sábado, 25 de septiembre de 2010

Una academia (5)

El gordo y sabihondo Panes afirma que utiliza colores también, que uno de sus hermanos, el que cierra tratos de compras y ventas del ganado en las ciudades de La Plana, le suministra trebejos y tubos de color. Panes tiene una pintura de Silvia Jara, un lienzo de pequeñas dimensiones sin enmarcar: "Se trata de una escena nocturna", le dice a Brell. "Una imagen del bosque, y la luna grandota desde el cielo reflejándose en un charco de agua, entre riscos y arbustos."
Y Brell se recrea en la visión de la luna rielando en el agua apacible y fresca de la poza, en la mancha de la pálida oblea sacudiendo la negrura de la noche, emergente de la hojarasca y la broza del follaje y de los peñascos deformes de sombras y color lunar. Más aún: se imagina la mujer blanca, blanquísima, traslúcida, de calidad de piedra marmórea, con la cabellera clara y lunar también derramándose sobre su espalda desnuda y estatuaria, deslizándose enfermiza y espectral, paseando la blancura de su piel a lo largo de la noche azul del bosque, entre las copas tupidas y misteriosas y los troncos de caprichosas geometrías nocturnas y abisales.
Vería tiempo después la pintura: desmañada, casi torpe, o así se lo parece a él; pero sin modelo que atender, se revela muy estimable, hasta afortunada. De modo que no es el sol, una apoteosis de colores fáciles, sino la luna, la oscuridad metálica del cielo, la veladura del agua, el reflejo de la luz selenita, la sombra y los recortes de los arbustos sobre el fondo inaprensible. Mostrenca, de genial ocurrencia, un autodidactismo de osadía: no acabaría con ese arte el espíritu en extremada tensión. Su inspiración, de mérito, es el lenguaje más natural, pinta para sí, y sin atroz aburrimiento ni propósitos de falsa esencialidad. Su acto y la libertad que se otorga retornan a un naturalismo primitivo y auténtico, sin la menor consideración intelectual y con la magia de la mayor de las simplicidades. El objeto de este arte sin fórmula y sin reglado conceptual ni misticismos es la apropiación de un discurrir humano y una naturaleza sin alquimias. Fruto de un deseo de realidad alejado de imposturas y del conjunto de las razones cabales.
Ahora que el mundo secreto bajo el sol del monte le ha desvelado una persecución silenciosa, una mirada trazada desde el ocultamiento, comprende que ni siquiera en lo más escondido de sus temores y de su huida ha quedado libre del todo. Se le revuelve su identidad de animal mal alimentado, de escasas palabras y de un pasado de fracasos llevaderos pero sin estímulo ninguno. Está ahí, a la vista. Es modelo de atención no emocionada, no causa lástima su orfandad agreste y parca. Sólo le observan. Después de todo, siempre algo agazapado en la realidad desbarata un análisis correcto, sencillo, adecuado. De lo más profundo, o simple, de la realidad surge el imprevisto, el viraje a lo desconocido, a la modificación, a la sorpresa infinita de lo vivo y lo dinámico.
Nunca estuvo cubierto en la desnudez; se pensaba confundido entre una vasta feria de escondrijos, recodos, cuevas y espesuras, y está a la vista, doliente o no, puro u obsceno. Nunca permaneció del todo invisible, incrustado como un raro esmalte o marquetería en la mudez natural de la roca o el tronco. Nunca hubo metamorfosis ni mimetismo, su color neutro no era bastante para disimularlo. Lo revelaba como era, y lo disponía entre las otras manchas con simpleza.
En verdad, se hallaba como una cosa móvil, y aun despreciable, en los forillos, y él se pensaba inadvertido, un secreto pensador en una naturaleza grandiosa de revelaciones, de palabras por inventar y pinturas todavía inconcebibles en la mente del ser humano de su época.
Prefiguraba entendimientos para él sólo: un visionario egoísta hasta que participara magnánimo la buena nueva del mundo recién hecho. Porque sus correrías deberían haber sido ajenas hasta que él hubiese inaugurado el espectáculo. Y, ahora, (qué ocurrencia, o qué dislate), resultaba que era mezquino y corriente su pretendido misterio rondando los árboles, muy alicorta su indagación sobre sí mismo.
Estilizaba la naturaleza, tal vez incluso la idealizara en su fuero interno, y aquélla, tan prosaica, lejos de cualquier sublimación, le devuelve unos ojos vulgares tras unos matorrales, un latido cálido y carnoso que dibuja su forma difusa (la de él, la de cualquiera de las cosas) con dedos estropeados por labores groseras y tareas rudas de serranía.
Su figura sin identidad ni especial significación, sin claror ni prestancia naturales, acaba delimitada con tosquedad por la punta roma de un lapicero de grafito.
[T.B.: "No quiere uno ser Kafka, y es peor." 8/90]

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