jueves, 27 de octubre de 2011

HESSE 18

Conversaciones con Yeats. ¿Qué tal se da eso de convivir con el apellido del vate irlandés?
-Ha impedido de modo fulminante que publique una sola de mis malditas poesías.
-Podías haberlas publicado en City Lights Books.
-Sólo soy un maldito librero.
-Nunca es tarde para publicar poesía…
-¡Menuda presunción a mi edad! Sólo creo ya en la fábrica del lenguaje y no en las emociones del mentiroso que se vale de él para narrar entuertos o apostillas.
-Pues transforma la poesía sólo en lenguaje.
-Por entonces ya había demasiados poetas en cualquier parte del mundo. Ahora no me interesa nada más que la poesía oral, la de las montañas… Tipos barbudos y desnudos al sol, mujeres libres a la intemperie, con los senos al aire y los ojos limpios, gritando sus versos… a la nada.
-¿Qué demonios de poesía es ésa?
-La que no precisa ser escrita. Escúchala, deja que el aire disuelva su sonido. No la escribas. Transmítela de viva voz.
-Volvemos al Medievo analfabeto y memorión, al sonsonete, la musiquilla juglaresca, recitadora.
-Deberías saber que hablo de una poesía sin rima, desprovista de la artificiosa métrica, esa especie de ganchillo moderno para viejas indignas y letradas y sonetistas varios. ¡Bonita artesanía!
-¿A qué nos enfrentamos, entonces?
-A un salmo profano y abrupto que celebra un mundo indecible. Y es posible que, una vez escuchado, te olvides de él inmediatamente.
-Una cultura sin tradición…
-Una sucesión sin imposiciones.
-¿Y dónde quedará la memoria de las generaciones venideras?
-Amigo, algo sucederá, una especie de monstruo inagotable venido del espacio, o por el espacio, que almacene la memoria de todos nosotros. Lo más hermoso… sería partir de cero. Dejar que se enfríe otra vez la maldita roca, que fluya el agua… A rodar.
(…)
-¿Qué hay de The rats?
-¡Hideputa!
-¡Toda la vida de lector lo he sido, amigo!
-¡Qué diablos…! ¿Cómo te has enterado?
-Era fácil hacerlo. No conozco un solo librero que no haya escrito una novela… O lo haya intentado al menos. Aunque, preciso es reconocerlo, todos tenéis la magnífica decencia de destruir (despedazar, descuartizar, exterminar, extinguir) las poesías de los veinte años, y aun de los treinta. De eso no dejáis rastro.
-¡Quemé todos los ejemplares de esa maldita novela!
-Menos los treinta y seis que se vendieron (uno de ellos a la Hesse) y dos docenas más de procedencia dudosa que acabaron en uno de los puestos de libros de Broadway con la 42.
-Sólo me sirvieron para beberme un par de cientos de litros del mejor whisky durante las bacanales de Partisan review, a finales de los cincuenta. Era un joven prometedor al que invitaban para regodeo de las lascivas miradas de Gore Vidal y García Capote: tenía la cara limpia y suave como la porcelana: se derretían al mirarme. Y, de otro lado, ¿por qué no? Igual terminaba escribiendo la gran novela americana aún por descubrir, A death in the family, The great Gatsby, The naked and the dead, The wild palms, The sound and the fury… Amigo, aquello era beber… ¡y no los biberones de estos años confusos!
-1951… Buena cosecha: The Catcher in the Rye.
-¿Ves? Ahí tienes la verdadera explicación de que sólo se vendieran treinta ejemplares de mi libro. Y quince de ellos a mis por entonces desdichados vecinos de Columbus Park, que no dejaron de comprarlos, aunque a regañadientes. Siempre se termina estafando a los que tienen más cerca…
Es el verano del 70. Sin Hesse (sobrevolando planetas en el cosmos, buscando tierras azules, chocando con galaxias, alejándose de esas falaces estrellas llenas de ruido y horror). Cerca de la medianoche, The Green Train ha cerrado la puerta; su dueño ha apagado la luz. Sentados en el suelo, contra la pared cerca del mostrador, la joroba animal en sombras de la máquina registradora, el olor a papel… La botella de ron también en el suelo (ya a medias; escancia, cobarde). Durante el día ha hecho un calor tórrido, pero ahora la brisa que sube de los muelles del East River ha refrescado algo la noche neoyorquina. El aullido de las esquinas, la rodadura del asfalto, el ruido incesante de la ciudad llega hasta aquí. Los dos hombres beben directamente por el cuello de la botella. La tenue luz del exterior se filtra por los cristales y deja ver en las lenguas de las sombras los lomos de los libros alineados sobre los estantes. De cuando en cuando los faros de un automóvil que cruza la calzada proyectan bandas de luz amarilla sobre el techo, y entonces él descubre en esa semioscuridad cálida y acogedora la milagrosa intimidad que puede alcanzarse algunas veces con otro ser humano. Gusta de esos raros momentos de falsa eternidad, morosos hasta la extenuación. Sobre todo él, que su pensamiento discurre en todas direcciones, nunca sin atenerse, acogerse y claudicar en una sola idea esencial. Siente de tal proximidad a este vendedor de libros con toda su cultura libresca y honesta a cuestas que su efecto es mucho más contundente en esos instantes que el licor marino que le quema la garganta como el fuego. Luego de un par de largos tragos Yeats está a punto para la añoranza, o quizás sólo sea una mirada retrospectiva hacia unos años menos taimados que los actuales, lo cual no deja de ser una simple presunción, una actitud mendicante ya, cuando el pasado intocable es mirado por ojos complacientes, nada adversativos a lo que somos, a lo que creíamos que éramos. La oscuridad nos une. Emergemos a la luz merced a los libros, y un poco gracias a la vida. Al lado de este hombre culto, de modales suaves que esconden una energía interior que a pesar de sus esfuerzos flamea en sus pupilas, él halla todos los puentes garantes a un entretenimiento plástico e intelectual de décadas atrás o del mismo presente. Logra entender su época… y puede entender la suya, de la que él todavía participa, formas atenuadas de una rebelión de lo yámbico al ritmo bop. Leyendo a Yeats no pienso en Irlanda, sino en aquel verano en Nueva York. Les rodean los libros. Miles de ellos. Usados y acabados de salir de las insaciables prensas, un olor alborotado a papelería que llega hasta a embriagar a quienes han hecho de los libros la auténtica ventana abierta al vendaval de la realidad pasada y presente, una ráfaga de aire que alivia las telarañas de un pensamiento demasiado propenso a quedar encerrado en uno mismo. Títulos y autores se hermanan en esta fábrica de sombras donde yacen en la misma pretensión de comunicarnos su gracia, quieren desvelarnos con sus discursos de mono gramático, pero ahora están silenciados por las cerraduras de sus tapas, por la falta de luz que los ahoga en una mudez enigmática.
-¿Sabes que la mayoría de gente que compra libros los abre una vez, leen una línea, suspiran, cierra sus tapas y no los leen jamás?
-Algo de eso me figuraba al oír cómo piensan, cómo hablan, qué compran... ¡Y lo que escriben, dios! ¡Está muerto antes de nacer! Así son de rancios…
-Se vuelven escépticos, profesan un cinismo de vía estrecha mientras sus apariencias proclaman suficiencia… ¡cuando en realidad ocultan una supina ignorancia!
-Esas inquietudes de librero comprometido con la cultura de su tiempo me divierte mucho…
-También tú eres un comprometido con ella, amigo. Ya sólo crees en eso. Es el único compromiso ético. Todos los demás acaban en uno de los dos lados de un billete de banco.
-¡Escancia, cobarde!
-¡Qué diablos, la botella está vacía!
-¡Coge la segunda! Detrás del Melville de la Modern Library.
THE RATS, (Meadows Books, New York, 1951.)
A novel by Raymond Yeats.
218 pages. 6,50 $.
“Then, I lived in New York with a cat as mad as a hatter and about 3,000 books, a typewriter, two shirts, three trousers, four shorts, one dollar...
I was a writer… Well, a ghostwriter really.
One day…”
And so on and so forth…


Pero el lenguaje flaquea, miente, confunde… De nuevo Malenbranche: la palabra le fue dada al hombre para ocultar su pensamiento. Escribe especulaciones, la única gestación posible, y, respecto al lenguaje, que sea sólo el camino, la vía por donde aquél discurre. En este mundo caligráfico, ortográfico, morfológico y sintáctico lo que deviene al final es la superchería y ganas de enredar.

-Las cosas no se van a resolver por sí solas. ¿Dónde te crees que estamos? Esta es la realidad, querida, una putrefacción bajo el sol, que saca a la luz la miseria escondida, nos revela el cinismo milenario de una naturaleza caprichosa e injusta. No es este un teatro donde pueda acaecer el deus ex machina. Aquí el desastre no tiene solución… A menos que pienses que la posteridad corrige la tragedia, endereza reputaciones y castiga la injusticia.

¿Te acuerdas? Hacía una semana que nos conocíamos. Yo todavía me extraviaba en el metro. Y cualquiera pregunta a los neoyorquinos… Si vas a Queens son capaces de enviarte a Jersey, ¡y cómo te hablen por el colmillo estás listo, no les entenderás ni una palabra!…. Siempre con sus malditas prisas a ninguna parte, porque, en el fondo, jamás salen del laberinto. Me gustaría verlos a vista de pájaro, desde las alturas: van y vienen, y sus trazados caprichosos o arbitrarios terminan dibujando unas correrías desconcertantes: salen de sus apartamentos o sus casas de las afueras, andan y desandan las calles, trabajan, compran, comen, vuelven a andar y desandar, llevan cosas en las manos, aceleran la marcha, se detienen en los pasos de peatones, cruzan entre automóviles, miran adelante, uf, que hormiguero. La noche los inmoviliza, al menos a la mayor parte de ellos. Duermen, van hermanándose con la muerte.
Una semana, en Nueva York: casi eras irreal, tan distinta a la chica casada de Suiza. Pertenecías a todo aquello, a ese abrupto paisaje de piedra, montañas de arenisco, kilómetros de cemento, toneladas de acero y mármoles pretenciosos a la entrada de las cuevas.
-¿A qué piso, señor?
Mira al ascensorista. Es de baja estatura, casi un enano, y tiene la cabeza cubierta con un gorro puntiagudo de color gris (¿o verde?). Parece un gnomo.
-No sé. El último de todos.
-¿Qué ocurre? ¿No tiene nada que hacer y nos vamos de excursión…?

La misma lentitud de las aguas de los dos grandes ríos, buscando el océano.
Ha cruzado el puente de Brooklyn siete veces en ambos sentidos. Y nunca vio la ciudad mágica desde este lado.
Y eso era lo verdaderamente fascinante.

También ella podría hacer alguna caricatura en ese café de la calle Macdougal.
Uno de sus clientes, mientras sorbía su café, hubiera podido ser Ginsberg.
A finales de los cincuenta, aun ignorando que iba en busca del príncipe azul a cada paso que daba por las calles de Manhattan, era capaz de recorrer los tres kilómetros que le separan de Times Square hasta el Village en menos de treinta minutos. Era capaz de hacer cola durante una hora a la puerta del Bitter End, en la calle Bleecker, donde un tipo inteligente llamado Woody Allen encadenaba chiste tras chiste sin el menor aspaviento y una taza de café de cincuenta centavos te daba para un buen rato sin necesidad de pensar en nada más, y nadie te daba prisa para que levantaras el culo de la silla.
La política, cualquier atadura de tipo social, sólo eran un estado de ánimo.
Así eran los tiempos.
-¿Hablamos de alguna especie de correlato moral?
-Depende… Supongo que no. Bueno, lo que quiero decir es que nunca me habían preocupado esas cosas. Quizás ahora, sí, es posible que sea de ese modo, la sociedad actual, sus problemas. Claro, pienso en ello, naturalmente. Pero antes, no, no creo.
-Una suerte de compromiso.
-¿Compromiso? Es difícil saberlo… Cuando una trabaja se ensimisma, yo al menos. Estoy encerrada en el taller, rodeada de materiales, “concibiendo” su ordenación, hasta su sitio exacto en la forma final de la pieza, por así llamarla… Sólo veo la obra gestándose, no puedo pensar en otra cosa, así que no creo que eso signifique algo así como un compromiso. No, no lo pienso de esa manera. En todo caso, sería algo muy inconsciente, muy escondido, larvado…
-Ni siquiera cuando regresó a Alemania.
-Estaba confusa entonces. En 1965 no sabía que era escultora. Dibujaba más que pintaba, algo que en el fondo no me atraía. El dibujo era lo que me interesaba, y ahora comprendo la razón: en el futuro podría aplicar ese entretenimiento, por así llamarlo, a cualquiera de las dos disciplinas. Luego pinté unas acuarelas, algunos cuadros. Pero… comprendí enseguida que necesitaba el objeto más que la línea o el trazo para significar lo que quería decir, o al menos para empezar a crear algo que valiera realmente la pena.
-¿No sintió nada en especial al pisar suelo alemán? ¿No recordó a su familia extinguida por los nazis?
-Por supuesto que sí. Hice algunas averiguaciones, supe más cosas de las que sabía hasta entonces. Rastreas datos, antiguas identidades. Hablas con gente de la época de la guerra… Pero eso fue todo. Descubrí que hay que mirar adelante. Intentarlo, siquiera; a pesar de los recuerdos dolorosos, seguir adelante es lo fundamental. Las huellas de mi pasado serán las que yo deje en el futuro. La cadena se rompió.
-No sabemos cuando llega el futuro.
-No, pero es la única puerta que todo el mundo se atreve a abrir sin temor, todos quieren atravesar su umbral.
-Un deseo absurdo, desde luego.
-Claro. Lo que importa es el trabajo diario, lo que creas con las manos.
-Es suficiente con eso.
-Sí… Debería bastar al menos.
-Sí… al menos eso.

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