sábado, 17 de abril de 2010

JOSE GRAU, dibujante - 1914-1998 (12)


1931.
En este tiempo que la huerta como una fortaleza verde e imbatible circunda la ciudad pequeña y chata dominada por cientos de campanarios que se elevan a un cielo de azul primitivo y hondo, como brotado extravagantemente de ella misma, recién llegado, el dibujante en sus andanzas callejeras remeda con maneras algo torpes y con bufanda de adolescente tosedor todavía al cuello un personaje con el que sueña desde niño, el que él mismo pocos años después acabaría conformando sin mayor esfuerzo: un tipo alto, esbelto y con el sombrero de fieltro y ala ladeada coronando el rostro de galán bien afeitado y vestido a la moda.
Todo fue mucho más fácil de lo que imaginaba. Y lo fue porque tan magnífica como modesta era su ambición: ser libre, autosuficiente y, sobre todo, trabajar en aquello que entendía como su verdadera vocación y que le procurara el dinero para serlo.
El paso rápido, y el periódico en uno de los bolsillos del abrigo entallado, el bigote bien perfilado, un puñado de pesetas al alcance de la mano, una mujer a la vuelta de la esquina...
Pero aún faltan unos años para configurar el dibujo ideal de sí mismo, con sombrero en la testa y gabardina de trinchera.
Este martes, 30 de junio, a media tarde, mientras no deja de andar, el dibujante se dice que sus dibujos se le “caen” por todas partes de las viñetas, y las historias que intenta pergeñar se pierden entre fragmentos e invenciones de otros autores; son relatos brumosos, lances rebuscados explicados por textos en exceso retóricos abocados a la inoperancia. La aventura se mezcla con la extravagancia, lo imposible con lo verosímil. Ya aprenderá, es constante por encima de todo y no deja que nada le distraiga de aquello que cree fundamental. Acaba de salir de la adolescencia. No ha cumplido 17 años, ¿por qué no soñar como lo hacen los propios personajes de sus historias? El futuro se muestra prometedor. Hace unos días terminó unas páginas de las que no se siente indigno. Él mismo, como su país, parecen hallarse en el umbral de todo. La República es un hecho. Hace un momento, de entre las monedas sueltas en el bolsillo, ha sacado 10 céntimos y ha comprado El Mercantil Valenciano, ha ojeado algunas de sus largas columnas y luego, plegado de nuevo, ha colocado el delgado periódico de grandes hojas entre las páginas del libro comprado días atrás. El diario, de tipo sábana, incómodo de leer, anunciaba en primera plana la victoria de la Alianza Republicana-Socialista en las elecciones del pasado domingo. Eso le complace. De haber podido (su edad se lo impedía), habría votado por esa candidatura, pues a buen seguro es la más apropiada por su carácter moderado para el primer gobierno democrático de la iniciada República. El esperaba el cambio de régimen con ansiedad desde un año antes. Sabía de los prohombres encarcelados poco tiempo atrás que luchaban por instaurar la República, detenidos y desterrados por una Monarquía que, salvo las anécdotas históricas del reinado de Amadeo de Saboya y la Primera República, arrastraba una decadencia de siglos. El dibujante escucha todas las noches en la casa paterna los noticiarios radiofónicos en un flamante aparato Atwater-Kent, y no es ignorante de las filípicas que Azaña, Alcalá Zamora o el venal Lerroux lanzan como dardos envenenados contra el borbón y su séquito de inaudita ineficacia y marasmo desconsolador, arrinconados ya contra las cuerdas de la historia moderna de España. Atrapado por las ondas el adolescente disfruta de las soflamas de estos hombres de fácil discurso, y que poco tiempo después constituirían el primer Gobierno Provisional de la Segunda República.
Con cuanta alegría contenida (siempre fue reacio a manifestar en público –y hasta en privado- sus sentimientos), contagiado por el clamor popular de aquella tarde del martes 14 de abril, recibió en las mismas calles la alborozada implantación de la República. Antes del anochecer España ya era republicana. El casi podía vivir en la imaginación, a pesar de la distancia, las vulgares peripecias en Madrid de Maura y Azaña entre las cinco y la siete de la tarde, a bordo de un taxi, dirigiéndose por fin a Gobernación y, una vez en el edificio de la Puerta del Sol, proclamar como si tal cosa el cambio de régimen, cosa que harían valiéndose de un teléfono y llamando tranquilamente a cada gobernador en provincias ordenándole que traspasara el mando.
En especial, los aspectos esenciales de la personalidad del dibujante se forjan durante estos años de iniciación. Así, no sólo asoman ya los distintivos más sobresalientes que caracterizarán su madurez, sino que estos años (tan pocos en realidad) cristalizan una ideología y una inclinación intelectual que los acontecimientos políticos, sociales y culturales de más adelante, a pesar de la virulencia de alguno de ellos, no van a modificar un ápice. El aprendiz de dibujante de 1930 y el anciano de 80 años que en las postrimerías del siglo aún sostendrá el plumín y el pincel pueden identificarse y reconocerse sin apenas variaciones en aquel temprano ideario moral y político, salvo el grado de inocencia y credulidad que el paso del tiempo atempera. El dibujante cambiará de opinión muchas veces, pero jamás de principios. Fue siempre, a lo largo de las décadas, hasta su misma muerte, el joven agnóstico, republicano y liberal que ahora vemos andando con el periódico y el libro un día de junio de 1931. Más es un hijo impresionable de la edad de plata y la cultura republicana que un residuo anacrónico y escéptico de la generación del 98. El dibujante, decididamente, está metido de lleno en la estética recién alumbrada de la República, una escenografía plástica que se destaca sobre todo en la tipografía de los rótulos de los comercios y los títulos de los libros. La cartelística de esos años, a la que no sería ajeno el propio Renau, incide asimismo, y muy especialmente, en una invención tipográfica que parece arropar de manera imperecedera la atmósfera, el estilo y el pensamiento de toda una época.
Este día de junio, aliviado por la brisa marina que desde el mar se cuela por las calles todavía con edificios bajos, lo vemos próximo ya al chaflán de María Cristina con san Vicente y Emilio Castelar. Viene de Caballeros, andando ligero y, como casi siempre, va solo. Cuando llega a la altura del edificio Martí, acabado de construir hace escasos meses, enfrente ya del pasaje Ripalda, se detiene un instante, se aleja unos pasos de la acera y desde en medio de la calzada, apenas con tráfico, echa un vistazo a la mole que se yergue imponente dividiendo las dos calles. El ornamento, la balconada y los otros elementos plásticos que embellecen la arquitectura casticista del edificio y magnifican su fachada y el amplio vestíbulo de mármol es obra de su padre, que por entonces habrá colaborado con otros arquitectos de su tiempo interviniendo en los realces estéticos de varias decenas de edificios principales de la ciudad. El dibujante, con la cabeza alzada a lo alto, lo contempla sin disimular una sonrisa de orgullo. Luego, sigue su camino silbando por lo bajo. Presiente tantas coincidencias, un cúmulo de ellas parece sobrevenir para allanar su derrotero, como si el destino empezara a colocar delante de su camino una serie de secretas casualidades que pasado el tiempo comenzarán a adquirir sentido.
El libro intonso que le acompaña, entre cuyos pliegos sujeta El Mercantil, es “Oriente”, un relato pormenorizado del viaje que Blasco en 1905 llevó a cabo por tierras de Turquía, aunque antes, en los primeros capítulos, describe a vuela pluma algunos países de la Europa central, y hasta la página 110, de un total de poco más de 300, no alcanza los Balkanes (sic). El libro se detiene especialmente en la antigua Constantinopla. Se trata, en definitiva, de un refrito, un conjunto de pintorescas crónicas ya publicadas en diarios de Argentina (La Nación), México (El Imparcial) y en El Liberal, de Madrid. Lo publica la editorial valenciana Prometeo, con cubierta de Dubón, al igual que otras obras del autor. Los libros del novelista con portadas ilustradas por aquél, o por Povo y Pertegás, soy hoy muy cotizados. Al dibujante adolescente la edición en rústica le ha costado 4 pesetas. Según se afirma en la contraportada del volumen hasta 1924 se había vendido del valenciano cerca de 3 millones de ejemplares de todas sus novelas. El tiene una buena colección de obras de Blasco, que compra directamente en las oficinas de la editorial, en Germanías, o bien las solicita al apartado de correos. Su libro favorito es "Cañas y barro", y la edición que atesora, a diferencia de las otras, modestas sin duda, es de un elevado precio: es de pasta de color marfil, con relieves y título plateados. La publicó Sempere, la editorial valenciana más prestigiada por el profuso catálogo de sus fondos. Ambiciona el dibujante (que todo dibujaría) ilustrar las obras del impetuoso y prolífico novelista.
Las terrazas de Emilio Castelar están llenas de gente. Los camareros, con holgadas camisolas blancas y el cabello pulcramente engominado, no descansan entre mesa y mesa portando la bandeja en la palma de la mano. En muros y paredes el sol languidece, amarillo y tenue, frente a las sombras tajantes y sólidas que empiezan a agrisar la plaza. Todo el mundo parece tener una sed infatigable, aunque sigue soplando el aire de levante, que todo lo refresca en la ciudad veraniega. Delante del quiosco Moderno se detiene de nuevo y escudriña los titulares de los periódicos de la tarde. Todas las primeras planas con la noticia de un Lerroux victorioso. Intenta leer los titulares, pero está distraído por la agitación que le rodea, por sus propios pensamientos. Una mujer pasa a sus espaldas, deja tras de sí una estela fragante que le envuelve, que casi le embelesa. Queda pensativo. Y de repente, aún sin apartar los ojos de los periódicos, un sentimiento de triunfo, de absoluta esperanza le embarga otra vez. Se nota en el umbral de todo, a punto de cruzar la línea que separa los sueños de la realidad acuciante.
Decide soñar, todavía no es lo bastante hábil para hacerlo a través de los personajes imaginarios que plasmará años más tarde. Sueña: es un galán de cine, o un villano, un gánster derrotado por la melancolía, un romántico perdedor con el cigarrillo entre los labios. La aventura aguarda. Tiene la prestancia, los trajes de sastrería, la intención, “pasta” en el bolsillo. Todo puede ocurrir.
Se apoya contra la esquina de Sangre, junto a un rimero de periódicos en el suelo, que el tipo dentro del cubil del quiosco no pierde ojo mientras trajina en sus ventas menudas. Saca el dibujante el suyo que sostiene bajo el brazo. Despliega el diario tan incómodo. No lee, sólo espera. Piensa en grandes hombres, aquellos que saben moldear el destino, como dándole la forma de ellos mismos. Como Azaña. Como Blasco. O el mismo propietario liberal de El Mercantil, un tipo de leyenda: se dice que todas las noches, después de pagar a los empleados y los costes de la imprenta y distribución, el diario le deja mil pesetas de ganancia. Todavía no lo sabe, pero tiempo después conocerá a uno de los hijos bastardos del periodista potentado, que se hará su mejor amigo, y que, ya convertidos uno en dibujante experimentado y el otro en avezado guionista (escribirá más de dos mil guiones), conjuntamente darán a la luz a más de una docena de personajes delirantes envueltos en tramas de todo punto descabelladas trabajando en los años cuarenta y cincuenta para la misma editorial.
Sí, el dibujante aún anda de personaje. Simula leer. Vuelve la hoja hasta dar con la programación de espectáculos. En el Lírico, Su noche de bodas, con Imperio Argentina (ni hablar, huye de las españoladas); en el Coliseum, Un hombre, con Gary Cooper; en el Olympia, ¡Mío serás!, con Jeanette Mac Donald (a la que adora)… Pero en esta ocasión no va a meterse en un cine. Dobla por enésima vez el periódico y se pone en movimiento como un autómata, como un doble más heroico y desconocido de sí mismo. Recorre Sangre, cruza san Vicente y enfila a Velluters con paso calmo (levita sobre las aceras).
Diez minutos más tarde llegó a una degradada calleja poblada de peligros oscuros. Se hallaba frente a un portal casi tenebroso que apestaba a filtraciones de gas subterráneas, a olores infectos. Un poco más allá algunos hombres y mujeres, pegados a las paredes desconchadas, susurraban entre ellos. Dio un paso adelante y traspasó el umbral de la entrada. Al fondo, al costado de una angosta escalera, en lo más denso de la penumbra, descubre el fulgor de unos ojos de mujer que brillan desde el hedor y la humedad.

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