viernes, 23 de abril de 2010

El testigo (7)

El anfitrión, en este año de 1963, siente una especial sensación agridulce. Acaba de recibir un premio literario, pero es secundario, no el primero, y él había puesto demasiadas esperanzas en su libro (El lado de la sombra), publicado poco después de la muerte de su padre. También este año una mujer (no podía ser de otro modo) ha pergeñado la primera biografía sobre él, que todavía no alcanza la cincuentena.
Algo no le deja ser feliz. Su padre, muerto hace unos meses, se le aparece como un espectro que sale con paso menudo de entre los anaqueles doblados bajo el peso de los libros. Lo recuerda a menudo: un hombre acaudalado y próspero negociante, ministro de un general golpista (uno de tantos en Argentina), buen aficionado a la poesía, a la hípica, cultivó las buenas maneras y esa desgana cortesana del magnate sin preocupaciones de supervivencia lujosa hasta el día de su muerte.
Pasada la medianoche está escribiendo en su cuaderno, sentado a una mesilla redonda cubierta con un tapete verde. Escribe a mano, con una estilográfica: una letra menuda, avariciosa de espacio. Nadie supo qué escribía en ese tiempo fuera de los libros de ficción, pues hasta varios años después nada publicó de sus textos personales. Notas, tal vez. Sus conversaciones malvadas con el invitado. Aforismos, alguna glosa crítica a una novela o un poemario recién aparecidos. En cualquier caso, escribe. Mucho tiempo después sabremos que ha llevado un Diario, una montaña de más de 20.000 folios escritos noche a noche casi sin saltarse una fecha, registrando lo espléndido del día, y hasta lo mísero del día, o el día escueto, sin anécdotas.
En el silencio de la casa el desdén hacia casi todo y todos adquiere una resonancia extraña, como si más allá de la escritura las razones de su desprecio fuesen reales, cuando en el fondo no son más que el pretexto imaginario para el lucimiento erudito o gramático, pues el anfitrión escribe siempre contra algo en las páginas nocturnas. En el invitado tuvo un buen maestro de hostilidades. Y, ahora, la tinta de su pluma ha de mojarse en ese estímulo, en el hostigamiento y el menosprecio.
Hace rato que el invitado ha salido de la casa. No lo echa de menos en estas horas. Lo recuerda fríamente, como un entomólogo del alma que clasifica las pasiones, los gustos y malquerencias. Se parecen demasiado entre sí. Y a veces está hasta cansado de él. Como de Silvina, su mujer, y del país y sus revoluciones y algaradas militares que se producen cada seis meses. No hace ni medio año los tanques y camiones con tropas armadas recorrían las calles de la capital, al igual que demasiadas veces en el pasado. En esa ocasión eran los propios oficiales del ejército, azules y colorados, que luchaban entre sí como en una partida de póquer. Hasta respetaban los semáforos durante el recorrido. La población tomaba todo esto a chacota. “Disculpe, soldado, ¿este tanque me deja en Plaza de Mayo?” Todavía no imaginaban la ferocidad criminal de esos oficiales asesinando a sus propios compatriotas una década más tarde. En estos días le abruma el escepticismo al dueño de la casa. El 2 de abril, de este año de 1963, al amanecer, otra intentona golpista de la Marina y elementos civiles anticonstitucionales ha quedado en nada. “El ejército argentino es una vergüenza”, se dice abatido el anfitrión, que desespera por un levantamiento militar conservador que durante lustros gobierne el país sin contemplaciones sindicalistas ni miramientos democráticos ni otras zarandajas. “Hoy no venceríamos ni a los españoles”, llegó a decir, claudicante, al invitado que, a su vez, también se siente defraudado por estas estas periódicas revoluciones, casi estacionales ya: “Se parecen demasiado a las peleas callejeras: muchos insultos y pocos golpes.”(814). Ambos, cada uno a su manera, abominan del inevitable trajinar plebeyo de la calle, de esas gentes anónimas que constituyen los forillos canallas de su Buenos Aires ansiado: culto y literario, afrancesado o cuando menos anglófono y lo más lejos posible de todo lo que recuerde su fundación hispana.
Modales y sentimientos aristocráticos invaden el alma libresca del anfitrión, tan acendrado en él el sigiloso ethos de la conquista y el poder del hechizo del galán, muy superior en eso al invitado, tan melifluo en sus relaciones con las mujeres, acobardado ante la posible aparición de la male elephant y la refriega física en la cama. Al contrario que su compañero de escarnios, él es un seductor nato, un gentleman, un conservador que sufre el mismo sobresalto por la arruga en la pernera del pantalón, un tono de voz subido como por el disparo a bocajarro en la cabeza de un sindicalista por parte de la policía. Figurín y amante infatigable que en el lecho dispensa la cortesía de relatar a su mujer sus numerosas conquistas, sin ahorrar mínimos detalles de la coyunda adúltera. Este año con la aquiescencia de su esposa ha reconocido legalmente otro hijo bastardo, al igual que hizo con su hija nacida diez años antes. Ambos son fruto de aventuras distintas. Se cuentan por decenas sus aventuras sentimentales. Nadie tiene por qué llamarse a engaño. Y menos su mujer, once años mayor que él, fea, literata, inmensamente rica, nacida en el seno de una familia del más antiguo abolengo criollo, representante de la clase poderosa y opulenta, ilustre beneficiaria de aquellos terratenientes de fincas que se pierden tras el horizonte de la pampa, oligarcas y patriotas de linajes que se confunden con el del propio país y cuyos europeizados descendientes en el siglo XX menospreciaban la lengua heredada y se expresaban en francés e inglés, teniendo que aprender el español, lengua trivial, sin rango literario, mucho más allá de la mocedad, a regañadientes. Fue un matrimonio sólido y reputado en la manera exquisita y suave de la conveniencia, compensado por las deficiencias de ambos y sus respectivas fortunas.
Ahora en el gabinete anexo al salón, envuelto por la penumbra que se extiende más allá del círculo de luz de la lámpara, en completo silencio, rodeado de bibliotecas de artesana madera, de libros de amplia caja y piel lujosa, escribe venial y algo descreído. Deja correr la pluma a la par que el pensamiento. Está fatigado. La efervescencia política de los meses pasados, cuando el golpe militar fracasado, le ha dejado de secuela una migraña no sólo somática sino hasta existencial. El invitado, despectivo, ironizaba entonces sobre la “revolución”, cuando tan sólo fue otra asonada sin historia. Veinte muertos: “¿Qué carnicería? Una carnicería para vegetarianos. Corrió sangre… bueno, de alguna hemorragia de la nariz.” (865).
Se hacía difícil creer en la aparición de un mandatario que gobernase con mano de hierro de una vez por todas. Que corriera la sangre de veras.
El invitado y el anfitrión aún tendrían que esperar hasta 1976, donde sí, esta vez sí, el terror de la noche, las charcas de sangre…

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