jueves, 15 de septiembre de 2011

HESSE 1 (Ensayos para un estilo)

¿En qué fragua, qué metales milenarios urdieron tales mimbres para tal artista?
De lejos venía… al Gran País.
Ella era hija de aquel nuevo mundo que vino del crimen original, raza maldita del gueto y la expulsión, desperdigada, errante de tan lejos, de la culpa y el estigma, del exterminio.
Una familia judía cuyos antecedentes se hunden en la profunda Europa a punto de entrar en guerra, en aquellos askenazis del yiddish y sus temores primitivos que observan el ritual, acuden a la sinagoga, respetan las autoridades halákikas y durante el shabbat bajan la vista al suelo.
Aunque ahora, había que huir de nuevo: la selva de cruces gamadas se extiende como una mancha de sangre sobre el mapa, el temor invade las calles al tronar de la claveteada bota paramilitar que patrulla sobre los empedrados a la caza de barbas judías y adolescentes circuncisos.
En realidad, visto desde arriba, a la cobarde panorámica de pájaro, sin chafarrinones ni tocamientos indeseables, cuatro ánimas en pena más de las desterradas y huidas de la Alemania nazi, disueltas luego en el grumo del millón y medio de judíos que vivían, trabajaban y oraban y guardaban el decreto talmúdico en la babélica Nueva York de los años cuarenta y cincuenta, ganando buena parte de ellos cuarenta centavos por hora en trabajos miserables muy lejos del trueque y el lustre banquero, nada que ver con el dorado y diamantino de la rica joyería, adiciones sospechosamente presumibles en los de su raza desde lo más oscuro de los tiempos.
Ahora su padre tenía una bonita casa con ventanas a un verde césped en tierra de gentiles. La puerta basculante del garaje en un lateral siempre permanecía abierta a la calle arbolada, con coche o sin él, con herramientas relucientes, con banco de carpintero, con estantes de madera pulida llenos de frascos de conserva y confitura. “Aquí nadie roba nada, pequeñas”, les decía a las dos hermanas su padre satisfecho, feliz emigrante, el rey en su tesoro. En realidad arribaron a Washington Heights, más allá de casi todo, más allá del apartamento aireado y luminoso del Upper Side West donde, años más tarde, su mamá voló y todo era bonito.
Han llegado a la América, aunque en blanco y negro, poderosa e invencible, a la Nueva York de los años cuarenta de aquel Feininger emigrante como ellos que hacía reales los grandes barcos en el East River, fotografiaba el desfiladero del Lower Broadway o levitaba por encima de las vías férreas elevadas de la Novena Avenida.
Papá Hesse luchará por su camada hasta el día del Juicio Final.
Este buen hombre de fe aspira a la tranquilidad, a la paz bien asentado sobre la decencia, leer el periódico a la caída de la tarde, ver crecer sin sobresaltos a las hijas, sentarse afuera en el jardín y escuchar sus programas favoritos de radio. Y ser un perfecto ciudadano americano.
Sólo que de momento deben conformarse con vivir en un piso alto en la parte más alta de Nueva York, donde casi no se ve nada de lo que hay debajo, en el Manhattan bíblico.
Buen tipo este abogado judío reconvertido en corredor de seguros (que no de creencias) en el Nuevo Mundo: es capaz de dormir con solideo y obligar al futuro yerno a enviar a la hoguera de la Santa Inquisición al Papa y su cohorte católica y abrazar la verdadera religión de los hijos de Israel. Lee en hebreo y yiddish lo que cae en sus manos. En 1948 los dos tomos de La Familia Máshber, de Der Níster, por ejemplo. Lo importante es entenderse (yiddish, alemán, inglés), al menos durante algún tiempo, afirma acto seguido de acabar el rito religioso, todavía con el taled cubriendo el cogote, a punto engullir buena parte de las dos docenas de gefilte fish que sobresalen en la fuente de cerámica de la cocina.
Su padre: el hombre que amontona recortes de prensa, fotografías, cuadernos de notas, diarios, objetos, postales, recuerdos, cartas, documentos… Todo el organismo voraz de cosas, objetos y sucesos que constituyen la biografía letrada de ese puñado de vísceras y huesos que resulta la vida animal.
Y Evchen, la pequeña sonriente de ojos grandes, oscuros y redondos, buena hija y obediente novicia en todo, asiste complacida a la ceremonia del Bat Mitzvá de su hermana y espera la suya propia con ansiedad.
El las ha conducido a la salvación del cuerpo y el alma.
Ahora tendrán prerrogativas y derechos que las elevan de los seres inferiores, de la raza de ratas untermenschen.
Quiere cerciorarse que está vivo, que se ha librado del gas y el horno crematorio, donde todo el pasado y su moderna genealogía ha sido enterrado. Quiere creer que su descendencia se encuentra a salvo del siglo bendecidas por Yahvé, el castigador, el que no perdona, el acechante.
Lo judío y su negra fascinación acechaban por todas partes.
Su padre, con Der Forverts en una mano y el miedo todavía en el alma: elige los tonos de sus trajes, los tejidos. Lo hace con esmero de judío aplicado, comprueba con los dedos calidades, mide grosores, calcula los precios. De adolescente, e incluso poco antes de casarse, ella le acompañaba algunas tardes a las tiendas tristes y oscuras del Lower East Side. A los pocos minutos se impregnaba de tal manera de la atmósfera ortodoxa que imperaba en aquellos establecimientos que se asustaba de pensar lo enraizada que estaba en aquella cultura de manías, miedos ridículos, luto, tirabuzones, símbolos y mandamientos. Sólo tenía ganas de disolverse en aquella tela de araña muriendo en el aire y el sol sombrío del anochecer, ser parte de esa mórbida sustancia que constituía la materia y el color de lo judío, la tontería ancestral. Hasta (fijaos bien) creía en todo aquello.
Su padre, el buen judío con el corazón lleno de culpas ajenas.
Y progresa, cómo progresa: Singer, Malamud, Roth (a pesar del lastre hasídico del origen).
Incluso no oculta la sonrisa leyendo la Stern de Friedman (cuando ya conoce de sobra lo que vale exactamente un judío americano expulsado de Europa).
En efecto, se imagina que cuando el Gran Sueño Americano se cumpla de una vez en los día cálidos podrá salir afuera de la casa, sentarse en el pequeño jardín y beatífico y agradecido escuchar por la radio The Jack Benny Program o concursos del tipo de Two for the Money de Herb Shriner, mientras las niñas corretean por el césped tras el perro lanudo color canela y el aire de la plácida tarde se impregna del pastel de frambuesa que mamá prepara adentro de la cocina.
Y el dulce paso del tiempo…
En efecto, es una especial: la Chica Lista, la Gran Artista, nunca fue una Niña Tonta que dibujara en las páginas de los cuadernos escolares enérgicos Kopffüslers, muñecotes marcianos de colores arbitrarios (pero icónicos) y miradas grandes: ella garabateaba charcas, las piedras y hierbas del fondo, universos de objetos imprecisos, las imaginaciones.

Historia Antigua.
¿Cómo era el mundo sin TV.?
Era. Estaban los cines. En los cuarenta, en Brooklyn y Manhattan, en cada manzana del vecindario había tres salas de la cadena Century.
Todas las casas de todas las barriadas recibían el folleto azul donde anunciaban las películas en cartel.
¿Las llevaba papá Hesse al cinematógrafo? Entonces, la barraca de feria era grande y de un lujo magnífico, una espaciosas sala con platea y arañas colgadas del techo, con alfombras en el piso en pendiente y butacas tapizadas de terciopelo rojo. En fin, por quince centavos la entrada…
Sin embargo, ellas, las dos hermanas, seguían bajando la vista, oraban y respiraban el espeso aire de la sinagoga decorada con vidrieras azules y amarillas. En verano: al campamento judío. Una suerte de aprendizaje para el kibutz si se diera finalmente el caso.

Los cincuenta:
Señor Hoover, ¿existen realmente los protocolos de Sión?
La América Fuerte se asienta sobre cimientos de oro (mucho más fuertes que el acero) y el ojo vigilante de Joe McCarthy.
Leve sería la purga, pues el Poder se reviste de mil formas, y todas adecuadas.

Papá se casa de nuevo: sepulta a la pequeña Evchen bajo una intrusa Eva Hesse: la madrastra del cuento.

¿Qué te lleva al arte?
El vacío.
El mismo al que va a saber ponerle nombre más tarde de una vez por todas.

¿Quién es ese tipo?
La llave: un tal Beuys: Düsseldorf, 1965.
El arte y la vida son inseparables (pero la vida de ellos: la realidad… ¡Es tan diferente!)

Escribiré mi autobiografía: ni lenguaje oral ni escrito: soy pura materia, y perecedera, invoco a los objetos como a la palabra.

Prehistoria: no desdeñaba la apuesta.
Más adelante:
Un marido aseado (la medida exacta, ante todo la estética, el número de oro, divina proportione), guapo, artista, perfecto (fuma en pipa).
Por entonces, las calles 15 y 16 con la Quinta Avenida, el Village, Broadway, Washington Square, la 42, el MOMA, decoraban el fondo de dos jóvenes artistas recién casados. Luego, Alemania, la epifanía del regreso, la incertidumbre como mujer y artista (como mujerartista), el Bowery, Canal Street (donde se suministra el veneno fatal)…
Un gran desván como estudio. Los buenos lápices de colores, la tinta inmejorable y los caros papeles.
Podemos empezar.
Más que al arte prometido, se entregan al ejercicio de amor, que es arte de encantamiento.
Entre beso y beso, meditan la obra del futuro.
Dos genios. Se miran uno a otro. Más aún: se contemplan. Son un lujo recíproco.
Todo para ellos. Y no era bastante: de ahí la escultura, las engañifas sentimentales del arte.
El mundo ante sí, ante estos dos prometeos: tiembla, inmundo.
En el 65 la epifanía: una Alemania temible después de todo, aunque reveladora.
En 1966: rompe su matrimonio. Al diablo con todo eso.
El genio soy yo.
Enero, 1966: “Vete al infierno”.
Esclava de nadie soy. Búscate otra cocinera, un chimpancé con faldas que te ría las gracias y consienta tu arrogancia.
Que te zurzan.
Agosto, 1966: es otra. Es la que ya era.
El más fuerte es el que está más solo.
Se crea un lenguaje: ¡A ver, con los idiolectos que circulan por ahí…!
Tiene una obra que hacer. Tiene una idea. Tiene todo el tiempo del mundo. Y ella es inmortal. Manos a la obra. La Tierra en sus manos: su instrumento perfecto.
¿Materiales? Los de mi mundo. Todos… Incluso los que pueda inventar. Y aun otros de mundos imaginarios.
Imágenes, sustitutivos, correlatos de esas imágenes, sensaciones, suplantaciones, sentimientos: siempre la hicieron las imágenes. Tan etéreas, volátiles.
Y… tan perennes, el pasado que vuelve con las brujas y escobas a cuestas, viñetas nunca borradas de un imaginario tan sufriente como avalista de una vida real, física, imbatibles: las manos mojadas de su madre desgranando las vainas de la verdura, el perfil de verano más hermoso de su hermana una mañana en Coney Island, una luz dorada se filtra por las lamas de la persiana de madera bajada a media altura, crea una atmósfera de oro en el comedor, entonces ve a su padre en el umbral de la puerta, está a punto de salir a la calle, siempre se despide antes de marchar, se ha acicalado como un hombre debe hacerlo: recortado el fino bigote de galán, perfecto el nudo medio-windsor de la corbata, rectilínea la raya del pantalón de franela, inmaculada la negra chaqueta de terciopelo, estudiosamente ladeado el sombrero gris de fieltro, la sonrisa seductora, el misterio...

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