martes, 9 de octubre de 2012

HESSE 78


Ni lo bello ni lo inútil: el misterio (y si se pudiera, una actitud moral).

Atardecer en el apartamento. Un raro aroma de melocotón hervido penetra al interior por la ventana abierta. La nórdica, G., en un momento dado, abandona el periódico a un lado del sofá, se pone en pie y se aproxima hasta mí que, junto al vano de la ventana, contemplo con desgana la calle anegada por la lluvia. Acerca una mano a mi cara y, delicadamente, abre mis labios con los dedos, los acaricia con la punta de la lengua. Me dejo hacer.

Un día claro y frío, brillante de luz. De una luz alegre. Estamos sentadas a una de las mesas junto a la entrada de la cafetería. El sol de diciembre entra a raudales a través del ventanal, hasta tal punto que me obliga entrecerrar los ojos de cuando en cuando. No siento la menor vergüenza de estar frente a ella después de aquella tarde de lluvia y aburrimiento. Está hermosa y tan hermética como siempre. Como es su costumbre va sin maquillar, y se ha recogido el cabello rubio en un moño resplandeciente. No se ha librado de la bufanda a cuadros que lleva en torno al cuello, y viste el gastado jersey azul marino que ya conozco y unos viejos y caros vaqueros que todavía acentúan más su cuerpo alto y esbelto. Experimento tal sosiego que me hace estar en paz con todo lo del mundo y, por primera vez en mucho tiempo, también conmigo mismo. Al llegar, y en cuanto se despojó de la chaqueta de cuero negro, G. había depositado un grueso libro sobre la mesa. Es impensable imaginarla sin un libro entre las manos. Poco después lo avanza hacia mi lado, sorteando las tazas del capuchino y el platillo con las pastas. Su mirada insta a que abra sus páginas y lo hojee.
Se llamaba Justinus Kerner. Era un poeta suavo. También era médico y ocultista. Entre otras cosas, afirmaba haber escuchado en cierta ocasión a una vidente alojada en su casa expresarse con el mismísimo lenguaje de Adán, aquel “que penetra en el corazón de las cosas y designa a cada ser por su nombre verdadero”. Kerner relata los pormenores del hecho en Die Seherin von Prevorst, un libro impreso en Stuttgart hacia 1830. Aunque no fue hasta 1857, influenciado por Swedenborg, que empezó a publicar sus klecksografías, manchas de tinta hechas al azar pero en realidad perpetradas por un espíritu en pena y ajenas por completo a la voluntad y el control del propio ejecutante.
¿Cuánto tiene de taumatúrgico el arte, incluso sin contar con la colaboración del artista?
¿Qué somos capaces de ver sin ver?
G. desvela asimismo un hecho que aún agrega más desconcierto en mis conjeturas: con posterioridad los experimentos y descubrimientos de Justinus Kerner encontraron una aplicación diagnóstica en la psicoterapia, bajo el nombre tan conocido de “test de Rorschach”.
Hacer arte sin frases hechas ni lugares comunes, y si es posible hasta con faltas de ortografía, sin el corsé de unas reglas sólo válidas para el momento actual.
Respiras exactamente el material de tus figuraciones, su sustancia criminal. Una mórbida esencia de atracción fatal. Así, pues, ningún reproche. Se trata, sin duda, de una obra coherente. Hasta el límite de lo siniestro.

G., desgreñada, sin una buena ducha desde hace días, los ojos vidriosos, la mueca macabra: “Tengo la mejor y más mortífera arma contra el mundo, sus inquisiciones e interferencias, contra sus manías de dominación y control: el suicidio. No tienen nada contra esa rebelión... Ni siquiera un millón de fisgones y secuaces encorbatados de seda chillona con su embrutecida y drogada guardia de corps armada de porras y gases lacrimógenos podría impedirlo. No tienen nada preventivo o inhibitorio contra ese maravilloso secreto de identidad.”
Contra ese escupitajo que esa indescifrable identidad les lanza a toda su puta cara sistémica.
Estamos en un mundo tan desalmado que una sólo puede fiarse de las latas herméticamente cerradas y las botellas de cristal selladas con papel de estaño mientras las bombas de hidrógeno vuelan sobre tu cabeza.
Y otra tarde de febrero, después de intentar, o andar entretenida con la copia de uno de los cuadros de Rothko… ¡al carboncillo!, G. abandonó el estudio antes del anochecer (dejó todas las luces encendidas y los tres grifos abiertos en un gesto para consigo de extrema generosidad), buscó en un hotelucho del East Village su último aposento (un sepulcro poco decente, como iba a requerir la postrera decisión de su vida), pasó unas horas en absoluta inactividad y todavía a salvo del abominable amanecer, tendida en el camastro, se abrió las venas de los brazos bañada por la luz roja y chirriante de los neones de la calle. Y, en efecto, no dispuso junto a ella ninguna nota, libro u objeto que revelara una despedida o el último y definitivo desprecio.
Y otra mañana de hace años, ante los arriates que adornan bastantes de los edificios más pobres del SoHo se admiraba infantil:
“Cada color me hace pensar de una forma distinta, pero siempre apasionada. Sólo el blanco, que no lo es, logra sumirme en la ensoñación.”
G., que siempre creyó que el amor era una oración.

-¿Era usted amiga de Gerda Kristiannsen?
-No.
-Pero usted la conocía.
-Sí.

Huir al paraíso, la isla de corales, el mar verdeazul, pero sólo huir hacia él, nunca alcanzarlo. Sería suficiente con eso. Entonar en la marcha decidida y valiente un canto alborozado, un Iméné que acompañara los pasos y disipara lo triste de los días del pasado.

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