento, ni nace un nuevo sol cada amanecer, ni brilla una nueva luna cada
noche, y qué fácil la vida, qué simple sus crímenes y sus ganancias y sus
castigos, y qué falta de complicación cuando Venus ayuntaba a los amantes por
mutuo deseo o porque la mujer cedía ante la violencia del varón o por que el
hombre, una vez satisfecha su lujuria, ponía en su mano un puñado de bellotas o madroños o peras
escogidas, qué fácil todo cuando el humano tan semejante era al cerdoso jabalí,
tan vulnerable a la acometida de la fiera y el rayo, pero a la vez tan a salvo
de esos ejércitos de millares de hombres llevados bajo bandera a la muerte en
una sola batalla de solo un día o de solo unas horas, qué tiempos cuando
aquellos hombres inocentes tomaban un veneno por ignorancia y morían: ahora,
mejor instruidos, lo dan a otros.
Qué
tiempos antiguos donde tan fácil era sobresalir para los que poseían ingenio y
prudencia, donde aún no se había inventado el oro ni la riqueza que pronto
comprarían con su descaro la paz y el poder y con su avaricia diseminarían la
tristeza y el desahucio allá donde llegasen, y en seguida la ambición enseñó a
combatir con la diestra y cada vez con mayor habilidad y crueldad y así como
sucedió, sucede hoy y sucederá mañana.
Pero
todo queda inconcluso en esta historia del ser y del mundo donde habitan
surgidos del tiempo y su materia y no de los dioses, nada debe darse por
completado, todo queda a medias, todo queda a dos luces.
Feliz
2006: ¡qué disparate!
(¡No
habrán de sobrar disparates en el mundo!)
Sopla
por el culo y lo apaga ruidosa ventosidad: adiós 2006.
Profesor,
háblenos de Goya.
Y
Lucientes.
Un
dios bajó (o subió) a la tierra… ¡cuando ya estaba hecha!
¡Y
cómo de hecha! Como por los dos brutos y secretamente torpes más geniales de la
historia del arte: Francisco de Goya y Lucientes y Vincent Van Gogh.
En
uno, el carbón bastaba para todo: En la naturaleza no existe el color ni la
línea… Me basta un pedazo de carbón. En el otro, todo era aún más simple: un
sol… ¡amarillo incluso en plena noche!
2006:
fue evanescente, como un pedo terrible,
pero gas invisible al fin, y aunque sonoro, sólo percibido por la
fetidez de su presencia volátil (no tiene forma, resignémonos).
Pequeñeces
sin cuento (yo he visto a mi padre bailar en camisón), la consabida infamia, el
despojo y saqueo universales, la hipocresía en alza, la maldad disimulada, el
desprecio manifiesto, disfrazado el interés y la cobardía miserable tapada por
el estipendio de todos los meses (nos dé Dios y el Estado).
Ando
congojoso yo últimamente a la vista de la patria.
¿La
España de los disparates?
El
efecto Rashomon: bien está si bien te va.
Miré los muros de la Patria mía,
se aflige el poeta medio cojo y pluma bien suelta (vencida de la edad sentí mi espada). Aunque no el insulto, la
burla, la jactancia.
País
de otros poetas con la espada en la mano siempre presta a hendir cráneos,
poética toda que recuerda la muerte y sus tenebrosos decorados: Mendoza,
Boscán, Garcilaso, Manrique, y Cervantes en Lepanto y Lope de Vega chapoteando
en la Armada Invencible y Calderón en
Italia y Flandes celebrando la justicia divina y Ercilla abatiendo indios
bravos al otro lado del océano.
Y…
¡pobre don Antonio Machado!
(Si mi pluma valiera tu pistola.
¡Qué
disparate!
¡Qué
tiempos de caprichos insólitos!)
¿Serías
capaz de señalarme de ese cariz 22 desajustes en ese año memorable sino por su
forma invisible de pedo sí de su misma sustancia?
Bastará
con ejemplos dispares.
Hay
gentes que nacen y han de morir igual que tú que se empeñan no en hacer cosas
diferentes a las que tú haces sino en creerse diferentes a ti: ese envanecido
gemelo tuyo (siete mil millones de apariencias especulares (2008) refuta su
condición con maquillajes y oropeles vanos: va por mal camino, más o menos como
tú por el tuyo aceptándola. El final será el mismo: decrepitud y muerte. Es
defecto de carácter, inconsciencia de su naturaleza y desconocimiento de su
miserable destino y no anomalía de espíritu, pues, lo que les anima a
deshermanarse.
Cansado
de matar, no se mató a sí mismo, sino que enterró fastidiado la parabellum con
su correspondiente munición… al alcance de la mano, sólo unos centímetros bajo
tierra, fácilmente recuperables los crímenes y la ira.
Concurso
de plagios noveleros: 600.000 euros al que disimule, esconda y confunda con
mayor habilidad lo copiado de tramas, descripciones, diálogos y personajes de
una obra ajena. Mínimo de páginas plagiadas para optar al galardón y su
cuantía: 100.
A
ese político hay que votarle: desnudo de los pies a la cabeza, sin excusas ni
sobreentendidos, con una mano esconde los genitales; con la otra, coge los
dineros. Pura connotación que no deja lugar a dudas.
Se
absuelve a los banqueros porque son culpables de todo cuanto acaece en sus
vidas excepto de sus manejos con el dinero: quid
pro quo.
Quien
tiene dinero es inocente. Eso ya es
sabido desde la invención de la banca.
En
el 2006, Charlie, como en cualquier otro (lugar) año, nunca juzgues a un hombre
por lo que bebe sino por lo que aguanta…
Es
lo que suele decirse, jefe. Está muy dicho.
Desde
mil años atrás se viene diciendo, pero aún los hay inquisidores que gustan de
enredarlo todo.
Charletas
intrascendentes, al igual que esa literatura manufacturada de bocadillos (de
tebeo).
Volvemos
a las andadas de los disparates:
Como
aquel cuento de Andersen que los personajes salen de las páginas del libro y,
como si nada, con toda la naturalidad del mundo, danzan en torno a uno en la
soledad de su habitación que, de pronto, adquiere un colorido y animación
inusuales. El libro más fantástico que puede recordarse puesto que no se
materializan tus imaginaciones sino que se corporeiza el imaginario de los
personajes de la ficción: tú eres la invención resultante en el mismo acto de
la lectura.
Más
allá de los cristales, en la oscuridad, se cierne una lluvia fría, constante,
cadenciosa sobre la calzada y las aceras desiertas. Y adentro, en la penumbra
cálida y bienhechora sólo iluminada por las llamas de la chimenea, sentado en
el confortable sillón, con el libro ilustrado sobre el regazo, lees, empiezas a
imaginar las historias relatadas… hasta que descubres con sorpresa que los
recién llegados, inofensivos o maliciosos, al brotar de la página con mil
disfraces, son los que hacen de ti el motivo de las suyas.
Qué
de disparates…
Una
tortuga se precipita desde cielo y cae sobre la cabeza de Esquilo, el trágico
griego, matándolo en el acto.
Los
mayores disparates los proporciona el gremio de los filósofos griegos,
profesionales o aficionados, que tanto da. Los perpetran a puñados, como si
estuviesen locos de remate. Diógenes Laercio facilita la enumeración: Hubo ocho
Aristóteles: el primero este mismo…. El octavo, un gramático de poco nombre que
escribió un tratado: Del Pleonasmo.
(Un mero apunte que anticipa por donde van los tiros.)
Oh,
Pitágoras, el primero que se llamó a sí mismo filósofo, aquel que llamó redonda
a la Tierra, aquel que con sumo acierto sustituyó en su dieta los higos secos
por la carne… sin dejar por ello de aborrecer las habas.
Oh,
Sócrates, usurero impenitente, infatigable tras el rédito, que se propinaba
coscorrones, que era analfabeto, que por no gastar no comía.
Oh,
Diógenes, que en el banquete platónico no veía sino mesa y vaso, y no mesalidad ni vaseidad.
Oh,
Epicuro, que en treinta y siete libros probó con largueza que el bribón de
Nausifanes andaba en majaderías sofísticas, honrado varón que nunca confundiera
placer y felicidad, que no fue ingenuo ni legítimo, que prostituyó a uno de sus
hermanos, que mendigaba lo que ya tenía de sobra.
Oh,
Teofrastro, que aconsejaba dejar el estudio y entregarse al ocio feliz.
Oh,
Demócrito que retardó su muerte hasta los ciento nueve años oliendo panecillos
calientes para no desairar a los dioses muriendo antes de hora, en hora
inapropiada o en hora que les insolentaba.
Así
durante decenas y decenas de páginas: vagos y vagabundos, charlatanes,
chifladuras, metafísicas, creencias, supercherías, ontologías, enredos y
gramáticas intelectuales y éticas turbias y jeroglíficas.
Inolvidable,
Charlie. Un excelente montón de anécdotas de barra de bar.
Brell,
el estoico, no puede por menos de airear frente al barman la memorable ocasión que condujo a Zenón (melancólico, que
rara vez se sirvió de muchachos, y que sólo una o dos veces usó de una
esclavita por no parecer aborrecedor de las mujeres) de cerviz inclinada, de
piernas gruesas y duras, pero de pocas fuerzas, a variar el curso de su
monótona existencia (comer higos frescos y tomar el sol) y entregarse al
estudio, pues, dizque consultó al oráculo qué era necesario para tener una vida
feliz y obtuvo de la deidad la respuesta más atinada que pudiera pensarse: aseméjate a los muertos en el color.
Un
muerto en vida.
Verbigracia
(lo cual entendido): entrégate al estudio de los libros antiguos, lo que
contradecía sin ambages el aserto de Teofrastro para alcanzar la serenidad.
Gran
colección de estampas, veintidós para ser exactos, no para todos los gustos: no
existe ese mundo y su puesta inextricable del revés; sin embargo, nos
reconocemos en él, al contrario que el esteta decadente que sólo atisba locura
y excentricidad en sus imágenes y que entiende pura tosquedad lo que resulta un
expresionismo que vincula plásticamente de modo indisoluble concepto,
procedimiento y representación.
Este…
Goya.
Y
Lucientes. Sordo, aislado y cazurro hasta el fin, de corbata negra, maquinando
sin dobleces extremas su muerte lejos del solar de miserias y vilezas en que se
convertió su patria.
(Este
tipo… Caballero soy de corbata blanca, Charlie, no vayan a confundirme con los
de tu especie.)
Disparate
vivir y morir bajo el yugo de un rey felón y pobre hombre al que conviene
hurtar las verdades y principios que a uno le alzan de lo abyecto y lo bajo.
Disfraza,
pues, el disparate del mundo (inmundo), de todas formas disparatado, como ya
calculara nuestro retorcido don Baltasar Gracián.
Profesor,
háblenos de Goya.
Os
hablaré de mí.
En
los setenta de JD. y Fiodorov, años
antes que Boceto aficionase a la
lectura con dos docenas de renos a una servidora, no tenías más que decirle
a una falsa hippy nacional, sin haberse duchado desde hacía un día y medio y
con la llave de la casa de papá en el bolso en bandolera, que tenía los mismos
prejuicios y aprensiones que la misma zorra
burguesa reprimida de su madre para que te follaras a la rebelde en un
instante sobre el mismo suelo de tierra desnuda o en un sucio camastro hiciese
frío o calor, de día o de noche, a escondidas o frente al público en general.
Felices tiempos, cuando las pérdidas eran ninguna y las ganancias todas. Os
hablaré de mí. Tres personas distintas y un solo personaje verdadero. Pero
antes…
Bobalicón.
¿Qué
hacemos con él?
Nadie
se libra de serlo en alguna ocasión hasta el día de su muerte. Pero esto ¿qué
es?, preguntaba incrédulo y horrorizado el padre de la loca, tu bisabuelo
materno, en el instante postrero… ¿Es la muerte?, se preguntaba enloquecido de
terror. ¡Yo no merecía esto!, exclamaba vencido, agarradas las manos al embozo,
como tratando de escabullirse de la negrura que ya le tragaba, con los ojos
desorbitados y la boca desencajada: éste sería capaz hasta de meterse debajo de
la cama con tal de burlar a la vieja harapienta de la guadaña, o, disparate al
fin, negociar un nuevo contrato aun cuando lo convirtiese en bulto precario
nada más: córtame los brazos y las piernas, pero déjame vivo.
En
ese momento crucial (no existe otro semejante en la vida de un ser humano, pues
te nacen, inconsciente, sin saber, pero te mueres tú, sabiendo y consciente),
todo son raras figuraciones a las que es imposible hallar significado:
vertiginosos corceles pasan frente a ti, esplendentes y fugitivos clavados en
el carrusel inagotable: en cada uno de ellos montas tú, y en cada uno de ellos,
de pátina tan falsa, tan brillante y vívida por las luces maravillosas y
cegadoras, cabalgas tú jinete alborotado, festivo o taciturno mostrando las
diversas apariencias que has mostrado a lo largo de ese círculo giratorio que ha sido tu vida y
que a pesar de sus vueltas y revueltas, del torbellino de sus colores, te ha
llevado al mismo sitio de partida, pues todo consistía en una sola vuelta
repetida un millón de veces.
Dios
se hizo carne… y se lo comieron crudo, vivo.
Dios
se hizo sangre… y lo bebieron y se embriagaron para toda la eternidad.
Pero
nunca ningún humano vomitó a Dios.
Somos
como la oscuridad que nos envuelve. Estamos hecho de una penumbra agobiante,
espesa, sólida, bobalicón: ella nos gesta.
Nos
falta el diálogo para que podamos ser entendidos. Esa literatura de bocadillos (de tebeo, pero algunos niños sólo ven las viñetas, no las leen).
No
quiere morir. Prefiere vivir en un mundo (inmundo) disparatado del que no
entienda nada, del que ni siquiera pueda participar de sus aquelarres y sus
fiestas, de sus ferias y banquetes, de su discurrir de dislates y caprichos.
Quiere
seguir estando vivo aun en la zozobra, la pesadilla, el temor, la ansiedad y
una invalidez humillante.
Vivir
asido al borde del abismo… o de la ridiculez más extrema. Que no cese el
espectáculo.
De
acuerdo, diría La Parca, tú tienes la pluma pero la dueña del tintero soy yo:
perro desdichado, abro y cierro a mi antojo.
Puede
explicar un capricho. No puede explicar un disparate.
Que
baste el título de propia mano con lápiz de grafito: disparates.
Escríbelo
en papel holandés con filigrana.
Que
sea la tinta de color negro ligero (pero no tan suave como la de tono bistre).
Estámpalo
en papel vergé, y deja el papel japonés y chino para veces más magníficas (la
tuya, gimoteando en el lecho de muerte, no lo es).
Una
vida técnica de aguatintas, aguafuertes.
Un
planeta de cojos y mancos sólo para solaz de La Perdonavidas (de momento: ya te
agarrará del pescuezo en fecha que no exista posibilidad de convenio: ha de
segarte la cabeza la fría hoja curva de filo inapelable, allá se irá la testa a
hacer compañía a brazos y piernas y que los restos que aquí se quedan vayan
pudriéndose al sol o bajo tierra sin más).
Si
pudiera el hombre volar con alas… tal vez no te alcanzara de la La Burlona ni
su mano ni siquiera su aliento pestífero. Y en verano huía al norte y en
invierno huía al sur… en vano.
Mejor
te hubiera ido si antes, mucho antes, antes de todo, no te hubieses concretado,
ni pulido ni figurado: aún ando en prueba de artista, así que… pase de largo la
dama del alba y afánese en conseguir otro infeliz más acabado y déjeme a mí en
paz que todavía ando en preparativos de plancha, dibujo e impresión.
Pintan
bastos.
Y
todo entre luces y sombras.
Todo
son golpes. Y, aún así, los prefieres a la nada eterna, a la muerte, que
también acaba con tus victimarios y enemigos: mueren contigo por mucho que
sigan en la vida que tú dejas en danza macabra.
Esta
procesión de vivos celebrando una religión más parece una algarabía de
borrachos de la sangre de Dios, un desorden muy capaz de intimidar.
Qué
disparate.
A
fuego graba en frontispicio que delate lo que ha de seguir: todos los sueños
son posibles, luego no hay nada imposible.
La
razón es la llave, se dice. Frontispicio fallido: al final se proclama a sí
mismo autor: se representa de perfil, bien atildado, y una mirada esquinada y
un deje de desprecio en los labios.
Los
monstruos que están hechos de la fiebre son inofensivos.
Pero
causan una inmensa desazón, una angustia y confusión irreprimibles, yo no sé….
Sólo
en el acto de despertar, unos pocos segundos; luego, se disipan en la rotunda
luz del día, y al primer vaso de agua ya los has olvidado..
Qué
de disparates (decíamos…).
Hablaré
de mí, pandémico, telúrico, cínico, provisional, olvidadizo y nada celeste.
Sentir al otro, amar a la mujer al anochecer y cerrar los ojos; dejar de sentir
el mundo al amanecer al abrir los ojos, sólo verlo al mundo por doquier tan
disparatado. El mundo bajo la luz del sol, que tanto lo explica al dejarlo
nítido y descubierto, se revela hostil, de él y sus mandobles hay que
precaverse con una buena coraza: ese mundo repleto de seres, movimiento, cosas
y naturaleza desquiciada… Tu mueca de dolor al salir del escondrijo de la
noche: parecía que te hubiesen rociado con fósforo y en cuanto salías del
agujero del ficus al contacto del aire comenzabas a arder de pies a cabeza como
una tea.
Por
encima de Dios, del Estado, el Rey Malo… y la Reina Peor:
¿Qué
dice este papel?
….
¿Tú
mides un kilómetro?
….
¡Cállate
la boca!
….
¡Cortadle
la cabeza!
¡….!
El
veredicto puede esperar, incluso el juicio puede esperar.
Qué
tiempos disparatados, prodigiosos, vanos y nada sublimes, grotesca ocurrencia:
el río de aguas limpias, inocentes, fértiles, se detiene frente un semáforo en
rojo.
Charlie,
el tiempo me ha devorado: ¡Estas niñas…! Tuvo que disfrazarse del tal Dodgson
para examinar minuciosamente a la ninfa Hanna: primavera de 2005, tal vez
preludiaba ya el estío, finales de mayo, tarde y crepúsculo embriagadores
degustando piña y caramelos, sentados en la mullida hierba de la fresca ribera…
Y su madre Laura, bella, artista, adúltera,
apresurando la viudez, tan española y lista, viuda rosa (de negro, nada), y…
¡sin la menor contaminación suiza!: Señora, deje usted la poesía, la gracia que
no quiso el cielo darle y aprenda horticultura ecológica, entréguese al placer
lésbico o persevere en sus oficios de maga con el manojo de los pinceles
kleenianos untados en sus gozosas improvisaciones de artista del siglo XXI. Hay
tiempo, y dinero para gastar, por delante.
Un
regalo es la vida si lo tienes a manos llenas, pero en tal se resume: una
bagatela de existencia, fútil y prescindible, que puede comprar hasta el más
necio que disponga de una billetera abultada. En el fondo, un arma demasiado
frágil ante los embates de la fatalidad. Y tampoco va a espantar, ni lo sueñes,
a La Enviada del Hades.
Yo
todo lo veo como a la luz de unas velas sosegadas, cuando empieza a declinar el
día y la luz no hiere.
Y
con las manos vacías, o al menos, no ocupadas contando monedas.
Goya,
al parecer, así lo afirmaba su hijo, no pintaba jamás por la tarde: lo hacía en
la mañana radiante de sol… y daba los últimos toques, el toque Goya, de noche con el lienzo bajo la luz artificial de las
velas sujetas en las pinzas metálicas del sombrero. Estudiaba la pincelada;
buscaba la ilusión; le inspiraba la componenda.
¡Qué
estampa!
(Una
más.)
Mi
relación con la pintura es mucho más importante que mi relación con mis
semejantes.
Mi
relación con la escritura es mucho más importante que mi relación con mis
semejantes.
En
ese caso, ambos podemos ignorar el mundo. Nos basta la obra. Y, luego, el
silencio magnífico, único, inquebrantable, ya era todo eso antes de la escapada
definitiva. Es la nada póstuma, ahora que aún estás vivo, la que te invita a
celebrar tu creación solitaria y anónima, inédita por siempre, y sin lugar a
dudas para siempre, ya que en nada quizás egoístamente, podemos decirlo de ese
modo, ha de contribuir a entretener un entendimiento u ocio ajenos a los tuyos:
al no ponerle precio a esa obra y ocultarla, el proceso, que no concluye ni
resuelve por completo asunto alguno, se basta por entero a sí mismo como
exponente creativo sólo para tus ojos: crees en tu trabajo, podemos decirlo también
de ese modo, como jamás has podido creer en nada de análoga condición puesto
que nunca vas a obtener una respuesta y mucho menos una recompensa, y es así
como todo, al final de la fiesta, adquiere sentido y es suficiente (a la luz de
unas velas). Escribir por escribir; pintar por pintar. Nadie ha podido desvelar
hasta ahora el significado exacto de ninguno de los disparates de Francisco de Goya y Lucientes. Todo son meras
aproximaciones, supuestos, descripciones, conjeturas (en lugar de soluciones y
esclarecimientos) y análisis posiblemente de mayor rareza y complicación que la
que proyectan las estampas.
Boceto, adolescente
insaciable (eternamente presentes la polla o el libro holográficos en la
sesera), todavía con la biografía novelada de Goya en las manos, los espantos
de los desastres, los caprichos y los disparates en los ojos, conminaría piadosamente a Brell el Viejo:
Padre,
hablemos claro respecto a las crueles visiones del artista atrabiliario.
Imposible,
pues ando de birrete y muceta. Mi discurso, qué duda cabe, te acojonaría,
sabandija impertinente. Huye al tufo de tus aposentos, bachiller, ordenó el
interpelado, como el que se sacude de un manotazo una mosca impertinente posada
en el hombro.
Goya:
¿Qué hacía él con la ramera de Cayetana? (se preguntaba el artista a instancias
del señor Feuchtwanger).
¿Tiene
miedo a los espectros? (se preguntaba el señor Feuchtwanger dirigiéndose al
lector al referirse a un Goya ya en la senectud).
Unos
pocos años más, y la de Alba sería una mujer vieja…, calculaba el narrador en
un aparte entre diálogo y diálogo.
Ese
reno caería, no muchos días más
tarde, como una bomba de pasión directamente sobre el lecho revuelto y a toda
hora incitante de Cayetana-servidora.
¡Qué
disparate… los recuerdos!
Envaina
la espada, pica espuelas y sal al galope. En los Charlies, pasada la
medianoche, se suceden las horas más peligrosas. La puñalada puede venirte del
lado más inesperado: pero siempre desde atrás, de lo más oscuramente vivido.
¿Olvidar
quién había sido?
Bah,
no serviría de nada, por más que se hinchase el estómago con toda el agua del
Leteo que pudiera engullir y fuese capaz de corregir sino borrar el pasado, él
era el error: no haría exactamente lo mismo, pero se equivocaría igual.
Huye
del Charlie de una vez, de la hora venenosa, de esa cicuta que colma la copa de
mórbido color y que al tiempo que te exorciza de los malos dioses y los malos
maestros te impele a una intoxicación sentimental que no tarda en volverse
contra ti sin el menor miramiento: a pesar de la luz tenue y la ausencia de
espejos, en unos momentos verás tu rostro reflejado en la cristalería de en
derredor: se va desconchando el revoque, ya asoman los ojos grises y muertos,
la mueca obscena de la boca y la piltrafa de la carne de Gray.
La luz es la misma:
conozco todos sus matices. ¿O me queda alguno por descubrir?
El de la persuasión.
¿Qué no serás?
Quizás umami: el
quinto sabor. ¿A qué saben las épocas? Este año del Señor de 2008 tiene un
aire…que no le cojo: se nos escurre de entre las manos pecadoras.
Sin embargo, a
despecho de tus chanzas, eres pesimista (no podía ser de otra manera, vivía en
la realidad a pesar de la turbiedad charlie
que llevaba asida al gaznate y al cerebro y a sus vísceras y hasta a su
conciencia allá donde fuere que estuviera la condenada).
Uno hace religión de
sí mismo fuera de los muros y campanarios de cualquier iglesia en el arte, la
poesía, la música…
Religión…
Siempre un dueño
detrás de sus vestimentas y adornos, de su utilería dorada, de su órgano
narcótico, de sus preceptos, de sus liturgias, obligaciones y creencias
descacharrantes que siglos atrás a bien ya se encargó de fortalecer,
palideciéndolas y mutándolas en clara molicie, con peregrinas bulas y emplastos
benéficos el taimado dominico (tal agustino) Tetzel: Queda todo purgado en sonando el metálico por las gabelas del Papa.
¿A cuánto la bula de
la Cruzada?
No muchos reales, pero
ha de pagarlos a tocateja sin miserable regateo.
Por estas, entonces.
Por buena ruta andas
hasta el cielo.
Y así, sin
misericordias ni arrepentimientos, se zampa en días vedados carne, cerdo, huevos y vino.
Qué de disparates se
le ofrecen al señor de Goya y Lucientes, en ese tiempo de cuchipanda trágica,
borbónica y rastrera a más no poder.
En cuanto a los
frailes, fueron lo que debían ser.
¿Cómo librarse de la
época?
Se encierra uno en la
Quinta del Sordo.
O disparatea.
Ni un solo lustro se
libraron las españas de un rey loco, un dictador, una bestia engalanada con
charreteras y el sable a la cintura, un dios que tanto hiede a sangre como a incienso
en alguno sino en todos de los siete días de la semana.
Consienta El Deseado,
bufón, traidor y bicharraco, y deje tomar las aguas a ese pobre viejo artista
del pincel encorvado por los males de la patria, sordo y mudo. Ahora, en sus
andanzas achacosas por el mundo, es vulnerable como un niño. Ya agotó todos sus
caprichos.
Que vaya en paz y que
se muera de una vez, sin alboroto... en Burdeos o en cualquier otro lugar, que
nos importa un ardite.
Goya ha tomado una
casita muy acomodada, con luces de Norte y Mediodía, y su poquito de jardín:
casa sola y nuevecita, en donde se halla muy bien.
(Marzo, 1828.)
Goya está bueno; se entretiene con sus borradores…
(Mayo, 1828.)
Mientras tanto, en
España: logrerías, sotanas, todavía cadalsos: Dios, que buen vasallo (de Goya y
Lucientes) si hubiese gran señor (¡peste de Fernando VII, animalucho paticorto,
estulto, abejaruco de corte, homicida con el solapado y solo guiño de un ojo,
verdugo sin pringarse (pío, pío, yo no he sido), vete a saber si pìcha corta o
al menos bujarrón o diario gran eyaculador precoz y muy reseco de
entendederas!).
El birrete te
abochorna el aspecto, te arrastra y condena a la antigualla, pater amatísimo,
catedrático impar…
Has nacido por azar
(?) en el país del abanico, la capa larga y oscura, el embozo, el chambergo de
la sombra impune y vil, las máscaras que tanto aborreciera Larra…
¡Qué sabrás tú,
mierdecilla a medio hacer, de los honores vanos y de las apariencias
necesarias, de la prosopopeya hispánica, del oropel ante el que claudican el
bobo, el cretino, el lerdo que vive y se amamanta de las politiquerías de las
españas… y el público en general! ¡De todo eso hay que valerse, dale gusto al
necio!
¡Qué españas!
En el 73, Fiodorov comienza a coleccionar los
volúmenes (7) de la Historia de España
Alfaguara, editada por Alianza (¿no te bastaba con el Lafuente, la
utilitaria de Vicens Vives, la…?), que hacía aparecer los tomos al buen tuntún
sin respetar el orden cronológico de aparición creciente o decreciente. Pero la
escriben los comunistas, decían (al menos, uno; al menos, en aquel tiempo). El
primero, el VII (empezaron por la cola). El iniciador no logró concluirla. Cayó
el coleccionista en las manos esbirras de la político-social y fue puesto a
buen recaudo en una celda de Carabanchel con el librillo de poemas, el
bocadillo de salchichón y las manzanas, como ya han podido comprobar nuestros amables lectores en capítulos
(?) precedentes. Hubo obligadamente de continuarla JD. (IV y VI)… por poco
tiempo: el primogénito también interrumpió la compra y puso pies en polvorosa
camino de Lisboa. Proseguiría la empresa, con evidente desgana, el patriarca
Brell el Viejo (volúmenes III, II y V: a mí me bastaba el Lafuente, y en ningún
caso estas edicioncillas de bolsillo para estudiantes de la famélica legión,
hijos desnaturalizados) y, finalmente, la concluiría en el 75 el adelantado
benjamín, bienaventurado Boceto invitado
de última hora en la empresa colectiva (I):
Vete al pasaje de Sangre, anda, ve a ese buen
hombre de Dávila y dale carpetazo a la España
Alfaguara de los huevos… que ya llevamos tres años con la monserga. De
propina merca además lo que se te antoje.
De vuelta:
Salió el I. Serie
completa, pues: desde la Dama de Elche hasta el ínclito general Gran Cazador.
Le acompaña un Conrad. Según aseguró el librero, informó Boceto, se trata de la narración que mejor identifica las
constantes literarias y narrativas del escritor, y también la preocupación
ética, hasta casi radical, siempre subyacente en la literatura del polaco: El negro del Narcisus.
¡Por Belcebú, buena e
intrincada andanada de dómine pedante! En buena hora, pues… Aplícate el
prólogo.
Qué disparate, que en
las españas ejerce de bufón el mismo rey en cuyas manos se halla la suerte del
artista. Un payaso siniestro dueño de vidas y haciendas: a éste que le corten
la cabeza, a aquellos otros el fusilamiento, el exilio honroso para quien pudo
escapar a tiempo…
No menos culpable es
él, el Goya funcionarial:
qué disparate, lo
retrató de cuerpo entero, no una, sino dos veces, suavizó con los colores la
burrería del monarca, quedó el mamarracho inmortalizado en la historia del
mundo por la pintura del genio (8.000 reales: quince días de trabajo), y con
toda su bajeza moral y prosopopeya de cachivache a cuestas: tiempos de
ilustración: retrato de frente y cuerpo entero, atuendo solemne de Coronel de
Guardias con las iniciales reales, la mano regia apoyada en el pedestal de una
estatua alegórica de España coronada en laurel, y sobre el mismo pedestal el
cetro, la corona y el manto, a los pies el león fiero con las cadenas rotas
entre sus garras:
Retrato al óleo como ejercicio de estilo:
Suspendida en el aire está la voz
aunque
muda. Colores en el tiempo:
la
figura, el espacio de su eterna
identidad,
su faz, su vestimenta
de
otro siglo.
Atributos
no le faltan
al
monarca: mirada, corpachón,
la
tez amarillenta, áspera boca,
nariz
profusa, frente demasiada,
la
pose prepotente, gran oreja,
cariancho
con mandíbula prognata.
Lo
demás es ropaje, los disfraces
de
su caducidad: bordados, oros,
insignias
que no esconden en la
imagen
la
mera evocación de aquellas tintas
del
que sólo fuera hombre y así muriera.
Estatua la de España a
su lado: dura como la piedra, tan inmóvil en los siglos que se fugan uno tras
otro hacia delante, todo de piedra aunque mortal.
Minerva al costado de
Jovellanos en su retrato goyesco, pensativo y serio, hasta cansado: maneras de
entendernos. Luego el destierro, la prisión, la mezquina venganza del rey lerdo
y torpón sobre el intelectual desarmado y ahora a destiempo, sin funciones
ministeriales ni ninguna otra, incluso sin pluma y sin papel (sus armas) cuando
se acreciente el rigor de sus prisiones por mandato de la corte: … pan, agua
turbia de pozo, escribe una vez acerca del condumio, cuando las úlceras cubren
su piel y las cataratas ya nublan sus ojos. Al cabo de unos años, mitigan la
tortura: come mejor, leche de burra y chocolate caliente diarios, le distraen
los paseos a primera hora de la tarde y lee páginas y páginas de los cinco
volúmenes de Cicerón de los que ha podido aprovisionarse y la Historia General de España de Juan de
Mariana impresa en Valencia en 1798. Tres años más tarde de abandonar la
mazmorra mallorquina, en noviembre de 1811, muere sumido en una lacerante
melancolía sin ver resueltos ninguno de los problemas de la nación, con el
fantoche en el trono y con el francés todavía danzando sin ton ni son de un
lado a otro de la aciaga patria.
¡Qué siglos!
El Fernandino
Periódico
momentáneo de Valencia
Día 18 de
abril de 1814
La entrada
de nuestro adorado Monarca Fernando VII en esta Capital en la tarde del día de
ayer forma una época memorable en los fastos de los afectos más puros del
corazón humano. A la impaciencia general de ver quanto antes al Angel de las
Españas; al cuidado con que se contaban las horas, los quartos, los minutos y los
instantes, una voz semejante al anuncio de la felicidad se hizo oír en todas
partes: ¡el Rey llega, ya asoma, ya lo vemos, viva, viva, viva Fernando VII!
Muerto el déspota, no
fue mejor lo que sobrevendría en las pobres españas: espadones, monarcas
insulsos y de escasas luces
aunque no crueles ni
felones: sólo vividores y algo mentecatos, figurines y barrigones de palacio
unos, muy putañeros otros.
Farsa y tragedia es la
historia de las naciones, sus zarandajas guerreras y sus banderas: estudia
(pero no te fíes en absoluto) las crónicas de sus mentiras aseadas por
amanuenses a sueldo.
Eres súbdito, y eres súbdito español, límitate a sobrevivir,
y si eres más listo aún, procura tener el alma y el cuerpo separados (y que no
se note).
Sé como las vacas, que
nunca sepan cuando vuelves a casa (sobre todo la policía).
España, como todas las
patrias demasiado antiguas, es de fuste trapacero, muy envilecida por algunos,
mala madre de sus hijos más pobres o descarriados sin gracia, a través de las
décadas en manos de sus dueños de siempre, cambiantes de atavíos pero no de
trapacerías implacablemente maquinadas desde el oro y los bellos tapices de la
escogida corte de los milagros perpetuada generación tras generación de
hipócritas y felones, esos tipos con sombreros galoneados, que diría Malaparte,
con sus solemnes uniformes repletos de la cacharrería de sus condecoraciones,
sus relucientes botas, sus tripas bien rellenas, sus hemorroides, los dientes
sucios, los pies sucios, la entrepierna sucia, sucios ellos. La historia de
España no es la más triste, es como todas las
historias, la misma historia: hombres matándose entre sí, y lo demás es
economía, egoísmo, lujuria y un miedo irracional a terminar sin nada
(desnudito) en el fondo de la sepultura.
Qué siglos, Charlie,
donde uno acaba siendo invisible del todo (incluso a veces antes de morir) sin
dejar de ser puesto que ha sido.
Yo fui, se dice
todavía vivo. Por si acaso.
Enervado por el satori repentino, sin fuerzas, incapaz
de dar un nuevo paso adelante, paralizado en su hasta ese momento plácido paseo
vespertino: muere la tarde, se desvanecen las sombras de los árboles, se oculta
en las ramas misteriosas la pajarería, todo parece un silencio mayúsculo: no se
ve, no se imagina, tendido y muerto
con los párpados cerrados y las manos entrelazadas sobre el pecho: se siente muerto: ahora sabe lo que significa estar muerto: los muertos no pueden
comunicarse con nadie porque andan detrás de la realidad, les separan de los
vivos miles de miles de millones de años: por eso, cuando seas un muerto sin
paliativos, no podrás hablar jamás con ninguno de ellos, de esos seres
despreocupados todavía mortales danzando por ahí vivitos y coleando en la tarde
crepuscular. Estás muerto, estás en el
otro lado.
(Bien está si así te
lo crees. JD.: octubre de 1977.)
La lluviosa madrugada
anterior a esa tarde epifánica que se disipaba entre estofados de oro
viejísimo, de descubrimiento tan definitivo y sensación tan devastadora, había
soñado librerías desiertas, ni un alma por los corredores: ni a él se descubría
frente a los estantes, lo que ya era el colmo. Poco tiempo después de la
comida, sin apenas sobremesa, el hermano mayor se fue al agujero de su ficus
particular: la librería París-Valencia. Se detuvo largo rato ante las colmadas
estanterías de libros de saldo y ocasión, sección que atraía indefectiblemente
su interés, puesto que en la mesa de las novedades sólo se apilaban obras que
por una razón u otra (o experimentales a ultranza, que tiene su mérito, o de
una ranciedad decimonónica, que también lo tiene) le deparaban una lectura
decepcionante y, además, se hallaban demasiado al alcance de la mano y los
ojos, como un tiro al plato ventajista y facilón. Él gustaba, tal vez
demasiado, de andar en cacerías al albur, descubrimientos literarios y
hallazgos gozosos. Repasaba las hileras de libros con una minuciosidad lenta y
conclusiva. Una hora más tarde ya se había hecho con unos ejemplares de
escondida extravagancia y precio irrisorio: dos tomos del voluminoso diario
de Eugenio Noel, una edición argentina
del 62 de The black book (El Cuaderno
negro, según el traductor) de Durrell y varios tomos sueltos de El Arquero de Revista de Occidente con
obras diversas de Ortega…
Más le valiera al
hermano mayor, negro laborioso y tenaz en la actualidad y rústico algo
misántropo años después, pasear al perro a esas horas de la tarde mientras urde
la mágica receta de la cena de esa noche y escoge mentalmente el vino que
aderece y alargue hasta la madrugada la cita en compañía de fulanita de tal o
de quien sea. (Anotación de Brell el Viejo: octubre de 1977.)
En el 77, la suerte
está echada. Miré los muros de la patria mía… y todo fue igual,
lampedusianamente igual.
En el 87: ¿Qué se hizo aquel trovar, las músicas
acordadas que tañían?
El mismo día que los
estudiantes españoles eligen como patrono en el jolgorio de la huelga a El Cojo
Manteca, Boceto hace cola frente a la
taquilla de Aula7 para ver en el segundo pase de las 19,30 Hanna y sus hermanas. La tarde era gris, extrañamente silenciosa en
los alrededores del cine.
Aguarda su turno de
buen humor (se diría que hoy todos los asuntos están destinados a salir bien,
un día de esos bastante raro), cuando alguien, muy suavemente, da una palmadita
en su hombro derecho:
Hola, profesor.
El profesor se da la
vuelta.
Hola, alumna, dice
sonriendo al descubrir a sus espaldas a Paula Coloma Espina, 19 años,
estudiante de Bellas Artes, quien no puede disimular el atractivo que ejerce
sobre ella el profesor de Historia del Arte Ignacio Brell Gay (a) Boceto.
¿Te gusta Woody Allen?
¡Qué dice, profesor!
¡Es uno de mis referentes culturales de mayor proyección!
Boceto a punto
estuvo de caerse de espaldas.
Qué te parece…
¡referente cultural! Ha dicho referente cultural, lo he oído perfectamente.
Ya en el interior, se
sentaron en butacas contiguas, fila doce, junto al pasillo central (el aleph de todo cine).
Una librería es un
buen escondrijo para esconderse de lo mundanal. Especialmente una semejante a
la que aparece en las primeras secuencias del film de Woody Allen, donde el
frívolo Michel Caine, entre estante y estante rebosante de libros, intenta
ligarse a Barbara Hershey, su joven cuñada exalcohólica, indecisa y cachonda.
Hasta le regala un libro de buena caja.
La película les
pareció corta a los dos. A ambos les encantó.
Aún en el pasillo
ligeramente en cuesta de platea, camino de la salida, comentaban en voz alta su
impresión del film.
En el exterior caían
unas gotas espaciadas de lluvia que pronto se convertirían en una molesta y
persistente llovizna.
Paula saca del bolso,
ancho, de bandolera, un paraguas plegable. Despliega la tela. Él rechaza
cubrirse: nos mojaremos los dos si lo compartimos, advierte caballeroso.
Por un momento,
aguardan en el vestíbulo del cine, mirando afuera. Continúan charlando acerca
de la película.
A ella le irritaban
especialmente los tipos como el que interpretaba Von Sidow, esos artistas
engreídos, atrabiliarios y resentidos contra todo dios, sabes. Y encima
egoístas y… cobardes en el fondo, sabes.
Sí, es un papel algo
estereotipado, calculadamente impuesto por razones argumentales. Pero el tipo,
a juzgar por lo que nos es posible adivinar, parece ser un artista de
importancia.
Mía Farrow se muestra
o muy inteligente o muy bobalicona, pero en seguida descubres que no importa en
absoluto esa ambigüedad en lo que concierne al desarrollo de la historia que
nos cuentan.
Claro, en uno u otro
sentido, seas una cosa u otra, lista o tonta, es suficiente para ser feliz en
la clase de vida que lleva junto a esas dos hermanas simpáticas y algo
desalmadas, un marido de una frivolidad suicida y los típicos padres que se
soportan uno a otro como pueden… Lo justo de intelectual. Y final feliz.
Es una historia sin
demasiadas pretensiones, por eso funciona.
Comienzan a andar, ya
en la calle. Seguían opinando, muy animados, sobre el film. La llovizna fría se
cierne sobre las aceras y el pavimento brillante. El profesor sostiene el
paraguas, pero la protege a ella: es bastante más alto que la alumna, de modo
que esa galantería facilita que vayan muy juntos.
Aunque no olvides que
la Farrow se nos presenta como una actriz de teatro, una buena actriz. Culta,
varias veces la vemos con un libro entre las manos. Y tiene su aura, esa
magnífica cualidad tan difícil de hallar en las personas comunes y que en ella
es casi hasta perceptible.
A propósito, ¿qué
sabes tú de e.e. Cummings?
¿Además de la manía de
escribir en minúsculas su nombre?
Una forma peculiar, es
cierto.
… pero lo que quiero saber es
cómo te gusta tu chico de ojos azules
Señora Muerte.
¿Es ése el poema de la
página 112?
Han llegado a Játiva
esquina con Marqués de Sotelo.
No lo recuerdo. ¿Te
apetece una… cerveza?
¿Una cerveza?
Bueno, una copa,
quiero decir.
Ella tiene todo el
tiempo del mundo.
Sí. Te la acepto con
mucho gusto, profesor.
No me llames profesor.
(Nacho es de una
frivolidad infantil… Ignacio, por ahora, está bien. ¡Jamás, nunca lo sepa, la
ignominia de Boceto!)
Podríamos ir a san
Patricio. Ese bar tiene las luces adecuadas, tan esenciales que son para
trasegar una copa. No entiendo cómo algunos bares y cafeterías no le prestan
atención a detalles como ese. Una iluminación placentera y la copa en la mano
enriquece cualquier conversación, incluso a veces hace parecer a los
interlocutores más inteligentes de lo que son. ¿Así que san Patricio?
Bueno.
¿Te parece bien,
entonces?
Sí, claro.
Estupendo.
Ella se siente cómoda,
extrañamente cómoda, andando a su lado. No le importan para nada ni la hora
(22, 15 de la noche de un martes nada
festivo) ni la lluvia suave ni las maniobras que hace el otro para no sacarse
un ojo con la punta de una varilla.
Hay que ver cómo
cambian las personas si las desplazas de su sitio habitual, es como si las
vieses desnudas por vez primera, raras, pero sin complicaciones.
¿Te parezco distinto
al de la facultad?
No sé… El mismo, pero
de otra manera. Algo así. Quiero decir… Bueno, no sé…
Cummings es un poeta
muy… cinematográfico. Quizá la cita en forma de librote de Allen responda a ese
motivo, una referencia indirecta, con Woody Allen nunca te puedes fiar. Y
soltó, ya del todo pedante, un reno
envenenado: La vida no es un párrafo; la muerte no es un paréntesis.
Que… Ella iba a decir bonito, pero se calló a tiempo y se
mordió los labios. (¿Qué tal si decía que era ingenioso? Pero ¿eran unos versos
ingeniosos en realidad? ¿Y eran dos versos o uno solo? Mejor mantener la boca
cerrada. ¿Por qué estoy tan nerviosa…? Ni siquiera sé lo lo que debo decir. Me
parece que me estoy enamorando de este tío. O puede que sólo sea cosa de tres
polvos. Un buen revolcón… y a rodar, cada uno a lo suyo.)
Pero la traducción en
poesía… No sé.
Cummings no exige una
literalidad meticulosa. Su sintaxis propende a un formalismo que busca ante
todo la originalidad de su construcción.
¿?
Interior del café.
Es un tipo instruido,
piensa la alumna, y a ella le encanta jugar al escondite con los tipos
instruidos.
Han tomado asiento
tres mesas más allá de la entrada. El local, iluminado con luces tenues,
indirectas, de matiz dorado, se halla bastante concurrido, sobre todo en la
zona de la barra, al fondo.
Yo tomaré un ron.
Negro. Sin hielo, por favor.
¿Flor de Caña?
Muy bien.
¿Y la señorita?
Un gin-tonic. Beefeeter la ginebra, si es posible.
Es posible.
Gracias (engominado y
mínimo servidor Charlie).
Ojalá todo fuese como
en la película, ¿sabes? Personas con complicaciones, pero a salvo de la
fatalidad; diálogos ingeniosos, amores súbitos, enamoramientos pacíficos,
pasiones comedidas, cultura por encima de lo midcult… En fin. Hasta los tumores son imaginarios. Empiezas feliz
en torno a un pavo asado al horno y acabas igualmente feliz en torno a otro
pavo asado al horno. Y entre medio, esas pequeñas alegrías y esos inocuos
sustos que te da la vida cuando todo aún es posible y rectificable en el día de
Acción de Gracias (¿a qué, a quién?, son preguntas que ningún americano suele
hacerse, ¡para qué malograr la jornada!).
Sólo el artista,
íntegro pero huraño e ingenuo, acaba en la miseria más triste: el tipo de los
mil millones no le compra el cuadro a causa de sus irritantes impertinencias de
creador incorruptible y su amante le abandona a renglón seguido: ahí te quedas
con tu amor propio… Ni siquiera hacen ya el amor. Y es que él, el artista
Frederick, se ha hecho demasiado mayor para ella, se ha ensimismado en su obra
de una forma letal, se ha sumido inconscientemente (o muy conscientemente) en
sus contradicciones e incertidumbres de genio creador, y la joven ya no quiere
aceptar que su vida gire en torno a ese hombre taciturno y desganado, todas las
mañanas nada más despertar devorándose a sí mismo bocadito a bocadito. No es
ese plato para todos los paladares. ¡Menudas digestiones!
Por entonces, asegura
el profesor, Woody Allen y Mia Farrow ya eran pareja sentimental. De hecho, el
apartamento de Nueva York donde se ruedan las escenas de interior de Mia
Farrow, y en algunas de ellas aparece una de sus hijas adoptivas, Soon-Yi, es
el de la actriz en la realidad.
¿Ese salón donde se
comen los pavos asados? ¿Donde se reúne la familia feliz siempre alegre para
hacer felices a los demás?
Ese. Allí vive la
actriz, con vistas a Central Park, con nueve críos, la niñera y un montón de
bichos de compañía con rabo o sin él.
¿Y cómo es posible que
Woody Allen sea capaz de vivir y escribir en ese guirigay?
Es que no se mete en
esa jaula ni en sueños. El tipo vive en frente del apartamento de Mia Farrow…
pero con el espléndido parque de por medio. En línea recta, a un kilómetro de
distancia. Digamos que es una relación poco convencional. Se ven en los
momentos adecuados, cuando llueve a gusto de todos. Según dicen sus allegados,
de esa manera todo marcha sobre ruedas, como en la película: a ella le encanta
el West Side de Nueva York y a él el East Side y cada uno vive en uno y otro
lado de la ciudad estorbándose únicamente lo necesario.
Se saludarán con la mano
desde la ventana.
Hola, hola.
Pero siempre después
de desayunar.
A propósito (?),
¿sabes que libro está leyendo Mia Farrow en la cama cuando llega Michel Caine
aún con el olor de la otra en los labios, en los dedos, en la piel?
Ella sonríe denegando
con la cabeza (pero me lo vas a decir tú, sabelotodo de mierda, así que
suéltalo de una vez).
Easter Parade, de Richard Yates, un
tipo que se está poniendo de moda en Francia, lo que asegura su futura fama en
las décadas que vienen en el resto de Europa, en todo momento a la expectativa
provinciana de lo que consagre París, la ciudad de la luz fría y sombría,
tenebrosa la mayor parte del año.
La alumna tiene el
vaso de tubo con la feble y apenas visible vírgula del combinado por encima de
la mitad del recipiente. De cuando en cuando levanta el vaso de la superficie
de madera bruñida y hace sonar los cubitos de hielo, un sonido elegante, de
pedrería cristalina, de un, digamos, tintineo
solemne y ártico. Lo vuelve a dejar sobre la mesa sin beber. La niña
está jugando al interesante juego de la seducción, convoca la promesa
incitante: ¿qué tal si follamos no más tarde del sábado que viene, profesor?,
se imagina que le dice al otro. Se toma su tiempo mientras le dirige al
profesor miradas risueñas, cargadas de doble intención (¿cuáles de ellas?:
todas: éste pasa por la piedra). El profesor retarda el momento de apurar la
copa, de la que apenas resta un sorbo de líquido del color del nogal
pulimentado, y la mira turbado a la alumna, pudiera decirse que sorprendido. ¿Sería
incorrecto delante de esa jovenzuela pedir otra copa?
Vayamos por partes, ¿y
a ella qué le importa? Esta pija de casa bien acaba de salir de la crisálida de
bachiller, y ese brillo de lolita en
sus ojos empieza a engullirse los pocos restos de moralidad que quedan en él.
Esclava de su saber.
Profesor, háblenos de Goya.
(Y Lucientes).
Al diablo con la
corrección. Chasquea los dedos al paso del camarero, un tipo delgado de baja
estatura, casi minúsculo, con el pelo negro engominado peinado con una raya en
medio de un cráneo en forma de balón de rugby.
Lo mismo. Y que sea
doble, remata sin titubear.
Ahí te las den, niña,
con tu gin-tonic de colegiala.
A él no le gusta el
silencio. Le embaraza.
Naturalmente tú no
sabías que Hannah y sus hermanas, con
ciento siete minutos de duración, es la película de mayor metraje de las de
Allen, que suelen oscilar entre los noventa y noventa y cinco minutos, y
algunas bastante menos, en torno a los ochenta, y otra hay, Zeling, que se queda en los setenta y
nueve. ¿Sabes?, cosas del montaje.
El camarero, de andar
lento, de expresión inescrutable, llega a la mesa con la segunda copa y un
nuevo posavasos.
Ella aprovecha ese
mínimo instante de silencio para carraspear y reprimir la risa: así que ciento
siete minutos…
(¿Cuántas páginas
tiene ese libro?
Doscientas cincuenta y
cuatro.
¿No tendrá, por
casualidad, uno de doscientas cincuenta y siete páginas?
Quizás, en el almacén…
Podemos averiguarlo en unos minutos. ¿Tiene mucha prisa?
No. Puedo esperar el
tiempo que haga falta.)
La avalancha de
sabiduría cinéfila sigue su curso implacable, la gran araña, insaciable
comedatos, se abalanza sobre la incauta y bellísima mosca con el gin-tonic en la mano a punto de caer
rendida a los pies del omnívoro informador de voz grave, oscura, por fortuna
sin engolamientos irritantes.
Lo cierto es que para
Woody (su amigo de toda la vida desde los primeros tiempos, allá en Brooklyn:
sé hasta lo que desayuna, mi joven amiga: un bollo de maíz y una taza de agua
caliente) el montaje es esencial, acaso
lo más importante de todo en la fabricación de un film. Se pasa horas y horas,
días y días, semanas y semanas, metido en la sala de montaje. Cuando fue
mayorcito (después de Annie Hall y
los Oscar recibidos, que le metió en los bolsillos una buena cantidad de pasta)
no dudó en gastarse 60.000 dólares en un par de máquinas Steenbeck, muy
superiores a las antiguas Moviolas, y una grabadora Magnatech. Sólo con los lifts que desecha cuando por fin
abandona la sala y da por finalizado el dichoso montaje podría uno hacerse rico
vendiéndoselos a los coleccionistas cinéfilos más empedernidos. Bueno, pues eso
no está mal para un tipo que cuando empezó a hacer cine no tenía ni idea qué
diablos se hacía en una sala de montaje. Un tal Rosenblum, su primer montador,
aseguraba que si Allen hubiera tenido que
montar él sólo Bananas, su
primera película, de 1971, todavía estaría haciéndolo, aunque a estas alturas
ya se habría quedado ciego. Imagínate lo que supone visionar 30.000 metros de
película (más de 20 horas de rodaje) para
finalmente reducirla a unos 3.000 metros y dejarla en unos noventa
minutos de duración.
La oyente está
exhausta. Aparta la mirada del rostro sosegado del profesor, tan acostumbrado
él a la disertación académica. Queda pensativa unos segundos.
De repente, de un solo
trago la alumna vacía el vaso de tubo y se pone en pie con el bolso en la mano,
lo que deja admirado al informador; todas esas acciones por parte de ella en
menos de quince segundos: sacudirse a un lado la melena de color castaño con
mechas, echar la cabeza hacia atrás, beberse de golpe el resto del gin-tonic, coger el bolso y ponerse en
pie.
He de irme, anuncia la
alumna.
Él observa durante una
fracción de segundo los ahora diminutos cubos de hielo en el vaso vacío de
líquido, la corteza del limón limpia de pulpa. Tendría hambre, la niña. Un
cuenco con frutos secos hubiera sido lo correcto. Mala suerte. Ocurrente un año
después. Inmediatamente se alza del asiento. Te acompaño a casa, dice.
Ella se está poniendo
una gabardina verde de tres cuartos. Al estirar un brazo para meterlo en la
manga, los senos, debajo del fino suéter negro levemente moteado de gris,
apuntan erguidos y poderosos bajo la lana. Y en ese momento también se da
cuenta de la escandalosa minifalda de ante de color tabaco que alcanza sólo
hasta medio muslo, de la exacta tersura dorada de las medias que cubren las
piernas magníficas.
Coge algo decepcionado
el ticket de la cuenta (con lo a gusto que se encontraba en ese bar Charlie) y
ambos se dirigen a la caja, en un extremo de la barra junto a la puerta
cristalera de salida.
Andan bajo la llovizna
oscura y punzante: él, de nuevo, con el paraguas desplegado sobre la cabeza de
ella.
¿Vas a tu casa?
¿Dónde vives?
¿Vives con tus padre?
¿A qué dedicas tu
tiempo libre?
¿Será tu mamá
definitivamente, la mamá de la artista?
¿Qué clase de padre es
el tuyo?
Un monstruo (afirma
desde algún sitio doña Eugenia Espina Castellar) de vicios inconfesables… ¡y la
niña peor aún: puta!
En fin.
En Conde Salvatierra.
Voy sin coche. Sólo
tenía que ver la película. No tenía otra cosa que hacer. Si quieres cogemos un
taxi.
No importa. Me gusta
andar.
Borgiano él, buscador
incansable de citas: Estupendo. A mí también. Podemos hacerlo juntos. Ella le
sonríe.
(Me gusta caminar sola.
Estupendo, a mí también. Podemos hacerlo juntos.)
Observa la sonrisa
pícara de la alumna, los ojos verdes y felinos de pantera que brillan en la
noche lloviznosa y, a él se lo parece, plena de sugestiones, noche
interminable, y el perfil joven y adorable… Mira todo ello, pero en realidad el
tipo piensa en las piernas doradas, tan carnales y acariciables, de una
perfección bellamente animal (y nada más que animal, animalísimo, carne tibia y
desnuda a secas donde lamer, mordisquear), piensa en el mínimo e incitante espacio
en tibias sombras del que emergen y donde se metería de cabeza sin pensarlo dos
veces entre los muslos espléndidos (sin pensarlo una vez, sin pensarlo).
Cruzan sin prisa hacia
la acera de Correos.
Andan unos metros en
dirección al Ateneo Mercantil. Unos
metros antes giran a la izquierda y doblan por Barcas y Pintor Sorolla hasta
alcanzar el Parterre y el Palacio de Justicia, una mole arquitectónica escueta
y a destiempo, fuera de cualquier época.
Y este tipo, Woody
Allen, ¿cómo puede ser tan prolífico, de dónde diablos saca esa inventiva
incesante?
En su juventud solía
tomar ostras casino al estilo chino…
Todo acaba influyendo. A la larga. El efecto ostra, se diría. (Demasiadas
ostras casino al estilo chino.)
Y cuando era niño se
zampaba hamburguesas de un cuarto de kilo: come y crecerás, le decía su madre.
Pero ¿no eran judíos?
Él era el hombre que
no quería conseguir la inmortalidad a causa de su trabajo o por ser un devoto
religioso, la quería conquistar por no morirse.
Judíos de Brooklyn:
una raza de caprichosos heterodoxos a los que les trae sin cuidado el ser
judío, católico o musulmán o recalcitrantes de mirada agresiva vestidos con un
caftán y tirabuzones colgando de las orejas a toda hora implorando perdón.
Nuestro Woody (en fin, éramos como hermanos, qué te voy a contar) al día
siguiente del bar mitzvah, decidió
convertirse en un irresponsable
religioso. Esa ceremonia actuó de antídoto para siempre.
A este fulano lo que
de verdad le hubiera gustado es ganarse la vida como mago… y en cierto modo lo
ha conseguido a través de su obra.
Dejan La Glorieta y
los grandes ficus, ahora más sombríos, atemorizantes y misteriosos que
nunca.
Cruzan Colón frente la
Porta de la Mar.
¿Qué pasa con ese
Yates?
William Maugham
hablaba de las servidumbres humanas… Richard Yates habla, más bien susurra
malévolamente, de las miserias. Tengo un par de libros de él.
Ya veo, dice ella…
En cuestión de cultura
con este tipo es barra libre, piensa la aluma repentinamente seria, fugazmente,
pues en seguida vuelve a sonreír.
1987: ¿Están
traducidos?
Me temo que no.
¿Puedes leerlos en inglés? (Es decir, él si que puede.)
También ella puede
hacerlo perfectamente, la minifaldera lista y pudiente (paga, papá): compras
navideñas en Londres, verano griego, París una vez al mes, Manhattan otoñal,
modelito de Milán... Saber idiomas es saber moverse por el mundo, y la tarjeta
de crédito ilimitado el mejor pasaporte. ¡Qué no hará papito por la niña de sus
ojos!
Te dejaré uno de sus
libros, incluso puede que te guste, dice él con una voz neutra (y tendrá que
devolverlo…), aunque no sea el que lee Mia Farrow.
Un libro es una buena
cosa: mientras te dedicas a leerlo no piensas en despedazar a tu vecino o
pegarle un tiro en la cabeza al político arreglapatrias de turno (algo
semejante dijo Brodsky).
Y entonces, con el
libro en la mano, de ida o de vuelta, que tanto da, no la dejará escapar: hay
que ver lo que cambian las personas cuando las ves fuera de sitio, había dicho
la alumna aventajada, lejos del profesor,
háblenos de Goya (y Lucientes), del aula
mater, de los claustros endogámicos, del campus donde proliferan tantas
idas y venidas a ninguna parte, todo resumido en un andar con la mochila vacía
(peor: llena de obviedades) a la espalda en círculos hasta que espabilas de una
vez y te licencias en inexperiencias, pérdidas de tiempo, incertidumbres,
atrofia intelectual, pánicos nocturnos: te licencian y… tengan cuidado ahí
afuera, como advertían a los polis antes de salir a la calle a patrullar, aún
en las comisaría, en aquella serie de televisión que tanto entretenía en los
momentos de pesadumbre a DFW mientras devoraba paquetes de galletas Ritz o
Nutter Butter. De modo que Richard Yates, ¡y antes de los 90!, todo un mérito,
una distinción lejos del alcance de la midcult
española digna de conmiseración y… desdén.
¿Por qué este tipo,
Allen, bajo y narigón, de mirada nebulosa y miope, enclenque, con su pelo ralo
de estropajo usado cien veces, logra hacerse con las chicas guapas de sus
películas?
Porque las escribe él
(a lápiz sobre papel amarillo): a ellas las diseña a su gusto, modo y
conveniencia, perpetra todas las intromisiones que puedan hallarse al alcance
de un creador omnisciente y pervertido: les anticipa hasta las respuestas.
Él es un intelectual
feo, alfeñique, desgarbado y algo tartamudo (o de una tartamudez estudiada y
efectista de guión peliculero), pero cultísimo y de gran ingenio; ella, la
chica guapa, despistada y algo desprotegida que necesita aprender, llenar su
cerebrito de referencias cultas, y cuanto antes mucho mejor porque en Nueva
York el que no corre, vuela.
A Paula Coloma, y eso
le produce un placer desconocido hasta ese instante, un acaloramiento que
parece nacer de las ingles, el profesor Ignacio Brell se le antoja de una
sexualidad propicia a entregarse a lo más sucio, a lo previsto del todo lúbrico
pero no puesto en escena todavía aunque vivo y hasta palpable en su
imaginación, lo que a ella le atrae de forma irresistible, nada condenable pues es servidumbre fatal de su instinto de…
comadreja (cómete la carne lechona de las otras hembras incautas), es lo que
ansía hasta la desesperación: a éste lo meto yo de cabeza en mi coño… del que
ninguna criatura ha de nacer.
¿Por qué vale la pena
vivir? ¿Qué cosas hace que valga la pena soportar el curso breve de la vida por
este valle de lágrimas hasta la muerte? Más allá del sexo… ¿Por qué vale la
pena vivir? Por:
Groucho Marx
Willie Mays
El segundo movimiento
de la sinfonía Júpiter
Una grabación de Louis
Armstrong
El cine sueco
La educación sentimental (suponemos que
la segunda versión) de Flaubert
Cézanne
Los cangrejos que
sirven en el restaurante Sam Wo
Marlon Brando
Frank Sinatra:
canon Woody Allen.
Como se ve, cosas al
alcance de cualquiera que no pierda demasiado el tiempo viendo la televisión:.
Cruzan otra vez una calzada
desierta y brillante por la lluvia y desembocan en Conde Salvatierra. El
solícito profesor trata de ralentizar el paso al de la alumna (cambien las
tornas), pero ella lo apresura obligándole a él a seguir su ritmo con el
paraguas por encima de su cabeza: no se me vaya a resfriar la niña de piernas
frescas y sabrosas como el chicle recién librado del papel (es decir,
masticables una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez) más fascinante de
la clase de futuros genios del arte de la pintura, de la escultura, del dibujo,
del grabado, de…
Una vez frente al
portal de su casa, la despedida de Paula a su profesor fue demasiado breve,
fulgurante, teatral si cabe… (¿me devuelves el paraguas, por favor?) lo que
indicaba claramente que las hostilidades (llámalo amor, sensualismo ensoñador,
sexo a las duras, a las bravas, una calculada o antojadiza perversión, tal vez
estética pura o depravada o bestial por inventar, lo más efectivamente obsceno
física y espiritual) acababan de empezar: de trinchera a trinchera, al asalto,
a bayoneta calada, a ver quien de los dos cae primero bajo la bala del deseo,
quien hiende al otro el quemante y afilado aguijón de la posesión total, sin
condiciones… ¡Qué temible la mirada de ambos! ¡te follo yo a ti y no tú a mí,
hijo/a de la gran puta de Babilonia!
Empezó el guión de
otra película: reclinado en la cama, el lápiz, las hojas amarillas, el
silencio, la luz tamizada, la memoria, las imaginaciones, la fantasía…
Era muy bajito, de
acuerdo… pero también era el enano más alto del mundo.
Eso lo dijo Woody
Allen (que era un bajito desacomplejado) sin ánimo de engañar… al público en
general (con el lápiz en la mano).
Y tan alto y atractivo
Boceto: a por ella (¡sus y a ellos…!,
clama el bocadillo del tebeo).
Empezó la contienda… escribe medio
adormilado el guionista.
Enarbola la espada, la
polla, el…: bajo de tu cuerpo poderoso de centauro infatigable se derretía esa
carne, esa piel ardiente, esos ojos anegados de éxtasis en estremecimientos de
aguas verdes.
Aquellos eran tiempos
felices, Charlie, cuando una copa de ron era más que suficiente. O quizás
fueran dos o tres… Pero el diluvio todavía quedaba lejos, al menos todo lo
lejos que bastaba para no angustiarse demasiado.
Lo que siguió después
era eso fue todo, un final a
destiempo, que estaba ya en el principio: yo, ahora, haría las cosas de otra
manera, pero me equivocaría igual, ya dije, y en sabiendo.
¿La volverá a ver? En
clase, seguro. Pero, seamos serios, se trata de algo más… ¿profundo? No hay
tal, se dice andando bajo la lluvia en la medianoche.
Pero… ¡hay que ver,
cómo cambian las personas si las desplazas de su sitio habitual!
Coge un taxi en Colón,
diez segundos después de levantar el brazo, noche desierta de martes, pobres
luces de neón, solitarias:
A Fernando el Católico
con Jesús.
Ella, bajo la ducha
nocturna, lenta, relajante y a veces onanista (habrá otro remojón que termine
limpiando las telarañas del sueño a primera hora de la mañana, más apresurado
pero perfumado, sólo higiénico) lo resume sin dudar porque así le interesa
entender la gran metedura de pata: Este tío es cosa de un polvo. ¡Pero qué
polvo!
Se había enamorado de
él como una idiota (así suele decirse desde que el señor Ortega y Gasset de esa
manera lo decretara: el amor es un estado transitorio de idiotez).
Se había enamorado de
él desde hacía tiempo: pocas semanas después que empezara el curso, aunque sin
saberlo, y ahora lo descubría con estupor, con rabia: ese oráculo, esa voz, ¿de dónde nace, qué aguas lo han
bautizado?
Las aguas griegas, las
sagradas.
Así que por sus venas
ya fluía el veneno que la emponzoñaba…
Andaba ella de ninfa
por las verdes praderas relucientes por el rocío en la aurora que ya tiñe
rosáceo el horizonte, habita por los bosques húmedos decorados por grutas y
manantiales, allí por donde pisan sus alados pies susurra el agua, hijas de la
humedad, espíritus del agua… ¡y he ahí el hombre, el único!
Ninfa: Aidós: danza en torno el río Aqueloo.
Joven divina que una
fuerza superior (el destino) lanza a los brazos del sátiro haragán: tu danza
celeste, etérea, tú música imprudente atrae al impetuoso amante.
Os hablaré de Paul
Klee (la voz grave, clara, la entonación precisa, la expresión cómplice): Quelle profeseur!
Y las mareas azules y
blancas anegan el alma blanducha y cogida a traición, baja de moral, quién sabe
cuando entonces, de la discípula entregada que sorbe los vientos por él, el
taimado.
Todo un poema
surrealista esa lección: poesía, literatura, filosofía, historia… y algo de
arte.
Ahí, precisamente,
esas palabras, esa intención, esa propuesta, y él, alto, delgado con el cabello
negro maravilloso peinado a un lado, a lo Perkins, los ojos claros, la sonrisa
burlona, cayó ella con todo el equipo: poesía, literatura, etcétera.
Estudiaremos Ad Parnassum. Creedme, esa sola obra
explica y contiene todas las preocupaciones plásticas, temáticas y técnicas del
artista alemán… o suizo, como os convenga creerlo: su padre era alemán; su
madre, suiza. A él le bastó con ser artista, sin ninguna bandera con que
limpiarse el culo, o sólo una, la de la tierra en el espacio.
Un pensamiento
doloroso, por lo inevitable de la evidencia, se concretaba con lentitud pero
inexorable en su cerebro: éste la ha corrido bien, dijo a media voz bajo el
agua caliente, deslizando la esponja perfumada entre el surco de los senos tan
altivos y jóvenes, llevándola luego al vientre, al pubis velloso salpicado por
la espuma azul del gel.
En el taxi, el
profesor repasa incidencias pasadas, recuenta el día, observa a través de la
ventanilla moteada de gotas de lluvia la noche desierta, las luces amarillas,
verdes, rojas que se suceden vertiginosamente ante sus ojos: La verdad es que
el tipo, ese arquitecto, Sam Waterston, sólo les muestra los edificios más
horrorosos de Manhattan a las dos hermanas de Hanna, a esas pobres sin asidero
que le siguen la corriente con tal de agarrarse a su polla, a una cualquiera, y
no venirse abajo: qué decorado de fachadas estrambóticas inenarrable.
¿Y la alumna?
Para follársela hasta dejarla exánime, hasta
matarla de gusto, dejarla con el chorroso tembleque, dejarla desmayada en el
tremolar confuso de placer hasta el día del juicio final.
Recapitulemos:
¿Cómo se ha comportado
desde que la encontró en la cola del cine?
Como debía.
Y, ante todo, como un
caballero con espada (con cultura).
¿Por qué se ha
desnudado emocionalmente hablando sin parar, dale que dale, como si quisiera
alcanzar el orgasmo universal?
Exigencias del guión.
¿Por qué trataba de
impresionarla con argucias tan facilonas?
Porque tenía miedo:
meter la polla en una vagina aquí o allá ya no bastaba, la eyaculación trivial
y urgente, tan reiterada por el aún veinteañero profesor Brell el Joven, no
conducía sino a la desolación y al cansancio: ahora quería algo más que una
muñeca, que un agujero de carne y huesos colgado de un gancho. Quería un
sentimiento, una mujer con los ojos bien abiertos en el momento del éxtasis,
una adoración… Qué te parece.
Así se acaba.
Ah, nuestro naciente
amor.
Una abeja sirve entre
nosotros como mensajera del amor.
Si infiel me fueras,
como el frívolo Daphnis, que lo
pagues no con la ceguera, sino con tu vida.
Ojo (¡joder,
Vivales!), pues, Boceto, también tú
corres peligro: atrapado por la ninfa, su aliento puede llevarte a la demencia.
Entre pinos y abetos,
santuario de lo inmortal, viven las ninfas unidas a los árboles, que son diosas
por mandato de Zeus.
Con las Ninfas y su
canto alargas tus sueños de hombre.
Ojo con ellas.
Únete al árbol.
Ad Parnasum.
Morada de Apolo y las
Musas.
Pero también el
artista había encontrado su lugar ideal.
Musas (una y varias a
la vez): ¡Pobre poeta! ¡Es la Musa la que canta… y tú el oyente!
Canta, oh, diosa…,
invoca Homero, el poeta ciego (uno o varios rapsodas a la vez, quien sabe):
amanuense… ¡escribes al dictado!
¡Eres pálida sombra!
Fue el artista poeta y
alaba a todas y cada una de ellas no sin temor:
Clío,
Euterpe, Talía, Melpómene, Terpsícore, Erato, Polimnia, Urania y Calíope, hijas
dichosas de Nemosine, la engendradora
olímpica, generosa de dones, alimentadora del talento, única, madre celestial.
¿Serás
tú más que Safo, que Píndaro, que claman su ayuda y se declaran vasallos de las
Musas, sin mayores méritos que esa humildad?:
Guiado
de la mano de ellas va el poeta por la senda profunda, declara el de Epinicios.
Esto
díganmelo las Musas, que habitáis en el Olimpo, suplica Hesiodo todavía más
humilde, que apacienta su rebaño en las laderas del Helicón, poeta y pastor, al
que las Musas hicieron profeta: la rama de laurel que sostiene como un cetro
que le sería otorgada certifica su nueva condición: hijo es, pues, de las Musas
y el flechador Apolo:
¡Otorgadme
el hechizo de vuestro canto!, les ruega antes del recitado.
Si
eres el primero en escuchar a las Musas, llámalo inspiración, también eres el
primero en replicar su canto, llámate entonces poeta: roba el canto y ponlo a
buen recaudo en el papel, escribe sin
que te tiemble el pulso.
…
porque a ti las Musas
no
tejieron su corona de rosas; tú, como pálida sombra,
en
la morada de la muerte,
no
serás presentada a ningún conocido,
y
tú misma marcharás sombría y olvidada, se queja Safo, la de Lesbos, la que
escribiera nueve libros...
desaparecidos.
¡Quién
los hallara!
Has
de saber que hasta el guerrero espartano, antes de la batalla, donde es seguro
que muera por la lanza, exhorta principalmente a las Musas el lógos, el entendimiento de lo que
ocurre.
Desdeña
el luchador impenitente implorar el tymós,
el ímpetu y el vigor que acaso salvará su vida.
También
la Musa es… forma: requiere de la visión, pero de modo inapelable, la poesía,
una armonía plástica.
Paul
Klee fue músico hasta el fin de sus días, no había dejado de serlo ni un
instante con el pincel en la mano: bajo el manto de Calíope, la poderosa, la
protectora de aquellos que aman la música, un orden fantástico que no ignora lo
melodioso.
Arte:
mousiké, su imagen, y su sonido: las
tripas del violín.
Nueve.
Sobra todo lo demás: la música de la ninfa ilumina tus ojos y alumbra el
quehacer entretenido del arte. El arte es feliz: sobra todo lo demás: tan
próximo a lo dionisiaco como a la mesura apolínea, exaltación loca o armonioso
placer: feliz.
El
arte es feliz aun sobrevenga la pesadilla, el azoramiento de su desorden fugaz,
lo indescriptible, lo es. Es feliz.
¿Quiénes
son capaces de alegrar con sus cantos a Zeus?
Sólo
los elegidos.
Ad Parnasum.
El
estilo puntillista recupera las ambiciones, acaso desmedidas, de un
impresionismo que hace de la luz del sol el valor irrefutable de una visión
subjetiva y anárquica frente a la naturaleza: dibuja con el color, modela con
tu espíritu, y deja a ambos, dibujo y espíritu, a medias.
A
buen entendedor…
El
divisionismo impele a un espectador avisado a completar en la retina una
conformación cromática cuya mezcla concreta una imagen en aquélla y no en la
mera visión de una geometría formal ultimada por los pigmentos y los propios
materiales del cuadro. (¡Demasiada química visual, qué diantres!)
(Pon
algo de ti mismo, oyente, lector, espectador, esfuérzate…)
Sustituye
retina por espíritu: Ad Parnasum.
El
sol naranja se desliza por la diagonal negra sobre un fondo azul, de sienas y
ocres, el punto luminoso de los oros.
Es
un cuadro-puerta: traspasa el umbral de la casa donde el coro de las Musas
reconforta con su canto. A ello te demanda: eres nuestro invitado en la fiesta
divina de la creación.
No
atisbes en esta pintura como a través de los cuadro-ventana a secas: se te
franquea la entrada, formas parte de él: entra.
Entra
hasta con la esperanza cogida de la mano (no la abandones nunca a la esperanza
por dantesco que sea el desánimo).
En
el vértice, tocando más allá de la línea del cielo, se yergue tan poderoso el
Olimpo.
La
proporción áurea regula invisible la armonía; sume el espacio cromático en un
equilibrio geométrico, medido y profundo, tan eficaz como el verso griego y
latino clásicos y más rayanos en la sublime perfección (Homero, Hesiodo,
Lucrecio, Horacio…), tan indiscutible
como el refrendo espiritual que emana de la casa de las Musas, sede de la
divina magia.
Contrapunto
ilustrado, una fuga de Bach, un entretenimiento feliz que nace de lo más
esencial de la naturaleza: una más de las apariencias de la urdimbre prodigiosa
y la mecánica exacta que la sostiene en el vacío cósmico.
Φ:
El número de oro ordena muchas de las composiciones musicales que tanto te
complacen, contrata su invisible poder la secreta cadencia de cientos de
cuadros ante los que te extasías y te asombra su ordenación plástica, y hasta
el mismo hechicero Stradivarius agujerea la noble madera de sus violines
siguiendo una matemática minuciosa capaz de gestar en el instrumento el acorde
que únicamente logra conferir una proporción áurea rigurosa y precisa.
¿Tal
el secreto del excelso sonido?
Tal
vez el barniz de la madera, el material humilde y menos divino, dirán los
fabricantes de la técnica.
¿De
ese influjo iba escapar el violinista de Münchenbuchsee, el bachiller rechazado
por la Academia de Arte de Munich?
¿Pintor
o músico?
Tienes
que ser músico, decreta el padre, el profesor de música, desde el sumo pedestal
de algunos de los mezquinos Olimpos de la época.
¿Debes
creerle? ¿Obedecerle?
Sólo
lo prohibido me causa alegría, determina inexorable el aprendiz de pintor, el
mago aún en ciernes, el visionario de las modernidades más extravagantes, y esa
pequeña rebeldía, decide su destino: será pintor: su gemelo, el músico, no
alcanza ni a comprender a Arnold Schönberg: queda anticuado con un pie en el
siglo XVIII y el otro que apenas sigue a Mahler. Sin embargo, tan conservador
intérprete será fiel a la musa de la lira hasta el fin de sus días, cuando sólo
el lamento del violín alivia el mal que lo mata.
Mousiké. Deja atrás las ruinas.
Pictura. Despliega las alas el Angelus Novus y emprende el vuelo hacia el futuro.
Y
Ad Parnasum.
Y,
no obstante, ¿qué cuadro vale una sonata de Bach, un divertimento de Mozart?
¿En
qué quedamos, mierdecilla? El sarcasmo del padre, que lo prodiga hasta la
exasperación, es afilado y brutal, humilla una sensibilidad morbosa que todavía
no logra sobreponerse a la inseguridad que atenaza al aprendiz de casi todo.
Finalmente
la reflexión y un análisis sosegado desembarazan al joven artista de una
intuición que, en su caso, más que alumbrar vestigios y clarividencias
bienhechoras desordena y arruina la frágil telaraña de la estructura poética
que lentamente comienza a pergeñar en su interior.
La
música le inspira lo sublime.
Pero
es la pintura la que le hace creador:
el
ilusionista perfecto.
Ad Parnasum.
Contrapunto
poderoso que no niega una analogía musical, pero que también abreva en teorías
del color de probada eficacia visual. Tanto referencia, musicalmente, el
tratado de Fux, como, plásticamente, las reflexiones teóricas de Runge y
Goethe.
Pinto
al estilo de Bach, confiesa.
Y
hace de esa utilería tipográfica que termina componiendo la notación musical un
acervo de referentes plásticos capaces de navegar por uno u otro ángulo del cuadro,
de los miles de cuadros y dibujos que dejó atrás como legado, como el
fascinante catálogo de una imaginación que, más allá de su muerte temprana, se
hubiera dicho inagotable: pentagramas, las claves tan vistosas, los signos
gráficos de silencios, corcheas y fusas, ligaduras y puntillos, calderones… Las
herramientas de un pintor que nunca dejara de ser músico.
Y
he aquí que el pintor, artista pintor ya de los pies a la cabeza, comienza la
jornada aún en la madrugada azul, con los pinceles a la vista, la tela sobre el
caballete, henchido de Bach, de las notas que él mismo extrae fervientemente,
con religiosidad, pues es creador metafísico, de las cuerdas del magnífico
Testore fabricado dos siglos atrás. Dispone el arco sobre las cuerdas, cierra
los ojos… Puede ser la Sonata en Sol
menor para violín BWV 1001, la Partita
nº 2 en BWV 1004, cualquier otra
pieza de Brahms, de Mozart o de Beethoven el español (esa sangre en él desde que brotó en el mundo).
Ve
el cuadro que ya ha suplantado, como por arte de magia, al lienzo blanco en el
bastidor. Atrás, blanco, nada, eres silencio (pero demasiado)…
Luego,
sólo habrá que plasmarlo sin prisas, sin la interrupción de lo intuitivo, de la
ocurrencia intrascendente que sólo nace de lo exterior, del ruido de afuera tan
lejos del licor embriagador de la música.
Os
hablaré de Klee, del que nace de dentro de sí, alumbrándose sin raros
forzamientos, saliendo a la luz con lo fantástico visible, navegante de un
imaginario que obra desde lo místico pero que no menosprecia lo fieramente
humano.
Tiene cabeza, mano, pie y corazón.
Fue
uno de sus títulos.
Os
hablaré de Paul Klee de quien, aunque no le sepáis, ya lo sabéis todo, porque,
en el fondo, aunque no lo creáis, al igual que todos nos llamamos Eric Satié,
todos somos Paul Klee, hijos de la fantasía, del sueño, de lo lúdico o de la
pesadilla y la fatalidad.
Sólo
hay que descubrirlo, revelarse a sí mismo.
O
empezar a dar paletas en la tierra hasta descubrirse a la luz.
Y
eran ellos (sólo uno era artista de cada 500 ó 1.000 o uno cada 10.000 ó
100.000), artistas o no, los que tenían
la boca abierta, jovenzuelos entrañables, la mirada fija en mi rostro, tratando
de desentrañar las razones para salir del parnaso y chapotear de nuevo en la realidad...
Y también ella, la más abstraída, Paula, la musa de lo prosaicamente
placentero, la alumna más aplicada en las artes de la cautivadora y artera
sirenería que no del arte rojo y amarillo, incandescente, de la cueva, del fresco y el temple, del óleo
o del acrílico, de la acuarela o la tinta: sirena y agua, mujer.
Àtate
los machos, Ulysses.
Fin
de la clase.
Eran tiempos felices,
Charlie, finales de mi soltería, y todas las promesas por delante, sin
esfuerzo, una sinecura de por vida, la gran regalía. La ninfa, a mis pies. Los
tenía encantados.
¿Qué forma me dijo que
tenía el 87?
De interrogante: (¿)
(?).
Sutil signatura
dibujada grácilmente en el aire del decurso histórico hispánico.
¿Estaban locos tus
hermanos para entonces? ¿Estaban locos tus hermanos para entonces o no?
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