miércoles, 2 de noviembre de 2011

HESSE 21

Ella, poco antes, era la joven de cabello largo y espléndido, de la boca más sensual y las miradas más prometedoras, de perfiles voluptuosos, una intérprete feliz de sí misma en su trato con los demás: imaginas sin esfuerzo que ninguna expresión mezquina u oscura embrutece su rostro limpio y armónico, sus gestos son rápidos y decididos, una gracia natural rodea la esbeltez de su cuerpo como una aura invisible pero tan presente como el aire fresco y fragante que emana de su piel blanca y limpia. Ella es una conjunción magnífica de carne e inteligencia, de pasión y pensamiento que recorre las calles de la urbe bajo la magnificencia del sol matinal…
¿Qué es ahora? El resultado de un crimen. El crimen idiota y, peor aún, inútil, de un dios aburrido.
Y esa pavorosa lentitud de un final ineluctable que marchita toda esperanza.
Renglón a renglón en el cuaderno colegial en el que escribe (él o… ella).
Hesse hace rato que mira sus manos vacías, tan negadas a la caricia. No son nada generosas estas manos de él, y tan torpes para lo manual: ninguna mecánica puede esperarse de ellas. Hesse: “Qué lástima”. Él asiente desde la silla mirando las sombras, y luego gira un poco la cabeza hacia la ventana tan diáfana aún en el atardecer. Le gustaría que lloviera. Por la poesía, y el aire fresco, el aire como mojado, el aire como de otro país de nieve y azul. Suele enriquecer la memoria con el lastre de la suposición, de una estética demasiado personal que aleja de lo mediocre. Sólo por eso, el recuerdo adensado de anécdotas climáticas, algún olor y, zas, un verso libre, una línea que recupera aquel instante, la lividez de su tez, o el brillo de rebeldía (aún) en sus maravillosos ojos de judía inteligente, bella y heroína a punto de morir. El silencio se hace largo. Le parece oír la lluvia inexistente. Se cree que la luz se agrisa. Vuelve la cabeza y descubre que Hesse le mira fijamente. O quizá no. Está completamente ausente, absorta en sus pensamientos y, de modo ocasional, los ojos se han detenido en él, en su atavío de payaso elucubrador. Su mirada le traspasa limpiamente, proyectada al todo de antes. Susurra: verde y blanco. Palabras moribundas que atenazan su garganta, los colores del fuego que la abrasa. Verde y blanco. Y él se asemeja a un extraño animal varado aunque potente y de insultante salud (pero sólo ante sus ojos), para ella, piensa, debo ser poco más que una huella del mundo de afuera, una desvergonzada solitud frente a la muerte que ella encarna en forma de amasijo de carne enferma.
Los colores quirúrgicos.
Amarse en la tarde gélida de invierno, desearla sabiendo que poco a poco va a escurrirse de sus brazos muerta y famosa.
Hacer el amor debajo de una ventana lluviosa, abierta al mundo y sus trapisondas, la delicada suavidad de la luz rozaba su piel como los besos, la caricia maestra del aire lozano del verano sobre los cuerpos de los dos refrendaba la feliz invención: finalmente todo concluye en ese arte no menos arduo de descubrirse en el cuerpo y la espesura y el misterio de los otros. Imposible olvidar la punzada inofensiva de las minúsculas gotas de agua sobre su espalda, el brote tan efímero del helor contraviniendo la redondez tan cálida y estremecida de la judía debajo de su cuerpo. Hoy, que nada es, salvo la emoción del recuerdo.
Quererla, pero quererla sin ocurrencias ni fantasías, quererla de carne y hueso, poseerla incluso con el monstruo dentro que la devora. Amarla a ella en esa inmensa hora de la condena a muerte, y amarla a través de su cuerpo moribundo, desearlo aún, y siempre.
Se aventuraba en sus razones. Hay un arte que ella defendía por encima de todo: el no-arte. Pero era una negación de un pensamiento fértil, desprendía residuos de una estética oculta, acaso instintiva, tenaz y sobresaliente.
Un arte es su cuerpo. Se entromete en él como en un sueño donde la única ley es la libertad. La creación sin trabas. Nada hay de prohibido en cada uno de los gramos de su cuerpo potente. Apura uno a uno sus poros, sus dobleces, huecos y blanduras, el calor cambiante de su piel. La libertad total de sus anchuras y esbeltez de nínfula mediterránea trasplantada primero a la bruma germánica y más tarde al desafío continental y libérrimo del nuevo mundo.
“Su cuerpo es una obra que celebro. Sé de qué hablo”, se dirá una y otra vez en el futuro innoble lleno de nieblas y grisuras y fríos, desaparecida ella del mundo de los vivos.

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