lunes, 26 de abril de 2010

1975 (1)

He aquí lo que uno podría llamar
un mérito explícito (H.B.)

[Entre 1972 y 1977, al estilo de …] Marisa Brulard era una especie de muñeca altiva, inaccesible en el fondo, de extraña perfección, escondida entre ropas caras de colores inesperados, provocativos y atrayentes, lejana, o tal vez encastillada, en sus secretos gustos de distinción y narcisismo disimulados bajo un falso aire de espontaneidad. Su mesura era cortés y contagiosa: una bella trampa irresistible.
Los ojos chispeantes delataban un monólogo interior rico y curtido de incesantes referencias librescas.
Tenía un espíritu arrogante. Podría incluso ser cruel si ello fuese preciso con tal de que la desgracia no la alcanzase a ella ni lo doloso a sus inveterados privilegios. Estos los suponía realmente conquistados para siempre, pues era de antiguo su razón. Ocultaba la altanería merced a las imposiciones y disfraces a que obligaba una época tan proclive a la mezcolanza, a la desfachatez interclasista que la modernidad de livianas culturas y tuteos afectados amparaba en sus ritos y compromisos sociales, en sus juegos interesados y triviales. Su devaneo con el hábito común y la precariedad obedecía a una democrática concordia de fiestas y ceremonias inocuas entre gentes de variado pelaje y propósitos ambiguos. Ese era el ánimo de entonces.
Era engreída, aunque ella nunca lo hubiese imaginado ni por asomo. Un análisis no demasiado minucioso bastaba para exponer los vicios originales; también, el derecho natural que se atribuía celosamente: su anclaje remitía a una posición de casta bien fortalecida a través de fáciles, aunque sólidas, reputaciones desde hacía años. El dinero acrisolaba ancestralmente una personalidad de gracias y osadías mediante salvaguardias prácticamente inexpugnables. Marisa Brulard estaba convencida de que saldría bien librada de cualquiera de los embates o falsos infortunios a que la abocase una juventud dorada y protegida de miedos groseros. “Estoy a salvo en todo momento”, pensaba de sí misma sin la menor vacilación.
Sin apenas desvelos por su parte, ya que había nacido en el seno de una familia culta y moderna, de calculada desenvoltura, bien afianzada en sus prerrogativas y en extremo inteligentes, tuvo la fortuna de crecer entre hileras de libros, huéspedes ilustres y personajes de cierto valor intelectual que frecuentaban la compañía y la discreta protección de sus padres, liberales y de un indisimulado progresismo. Colecciones de esculturas en piedra y madera, bustos de bronce patinado y numerosas pinturas contemporáneas de batiburrillo, toscas y precipitadas, oscilantes entre la figuración, lo abstracto de la materia y el improperio político, decoraban pasillos y habitaciones de la casa paterna, puesto que los vetustos óleos de la herencia familiar, adocenados y de un realismo costumbrista, enmarcados en barrocos y gruesos dorados, se ocultaban ahora a los ojos de los visitantes. Comprendió desde la infancia que la cultura es una regalía, un goce o un pasatiempo como el restaurante de prestigio, las compras de navidad en Londres, el verano griego o los estudios en la universidad sin agobios pero también sin sorpresas a lo largo de unos trimestres entretenidos y apacibles, de un dulce hastío por la ausencia del acicate que hubiera supuesto una irrefrenable ambición vocacional. Su vida transcurría entre unos dones cuyo único talento para disfrutarlos consistía en su simple custodia.
La arbolada y magnífica residencia de sus padres, muy lejos del centro de una ciudad sofocante y de los ruidosos suburbios repletos de coches y edificaciones baratas y vulgares, acogía sin recelo en los años de frivolidad política (ésos eran los trabajos, aquéllas las inversiones, todo el reto preciso para el beneficio en la sociedad de después) a cualquier intruso aseado aunque de aspecto irregular o extravagante, no impresentable en exceso, ocurrente o misterioso inofensivo, que hubiese irrumpido con el tino adecuado practicando algunas de las artes encomiadas en aquel tiempo de la dictadura cauta, resignada, agonizante y permisiva ya de veleidades conspiradoras y del pícaro proceder de los ingenios medianos que prosperaban en algunos de los bastiones de la rebeldía consentida: la pintura o el teatro y, en menor medida, la literatura denunciadora mal encuadernada y los films impertinentes y alegóricos.

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