domingo, 18 de septiembre de 2011

HESSE 3 (Ensayos para un estilo)

El Testigo, el negro:
La soñaba en el 65.
La soñaba en el 67. ¿Existe? Pero ¿existías tú?
La palpaba. Era de carne y hueso.
Pero eso fue después, en el 68.
Nada parecía indicarlo: estaría perdida entre los más de doscientos millones de habitantes de los Estados Unidos de la época. Los diez de Nueva York. Los cuatro de Brooklyn. Pero tampoco nada decía lo contrario: vive, crece, estudia y trabaja en un barrio universal, Manhattan: dos millones de hormigas hacendosas; también, entre ellas, algunas triunfadoras y muchas pordioseras, decenas de miles con la lengua fuera y los zapatos agujereados.
Una Nueva York próspera, esperanzada y… feroz. Un arterial e inmenso barullo de estímulos. O todo o nada. Es así de sencillo.
Cien años por delante. En la capital del mundo.
¿Y él?
Ya con los pies en Nueva York (1968,1969, 1970) secundaba perruno a Joanna (la mano de Virgilio) que arrastraba los ojos negros (verdes, intercambiables) de cristal robando sin cesar almas y espectros, la dureza de las piedras, los espejos de las fachadas, aceros y neones… Gentes y calles… todo acababa en la cámara oscura, las tripas de la Nikon.
Mas, tres eran.
¿Quién es el tercero que camina en todo momento junto a ellos?
Sólo estamos tú yo, esa es la cuenta, dijo.
“¿A quién buscas?”, preguntaba Joanna al verle ensimismado, ausente en otro universo.
A nadie.
Pero delante, sobre el camino blanco, siempre hay alguien que camina a nuestro lado envuelto en oscuro manto, hombre o mujer, perro.
Pero ¿quién es quien a tu lado va?
La descubría en las calles atestadas o en las avenidas interminables. La aislaba de entre los edificios y la marea de automóviles, los flujos incesantes de transeúntes, la destacaba por encima de los anuncios luminosos y las proclamas vistosas en grandes cartelones de hierro, la enfatizaba de lo populoso, estridente, la definía de entre una multitud neoyorquina avasalladora, de una indiferencia tumultuosa que a él no podía sino antojársele hostil. Una tarde, harto de estudiantes ociosos y el desfile insultante de sus cuerpos soberbios en el parque, del espectáculo de una juventud desinhibida que ya le quedaba lejos, escapa de una brisa convertida de pronto en un fuerte viento que parece nacer de los misma grisura del Hudson, atraviesa Riverside cansino y derrotado, pues piensa en su alarmante desnudez frente a ella, su irrefrenable sensación de precariedad. Entonces la descubre en la avenida Amsterdam, cerca del cruce con Broadway; va acompañada de una amiga, un borrón confuso y despreciable, pues él siempre ve a Hesse a solas: viene en su dirección, atrápala, se dice, déjala libre, magnífica, para ti, para nadie más, qué se creen. Que nadie sospeche lo de más adelante. Nadie cree del todo aquello que le es contado. Sin las credenciales que otorga lo palpable, lo evidente, todo acaba en papel mojado.
La primera vez que la siente junto a él, que sabe de sus huellas, sus lugares, su suerte, los años de después.
Abril de 1968.
Aún está descubriendo el inmenso olor de la ciudad, el que emerge del vapor subterráneo de las calefacciones, de las rejillas de los respiraderos del metro, el tufo de los bares de neón y de las cafeterías tubulares, la sombra olorosa de los inmensos vestíbulos de los rascacielos, de la golosa papelería de sus grandes y pequeñas librerías, de las aceras atestadas, de su aire de cemento, del frío de cristal, la desnudez del acero…
Le protege la cosmética de lo medido, la cautela en todo.
Es media tarde y los rayos de un sol desmayado penetran por los cristales sucios, a duras penas logran iluminar el pequeño apartamento escondido en el Downtown de una Nueva York todavía oscura, crudamente inhóspita a pesar de la primavera. Una luz de oro… etcétera. Desde primeras horas de la mañana Hesse no ha podido ocultar su satisfacción, a pesar de que por alguna razón que él no entiende intenta mostrar indiferencia. Ayer visitó la muestra de Sol LeWitt. Durante unos instantes le habla de este artista, amigo suyo, del que él también tenía noticias hace algún tiempo. Varios ejemplares de Artforum descansan sobre una mesilla auxiliar de listones de madera sin barnizar, frente a una biblioteca de pie también de madera desnuda. La revista publica en su último número una crítica muy alentadora de Emily Wasserman con motivo de su exposición en la Fischbach Gallery. La han comentado durante el almuerzo. La reseña destaca en especial dos obras muy queridas por Hesse, Repetition 19 III y Accesion III, en las que se adivina, según escribe la autora, un toque fascinante de sensualidad y diversión procesual. La artista no ha podido disimular una sonrisa de conformidad al leer esas líneas en voz alta.
Seguramente han tomado varios snaps, pues el tipo se siente algo aturdido, con un persistente sabor dulzón en el paladar, la lengua pastosa. En realidad, está temblando de pasión, pero algo hay de ternura en el deseo violento que le domina. Sería suficiente con acariciar su piel, sentir la carne viva de sus brazos desnudos, besar sus mejillas arreboladas, hundir los dedos en la larga, perfumada y sedosa cabellera. Casi está a punto de abalanzarse sobre ella, sentada a pocos centímetros en el sofá con la revista sobre el regazo. En ese instante se vuelve hacia él, muy seria, con una mirada que él entiende implorante…
Avanza la mano, la punta de los dedos. Toca la nada.
[Debería corregir el estilo.]
Es el vértigo, etcétera. (La toma entre sus brazos, sus oscuros ojos que le miran entregada, que se entrecierran (…) Y empieza a anochecer en una Nueva York aún desconocida, inabordable, temible.
Después: nunca deja de sentir ese desmayo cuando revive la tarde de abril del 68, su cuerpo acogedor de matrona feliz, su misma presencia de La Gran Madre Judía… Es, siempre, un desfallecimiento.
Ella, escribe, renegaría atónita de la potencia y eficacia de una inteligencia beligerante (la de él), siempre alerta. Él es gris; ella, la elegida por los dioses, brilla como una luminaria en la noche de los aprendices. Le miraba divertida. Eso le irritaría a él, estaba demasiado en guardia ante los demás. Disfrazaba la suspicacia con la frialdad del carácter. Disimulaba como podía las manías. Esa rigidez atenuaba su ingenio, a diferencia de la otra, temerosa pero lista y llena de certidumbres. Y él, peripatético, que aún no había descubierto el aserto: no te tomes muy en serio a ti mismo, es probable que seas la única persona en el mundo que lo hace. Pero era casi el principio de todo. Más para él que para ella. Luego, la vorágine, las idas y venidas, el sinsentido del final inminente, todo sobrevino demasiado aprisa y todo fue demasiado embarullado. La crónica de después en forma de escritura fortalece una memoria en exceso distraída.
Una punzada de desolación se abate en la sangre: con qué celeridad se disipaban los días, sus luces diferentes y sus actos triviales o encomiables, se hundía el tiempo en el abismo y nos arrastraba con él mientras la urbe amanecía azul, se tornaba amarilla, se desangraba cada noche. Qué cruel alcanza a ser esa medida tan precisa, las pausas de la mañana y la tarde, sus gentes, sus colores y ruidos, la singladura cotidiana repleta de propósitos, tan lejano todo ello al terror y la angustia que se anuda en la garganta del desahuciado para el que ya nada del mundo ni los seres que lo pueblan muestra grandeza alguna. Todo es sólo un accidente. Tu nombre, el color de la piel, tu origen, la apariencia que te significa. La vida es absurda, la muerte le arrebata cualquier posibilidad de sentido. Qué dislate. Entonces la ironía… ¿De qué te sirve el desparpajo ahora? El rostro de la muerte sobresale tras cualquier cosa, envilece cualquier sentimiento. Una desgana física e intelectual impregna todo desde la rabia silenciada, el escepticismo inicial que prevalece ante lo fatídico atenúa algo la causa arbitraria e injusta: en el fondo es una barbarie. No hay resignación, hay derrota. La muerte puede con todo lo imaginable. Incluso anticipándote a ella, precipitándola, puede. A ella, a la guadaña de los milenios primeros y oscuros, no le importa el camino que elijas, tampoco la hora. No escaparás. Esa certeza no elude la lucha, ni el empuje… a la nada finalmente. Qué desastre, qué ironía.
Su coraje apabullaba. Podría decirse que le obligaba a uno a creerse capaz de superar el listón de sus talentos, pocos o medianos, fueran de la naturaleza que fuesen. “Siempre se puede ir más allá”, afirmaba. Pero el verdadero estímulo era su presencia viva. Crédulo hasta la médula, él podía seguirla hasta el infierno. La creía porque era real (y sobre esa base rotunda la inventaba mejor).
Un deseo vehemente de destacar en algo le embarga mientras no aparta los ojos de ella, la escucha con indisimulado arrobo: alienta personajes maravillosos en lo más hondo de sí mismo, en él, en cualquiera de las personas que la rodeaban de modo constante, que más pronto o más tarde acabarían revelándose en el interior de todos ellos. Los hacía emerger del sucio y oscuro grumo de los abatidos andantes a su lado: somos plurales, podemos ser cualquier cosa, héroe o villano, soberbio triunfador o perdedor solitario, rebelde y magnífico. Era magnética, hasta predicadora. Esa era la esperanza, crear de nosotros mismos un ser memorable y capaz más allá de resultados plausibles. No había que venirse abajo. Nunca había razón para ello, aseguraba. El proceso hasta ese alumbramiento era la misión más digna, al menos la que justificaba nuestro paso por la tierra. Luego, amabas hasta los mismos tuétanos de la tierra, te revolcabas en ella porque era tu verdadera piel. La tierra es el arte.
La naturaleza es sabia, suele decirse. Nada más lejos de eso. Esa monstruosidad ambulante del planeta es ciega a pesar de las leyes que la rigen. Los errores se multiplican a cada segundo, sin duda en la misma medida que los aciertos y las felices casualidades. No hay una regla que la exima de la torpeza y lo criminal en su curioso avatar, tan dominado, esto sí, por el entramado de sus axiomas físicos.
Te hago inteligente, insustituible. Pero yo acoto por un error de diseño el tiempo de tu eternidad y sus afanes. La torpeza del final precoz desmiente toda predeterminación y cálculo: morirás joven. Una chapuza genética. Un fracaso cósmico.
Hoy sabemos que son plurales las formas despiadadas del caos. ¿Lo mitiga algún orden de aspiración humana?
Y bien, toda la clave de su obra reside en el absurdo: no expliques nada. Vive. Y juega. Todo puede ser un juguete magnífico: ilógico, un noser. Con las formas será bastante. El caos es divertido, aberrante, imprevisible. Implacable ley física.
Además, ¿para qué mentir? Esto (la vida, sus hechos y sus obras) no puede acabar bien. O sí. Pero la cuestión es que acaba, y de muy mala manera.
Toda mi obra -podría haber dicho, y seguramente pronunció alguna noche ya epifánica ante los dioses que la arrebataban de la vida-, se concibió para ser creada y no contemplada.
El absurdo… ¿en qué consiste? Acaso esa sensación nos domine cuando acaece lo impredecible. Sólo eso: lo imprevisible nos aturde y nos sume en el desconcierto. Nada, así, parece tener sentido ¡Pero todo es impredecible, hasta lo más nimio!
Con ella dentro del mundo, éste tenía un orden (aunque ella siempre sostuvo que el absurdo era el entramado real de toda apariencia), y él era capaz de percibir una geometría fascinante inmerso en el mismo caos y los disparates incesantes de una humanidad con graves imperfecciones. Ella, su arte y su vida, al justificarlo todo ante sus ojos, reflejaba un orden que él equivocaba al creerlo genuino del mundo.
Una vez desapareció, lo perceptible volvía a ser despreciable y ruin. Carecía de sentido en una conjunción física y química que se empecina en anular tajante el alma, un sentimiento. Materia, al fin, déjate llevar. Y, después…
Dijo, y fue publicado en el mismo mes terrible de mayo de 1970: “Siento el absurdo total de las obras de los artistas que amo. Respecto a mí, el contenido de mi trabajo, en cuanto a su relación con los materiales que lo conforman, sí, es realmente absurdo. Puede decirse de ese modo.”

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