viernes, 24 de septiembre de 2010

Ensayos para un estilo (14)

Me presenta a Donald Judd, a Sol Lewit, a Morris.

En 1966 en el Jewish Museum se celebra la exposición Estructuras Primarias, que supone el lanzamiento del minimalismo (economía de medios, materiales industriales, serialismo, ordenación, estructuras de repetición -plexiglás, acero inoxidable, planchas de hierro, superficies laminadas, aluminios, hierro galvanizado-).
Y, luego, la entropía de E.
Estados mínimos de orden y complejidad, tanto desde la forma como desde la misma percepción.

¿Qué novelas lee?
Menciona tímidamente a Simone de Beauvoir, aunque ninguna de sus novelas.
Le gustan los saltos narrativos.
Nadie lo hubiera dicho.
¿Días felices, de Samuel Beckett? ¡Vamos, qué manera de fantasear a base de seres indefensos…! ¡No son de papel, estúpido!

No puede haber nada después de esto: veo caparazones, corfas. Disfraces carnales, sanguíneos, huesudos pudriéndose segundo a segundo, enfermando, muriendo, desapareciendo de la tierra, planeta pequeño de un sol mediano de un sistema mediocre en un universo aún naciente (¿se expande o no se expande?).

Enferma, aún sin temor, sin imaginar (toda previsión en el arte arredra) la fatalidad a la vuelta de la esquina, acude debilitada al acto inaugural de la exposición en el Finch College, en diciembre de 1969. Lee una declaración. La teoría de la perfecta nada hecha objeto, el gesto hecho concreción, una cristalización finalmente.
Me invita a tomar asiento. Había previsto tomar notas, pues siento un extremado cansancio en utilizar la pesada grabadora de cinta, activar su susurrante mecanismo, un trasto de los primeros años sesenta que adquirí de saldo en Milán. El hecho de enganchar las cintas magnéticas ya resultaba demasiado técnicamente para mí.
-Su obra deriva del minimal art, la gesta aquella aspiración de Morris: “La obra escultórica reconstituida como objeto pero con toda la potencia perceptiva del arte figurativo, de la escultura representacional, con su mismo atractivo visual…”
-En cierto modo, esa fue una intentona pronto frustrada. Enseguida se alcanzó un vocabulario plástico que pareció generar su propia lógica, su sintaxis, como algo que termina siendo funcional estéticamente, decorativo.
-Usted renegó de ello…
-Inmediatamente.
-La impulsaba la no forma, el imaginario de un desorden, por así llamarlo, nacido del material elegido para su conformación…
-No es del todo exacto. Aunque en un principio… Lo que deseaba conseguir en realidad era la no pintura, la no escultura…
-Pero eso sería como una mudez.
-Es verdad, pero elaborada, consciente (subrayado mío). Mi ambición, desde un punto de vista conceptual era llegar al no-arte, a lo no connotativo, a lo no antropomórfico e incluso a la forma no geométrica. A la nada estética, una especie de refutación. Era el riesgo total lo que perseguía, lo que en un plano artístico no es (subrayado mío).
Luego, Kaprow, los happenings de los sesenta, etc.
La noche de insomnio en el hotel, por lo ruidos urbanos de afuera, las luces que se colaban por la ventana de guillotina, por ella que rondaba el pensamiento una y otra vez…
Tres días más tarde…

“Odio lo bello, lo perfecto, lo justo en todo…”
¿Qué explica eso?
En 1965 me dije: “¿Cómo creer en todo esto?”

Ahora una selección de sus alumnos en la Escuela de Yale la ayuda físicamente en la realización de sus obras. La obra de arte moderna como esfuerzo, un desarrollo material que exige una energía adicional a lo intelectivo. Lo procesual, un elemento hasta ahora irrelevante, elevado a categoría artística. Forja, cosido, soldado, atado, enhebrado…

Cada 40 segundos se suicida alguien en algún lugar del mundo (2010). Hacer de la vida un instrumento de esclarecimiento, de apreciación de una realidad que siempre va a escapársenos, nunca de agresión a nosotros mismos. La verdad de todo es vivir, y el cuerpo como vehículo de una travesía impredecible. La muerte no nos sirve.
El suicidio deja todo a medias, imperfecto, incorregible.
Pero también es la respuesta adecuada a una condena prematura, una rebelión magnífica ante la injusticia suprema de la desaparición definitiva, a traición.
Pero ella contraataca:
“¡Qué desperdicio!”, exclama en U2 (“Pues tú, querida, estás en U2. ¿Sabes? Décadas después de tu muerte, un conjunto musical
adoptaría ese nombre, una especie de celebridad, de famoseo en la plástica de los conciertos multitudinarios.)

MOMA. Calle 53 (construido en 1939). La beso muy despacio mientras andamos a paso lento en el jardín de las esculturas.

Muerte de su padre: verano 1966. Desquiciamiento.

1969: Torres gemelas: 40 plantas.

Albers.
En el 71 le llamé por teléfono a Orange, pues la oportunidad de la exposición en el MOMA parecía favorecer tales encuentros. Se mostró cauto pero accesible, todo indicaba que podría entrevistarle. Entonces mencioné mi relación con E. En ese instante cortó la comunicación de inmediato. No volvió a coger el teléfono. Nunca me recibió.
“Háblame de Albers.”
“Es un ser compasivo. Su seriedad paternal, acogedora, no exime de la firmeza en sus enseñanzas.”
“¿Cómo se ve desde U2? ¿Sabes que murió seis años después de tu marcha, en el 76?”
“¿No tuvo tiempo de huir…?”
“¿Cómo…?”. (Pero enseguida estoy en el juego). “Entiendo… No, al parecer la muerte le cogió de improviso. O ya no tuvo ganar de seguir adelante… ¡De viajar!”
(¡Gran sorpresa! ¡E. ya no está en U2! ¡Ha cambiado de universo! A bordo de la Up the Down Road III (que ha mejorado sensiblemente el prototipo anterior), llego y no la encuentro. Pregunto a algunos de los pálidos deambulantes, a punto de desmoronarse como un montón de piedras, aunque una de las bocas se abre como un agujero. Etcétera. “¿Y eso?”, inquiero al final, después de un par de miles de años luz, al tenerla enfrente de nuevo fresca como una rosa recién cortada, en U3, donde todos son tan pálidos y de apariencia extenuada como en U2. “Circunstancias desaconsejables: me perseguía otro tumor… ¡Casi me alcanza!”).
Albers: En la Universidad de Yale confrontaría valientemente el simplismo genial de su geometría en un país donde estaba en su apogeo un expresionismo abstracto tan rico de improvisadas inferencias como baluarte de ingenio en provocaciones plásticas asignificativas. “Sólo es una base de entendimiento de la nueva estética”, aseguró al precipitar a un nutrido grupo de alumnos (entre ellos E.) a una reflexiva teoría en contraposición al gestualismo intuitivo campante en esos años. Algo del rigor de la Bauhaus había quedado en el camino del exilio, pero las variaciones cromáticas y las límpidas invenciones geométricas auguraban fértiles evoluciones formales y conceptuales. El subjetivismo de la acción desbordante promueve como reacción una ordenación formalista, de fría pulcritud. Al cabo, esta última de nuevo engendra la polisemia del desorden y la metaforización lingüística en la maniobra artística.

Queda el poso de la traición en la lengua. Como a tierra, el agua del sucio crisol: “Pero él me comprendió enseguida. Supo del lenguaje plástico al que me veía abocada. Lo aceptaba sin más: éramos alumnos.”
Albers la miraba con desasosiego pero con ternura. Tienen tantas cosas en común. En 1969, meses antes de morir, E. le informa de su enfermedad violenta y tajante. Dijo: “Sin cortapisas”. El viejo alemán, de ademanes medidos, hasta cortesanos, tenaz experimentador e inevitable racionalista, trasplantado por fuerza a una América desordenada, no encuentra las palabras adecuadas de consuelo, enmudece ante la muerta inminente. (E. desfallece, ha desaparecido el flequillo en la frente ahora feamente despejada y la melena oscura se vierte hacia la nuca con desgana, se hunden los ojos oscuros en las órbitas huesudas. Va en mangas de camisa, seria y con expresión ausente. Permanece junto al maestro de cabello lacio y blanco peinado a la perfección con la raya a un lado, encorbatado pero libre de la americana… Aparta la mirada, se esconde tras los lentes redondos.)

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