sábado, 3 de diciembre de 2011

HESSE 30

Julio de 1953. 35 grados a la sombra. Es Nueva York, la fétida: las aceras se derriten, los árboles polvorientos bajo el sol agonizan a la mitad del día.
¿Qué tienes en las manos?
La realidad del dibujo la confunde. Medita un rato.
Lo cierto es que no hay que figurar el mundo. He ahí el error.
Arranca la hoja.
¿Qué tienes en las manos?
Un tubo de goma, y enseguida descubre, en un ángulo de la habitación, el pedazo de cartón, restos de arena de la playa de Coney Island.
No hay nadie en casa. Se halla completamente desnuda, a solas como nunca había estado estado, y teme los espejos.
De pronto, queda inmóvil, pensativa.
¿Qué tienes en las manos?
Si cierras los ojos, te ves mucho mejor. No sabe cuanto tiempo permanece quieta, sintiendo la calentura húmeda y asfixiante sobre cada centímetro de su piel.
Con los ojos cerrados se contempla de una pieza en la penumbra abrasadora de la tarde.
La desnudez en todo, en lo más ardiente del día.
¿Por qué?, brama en todas sus páginas el Talmud.

Te voy a enseñar a comer yo a ti.
Y, al cabo de un rato, pone debajo de sus narices un bonito plato ribeteado con vírgulas azules y rosas, una jarra de agua fresca, vino dulce del color de la miel y un par de vasos y servilletas amarillas de papel.
¿Qué demonios es esto?
Plato único: tarta de queso con fruta glaseada comprada en la tienda de frau Böta.
¿Qué clase de ayuno judío es éste?

Curiosamente el pensamiento, la conciencia, se pudre sin despedir olores y muere mucho antes que el propio cuerpo, que tarda sus buenos días en hacerlo, descomponiéndose asquerosa, agusanadamente. La materia se toma su tiempo pútrido, lo hizo antes: 4.000 millones de años. No obstante, la conciencia (chasquea los dedos), zas, en un santiamén, adiós, hasta nunca, e incluso en el sueño inocente/inconsciente toma las de Villadiego. La conciencia… ¡A saber en qué cementerio acaba la volandera!
-Doctor… Se muere.
-No sufre.
-Parece que quiere hablar.
-Es un acto reflejo –masculla el doctor suspirando.
De repente, todo ha acabado. Y, sin embargo…
El doctor se rasca la barbilla, mira el cuerpo yacente, inmóvil, un fardo que habrá que enterrar o quemar: “Qué cosas… Nunca me acostumbraré.”
El doctor tiene la bata blanca inmaculada. Casi hiere a los ojos su blancor.

Y El Fantaseador Infatigable prosigue su mentira.

Joanna la portuguesa bajo su cuerpo. Gime. Es bella y delgada, de ojos hermosísimos, se entrelaza a él con fuerza, se funde en su piel con el calor de la noche de julio. La ventana abierta, los ruidos incansables de la urbe y sus sombras rojas, de una Nueva York que nunca despierta del día: él sueña con la judía.

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