domingo, 9 de octubre de 2011

HESSE 10 (Ensayos para un estilo)

En los primeros años cuarenta, ya en Nueva York, papá Hesse frecuentaba todas las semanas los grandes almacenes Abraham and Strauss.
Podía aprovisionarse sin temor, mantener saludable a la camada sin ningún recelo. Ese nombre rotulado en los grandes carteles concentraba todas las garantías. Sonaba bien y se escribía mejor. Abraham and Strauss: perfecto.
Hay que saber elegir.
Almacenes Auschwitz.
Agosto del 42.
Materiales Vivos.
Todo tipo de Ofertas y Grandes Oportunidades.
La espesura gris y húmeda del amanecer se apodera de los barracones de ladrillo rojo. Es como un vaho siniestro que parece desplomarse del mismo cielo sombrío.
Las hacen salir afuera. Renqueantes, hambrientas, temerosas, sin saber nada de nada, las mujeres forman filas desordenadas frente soldados armados, inexpresivos, de ojos muertos bajo los cascos de acero.
Todos los días, desde hace dos semanas, se repite idéntico suplicio en las primeras luces del alba. Luego, separan a una decena de ellas y las conducen a un barracón de forma alargada en un extremo del recinto. Jamás vuelven a ver a las que entran allí. Es como si se las hubiera tragado la tierra.
No muy lejos, se escucha una ráfaga de metralleta.
Tiene un regusto metálico en la boca, como si, sedienta, hubiera chupado las alambradas aún mojadas por el rocío y que comienzan a divisarse entre la niebla a pocos metros, alzadas sobre la tierra oscura y yerma.
Mira a su alrededor.
Una vieja, envuelta en andrajos, se ha hecho sus necesidades encima y cae al suelo entre gemidos apenas audibles.
La mujer vuelve la cabeza al otro lado, respirando el aire que viene del norte.
Pero hasta esa parte llega el hedor.
Entonces se da cuenta de que otra prisionera, aún joven, en la fila próxima, le mira directamente a los ojos. Tiene su rostro una expresión infinitamente triste, como si todo el asco, la podredumbre y la corrupción universal hubieran desfigurado ya para siempre el menor vestigio de perdón hacia sus semejantes en el cerco de arrugas de los ojos, en los repliegues oscuros de las mejillas caídas.
“Irene Nemirowsky” (judía rusa), le dice la desconocida tendiendo la mano, al tiempo que esboza una débil sonrisa.
“Helen Hesse” (judía alemana), contesta con voz temblorosa estrechando la mano tendida.
Ahora saben ambas que ese día es el último de sus vidas. No llegaron a estar en el Revier del campo ni dos minutos: débiles y vencidas no servían para el trabajo forzado.
Sus nombres, escuchados aunque en susurros en ese helado amanecer, confirman a las dos que no fue anónimo su paso por el mundo.
En ese momento uno de los soldados, a la vez que saca una pistola de la funda sujeta al cinturón, avanza hacia el bulto caído en el suelo, tan cerca de ellas que los harapos pestilentes que lo envuelven tocan sus pies.
Helen Hesse cierra los ojos. Aprieta los puños con fuerza.
Irene Nemirovsky no cierra los párpados, comprueba desdeñosa el miedo del mundo que calla.
Suena un ruido seco, casi como un petardo infantil, brevísimo, desconocido hasta ese instante, irreal.
Helen Hesse vuelve a abrir los ojos.
De la frente de la vieja apestada brota un hilo de sangre que pronto alcanza la cuenca del ojo abierto y se desliza hacia la boca también abierta. Ahora el olor es nauseabundo.
Unos minutos más tarde les ordenan que caminen en compañía de otras desdichadas hacia el barracón de las exterminadas. Junto a ella también se halla la desconocida, que marcha hacia la muerte con la vista fija adelante: “¿Qué me está haciendo este país, Dios mío?”, se había preguntado consternada ante la indiferencia general de una nación que había perdido el honor.
El final terrible al que condenan a sus víctimas inermes se ha gestado desde la cloaca de uno de los más señeros atributos del ser humano en todas sus épocas pasadas y, probablemente, en las venideras: odio+desprecio (al otro) comandados por una violencia sin límites.
Ahora comprenden las dos que ese lugar, ese destino que prefijara la gran diáspora, sólo es la puerta a la nada absoluta o a un infierno que se prolongara eternamente desde la tierra. A ningún sitio más: todos los dioses murieron de aburrimiento ahítos de su propia grandeza hace miles de años, y el mundo entró en la era de la maldad, el sufrimiento y el crimen ante el silencio profundo del cosmos.
El bagaje de una: la incredulidad hasta el último instante, el asombro enajenado de espanto y de miedo de una sencilla ama de casa que desde que la arrancaron de su hogar en Hamburgo y la separaron para siempre de su marido Samuel, su hijo Wilhelm y de sus nietas Helen y Evchen sigue sin comprender nada de nada.
El equipaje de la otra: Ana Karenina, los Diarios de Katherine Mansfield y una naranja. Y, a pesar de todo, no murió con el corazón endurecido.

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