viernes, 10 de septiembre de 2010

Ensayos para un estilo (12)

De la grisura de las fotografías de los sesenta rescato una ciudad donde la quinceañera judía de las trenzas y las crenchas, de grandes ojos negros y boca jugosa, camina apresurada sobre la nieve aún limpia de las aceras a esta hora temprana de la mañana neoyorkina, abrigada hasta los ojos por prendas de vestir acogedoras y pesadas, la camiseta de felpa, las bragas de algodón, la camisa de franela, el grueso jersey y la falda larga, la bufanda de colores chillones, el gorro azul, los calcetines de lana, las botas de piel y el fardo del abrigo: una más de las cientos de miles de adolescentes de Brooklyn que acuden medio adormiladas al instituto. Una colegial anónima de la que nadie podría en ese tiempo y espacio prefigurar la fortuna o la tragedia. ¿Y quién diría nada de esos miles de bañistas que pueblan apretados y desnudos como en un hormiguero las arenas de Coney Island en los primeros días de julio? Esa niña desconocida, que espera con los ojos risueños lo mejor del destino (interminable, eterno), aguarda en bañador amarillo en la cola de la Gran Noria que se eleva majestuosa y brillante sobre las aguas del mar y la desembocadura del Hudson.
Un cuerpo en crecimiento, y la mente creciendo en él también.
Pero lo revierte todo de una epidermis que humaniza lo abstracto, la artista encarna los materiales de una sustancia antropomórfica. El metal podría gotear sangre, supurar pus, así que lo envuelve con látex tan suave, blandito, qué fina textura, y no vayáis a confundirlo con un espantapájaros de lo metafísico.
Afuera, la urbe donde siempre crece la hierba, sólo tienes que disponer de la dentadura adecuada, saber arrancarla a mordiscos de la frialdad de su cemento. La lucha por la vida, una busca diaria de felices momentos, huyendo del tinte maléfico de la amargura castrante. Adelante, naderías.
El ruido de la ciudad, las voces; los colores y las formas, la vana geometría de un movimiento incesante, tan efímero en el espacio, va a configurar la urdimbre de fondo donde hilar la trama de una enferma. El clamor del silencio de los objetos, su violación. He aquí ella, apresada, captura deliciosa de la parca, pues va directa al arca de los disfraces de la celebridad.
E. hace rato que mira mis manos vacías, tan negadas a la caricia. No son nada generosas estas manos, y tan torpes para lo manual: ninguna mecánica puede esperarse de ellas. E.: “Qué lástima”. Yo asiento desde la silla, y luego giro un poco la cabeza hacia la ventana tan diáfana. Me gustaría que lloviera. Por la poesía. Enriquezco los recuerdos con el lastre de la suposición, de una estética demasiado personal que aleja de lo mediocre. Sólo por eso, el recuerdo adensado de anécdotas climáticas, algún olor y, zas, un verso libre que recupera aquel instante, la lividez de su tez, o el brillo de rebeldía (aún) en sus maravillosos ojos de judía inteligente, bella y heroína a punto de morir. El silencio se hace largo. Me parece oír la lluvia inexistente. Me creo que la luz se agrisa. Vuelvo la cabeza y descubro que Eva me mira fijamente. O quizá no. Está completamente ausente, absorta en sus pensamientos y, de modo ocasional, los ojos se han detenido en mí, en mi atavío de payaso elucubrador. Su mirada me traspasa limpiamente, proyectada al todo de antes. Susurra: verde y blanco. Palabras moribundas que atenazan su garganta, los colores del fuego que la abrasa. Yo me asemejo a un extraño animal varado aunque potente y de insultante salud (pero sólo ante mis ojos), para ella debo ser poco más que una huella del mundo de afuera, una desvergonzada solitud frente a la muerte que ella encarna en forma de amasijo de carne enferma.
Amarse en la tarde gélida de invierno, desearla sabiendo que poco a poco va a escurrirse de mis brazos muerta y famosa.
Hacer el amor debajo de una ventana lluviosa...

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