lunes, 27 de septiembre de 2010

Ensayos para un estilo (15)

A los 15 años, aún en el instituto, una profesora, miss C., larguirucha y tímida, de cabello corto y labios enjutos, expuesta a la mofa cruel del adolescente (del adolescente de los años cincuenta) por lo estrafalario de su atavío cotidiano, le informa susurrando de una reciente exposición al margen de los canales habituales. Se ha inaugurado en la calle 9, y muestran sus obras más de sesenta artistas. Todos ellos pertenecen a una nueva corriente que de seguro ha revolucionado la plástica contemporánea: Expresionismo Abstracto.
“¿Tú sabes quién es Jackson Pollock?”.
Parecía el título de una novela, tal vez de una película de la aún lejana década de los setenta. Cinco años más tarde, cuando el cabeza de serie de la muestra se estrella conduciendo borracho su Oldsmobile V-8, la lengua cínica de otro aspirante a genio incomprendido le acaricia el oído con sarcasmo de ofidio a la bella jovencita a punto de ingresar mediante una beca en Yale: “Estuvo en el sitio justo en el momento oportuno… ¡Y se mató a la hora debida!”
“Sí, fue el mártir necesario.”
Muertos fueron todos: el gesto, la acción, el expresionismo, lo abstracto…

“¿La expresión de mi arte?”, replica E.
Nos encontramos en K&F, una cafetería de moda en una transversal de Delancey, en el barrio judío. Somos siete personas y tres paraguas al llegar con las cabezas agachadas entre risas apagadas y la ropa mojada a las puertas pintadas de rojo (ventanales enmarcado en verde) del angosto establecimiento sito en una calle estrecha y oscura a esas horas. Febrero de 1969, martes. Llueve con fuerza, interminablemente. Robert Morris, en el interior velado por luces tenues, aguarda en un ángulo de la barra forrada de madera negra. Se levanta sonriente al vernos entrar en fila india, encabezados por E. y Nancy W., una amiga de ésta, presunta artista aunque sin obra conocida hasta el momento. (Sin embargo, la chica escribe, me digo. “Eso no sirve”, recuerdo que dijo cierta vez alguien –pintor muy reconocido y cotizado en nuestros días- verdaderamente enfurecido refutando a su interlocutor en lo más acalorado de una discusión frente a las puertas del MOMA-. “¡No sirve, entiendes, no sirve!) Un camarero se apresura a juntar dos mesas redondas al fondo, cerca de la entrada a los lavabos, de los que parece emanar a ratos un olor a lavanda. Tras las presentaciones, llegan las comandas de cervezas, ponche y copas de vino blanco, cacahuetes y pasas de Corintio (?). Morris, una vez enterado de los detalles del evento anterior sonríe de manera aún más elocuente. El acto a que hemos asistido consistía en un happening de interpretación abierta (ignora al público –algo insólito, pues-; desprecia el componente de espectáculo que todo happening conlleva intencionalmente –su carácter teatral y hasta bufonesco- y reniega de lo artístico –el acontecimiento limitaba su efectividad a la muda contemplación del artista, también mudo, sentado de espaldas frente a un ángulo de la sala-), imposible por tanto de dilucidar. Sí hubo argumento epilogal: el tal Lebrain, el único ejecutante, afirmó muy convencido de la resurrección del nuevo arte, “ahora que, como todos sabéis, ha muerto”. Como ejemplo, él mismo. Invocaba el retorno de un arte renacido y pletórico, de infinita combinatoria, de insospechada pluralidad de significaciones. La muda sentada, al parecer, escenificaba la reflexión liminar que ello exigía antes de entrar en acción. Este último vocablo inició rápidamente una repuesta unánime. La declaración post-happening se estaba convirtiendo en una conferencia, y lo peor, a juicio del público asistente, que había empezado a murmurar en tono desaprobador, era que esa maldita charla ni siquiera formaba parte del maldito happening, ya culminado cuando el ejecutante se había puesto en pie. Aquel monólogo del vidente, del brujo nigromante y resucitador disgustaba profundamente a los espectadores. Eso me hizo comprender que, incluso naciente, el happening ya exigía una ordenación, un canon, una gramática generativa. No salía de mi asombro. Enseguida aparecen las reglamentaciones, una convalidación que certifica la justicia y bondad de “algo” todavía por definir. Los recientes sabios de la tribu pretenden imponer ya desde un comienzo una sintaxis de aquello que es único, efímero y por consiguiente irrepetible y carente de preceptos que guíen con posterioridad actuaciones futuras. En otras palabras, existen las reglas. Si técnica, oficio; si no técnica, reglas. ¿El gusto tiene reglas? La estética las tiene. ¿De dónde surgen los reglados? ¿Y de lo naciente, todavía adánico....? (Desarrollar para más adelante.) Tímido, he tomado asiento junto a ella, que animada por la conversación, parece haberse olvidado de mí. Los dimes y diretes se centran en los aspectos esenciales de lo que constituye un happening. Qué es y qué no es. Su validez o su inoperancia. También, su justificación como hecho artístico y su lugar en la historia del arte. Alguien llama la atención sobre “historia del arte” y “cronología del arte”. Nuevo debate. E. se encuentra en su salsa.

ARES. No sé si me gusta. Estamos desnudos debajo de la ventana sobre una sábana blanca, lo único que nos separa de las baldosas del piso. El sol del mediodía se cierne sobre el suelo donde yacemos. E. parece irreal, increíble su piel húmeda de calor, traslúcida su carne rosada, pasmosa la cabellera que se derrama en cascada a un lado del rostro. Bañada de luz cruda, apoteósica, de una quemazón apenas resistible. Es hermosas hasta bajo la luz más cruel del sol. Se vuelve hacia mí y se tumba de costado, apoyando la cara contra las manos juntas. Los ojos brillan risueños en el mar cegador que fluye del hueco abierto y se abate sobre los cuerpos: “Eres Ares”. Escrito en castellano suena de una prosa cacofónica, de una precariedad evidente, hasta incómoda. Disonancia reiterativa no desdeñable tampoco en el discurso inglés. Sonrío cegado por la luz: en la brutal claridad la recreo, recorro con ojos entornados la incitante excursión desde el cuello a los senos, el vientre terso, la mata profusa y negrísima que cubre el pubis, los muslos y las piernas recogidos sobre ella misma en postura fetal, alumbrándose de una fiereza carnal, de una potencia ígnea, y el blancor del tejido que ha de cubrirnos en el calor de la noche. “Ares”, luchador tenaz siempre vencido. Aborrecido por los dioses, poco amado. Sólo libre próximo a la muerte. Y, sin embargo…

(***)
Ciertas peculiaridades de parte del arte moderno exigen una nueva actitud ante la obra de arte como objeto vendible o promocionable. En este aspecto de la cuestión, ha desaparecido el punto rojo, tan escueto y explícito.
Instrucciones de uso.

Sería octubre o noviembre.
¿Qué fue de ella en el 67? ¿Y de ti?
“Hasta el 64 creo recordar que no pasé en toda mi vida más allá de la calle 86.”
En 1966, poco antes de que su padre muriera, le compró en una de las tiendas de anticuario que proliferan en Park Avenue una plegadera de plata con un galgo labrado en el mango. E. había vendido un par de acuarelas sobre papel a Seda&Stein.
Al llegar a la casa familiar le faltaba el aliento, estaba sudorosa y se sentía a la vez trémula y feliz.
El hombre enfermo, perplejo, la vio precipitarse al salón, rejuveneciéndolo todo, envuelta todavía con el aire fresco de la calle. Ella le tendió el bonito paquete que envolvía el presente. Su padre preguntó por qué: no era su cumpleaños, ni había que celebrar ninguna onomástica. Tampoco había que llevar demasiadas cosas en su próximo viaje…
Dos días después de que su padre muriera, E. buscó por todos los cajones de la casa la plegadera labrada. Nunca la encontró. “Va en la nave egipcia con él.”
En las semanas siguientes dibujó simulacros: de un río, naves, perfiles, relieves, ornamentos

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