sábado, 22 de octubre de 2011

HESSE 15

Ha decidido almorzar con ella en Marine Stock, un restaurante cerca del City Hall. Esta vez es puntual. Llega vestida con minifalda, con grandes círculos de color (amarillo, azul, verde) estampados en el tejido. Una blusa blanca muy liviana cruzada de diagonales negras, de mangas en forma de campana, desciende desde el cuello abotonado hasta el cinturón ancho y rojo que rodea la cintura. Muy pop las dos prendas (recuerdan el envase de una marca de cereales para el desayuno). Se ha cortado el pelo. Aguardan turno en el restaurante. Cuando se sienta en un taburete en forma de seta, a su lado, en la barra, experimenta una gran fatiga. Por la mañana ha estado dando vueltas por Rockefeller Center, donde examinaba los relieves de Noguchi. Ella sólo pide tarta de manzana, hace un gesto de fastidio y declara abiertamente que no quiere saber nada de Noguchi, al menos este Noguchi tan americanizado. Él, aunque sin apetito, pide una hamburguesa con lonjas de tocino, col agria y mostaza. No se siente inspirado, así que guarda un silencio absoluto. Deja casi toda la comida en el plato. Pide un café y paga la cuenta. Ella le mira con absoluto desprecio. La devuelve al SoHo. La ha hecho venir para nada. La ha resucitado. La ha vestido para nada. Le ha hecho entrar en un restaurante sin interés para nada. ¿Qué puede inventar? La deja ir, pues no hay nada que hacer. Un acto fallido. Deambula por Chinatown. Vuelve a TriBeCa. Al final acaba en una cafetería donde traspasa la línea roja y se toma tres copas de bourbon ante la mirada asqueada de la camarera que le sirve con gesto de hastío, una mujer delgada y ojerosa, con el pelo color zanahoria, ya cerca de los cuarenta. La chica más guapa y la nariz más respingona de Milton, Virginia, hija de John, empleado en una gasolinera, y Karen, ama de casa, triunfando en Nueva York. Y una mierda, nena, ¿qué esperabas? (Todo, menos la mierda). A punto está de decirle, recorriendo con los ojos de arriba a abajo su figura desmadejada: “Tú, no lo entiendes, triunfadora” (bueno, a fin de cuentas ella lo ha conseguido, vive en Nueva York, en un edificio desvencijado del Bronx tan lejos de la calle Barclay como dos líneas del metro y un par de autobuses a primera hora del amanecer y otros dos autobuses y un par de líneas de metro a última hora de la tarde, ha triunfado como camarera: viste un bonito uniforme y se encasqueta un coqueto gorrito a rayas de color rosa). Él, ni siquiera eso, es un turista encubierto de ocio y seriedad con una pluma en la mano, el arma más pusilánime: piensa en ello; intenta escribir algo que tenga sentido con un bic de tinta verde americano (diez centavos) en el pequeño y colegial cuaderno de notas de tapas blandas (veinticinco centavos). No lo consigue. “Anduve como un loco, matándome.” Etcétera. En la estación elevada de… Etcétera. Sale. Acaba más abajo de Canal Street con la boca llena de polvo, polímeros y venenos escondidos. Luego, se detiene un rato mirando las obras de las que serán dos fantásticas torres de cemento, hierro y cristal. Se dice que cambiarán la fisonomía del skyline de la ciudad, al sur de Manhattan. Un símbolo eterno, imperecedero de la ciudad de los rascacielos su emblema milenario. 11 de setiembre de 1969, a media mañana, calor, humedad, hastío.
Lo imaginario no suplanta decididamente la realidad, pero la amplifica neutralizándola: la verdadera máscara es el rostro.
Hurga en lo que hay debajo.
El discurso de lo surreal avala tus labores de artista, autoriza el hoyo donde escarbas.
Y puestos en el lugar del sinsentido, defenestramos toda teoría, desdeñamos la proclama sabihonda capaz de prestigiar la nadería.
De ella, esa mirada suya tranquila de ayer horada sin saber el mundo enrevesado de hoy, un mundo que erosionan los vastos desiertos sin ella, un mundo y su caos adonde no puede volver para abolir dogmas y creencias tambaleantes con su propia, personal y poderosa incertidumbre, ni puede describir, ni sentir, ni tan siquiera representar mediante una refutación (ahora absoluta) que niega sin más lo literal, contradecir la misma vida con no-significados, pervertir la imagen con el improperio de lo ininteligible, burlar el arte con la mofa de la nada que discurre entre sus dedos como agua oscura, como la misma vida que de ella escapaba a raudales, sin compasión, bárbara muerte en la luz azul, en la tarde amarilla y quieta, en la pausa negra de la noche, sobre ella una cascada de crímenes por segundo…
Ethos paciente: mira desde cristales y plásticos el futuro que era el presente suyo.
Nos mira tan de lejos… Desde lo irracional: cabalga, por ejemplo, a lomos de la luz de una estrella muerta que ahora después de un millar de años alcanza el cielo del planeta.
Miraba siempre como descubriendo, hilaba aceros o material del siglo XXI.
¿Ella? Una hamletiana a la que las calaveras tampoco le dan miedo.
Electra agazapada: de manos inocentes, sólo manchadas por… ¡el arte!
Soñó: la hija salvaba al padre del torbellino de las aguas de la noche, envuelta la pesadilla con los colores de Gericault, cadáveres macilentos teñidos por la luz de la luna.

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