sábado, 5 de noviembre de 2011

HESSE 23

Verano, 1969.
Tendidos sobre la hierba de Great Lawn. Anónimos bajo el sol benéfico del crepúsculo, acariciados por la brisa que comienza a refrescar la tarde dorada.
“De la que me he librado”, dice.
Ya le ha crecido el pelo, aunque aún no puede peinarse.
En cuanto pasen unos días ya no se notará la cicatriz.
“Estás guapa. Y eres muy valiente.”
“Mira, me he comprado un vestido.”
Es ligero, vaporoso y de colores vivos.
“Te sienta de maravilla y, además, deja ver tus piernas tan bonitas.”
“Antes de que llegue el invierno…”
Lo dice con una sonrisa pícara, y gira sobre sí misma sin dejar de sonreír mientras el vuelo de la falda sube hasta descubrir los muslos pálidos y suaves.
Otoño, 14 de octubre, martes, ese mismo año (1969). Vienen del parque de la plaza Tompkins, después de haber estado merodeando por la calle 8 Oeste, donde ella, sin saber muy bien qué, buscaba de un lado a otro en una de las tiendas de segunda mano.
Quiso descansar antes de llegar a casa.
Aún con la luz de día: pan italiano, queso, una jarra de agua fresca, una botella de vino tinto, aceitunas griegas, miel de Nuevo México.
Por la noche él le lee despacio, sumidos ambos en las sombras iluminadas levemente por la luz de la lámpara de la mesa, con voz suave, disimulando el temblor invencible, algunos cuentos de En una pensión alemana, una edición de páginas algo descabaladas y amarillas por el tiempo, editada por Knopf en 1922, comprada por unos pocos dólares en The Green Train al siempre desinteresado Raymond Yeats.
Pero Katherine Mansfield ya no se reconocía en ellos. Incluso renegaba de esos textos prematuros (1911), tan juveniles, meros pastiches de su paso por la Baviera de 1909 donde, entre otros sucesos de menor importancia, sufriría un aborto fortuito y le endosarían una gonorrea de la que no pudo librarse en toda su vida.
En ella nada había de prematuro. Murió… ¡a los 34 años!
“Son absurdas casualidades”, pensaría años después el negro cuando ya, definitivamente en Europa, sólo sería un paseante silencioso y solitario, un falso parisino merodeando por los jardines del Luxemburgo, pensando en muertos el muerto que ya era él.
A Hesse le entusiasma especialmente Los alemanes a la mesa, precisamente el primer cuento del conjunto.
14 de octubre de 1922, sábado, en los jardines del Luxemburgo: … De repente se levantó viento, y todas las hojas volaron con tanta alegría, con tanto anhelo
Poco después: la Mansfield caería en manos de un charlatán apátrida, un santón lujurioso y bebedor que levantó la tienda de los milagros al sur de París, en las proximidades de Fontainebleau, donde se cobijarían un centenar de desgraciados en lo que parecía ser una especie de comuna de enfermos terminales. Días antes de morir, incapaz de cualquier invención, la escritora se dedicaba a pelar verduras en la cocina metida en su abrigo de piel. Ora et labora.
Katherine Mansfield murió el 9 de enero de 1923.
Todavía antes: “¿Y para qué quieres tener salud?”
“¡Y hasta ser inmortal! De la vida lo quiero todo, sin descanso, mezclarme con la tierra húmeda y rica, recibir en el rostro el aire fresco y limpio, bañarme en el mar, dormir bajo el sol. Quiero ser parte de todo lo humano, ser consciente y sincera con las cosas de la tierra… Ser una hija del sol… Sí, que baste con esto, una hija del sol. Y trabajar con mis manos, mi corazón y mi cerebro. Sólo me bastaría lo más sencillo: un jardín, una casa, hierba, animales, libros, cuadros, algo de música… Y aprender de todo ello, y expresar todo ese pequeño universo a través de la escritura. Sólo vivir la vida cálida y doméstica, natural, aprender, desear, saber, sentir, pensar, actuar... ¡Vivir! Porque en el fondo, a pesar del infortunio, todo está bien.”
Hesse admiraría hasta el final esa rebeldía ante la muerte de una de sus almas gemelas, el mismo tesón inquebrantable que ella sentía por la vida.

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