viernes, 24 de septiembre de 2010

Ensayos para un estilo (13)

El azar aceptado

Arte asimétrico en oposición a una lectura ordenada, milimetrada…

Retrocedo en el tiempo. Me lleva ella de la mano. Otoño de 1954. ¡Qué bella es! ¡Qué afortunado soy al tenerla a mi lado! Desde el futuro te había amado. (Deberías tener en cuenta esto: la ninfa acaba de cumplir 18 años y ya necesita apelar a terapias psiquiátricas: el germen del tumor.) De su mano prisionero. Fuera de las clases en la Cooper Union, cogemos uno de los dos Elevated Highway, el que parte del Bowery siguiendo el East River sin perder de vista la Tercera Avenida. Contemplo de su mano parte de la ciudad de sur a norte, más abajo, a la altura de un primer piso, doméstica y medible, directa y casi obscena, asociada al ruido del empotramiento de hierros y maderas bajo las ruedas del anacrónico ferrocarril. El futuro: soñar estas visiones neoyorkinas gestadas por toda una imaginería fílmica en los cines de doble sesión.

Observo el campo visual, orden, desorden, la periferia, y en todas partes seres y vehículos en movimiento…

Innumerables compañeros, cada uno con su teoría, su forma de hacer, desparecen, se dispersan, sólo pocos de ellos triunfarán, y uno o dos de ellos, se convertirán en activos financieros. (Ilustrar con ejemplos).

Hablemos de Samuel Beckett.
En 1973: la resucito.
En un sótano de Queens del que ella se vale de cuando en cuando (así lo imagino), almacén de las obras descompuestas de H. y A., leemos Final de partida. “Haz una obra que pueda titularse Hamm.” Ya viejo, bien entrado el siglo XXI, tan irreal para ella a pesar de sus universos paralelos de eterno acomodo, he devenido un auténtico hamm, hasta colérico, huraño, aunque solitario y mudo.
Respecto a mí. Soy Clov. ¿Dónde nos metemos?
¿Qué tal en un cuadro?
No es demasiado original. Estoy segura de que otros lo habrán imaginado igualmente.
Lo que importa es lo que hagamos nosotros. Estamos en cuadro.
De acuerdo. ¿Qué cuadro?
Me parece que uno de Pollock.
¿Por qué no Albers, o Picasso?

Pollock: enérgico anda alrededor de un lienzo en el suelo:
-¿Sabes? Es posible, viendo la pintura, comprobando donde soltaba los chorros de pintura, dibujar la excursión en torno al cuadro, sus idas y venidas por el espacio del sucio garaje...” Las sendas metafísicas.

El viaje a Amsterdam: el tren de los niños a Treblinka… (ay, no el tren de la bruja y la escoba de los domingos soleados en la Feria de las navidades)
En todas las épocas, todo niño cree que el mundo le reserva algo hermoso, sin embargo éstos, camino del gas de cianuro, ya ven el infierno que se esconde tras la negrura de la noche, no les engañan, y les domina el terror.

Fugitiva ella (del infierno).

Residencia al llegar a N.Y.: Manhattan – Uptown. Enclave judeo-alemán.

Esta chica lista ni siquiera se pelea con las compañeras del Pratt Institute. Va a lo suyo, con los libros bien sujetos contra el pecho y la mirada decidida adelante, sin fijarse en los centauros de granos y tupé. No es rica, funciona con becas, llega hasta Yale. Donde llegaría si no…

Josef Albers. Yale. Escuela de Artes Visuales. El color. Y el viejo alemán discursea sobre razones cromáticas.

Quiere vestirse. Diseña. Crea un mundo un poco mejor hecho. Vamos a decirlo de ese modo.

Recién salida de la adolescencia: terapias psiquiátricas. ¿Cómo no iba a querer ser Catherine?
Padre, no soy culpable en absoluto de todo lo malo que ha ocurrido en mi vida. Ni un sólo gesto, ni una sola mirada o pensamiento míos han podido ser causantes de mi desgracia. He amado de la vida hasta lo más nimio.

Una tarde fría de enero me acerco con ella a la calle 57. Entramos en la galería. Yo había rehusado acudir el día de la inauguración, demasiada gente y demasiado desconocida para mí. Inmediatamente me sale al paso Accession III. Miro a uno y otro lado, me absorbe el aire industrial de las piezas, unas obras que remiten en su morfología a una plástica deliberadamente desconcertante: hay humor, no hay normas, hay analogías impensadas, hay un serialismo provocador e imaginativo, son los materiales los que dictan los conceptos. La veo alejarse de mí. Como una niña traviesa, desordena los elementos de una de las obras, y luego mira en torno a sí asegurándose que nadie la ha descubierto. Pero estamos solos ella y yo.
Ha adivinado que le he visto perpetrar la modificación. Se ríe.
Doy vueltas alrededor de Repetition Nineteen III.
Cuarenta años más tarde. En el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Me alejo de una pequeña turba de adolescentes. Vuelvo a contemplar la obra. Me invade una pena inmensa por todo lo que ha terminado siendo después de tanto tiempo. Atenazado de desesperanza repaso en mi mente aquella biografía de júbilo y estupor que fue la chica a la que le gustaban los colores.
“Estás en el MOMA.”
E., muy pálida, una pátina prerrafaelista, asiente con la cabeza.
A spring happening, marzo de 1961.
Sin público, no happening.
Más allá del propio espectáculo que para el artista es él mismo (todo artista, excéntrico y chillón o tímido y silencioso, es un ególatra redomado), la proyección pública de sus ocurrencias exige un destinatario que si no refrende la obra permita al menos quedar subyugado o provocado por aquélla. Fustigar, cuando la técnica ha dejado de ser el auténtico soporte de la obra, cuando el oficio queda arrumbado en manos de las huestes de aficionados y aplicados artesanos, es el auténtico soporte teórico de unas propuestas que excluyen el discurso racional de lo plástico. Comprometer al espectador será la norma de un arte que indaga en lo transitivo.
Reuben Gallery. Allan Kaprow convoca la turbación. E. y T. D., en compañía de dos docenas más de personas, son encerrados en una estructura en forma de vagón de ganado. A través de unas pequeñísimas aberturas intentan averiguar qué sucede fuera del recinto. Un escalofrío recorre la espina dorsal de E.: estás en el tren de los niños camino del gas de Auschwitz, pronto será noche cerrada, al llegar al campo, los kapos te sonríen, te levantan la falda de los 10 años, acarician tus mejillas de niña condenada a ser pasto del Zyklon B. Por un momento se siente presa del pánico. Ha de salir de allí como sea, librarse de esa diablura terrorífica. El sudor comienza a humedecer su cuerpo, alrededor de sí nota un vacío que parece absorberla. Ya le parece oler a cianuro. La cabeza va a estallarle. Está a punto de gritar con toda la fuerza de sus pulmones. De pronto se produce un ruido ensordecedor. Las paredes de madera se derrumban: están libres. Un hombre de expresión torva, subido a una excavadora grita y gesticula, les conmina a desaparecer de allí a grandes voces: “¡Salid a la calle, bastardos!”.

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