lunes, 19 de septiembre de 2011

HESSE 4 (Ensayos para un estilo)

“Soy una artista. Me siento distinta a los demás. Y quiero serlo.” Lo ha escrito en una carta a su padre. Los renglones bien rectos, la letra enérgica.
No hay vuelta atrás. Tiene 17 años. Sin embargo, al año siguiente inicia una serie de terapias psiquiátricas. Se veía venir: “Quizás el arte…”

-¿Qué puedes contarme de Pollock?
-Existen montones de anécdotas dramáticas e incluso trágicas, escabrosas, divertidas y hasta apócrifas respecto a él.
-Quizás, no. Era un alcohólico. Y eso da mucho juego para la fábula. Rompía cristales. Conducía despavorido, como huyendo de él mismo. Se inventaba a cada instante.
“Veamos eso”, dijo.
Pero aún tardarían muchos meses en enfrentarse a ello.
De acuerdo, tenía a Pollock metido en la sangre: “Yo era una chica Pollock. ¡Pero jamás me vestí como una chica Pollock!”
Muy bien: eras una chica pollock. Pero odiabas disfrazarte como ellas.
Hasta ahí podíamos llegar, hasta los modelos espantapájaros Beaton sobre el fondo-Pollock: vestir maniquíes vivas con los trapos pintarrajeados de modistos triviales inspirados en las obras del gañán de los cubos de acrílicos.

En Brooklyn, hacia el 44: el tren elevado en la 86. Imagina que se cruzaba con el niño de las estrellas, Sagan. Llegarían a verse. Coincidían, de adolescentes, en la biblioteca de la 85, buscando en las estanterías de libros infantiles lo que se encontraba en los estantes de los libros adultos. Eran dos iniciados. Pero no se conocían entre sí. Buenos vecinos, buenos niños. Buenos judíos que Dios arroja al mundo, dijo otro. Brooklyn, por entonces, era una enorme extensión de edificios no muy altos, la mayor parte de ladrillo, gris oscuro o rojizo, casi sin rascacielos, viejos barrios por donde el olor de los guisos recién cocinados se escapaba por las ventanas abiertas, calles anchas, divertidas, reconocibles, con el auténtico sabor a la América del melting pot y las doscientas lenguas y dialectos, hasta la luz y el color parecían europeos, los barrios entrañables y con identidad propia, calles que hablaban idiomas distintos: los viejos olores de los comistrajos ancestrales, ruidos y costumbres de la Europa secular, la palabra distinta, la risa universal.

1954: “Hábleme de usted”. Hay una luz tenue que a ella le dan ganas de reír porque le recuerda a su hermana y a ella cuando eran niñas y jugaban al escondite: siempre engañaba a la otra, y, a hurtadillas, desaparecía de verdad saliendo de casa y daba un par de vueltas a la manzana hasta que se cansaba, mientras su hermana en absoluta perplejidad la buscaba de habitación en habitación pensando que se había vuelto invisible de verdad.
El tipo, orondo, cabello liso bien peinado a raya, fuma en pipa y viste chaqueta de mezclilla con coderas y un pantalón oscuro. Debajo viste un suéter de cuello de cisne, negro. Es un tipo de esos, un tipo “máscara”.
Recién salida de la adolescencia, todos son complejos. Esta crisálida no acaba de cuajar. Está el acné, el menstruo, y esas rodillas de áspera piel (piedra pómez, querida, le aconseja su madrastra), los huesos prominentes…
Está la mamá que vuela con las faldas a la altura de la cintura enseñando las bragas.
Está papá, que no le quiere lo suficiente, y ello mortifica a la pequeña Evchen.
Le gusta pensar que es distinta a los demás, aunque no físicamente.
Desea vivir con todas las fuerzas de su alma, pero la vida le asusta con frecuencia.
“Soy distinta a los demás.”
Bueno, todos los demás son distintos a nosotros.
“¿Qué le hace creer eso?”.
No sabe contestar. El tipo da una larga chupada a la pipa. Casi le echa el humo a la cara. 1954: fumar es un arte, y fumar en pipa aún más, esa elegancia de los dedos asidos a la tibia cazoleta, el aroma a tabaco de indias, las blancas volutas del humo fragante. Hablamos de prestigio: estilográfica chapada en oro, los lentes de montura también dorada, el sello de piedra azul en la mano izquierda. Detrás del interrogador se alinean hileras de libros con lomeras en piel, tejuelos coloreados: verde esmeralda, rojo burdeos, blanco marfil, o hueso, negro y dorado. Imagina ella la letrería, las artísticas capitulares… Estantería de gruesa madera (¿nogal sin pulir?), sólida, con los libros perfectamente enfilados en el borde de los estantes. Hesse, con disimulo, intenta leer a hurtadillas algún título. Imposible a causa de la luz. Se retuerce las manos de futura artista, ahora de jovencita a quien le sudan las palmas de las manos delante de un indagador-instigador profesional.
“De acuerdo, sus padres se divorciaron, su padre se casó de nuevo, su madre se suicidó. Pero apenas la conocía. Tenía 10 años cuando murió. Usted, verdaderamente, quería más a su padre, su lado, digamos, intelectual. ¿No es así? No vaya a hacer un problema de la muerte de su madre. Esa fue una opción. Y le incumbía solamente a ella. Recuerde, el libre albedrío… El desarraigo, la pena de amor…”.
No sabe que contestar. Al final, harta de toda la pamplina, simplifica las cosas: “Tengo miedo”, dice.
El otro se le queda mirando estúpidamente. Cara de manual, no se mueve un ápice sentado en el sillón de cuero verde. La luz confortable, ambos entre cálidas penumbras, adueñada la estancia por los silencios intermitentes. El tiempo apresado en el reloj de arena es implacable. Cada sesión es un puñado de dólares que su padre paga religiosamente. Por mí como si no te espabilas nunca, niña.


-Tienes que contestar unas preguntas.
-¿De qué clase?
Se ha puesto en guardia.
-Nada importante.
-En ese caso me inventaré las respuestas.

Raymond Th. Yeats/E.:
Como fuere, una mañana Hesse, todavía en el Instituto Cooper, un adolescente nerviosa con las piernas al aire, entró en la librería propiedad de Raymond Th. Yeats. Preguntó por un libro “rarísimo”, diría el librero, de título inventado por alguno de sus compañeros, que le gastaba una broma pesada.
“Lo tendré en un par de días…”, contestó el librero.
Así que… nunca encontró el libro.
Hesse fue creciendo, de una manera inteligente, digamos; el otro, parecía detenido en el tiempo. Siempre parecía tener la misma edad, la misma mirada inteligente. Se hicieron amigos. Es buena cosa tener un librero de amigo, casi tanto como tener un libro. O mil, pensaría Evchen.

Joanna, después de la cena, en algún sitio del Village. Llama por teléfono.
“Vuelvo al hotel”, dice.
Ha equivocado el objetivo de una de las dos cámaras que siempre lleva encima.
“¿Es realmente preciso que lo hagas?”, le pregunto todavía con la copa en la mano, recién salido de la ducha, cansado después de un día de ajetreo.
“Es absolutamente preciso.”
Al cabo de unos instantes aparece por la puerta.
Cambia el cristal. Comprueba trebejos de nuevo.
Precipitada, sale otra vez a la película de afuera que es Nueva York

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