jueves, 20 de octubre de 2011

HESSE 14

Salen de la 75 camino del Whitney, en Madison. De nuevo insiste en visionar algunos de sus secretos. La mole de granito y hormigón de Breuer, escalonada y de ventanas inconcebibles crea una panorámica en esta parte de Madison Avenue que desdice las fachadas aburridas, monótonas y opulentas que le secundan calle arriba y abajo.
Cruzan el vestíbulo. (En ese momento se da perfecta cuenta de que es un acompañante falso. “Desaparece”, ordena. Ya es invisible. Sólo Hesse.)
La artista suspicaz se detiene ante Los esponsales. De Gorky.
¿Qué sabes de Gorky?
Deglutía los patterns freudianos, lo esquizoide asomaba por el rabillo de sus ojos, el cielo áspero y la tierra quebrada del armenio, y, sin embargo, resolvía silencioso una obra luminosa en crueles o plácidos amarillos Vermeer, alejado ya del pastiche de aficionado receloso.
Un tipo torvo, bien preparado para el golpe, como todos aquellos que saben que la muerte no jugará con ellos al maldito escondite, que saben desde antiguo que más tarde o más temprano ellos mismos acabarán con su vida. La prueba final de un desafío a una vida siempre a rebosar de quebraduras y absurdas mortificaciones.
¿Cuándo se mata?
Poco después de saberse un trasto irrecuperable (cáncer, accidente de automóvil, el cuello roto).
¿No es eso jugar con ventaja? Lanza al mundo sólo jirones, unos retales de la existencia maltrecha y pendular entre la sobriedad y la fanfarronada.
Pero ese exterior plácido, bonancible, la mirada del niño sin tierra que contempla la línea del horizonte… Inventa los cromáticos subterfugios.
Esa amalgama antropomórfica que subyace tras las líneas del dibujo uniforma un discurso plástico cercano al drama existencial, tan alejado de la tragedia del Guernica. “Han sido mis acuarelas”, dice Hesse condescendiente. Pero también con un poco de excentricidad: prefiguran a Basquiat, a tantos otros. Todo lo suyo ha sido transversal, señora.
Ha visto a Hesse como una hada en busca del hálito: pues, obediente, él había desaparecido y la había dejado sola, viéndola cruzar a buen paso una de las salas, pasar de largo, liviana. La sigue a distancia. Va apresurada. Frente “a las estatuas”, acaso con miedo: huye de las pavorosas carnosidades de bronce de Lachaise, de Lipchitz y Archipenko, de la “madre y el hijo” de Zorach que han de constituir tu pesadilla de esta noche, una parada de monstruos que poblaran tus sueños de seres deformes e irreales, una carnaza para el deseo extravagante y medieval de los goliardos.
Hesse: la representación mata, el bulto aterrador de la masa destruye la veracidad del discurso de la forma. La sugerencia por muy brutal, hermética y extraña materialmente que fuere ha de salvar tus ilusiones.
Aunque acaso otros sean los monstruos, como bien supo retratar ya antes la chica seria de los Nemerov con la Leica colgada del alma, una Arbus todavía inocente, de su propia vida y la de los otros trastos andantes, sonrientes, indefensos…

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