lunes, 31 de octubre de 2011

HESSE 20

¿Crees realmente en los ritos? Naturalmente que cree en los ritos, y en la liturgia, en los oficios y cánticos religiosos, y en toda la parafernalia de sus objetos y utensilios: son una especie de arte, de happening. Y, además, trascienden lo meramente aparencial de los objetos, se allega a una metafísica que, en la plástica, es muy de agradecer por aquellos que desconfían del trasto conceptualmente inerme. Hasta los olores podría aprovechar en una de sus obras, o en todas. Unos aprenden de los maestros de Talmud; otros, de cualquier cáscara religiosa que se les ponga por delante. El humo penetrante del incienso adereza verdaderamente una visión escultórica de lo inefable.
Piensa: ¿habría sido todo distinto si hubiese limitado sus ambiciones? Quizás, entonces, no se le habría infligido el castigo tan cruel. Una joven judía que contrae matrimonio (incluso con un gentil), atiende su hogar, cría sus hijos, una balabusta tranquila y ecuánime que prepara cuidadosamente comida kosher, consciente de sus deberes y de saber en todo momento el terreno que pisa, que sabe perfectamente mantenerse lejos de cualquier raya roja, que ni siquiera pronuncia una palabra en yiddish más allá de su círculo familiar (y sólo los sábados). Hasta sería capaz de comer sólo pan ázimo durante los siete días de la pascua, y, desde luego, de poner a sus hijos varones en manos del mohel. Todo ello con gran discreción. Claro que, en esa época, los cincuenta, en un barrio neoyorquino de clase media baja, una joven madre judía de regreso a casa con la compra del día aún podía oír a sus espaldas: “¡Perra judía!”. Y ese terrible epíteto hacía temblar las cuatro paredes de la bonita y arreglada sala de estar donde la perra judía y admirable balabusta, sentada en el sofá de piel sintética, con la bolsa de la compra todavía en el suelo enmoquetado llena de hortalizas, fruta, verduras, frascos de salsa de tomate y mostaza, la docena de bagels aún calientes del horno, salchichas de pollo y libra y media de cordero, solloza en silencio y alivia su desconsuelo limpiándose las lágrimas y los mocos antes de que regrese su maridito cartera en ristre de la oficina. Ser una judía hacendosa no te libraba del mal de los tiempos y sus fétidos prejuicios religiosos y sociales, de que no sólo temblaran las cuatro paredes del bonito salón con bellas cortinas protegiendo las ventanas, sino que se derrumbaran literalmente sobre tu cuerpo aplastándote sin misericordia. Si eso era factible de pasar a salvo en tu cálida guarida, que se te viniera la casa encima con lenzuelos de ganchillo, cortinas y alfombras, imagina la clase de afrentas y atropellos que podías esperar al descubierto en la selva de afuera.
En febrero de 1952 se hizo amiga de un tal Holden Caulfield. Se lo había presentado una amiga, alumna algo redicha de uno de los centros educativos de la Ivy League, una amiga de las ricas e inteligentes (en la nomenclatura adolescente de Hesse por aquel entonces las amigas se dividían en: pobres y tontas; pobres y listas; ricas y tontas; ricas e inteligentes –las ricas no necesitan ser listas-). Durante meses estuvo obsesionada con él, intimaron hasta lo indecible. Pero poco más de 200 páginas después Holden Caulfield desapareció misteriosamente, se desvaneció de nuevo en una existencia de ahora a ser serios, querido amigo, ingresaría en la universidad, dejaría de ser virgen pagando cinco pavos el polvo (o diez si andaba cerca el proxeneta de puño directo al hígado) y acabaría siendo un letrado bien vestido como su padre (terno oscuro, camisa blanca impoluta y nudo windsor de la corbata perfectos). Ella, no obstante, fue tras su pista por todas las calles de Nueva York. “Ahora aparecerá”, se decía al llegar con el corazón palpitante a una esquina. “En este instante”, conjuraba al volverse hacia el jovenzuelo de rostro devastado por el acné maldito que aguardaba a su lado a que el semáforo cambiara de color, y esperaba con ansiedad “la aparición de un caballero alto y atractivo de unos veinte años de edad”, que diría la niña Phoebe con menos causticidad de lo habitual. Hablaba como Holden Caulfield, pensaba como Holden Caulfield, se sentía distinta como Holden Caulfield. ¡Ella era Holden Caulfield! Pero aprobadora, excelente becaria y nada fugitiva. Era capaz de engatusar a su padre decenas de veces para que la llevase de Brooklyn a Manhattan, hasta Central Park, donde se quedaba extasiada viendo nadar los patos sobre las aguas del lago aún sin la lámina de hielo del invierno que los secuestraba. Compró tres libros de Isak Dinesen (entre ellos Out of Africa, que nunca terminó de leer). El asunto se demoró hasta más allá de 1953, cuando el culto se aguaría un tanto al conocer la existencia de los primeros pintores del expresionismo abstracto, y, en especial, cuando leyó sumarios biográficos, casi aterradores, sobre Jackson Pollock. En 1954 los inocentes mariposeos del pobre Holden con una coca cola en la mano y una copa en la otra a través de una Nueva York helada y ajena se habían ahogado por completo en alguno de los barrios residenciales que daban a las verdes y pacíficas aguas del East River, o puede que naufragara en los vertidos y chorros diabólicos de pintura de los cuadros de Pollock, o aplastado definitivamente años más tarde entre las páginas sucias de semen y sangre de The Naked Lunch.
1966. El arte y su crudeza, el artista decidido y hasta salvaje, habían ganado la partida. La Gran Chica Lista y Judía Americana había descubierto que existía un lenguaje eficaz y brutal por su misma inconsistencia y trapacería, que más allá de la rebeldía se hallaba incoherente, cínica, caótica, adánica pero siempre festiva la verdadera revolución, en el arte y en la literatura.
Goodby, mister Salinger.
Enchanté, monsieur Duchamp.
Marcel Duchamp, poco antes de morir:
“Qué confusión, tíos.”
Este ajedrecista del alma, aun distanciado de todo, y más todavía del arte de su época, que le parece cosa de niños bien aplicaditos, recrimina la manipulación a la que es sometida su boutade de años atrás:
Yo era un destructor, hice del ready made un arma arrojadiza contra la billetera burguesa y financiera de entonces, les lancé a la cara a toda esa turba adinerada y estúpida el orinal manchado de meadas amarillas sólo como provocación, una forma de rebajar la estética a la sucia calle, y, ahora, estos artistas de pacotilla de la sucia calle de hoy, admiran aquel meadero como producto estético… ¡Pensar que el futuro era de esos bastardos y la farsa de sus circos de ahora! ¿Cómo diablos podía imaginar una cosa así?

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