martes, 29 de noviembre de 2011

HESSE 29

¿Dónde vive el coleccionista?
Es un tipo de Los Ángeles. Pero ahora anda por Boston. Compra terrenos, especialmente en parajes boscosos con grandes claros abiertos a la edificación. Algo trama. (Y no será honorable.)
Dos horas de viaje en automóvil hacia Vermont, donde el hombre disfruta de una segunda o tercera residencia.
Es una casa diseñada por Frank Lloyd Wright en 1952. (250.000 dólares).
“¿Qué sabes del tipo?”
“Todo. Tiene dinero. Un especulador nato.”
“Pero la casa…”
“Parece desmentir esa tosquedad, pero no es así. Y es cierto, fue obra de Lloyd Wright. Él estuvo aquí… El aire huele a sagrado.”
“Algo bueno deben de tener, su familia, él mismo…”, dijo.
La casa…
Habrá libros por todas partes…
Les abre la puerta el mismo anfitrión. Un falso gesto de sorpresa. Estaba prevista la hora de su llegada, lo que incita al sarcasmo. Les esperaba. Estaba todo acordado. Así que, finge. El Testigo sonríe burlón. Es inútil llevar a cabo algo espontáneo con un tipo como ése.
Libros de gran formato, tres (ver, no leer) encima de una de las mesas auxiliares del salón; una novela policíaca de bolsillo sobre el sofá de piel de vaca; una estantería de roble forrada con lomos negros, azules y verdes (por debajo del medio centenar).
Luces: amarillas y ocres.
¿Una copa?
Nada de eso.
Y tampoco hay invitación para sentarse. Se trata de una exhibición, un recorrido que excluye la sabia conversación. Es una cuestión de ego y vanagloria.
El dueño:
“En realidad”, empezó infame, “lo adquirí aconsejado por mi asesora financiera. Una mujer estupenda, una lince en todo. Una brocker de fiar. Nada de fondos ni cestas de valores opacos. “Oro”, advirtió. “Y arte de los cincuenta y sesenta, lo último. Vamos a eso…”
Lo adquirí…: se refería a una de las pinturas de Hesse (una de las que yo quería catalogar).
Etcétera.
Por lo demás, ¿cómo pudo el viejo león de Wisconsin diseñar un hogar de tales hechuras conociendo al cretino con billetera repleta y listo para los negocios que se la encargó? El desajuste entre ambos “conceptos”, él y la casa, el mercachifle y el arquitecto, el artista y don Nadie, es intolerable.
El feliz propietario de naderías, puesto que nada entiende, y, por consiguiente, cualquier cosa artística que posea terminará deslizándose como agua entre sus finos dedos pasados por la manicura, viste como un dandi “de los 50”: el fular de seda debajo de la camisa azul celeste, perfectamente anudado, deja ver el cuello esbelto y bronceado; luce un fino bigote, fuma en boquilla dorada y es excelente el corte de pelo echado hacia atrás. La mano derecha en el bolsillo del pantalón blanco con pinzas. Exhala seguridad, una parsimonia elegante.
“Adelante, le dije –nos relataba eufónico-, tú eres la experta. Y la lista Claire enseguida empezó a seleccionar artistas, obras… Es una de mis empleadas geniales.”
Despide un olor discreto a colonia sin alardes, de seca fragancia, carísima.
“Amontoné Hockney, Hesse, Warhol…”
“¿Podría enseñarme la casa?”
“… Carl Andre, Lichtenstein, Kitaj, dibujos de Morris…”
“La casa, ¿podría verla?”
“¿Perdón…?”
“La casa…”
“Con mucho gusto... De Kooning, Clyfford Still…”
La casa en 1970: 1.275.000 $.
Aún no la vende. La construcción resiste, y también la madera, bien tratada a lo largo de los años. “Aguantaré hasta el final”, se dice el inversionista.
Pero no hablamos de arte, hijos de puta de cuatro perras, piensa, hablo de pasta. Nos mira de arriba abajo, y sé que piensa exactamente eso: correctos y bien educados, pero visten ropa barata.
El Gran Propietario había rehusado que el propio Lloyd Wright diseñara los muebles, como solía hacer en casi todos sus proyectos inmobiliarios. Por supuesto, eso era lo único que repugnaba la armonía de la maravillosa concepción material y espacial de la construcción, órgano regido por leyes propias.
En la casa, de planta abierta, la chimenea actúa como núcleo central en torno al cual se estructura el interior y abandera al mismo tiempo los volúmenes horizontales del exterior, ya que se erige a lo alto aunque ancha y muy escuetamente. Coexisten espacios muy diferenciados. Hay resoluciones técnicas casi asombrosas; además, la invención estética de artista más que de arquitecto las invisibiliza: sistemas ocultos de riego, vigas de acero escondidas en la cubierta voladizo, machones de ladrillo que, al margen de su disposición eminentemente estética, cumplen una función estructural, macetones de profusa jardinería que culminan la armonía de los ángulos. Piedra, ladrillo y madera. Es suficiente con eso. Grandes ventanas por las que entra la luz a raudales, una organización formal que acota hasta tal punto lo espacial que ese hábitat parece ser el único apropiado para una existencia feliz del hombre. Y el que manda en todo momento es el espacio interior, el techo y la pared que abrigan del frío y cobijan de la lluvia y la cólera del viento… Y la naturaleza envolvente, visible, sin ningún impedimento que la oculte, acariciadora de la construcción en todo momento: “…lo único que llegaremos a conocer del cuerpo de Dios.”
“Acompáñenme, por favor.”
Le mira aquiescente.
“¿Sabe? En una de las habitaciones de mis hijos encontrará colgados un Pollock y un Newman, un lienzo de la O’Kefee de pequeño formato. Creo que va siendo hora de venderlos, ¿no?, antes de que nos metamos de lleno en los años setenta… Desmitificadores, me temo.”
“Si él lo quiere… le seguiré el juego”, se dice El Catalogador (vive de farol).
De modo que, miente con todas las de la ley:
“Hará usted muy bien. Los directores de los museos se han vuelto volubles. Nadie puede negar una evidente saturación en el mercado del arte. Y los setenta, efectivamente, lleva usted razón, son una incógnita. ¡Cualquiera sabe! Yo me desprendería de ellos enseguida. Las galerías han cerrado el grifo y el arte americano aún no interesa en Europa. ¡Habrá una desbandada general, créame!”
“¿Habla usted en serio?”
“Todavía está a punto de recoger excelentes dividendos. Me atrevería a asegurar que un cuarenta por ciento por encima del precio que pagó.”
(Sabe de lo que habla).
Se ha descompuesto el tipo, la cara cerúlea, el azul del iris que vibra:
“¿Un cuarenta por cien…?”, exclama. “No es mala venta, en todo caso”, termina reconociendo mientras retira la boquilla de la boca.
Sólo cinco años más tarde algunos de esos cuadros rondarán el millón de dólares: multiplicarían por cien su valor… de mercado.
El paseo inmobiliario y artístico ha perdido interés. Sólo es una casa, sólo son cuadros absurdos, debe pensar el inversor. Sólo son unos invitados y, ahora, un estorbo hasta criminal. Ahora ya le falta tiempo para todo: para coger el teléfono, para hacer sumas, para concebir estrategias de venta, para coger las llaves del flamante Corvette rojo y plateado del 53, uno de los trescientos hechos a mano ese año, y salir disparado hacia Manhattan, calle 57 Oeste.
La mirada se ha acerado; la boca se encoge hacia adentro: “Bien, deben disculparme. Tengo asuntos urgentes que atender.”
Les acompaña presuroso a la puerta.
Él Embaucador Vengativo puede oír los regueros de sudor resbalando sobre la piel delicadamente tostada, oler la adrenalina que exhala la piel…, el olor del dinero al alcance de los dedos elegantes y culpables mezclándose con la irrupción hormonal que se activa ante las tretas y galimatías que exigen el trueque y la ganancia.
Buen provecho.
Una obra original: buscan las firmas, sabe. Asegúrese.
Les dan la vuelta, miran por delante, por detrás: ¿Están firmados, no?
Por supuesto.

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