lunes, 24 de octubre de 2011

HESSE 16

-Sin embargo, se mató –asevera él.
-Es cierto. No puede estar aquí, ni en U1 ni en U3 ni en ningún sitio. Nada de nada –termina aceptando una Hesse derrotada, de un verde marciano, o venusino o…. Desdeñosa de galaxias, ya sólo cree en universos.
-¡No tuvo tiempo de escapar!
-Aunque, cualquiera sabe… Quizás escapó antes de… Antes de terminar. Pudo hacerlo al desvanecerse, mientras…
-Mientras se desangraba por los cortes en los dos brazos.
-También tomó barbitúricos. Eso aliviaría el trance.
-Quizás soñaba, se moría, pero soñaba.
Abandonó el hogar, las cuatro paredes de su pintura, su “lugar” de recogimiento, la capilla, el orante...
Sacrificado como un Cristo. Un mal judío: no hay cristos.
El hombre (nada menos que un hombre de carne y hueso, carne macilenta y aliento insano), en la gélida mañana de febrero: el cuerpo ya no es un instrumento de goce; todo lo contrario, cerca de los setenta años se está rompiendo por todas las costuras, hace aguas, se resquebraja como un muñeco viejo, un fardo torturador e inclemente que hay que cargar a las espaldas nada más abandonar la cama. Ya no sirve para gran cosa. Hace tiempo que se ha vuelto impotente. Por supuesto, nada de alcohol y tabaco, dictaminan. Por supuesto, nada de esto y lo otro… Por supuesto, bebe y fuma más que nunca. Por supuesto, prefiere morir como es debido. Por reacción. Como un hombre. Que se vayan al diablo los malditos momificadores, taxidermistas del alma. Tiene que valerse de asistentes para pintar que, aun monaguillos sumisos, son manos ajenas profanando el óleo sagrado, y revisten la realización de los cuadros de una especie de sacrilegio.
Miércoles. Demasiado tarde para este nietzscheano con gafas de culo de vaso. Y ese estudio de la calle 69: un antiguo garaje inhóspito, helado, bajo la niebla de una claridad de metal, de cúpula inalcanzable que se eleva cerca de quince metros; allí ha dispuesto la última guarida: una cama, y la zona del baño, siempre hedionda, y una cocina desangelada y sucia donde nadie supo nunca que se guisara un plato. En ese rincón prefirió yacer en su última noche. (Mayo, 2007, Sotheby’s subasta uno de sus cuadros… ¡y lo vende por 75 millones de dólares!). La última cena (compradores de arte, marchantes de hombres, tomad nota): un frasco de barbitúricos, un vaso de agua, la cuchilla a un lado. Se desviste mientras hace la digestión del banquete. Coloca los pantalones de artista obrero manchados de acrílicos en el respaldo de la silla desvencijada. Sin prisas, sin miedo, se corta las venas azules. ¿Eres un verdadero shojet? Veámoslo. Brota incontenible la sangre roja. El hombre herido, en calzoncillos, se tiende con los ojos cerrados sobre el frío suelo de cemento y estira los brazos desnudos, mojados por la savia tibia que mana de él mismo y que nada ha de vivificar. Ya no siente el frío.
Muerto, tendido en el suelo, parece una cruz.
-Pues he visto a R. –asegura con una expresión angustiosa Hesse (entre verde y oro ahora).
-No me confundas. Según las estrictas reglas, que, te recuerdo, tú misma elaboraste, no es posible el viaje entre los U. Una vez muerto, al hoyo. Y punto. No hay excursiones que valgan. Hay que espabilarse antes de que empiecen a tejer y destejer las parcas.
-Y, sin embargo -dice con voz débil-, lo he visto. Puedes estar seguro. –Ve su faz lívida, su figura de sombra. “Más tarde o más temprano ha de disolverse en el polvo cósmico”, se dice. “Su palidez asusta, ya es casi fantasmal.”
Puede que a quien haya visto el suicida sea al engreído y melifluo teólogo Kierkegaard, glosador incansable entre citas bíblicas: hace de lo personal una religión universal mientras otros pagan sus deudas de café; y en sus años finales, cuando comprueba aterrado que tendrá que trabajar para ganarse el sustento opta por ser un hombre enfermo, pues del alma ya lo era: mal asunto. De este pastor de impotencias extrae el místico pintor, siempre con la pesada piedra judaica a la espalda, la idea del sacrificio.
¿La ofrenda por el pecado de sus cuadros? Él mismo. El padre debe amar a su hijo, pero si el dios lo pide, debe matar a su hijo.
Abraham, Abraham, atrona la voz del terrible Yahvé.
¿Qué mejor hijo para el sacrificio que tú mismo de ti nacido?
El acto de pintar es, en realidad, una forma de entender el arte, de reafirmarse en unos principios que, sí, en ocasiones alcanzan lo teológico: una ronda en torno a la muerte debería ser la creación, un sacerdocio que ilumina las tinieblas en pos de lo trascendente.
Pero, ¿no era el arte una fiesta?
Lo dionisíaco frente a la mesura de lo apolíneo…
Los cuadros de Rothko me resultan borrosos, como envueltos en una bruma que los vela.
La turbiedad de su conciencia: he aquí a un hombre que no es religioso y mantiene la espiritualidad del arte como primera condición para su ejercicio.
El humo de la carne quemada en los crematorios de Auschwitz y Treblinka enceguece la súplica cromática.
Lo santo y lo luminoso. En un hombre cuyo remordimiento llegaría a costar millones de dólares.
¿Un sacrificio? ¿A estas alturas?
(El hombro: me duele, dice Hesse. Un brazo inflamado. ¿A qué viene ese decaimiento? 11 de la mañana, domingo: no se percata de la presencia del falso testigo, apoyado en el quicio de la puerta con la taza del desayuno en la mano; ve que se sostiene en el borde de la mesa, como esperando que se disipe un mareo. Dos días más tarde: la pierna; me duele, dice. Una semana después: veo mal con el ojo derecho, creo que he perdido vista, susurra una noche, antes de acostarse. Duerme mal. El Testigo nota como se mueve una y otra vez de un lado a otro de la cama. A la mañana siguiente, otro domingo, 11, temprano, se levanta con media cara insensible. En la cocina: ha perdido el sabor. “Ponme más azúcar”, pide. Ya le ha puesto tres terrones en su taza. “No sabe a nada”, se queja. La cara asimétrica. Afuera, Nueva York, una trepidante polisemia que no se detiene en este domingo soleado, transparente, extrañamente silencioso.)
Ella, que tan firme la sostenían las columnas de sus piernas sobre el duro granito: elevaban la isla magnífica.
Y un día: insuflan aire en su cabeza, como si hincharan un globo. Así, localizan al intruso: exploración de contraste.
Ahí está, ¿de dónde ha venido? ¿quién es?
Ha nacido de repente, se hace fuerte, vive, crece, va a matarte.
Hija de Dios: he ahí el hijuelo, y en tu propio cerebro: el sueño de la razón produce monstruos.

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