jueves, 10 de noviembre de 2011

HESSE 24

La descubre de lejos, saliendo del estudio. Va acompañada por el tipo que hace semanas les acompañó al cine sin despegar los labios y, al salir de la sala, desapareció de improviso sin decir palabra. Los distingue mal en la distancia, pero comprueba que sostienen una conversación animada. El tipo gesticula de cuando en cuando, a la manera del teórico.
El pensante.
El cineasta.
Utiliza elementos preexistentes. Un “assemblage”. Relaciona escenas diversas ya filmadas, planos sacados de aquí y acullá.
Acción:
“Catherine sonreía, pero su aspecto era el de los días en que preparaba alguna jugarreta.”
Un amor fou cuya frivolidad parecía anticipar la locura… aunque no la muerte de los amantes.
Sin embargo, hablemos en serio…
No dejo de hacerlo en ningún momento. Truffaut lo es.
[¡Qué diabólica analogía del destino, Hesse!]
… ¿Qué puedes decirme de Godard?
¿Otra vez?
Uno siempre vuelve a los viejos lugares.
En Vivre sa vie: el aire desolado, el clima de almacén y la luz encapotada de las imágenes, la amenaza y la ruina, confluyen ya al final, a la entrada al averno: Infierno&Hijos.
Antes de los disparos de los macrós:
Siempre mancillada, prostituida y muerta, el desdén de su hermosa boca y sus inmensos ojos proclaman la tortura sufrida en el vertiginoso sinsentido por haber comprado una nueva sintaxis vital, una vida encerrada al final en un marco oval magníficamente dorado al estilo morisco, abducida de lo real: la existencia la vacía.
¿Hacía falta obrar?
La teoría es el lenguaje del cerebro, su más digno contrincante: aspira al silencio.
¿Qué ganas con traducirla a otro lenguaje?
El desconcierto.
Nana que bosteza su lujuria abogando por el silencio con el filósofo Parain (¿qué sabes tú de Los tres mosqueteros?), pensador de cafés y mañanas parisinas entre los ruidos cotidianos (que a muchos escribidores les sirve como estímulo, indiferentes al pequeño caos de las voces y el movimiento).
Sólo el vivir, sentirse ligada a las múltiples y demadejadas imágenes del día, ya le proporciona a la chica valiente la condición de rata orgásmica: incansable, todo lo disfruta, lo desea con fuerza, es inagotable. No nace de dentro de ella el envilecimiento, tan común en los seres que a uno terminan rodeándole, porque, efectivamente, los culpables son los otros. Ansía de la vida no lo maravilloso y excepcional: le basta el solo milagro y la peripecia discreta del encantamiento de saberse viva en los sucesos diarios, naturales.
Y todo empieza por pagar el alquiler: 2.000 francos.
La luz de agua en la mañana gris y gélida, pero tuya, sin dependencias ni raras devociones de pequeñoburguesa.
Y, ahora, ¿qué hacer?
Pueden los hacedores, los contadores de historias, simplemente matarte. Aunque el cuento no vaya contigo.
Te siguen como un travelling a fin de que no salgas del corsé de lo moral ejemplarizante. Si pecadora, insolente y libérrima: muerta... con el crucifijo del aseado formalismo sobre el pecho. Clavado en el pecho.
Escribe con faltas de ortografía, y su expresión adolece una urgencia y descuido equiparables a su letra casi incomprensible.
No necesita el racord, ni la goma de borrar. Y esta chica no repite nunca una disposición objetual: basta el concepto.
Dijo el marrullero: “También escribir es una plástica.”
¿Una ordenación estética, palpable?
Pero ella, Hesse, Catherine, no le entendió.
Era como si él lo explicara todo fuera de cuadro, una voz en off que se manifestara en una lengua desconocida.
Pero, ¿existen la reglas de un juego aún por inventar?
Hesse siempre sería inmune (y ello lo sabía) al análisis con muletas, al recorrido con andadores sobre los escombros y polímeros de su alma creadora y sacrílega: hela aquí, su retrato en negro y oval.

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