sábado, 17 de septiembre de 2011

Hesse 2 (Ensayo para un estilo)

A aquella chica le gustaban los colores.
Pero no como pueden gustarle a usted y a mí.
Hablo de algo diferente.
Inefable: difícil de explicar; cuando menos, escurridizo.
Dijo: francamente, una puede escribir con ellos. Y, además, sin necesidad de explicarse.
¿Colores?
Bueno… El arte y todo eso, ¿entiende?
En el principio:
“Los colores hablan.” (Son. Aunque todo es un espejismo, una treta especular de la luz.)
Luego dejaron de gustarle. Preferiría el caos de las formas, las asperezas y los contornos irregulares de las hechuras mundanas. Ella las organizaba dentro de un desorden que mucho tenía de inevitable misticismo, una espiritualidad rara.
Todo es una divagación.
Ella, artista mística, observa paciente las tres reglas básicas de la comunicación (K. dixit), hasta que un día descubre que el color en el arte es nada más que una imitación: sólo la forma alcanza a ser incomparable, original, y delimita su propia existencia con independencia de su significado.
“No te salgas de los límites del cuadro”, parece indicar la regla más básica. Es de sentido común (en efecto, es el más común de los sentidos, el más despreciable, pues).
Lo correcto apesta. Las reglas están para arrumbarlas en el cuarto de atrás, modificarlas, destruirlas con todos los talentos que uno pueda reunir en un acta de defunción bien programada.
El arte, por definición, es un estupendo ritual de transgresiones todo él: lo ficticio proclama a cada instante su carácter volitivo de expiación y hasta de mortificación tras la trapisonda de sus postulados y actos de desorden.
El objeto, el material del arte no recipiendario de los modelos de la profusa figuración universal que nos rodea, irradia por sí mismo un discurso plástico, pero sólo lo anima una deliberación previa, un alma (¿un deseo interior?) que acrisola toda liturgia.
El arte puede hacer que te inventes hasta a ti mismo.
Y una conciencia estética se forja de mil maneras o con el solo ojo cegado de Polifemo, en la propia y carnívora oscuridad.
“Ahora”, se dijo, “ya lo sé todo.”
Adiós al tema y todo lo demás.
Adiós al proceso.
Bienvenida materia inaudita, inacabable.
La obra de arte a solas: ella misma.
A rodar.
La luz es la verdadera dueña de la sombra.
Están los ritos, la salmodia, los códigos, las claves, el canon invisible de los iniciados, pues un artista que se precie tiene detrás un Fulcanelli que transmuta las piedras más áridas en misterios revelados, ilumina las negruras del actuante, deshace los arcanos, derrumba muros, abre las ojivas del entendimiento. Arte, en definitiva.
En el fondo (y en la forma, claro) se trata de un apaño. Amañar (también sería una palabra adecuada).
Ella, capaz e iniciada, sacerdotisa de la fibra de vidrio y el látex, alza catedrales temporales, efímeras, de tal fragilidad que, una vez muerta, sólo el fraude y la copia manufacturada por intereses ajenos logra revivirlas, clonarlas mediante la fotografía antigua, el diseño en la despreciable hoja de papel, la nota descuidada, el pingajo museable, reconstrucciones innobles.
A cierto positivismo lógico enfrentaba inconsciente, no obstante, un surrealismo desmitificador de todas las leyes (artísticas o no). De aquel hontanar bebía.
Sería una aventura… holística.
El Testigo pudo haberla conocido en Suiza. De casualidad.
Un terreno neutral.
Donde todo empieza, la bruma y lo concreto.
La hoja en blanco, las imaginaciones.
Unos años más tarde él, El Declarante, viajó a Nueva York, que es la más fantástica barraca de feria que uno pueda imaginar.
Él era un buscador de datos. Uno de esos.
Escribía(e): a tanto por palabra. Un cómplice. Un farsante que asiente con la cabeza mientras sostiene la pluma en una mano y extiende la palma de la otra mano esperando las treinta monedas.
Pronto, uno se convierte en testigo para siempre.
De la muerte de ella, por ejemplo. Una muerte a plazos, día a día derrotando un cuerpo que pugnaba por vencerla en batalla desigual, aunque cara a cara. La más injusta de las muertes que él podía recordar, pues no había sabido de nadie con tantas ganas de vivir. La existencia de Hesse se truncó de modo cruel, inapelable, en plena juventud todavía.
A partir de ese momento ¿qué iba a escribir, a mentir, a tergiversar, a comprender…?
Ni siquiera en la baladronada del principio pudo sentirse demasiado seguro en lo que hacía: no supo nunca la auténtica naturaleza de su intrusismo fantasmagórico en la biografía de la joven artista durante sus últimos años… y tampoco de lo que pudo saber al final, si es que alcanzó a esclarecer algo.
¿A qué desempolvarla?, se diría arrepentido, pero con la corbata perfectamente anudada y el puñado de monedas ya a salvo en el bolsillo del pantalón bien planchado.
El mundo del arte tiene sus entradas y salidas propias. Sus duques y modistillas. En esta feria de las vanidades se divierten, así, como quien no quiere la cosa, todos; los más se exhiben, algunos se entretienen, unos pocos recogen dividendos, otros revientan.
Pero…
Él la recrea. Vive en su delirio: un tumor cerebral hostiga ópticas, altera imágenes, distorsiona la visión como esas pesadillas del alba invernal, gris, de lluvia fina y constante, cuyas visiones desafían la física más elemental.
Sin duda, el tiempo pasado, inocuo salvo en la pasión o la locura, no ayudará en este aspecto. Todo recuerdo invita a una recreación jubilosa o falsa, menoscabada por la arbitrariedad de una memoria siempre selectiva.
Muerta demasiado pronto, se dice, todo quedó a medio hacer respecto a la legítima ambición que la transgresora albergaba. La fatalidad destruyó un genuino deseo de alcanzar mucho más allá de lo que hasta ese momento había conseguido. Abortaría también, siempre sucede de ese modo, pues él era lo residual de la historia, la excrecencia, los planes confusos que rondaba la mente de El Testigo, un testificador con el morral lleno de argucias demasiado evidentes. Desde el primer momento que supo de ella no lograría siquiera rozar con la yema de los dedos la quiebra definitiva... de ambos: catártica aunque retórica, una; otra, inexorable y aciaga. La suya, sin duda, fue una relación fracasada, supeditada a situaciones chocantes, hechos, digamos, fractales: la evocación literaria pendula entre la pena, los hechos y lo ficticio. Menuda componenda. ¿Le hubieran importado a ella la glosa posterior, las andanzas de una pluma libérrima? No creo que eso le preocupara mucho a Hesse. Debe de resultarles todo muy etéreo a los modelados con alucinaciones y ensueños, a aquellos cuyas hechuras se fabrican con el humo y las insolencias del solo recuerdo de después.
En cuanto a él: poco que contar: un negro: a tanto por página. La mudez del anonimato le protege. Es invisible. No es nadie.
Divaga lo indecible, circula una forma que por impalpable niega cualquier atisbo de precisión. Tampoco se debe a una fidelidad exhaustiva. No acarreaba imposiciones ni reglas, a despecho de una minuciosidad siempre extravagante por la enormidad de sus fines inalcanzables.
Eres el nadador de la entelequia, se decía.
En ese piélago. A brazadas. Hasta la bocanada final.
Pero, en fin, se resistía a revelarla en su total dimensión.
Cualquier descripción que llevara a cabo en este sentido empañaría su verdadera identidad. Evocar su carácter, exige lo transversal. La fotografía exacta de lo real, por paradójico que nos parezca, minusvalora efectivamente la realidad.
“Si es verdad que me inventas, inventa un lenguaje nuevo”, diría Hesse, olvidando que él no era un artista:
“Querida, yo sólo soy un pobre diablo que en un tugurio de la calle 11, sin calefacción e infestado de cucarachas, escribe cuentos pornográficos a cinco centavos por palabra aporreando las teclas de una Remington de segunda mano.”
¿No iban a desconcertarla las preguntas del turista, la doblez mezquina de El Testigo, el estúpido anhelo de sorber de su existencia instantes, culminaciones, apropiarse de su aliento, de sus temores, las interrogaciones, las idas y venidas, lo inventado y el lujo de su cuerpo?
Y es que él… la veía tan real que la figuraba a cada instante.

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