miércoles, 26 de octubre de 2011

HESSE 17

Indiferente a lo estéril e infecundo, aún tuvo tiempo de atisbar a la gente groovy con sus camisas de flores, las torpes guitarras y los cantos bienintencionados. Acabando los sesenta, unos años después de llegar de Alemania, ya sin ataduras sentimentales, más de una vez contempló largo rato, incrédula y fascinada, la pacífica y vistosa muchedumbre en torno a la fuente Bethesda en Central Park. Se sentía ajena, no obstante, extraña ante los cantos y los atuendos. Y otro domingo bochornoso, de calor húmedo, sin nada mejor que hacer al salir aburridas de un cine refrigerado, antes de anochecer, merodeaba en compañía de P., R. y B. por St. Mark’s Place, en la parte baja de la Segunda Avenida, donde se reunían los conversos más concienciados, sin lograr adivinar en un sentido estrictamente artístico la bondad de lo que contemplaba. A la semana siguiente, se desentendió de toda aquella estética juvenil poco adecuada al aluvión de ideas y presentimientos plásticos que pugnaban en su cerebro. “Son materiales lo que necesito”, se decía una y otra vez. “Me bastará con eso.”
Al diablo con las canciones.
Sustituye las flores por el hierro, el óleo y el barro por los nuevos materiales, la química del mundo que se avecina, los caprichos, los desastres.

Paisajes de solación.
Beckett: ella sólo asiste a las representaciones en el Off-off y, contadas veces, a las del off-Broadway en alguno de los tugurios experimentales y decididos del Village y los locales más aseados diseminados por las inmediaciones de Washington Square. Sospecha de lo oficial, de lo “bien escrito”; desde luego, del teatro, el cine o el arte de entretenimiento.
Es una peripatética a ratos infantiles: crea sus propios juegos.
En efecto, han asistido otra vez a una representación de Final de Partida. Le subyuga esa obra. A él, le inquieta.
Sobre un escenario predecible en la obra de Beckett (las ruinas bombardeadas de una ciudad se dibujan sobre los decorados del fondo), Hamm y Clov monologan, dialogan… sentados, de pie, mientras andan (en realidad, Hamm se arrastra como un animal herido sobre las tablas).
Haces de luz azul que simulan reflectores iluminan desde los extremos la escena de un acto único, sin intermedios.
¿Y ahora?
Nada.
¿No hay gaviotas?
¡Gaviotas!
¿Y en el horizonte? ¿No hay nada en el horizonte?
¿Pero qué quieres que haya en el horizonte?
Etcétera.
Se hace la oscuridad.
Todo acaba con el estridente sonido de una sirena.
Ahora son vertiginosos destellos rojos y azules.
¿Crees en la vida futura?
La mía siempre lo ha sido, dice, y vuelve la cara a un lado para que no descubra los ojos enrojecidos, húmedos ya.
Se encienden las luces de la sala: los actores han desaparecido, y unos hombres vestidos con monos verdes retiran los decorados. Es todo.
La gente sale en silencio, cabizbaja. Como había entrado.
Yo, una vez, queridos niños y niñas, había conocido a un pintor loco que pensaba que había llegado el fin del mundo. Le tomé mucho afecto. Así que me empeñé en hacerle ver algo de la realidad “verdadera” que le ayudara en sus cuadros. Le cogía de la mano y lo llevaba a la ventana: mira el cielo azul, y las olas de plata, y el trigo verde que crece cada día, y las velas blancas de las barcas que surcan el mar esmeralda, la brisa que perfuma la mañana…. El miraba por un instante horrorizado, se echaba para atrás y volvía renqueante a su oscuro rincón gimoteando: sólo había visto cenizas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario