domingo, 26 de septiembre de 2010

Una academia (6)

Podía haberle quedado el cuidado de la melancolía, un pasar hasta creíble para cualquiera, pero ha trastocado su desvalimiento, se ha metido en una tierra que no admite la tibieza. En cierto modo siempre ha buscado una protección, la que sea, de cualquier suerte. Por ejemplo, aquella que le defiende del futuro: la naturaleza libre de trabajos. Un paseo aristotélico y cauto, meditabundo. ¡Idealista a traspiés!
Saben su forma, tan de cerca le han dibujado que han logrado hasta reconocerle. Su repentina pincelada de intruso, de recién llegado a la senda y a la cumbre no abruma a nadie de temor, es sólo un modelo, unas líneas, un claroscuro, una porción de gestos, una seriedad sombría, muecas de cansancio. Una forma.
¿Cómo es ella, la que sabía de él desde el primer día que empezó a perderse en la montaña, a zanganear sin un cometido preciso o explicable? Ahora, unos ojos. El paseante ha estado transitando por caminos trillados de ciencia secular. Cuando él se creía en la mayor discreción, provocaba un ruido extraño. "En el fin del mundo...", se decía, y no era sino un aditamento inestable, peregrino y rara avis, pero bien avistado desde las alturas por algún personaje mayúsculo que no necesita moverse para contemplar el panorama en todas sus direcciones. Su paso era corto, y su trecho limitado. Toda su doliente intimidad de ridículo llorón ha sido objeto de una montaraz curiosidad. Al fin, ha sido un trazo en una hoja de papel, un dibujo, un garabato. Ha sido escudriñado, y, acaso sin interés, ha sido delimitado. [Atrapado entre los bordes del papel sucio, con pruebas de color en los márgenes: pringues amarillos, ocres, un rojo...]
Se sentía desconocido, solitario en el lugar del silencio y el paisaje, y no: anduvo en holladuras ya entrevistas, en cañadas exploradas, zancajeando sobre la escala reducida de un mapa sin enigmas ni tesoros, de antiguo registrado durante largas mañanas y tardes eternas de hastío, de aburrimiento pastoril y pacienzudo recreo de masovero (no, no viendo crecer la hierba: viendo ella la hierba de mil tonos de verde, sin tópico, y notando como crece la edad del mundo y se detiene el tiempo, qué sabia Silvia Jara).
La formación de un observador ante la realidad deriva de una inicial pleitesía: en sí misma es venero de inagotables interpretaciones y significaciones. Pero sólo verla así, de ese modo primitivo y auténtico, sin la mistificación de rancia añadidura: al infierno todas las academias y cuidados, toda la presunción. El paisaje y la figura cotidianos adquieren un relieve especial bajo la luz natural del sol, se plasman ante los ojos en su propia existencia esencial: "Sólo en el estado puro [Quema el sol, agrieta el ojo, llena de sudor los dedos que sostienen los pinceles manchados de pigmento, el cuerpo se cae de cansancio, horada ese rayo amarillo el seso, cuece el alma...] puede ser reinventada, vuelta a hacer en sus signos más profundos y verdaderos." (Dice Brell. Y lo dice en voz alta, en la soledad del monte calcinado donde sopla a ratos un aire de fuego, una ráfaga de sequedad que no parece terrenal.)

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