miércoles, 28 de abril de 2010

1975 (2)

Recuerdo muy bien a Marisa Brulard siempre con libros bajo el brazo y la ostentosa revista de opinión sobresaliendo del bolso de cuero de marca italiana, y recuerdo su notable afición al gesto elegante y a la mirada audaz pródiga de promesas encubiertas que solía dirigir a su interlocutor, hombre o mujer, niño, joven o viejo, pues esto no parecía importarle nada, ya que cifraba sus conquistas en la inmediatez, en el supremo y único instante de obtener una atención absorta y entregada del todo, rendida a su indisimulada deferencia de sonrisas y delicadas insinuaciones. Luego, si era un hombre joven y dispuesto quien había incurrido en el equívoco, pronto desvanecía en el aire cargado de luz y murmullos de la sala de exposiciones, en el vestíbulo del teatro o en la penumbra mínima del pequeño café de moda el interés suscitado y, en cuidado coqueteo, disipaba cualquier atrevimiento que no hubiese medido ella antes en su cálculo. Lo que en verdad le subyugaba eran las relaciones novelescas, no del todo efímeras, más prometedoras que efectivas.
Pero durante aquellos años en que eran posibles todas las aventuras ideológicas el sexo sancionaba verdaderamente al individuo, y, en consecuencia, a ella misma. El sexo nos definía actuantes, capaces y retadores sin remordimientos burgueses en los nuevos azares del siglo (y era una simple década, unos años de nada, acaso de fruslerías) que ya nos liberaban de antiguas soflamas y miedos morales, de religiones muy candorosas en el anuncio de sus crueles pero imposibles castigos.
El sexo era la transgresión de todo aquello que deparaban mediante preceptos ridículos los días grises del presente, el repudio orgulloso y animal de un legado cerril y aburrido, la mejor respuesta de unos cuerpos en el vaivén ya del futuro y su atractivo alboroto, nos arrojaba a otras connivencias de mayor entusiasmo.
El sexo de Marisa Brulard era como de una noble cetrería, la gracia del oro sobre una piel de terciopelo. Había más fulgor narcisista que lujuria en sus ojos. Su erótica procedía del inteligente descuido de una cabellera nogalina que lanzaba destellos en el aire perfumado, de la gota de rica y perdurable esencia que resbalaba por el cuello de cisne, del busto gracioso y niño, de la falda corta de exquisito diseño que dejaba ver fugazmente el camino en tibias sombras a los muslos ceñidos por medias de cristal hasta la unión de las ingles y el pubis hechicero.
El suyo, paradójicamente contradictorio con la exquisitez que desplegaban sus artes femeninas, era un sexo sin paz, de inquietud, interesado sin duda, pero de falsa complicidad con la práctica perversa, de conciliábulo espurio, de cálculo y de fraudes, sin amor y con toda la pasión fingida del onanista.
En un ángulo de la memoria infestada de personajes sublimes, perfectos y escurridizos, Marisa Brulard sería el recuerdo asociado al mármol, al reflejo prístino del bronce y el cristal tallado de rosas transparencias... Selectos figurantes, en tiempos más crueles, de un vodevil lujoso e inane, al final volátiles como los sucesos del sueño de tan distante y frágil textura.
Brell, siempre en la ocasión de la refriega, en la vanguardia de todo, salvó un anochecer de protestas y veloces carreras delante de la policía violenta y enloquecida en las calles mojadas y llenas de octavillas y cascotes, de figuras negras y gritos destemplados a Marisa Brulard que, sin ideales propios, enardecía su tiempo en lances ajenos y reivindicaciones muy alejadas de su auténtica peripecia. Ambos estudiantes en la misma facultad, apáticos, entre aburrimientos y pequeños reveses domésticos divertirían aún adolescentes sus jornadas de tedio elucubrando en mugrientas tabernas de moda una confusa urdimbre de leyes revolucionarias y justas concebidas no obstante al dictado de arbitrarias reglas de inexorable cumplimiento para el bienestar universal.
Se entregarían afectados, o cándidos y altruistas, jóvenes y puros, a la utopía y el sexo, a la voz airada y al libro censurado, a la canción instrumentada de bandería y al proselitismo entre la muchedumbre soliviantada por la consigna. En definitiva, luchaban y se justificaban mediante una conducta política que tenía más de estética que de voluntad social. Liberados de la batalla y el disparo, eran los suyos actos ruidosos de transgresión cultural, fútiles escaramuzas que, sin embargo, también conllevarían el riesgo y el horror. A manotazos trataban de escapar de la indignidad, de la sumisión a lo injusto y del servilismo de la falta de libertad. En el fondo, lo único que deseaban era construir un mundo bien hecho para ellos y sus sucesores en los radiantes años de después. Eso acababa ennobleciéndolos.

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