Ni lo bello ni lo
inútil: el misterio (y si se pudiera, una actitud moral).
Un día claro y frío, brillante de luz. De una luz alegre.
Estamos sentadas a una de las mesas junto a la entrada de la cafetería. El sol
de diciembre entra a raudales a través del ventanal, hasta tal punto que me
obliga entrecerrar los ojos de cuando en cuando. No siento la menor vergüenza
de estar frente a ella después de aquella tarde de lluvia y aburrimiento. Está
hermosa y tan hermética como siempre. Como es su costumbre va sin maquillar, y
se ha recogido el cabello rubio en un moño resplandeciente. No se ha librado de
la bufanda a cuadros que lleva en torno al cuello, y viste el gastado jersey
azul marino que ya conozco y unos viejos y caros vaqueros que todavía acentúan
más su cuerpo alto y esbelto. Experimento tal sosiego que me hace estar en paz
con todo lo del mundo y, por primera vez en mucho tiempo, también conmigo
mismo. Al llegar, y en cuanto se despojó de la chaqueta de cuero negro, G.
había depositado un grueso libro sobre la mesa. Es impensable imaginarla sin un
libro entre las manos. Poco después lo avanza hacia mi lado, sorteando las
tazas del capuchino y el platillo con las pastas. Su mirada insta a que abra
sus páginas y lo hojee.
Se llamaba Justinus Kerner. Era un poeta suavo. También
era médico y ocultista. Entre otras cosas, afirmaba haber escuchado en cierta
ocasión a una vidente alojada en su casa expresarse con el mismísimo lenguaje
de Adán, aquel “que penetra en el corazón de las cosas y designa a cada ser por
su nombre verdadero”. Kerner relata los pormenores del hecho en Die Seherin von Prevorst, un libro
impreso en Stuttgart hacia 1830. Aunque no fue hasta 1857, influenciado por
Swedenborg, que empezó a publicar sus klecksografías,
manchas de tinta hechas al azar pero en realidad perpetradas por un espíritu en
pena y ajenas por completo a la voluntad y el control del propio ejecutante.¿Cuánto tiene de taumatúrgico el arte, incluso sin contar con la colaboración del artista?
¿Qué somos capaces de ver sin ver?
G. desvela asimismo un hecho que aún agrega más desconcierto en mis conjeturas: con posterioridad los experimentos y descubrimientos de Justinus Kerner encontraron una aplicación diagnóstica en la psicoterapia, bajo el nombre tan conocido de “test de Rorschach”.
Hacer arte sin frases hechas ni lugares comunes, y si es posible hasta con faltas de ortografía, sin el corsé de unas reglas sólo válidas para el momento actual.
Respiras exactamente el material de tus figuraciones, su sustancia criminal. Una mórbida esencia de atracción fatal. Así, pues, ningún reproche. Se trata, sin duda, de una obra coherente. Hasta el límite de lo siniestro.
G.,
desgreñada, sin una buena ducha desde hace días, los ojos vidriosos, la mueca
macabra: “Tengo la mejor y más mortífera arma contra el mundo, sus
inquisiciones e interferencias, contra sus manías de dominación y control: el
suicidio. No tienen nada contra esa rebelión... Ni siquiera un millón de
fisgones y secuaces encorbatados de seda chillona con su embrutecida y drogada
guardia de corps armada de porras y gases lacrimógenos podría impedirlo. No
tienen nada preventivo o inhibitorio contra ese maravilloso secreto de
identidad.”
Contra ese escupitajo que esa indescifrable identidad les lanza a toda
su puta cara sistémica.Estamos en un mundo tan desalmado que una sólo puede fiarse de las latas herméticamente cerradas y las botellas de cristal selladas con papel de estaño mientras las bombas de hidrógeno vuelan sobre tu cabeza.
Y otra tarde de febrero, después de intentar, o andar entretenida con la copia de uno de los cuadros de Rothko… ¡al carboncillo!, G. abandonó el estudio antes del anochecer (dejó todas las luces encendidas y los tres grifos abiertos en un gesto para consigo de extrema generosidad), buscó en un hotelucho del East Village su último aposento (un sepulcro poco decente, como iba a requerir la postrera decisión de su vida), pasó unas horas en absoluta inactividad y todavía a salvo del abominable amanecer, tendida en el camastro, se abrió las venas de los brazos bañada por la luz roja y chirriante de los neones de la calle. Y, en efecto, no dispuso junto a ella ninguna nota, libro u objeto que revelara una despedida o el último y definitivo desprecio.
Y otra mañana de hace años, ante los arriates que adornan bastantes de los edificios más pobres del SoHo se admiraba infantil:
“Cada color me hace pensar de una forma distinta, pero siempre apasionada. Sólo el blanco, que no lo es, logra sumirme en la ensoñación.”
G., que siempre creyó que el amor era una oración.
-¿Era usted amiga de Gerda Kristiannsen?
-No.-Pero usted la conocía.
-Sí.
Huir al paraíso, la isla de corales, el mar verdeazul, pero sólo huir hacia él, nunca alcanzarlo. Sería suficiente con eso. Entonar en la marcha decidida y valiente un canto alborozado, un Iméné que acompañara los pasos y disipara lo triste de los días del pasado.
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