viernes, 29 de octubre de 2010

Encuentros (1)

¿Y esas repeticiones, ese afán por seriar una y otra vez… En la repetición del absurdo…
E.: golpéales antes dos veces, tres, las veces que sean necesarias, y luego dejas que la imagen penetre en sus cerebros como… como una bala, ¿recuerdas?
No hay nada que justificar, y mucho menos que explicar. Y, sin embargo, es necesario hacerse oír… Quiero decir, repetir las cosas. Sí, eso es. Las amplifica. En otras palabras, si algo es significativo, tal vez sea más significativo dicho diez veces… En el lado opuesto, diría que si algo es absurdo, es mucho más absurdo si se repite. Es, digamos, exagerar una idea, cualquier sentido que ésta encierre.

Y, por Dios, no me vengas ahora con eso de una rosa es una rosa, es una rosa, es una rosa.

Algo tiene de obsesivo, pero también de precario esta forma de insistencia. E., al final, ya en sus últimos meses de cabeza rapada y mirada desvalida, entre cirujanos y cristales, comprendió que no necesitaba ser artista, ni poeta, para justificar que estaba viva. Pero… era que moría.
“Ahora sólo quiero vivir. Ya no es como antes.”
Después de su primera operación, se lanzó con ganas a su obra en ciernes. La cuminó con éxito: Justo después. Y, luego... hubo una segunda operación. Y una tercera. Y, entonces: “Sólo quiero vivir, ya no tengo necesidad del arte y sus zarandajas…” Pero murió. Y, como diría el gran Hem, estuvo muerta.
Seis meses antes.
Cuando su extraño humor lo cree conveniente, Yeats permite que los jóvenes poetas lean sus propuestas poéticas entre las viejas estanterías y columnas de hierro negro forjado de su librería. La mayor parte de ellos son arrogantes y bellos, elegidos por los dioses… durante unos meses. Suelen leer sus laboriosos plagios (en gran medida inconscientes) con desparpajo a veces, siempre con solemnidad. El parto de los montes. Sólo les reconocí humildes y cariacontecidos, hasta viejos, el día que Anne Sexton, entre el humo de sus propios cigarrillos y la bruma del whisky girando en su cerebro, las piernas al aire y su mirada persuasiva dio una lectura memorable en el local atestado de curiosos, poetas aficionados y ladrones de libros que Yeats procuraba mantener a raya. Sexton… En cierto modo, ambas E., y la poetisa, que llegaron a conocerse (y creo que bastante más de lo que puede sospecharse), fraguaban una terapia creacional basada en un ego malherido o, en su contrario, monumental: trasegaban, la una con objetos, y la otra con palabras, con la metonimia intelectual de sus propias vidas. En Sexton, aunque lógicamente la elusión alcanzaba un mayor grado de uso debido a la legibilidad de su medio expresivo, el inteligente armazón nunca propicia que el yo alcance a desnudarse del todo, ya que la misma crudeza de sus versos logra desviar la referencia directa lejos de su autora; en resumen, universaliza su biografía de tal manera que la confesión nunca delata a quien escribe. Ahí radica su atractiva complejidad. E., aun sin deliberación, con menor complejidad por tanto, pues no precisa del encubrimiento, puede disfrazarse mucho mejor en los símiles plásticos que erige, tan difíciles de descifrar; sólo en los materiales de elección podía colegirse algún sustitivo plástico que encarnara su temores, fobias y debilidades.
La tarde del 28 de octubre Anne Sexton entró en la librería de Raymond Yeats como una ama de casa que viniera en busca de un libro de cuentos para niños, lanzada al interior por el aire dorado y otoñal de afuera. El recital iba a celebrarse a la seis de la tarde, pero sólo eran poco más de las cuatro cuando apareció en un traje blanco muy ceñido, una sonrisa muy dulce y un bolso de charol con todos sus pecados dentro colgado del brazo. Cruzó la puerta equilibrando su figura en unos zapatos blancos de tacón buscando con la mirada a Ray, que se hallaba de pie tras el mostrador. Como de costumbre, yo me encontraba en el lado de las revistas; como de costumbre, de cuclillas escarbando como un arqueólogo fetichista algún ejemplar atrasado del New Yorker o algún Saturday Evening Post con un cuento olvidado de Fitzgerald o de cualesquiera que fuese por entonces habitante mitológico imprescindible de mi Olimpo americano (Faulkner, Salinger, Cheever, Bellow, O’Hara, la Parker...). Yeats levantó los ojos del algún papel y los volvió a bajar como si nada al verla entrar. Emitió un gruñido a modo de saludo y, luego, sin mirar a la mujer, soltó a bocajarro:
-¿Aún no estás borracha, Sexton? -Yeats, terapeuta psiquiátrico a deshoras, conocía de sobra a la mujer. "¿Dónde demonios esconde ésta la petaca? ¿Debajo de las bragas?"
-No lo bastante para volver sobre mis pasos y largarme a Boston, librero barato.
Dudaba si debía ponerme en pie y saludarla (no la conocía personalmente) o permanecer donde estaba, invisible. Al final, fue ella la que se acercó. Sabía de mi relación con E. Bastante azorado, me apresté a la conversación. Muy pronto me hizo reír. Y treinta minutos después apareció por la puerta E.
Ambas se miraron mientras se les humedecían los ojos.
Se abrazaron entre sollozos, pues a E. ya la habitaba lo funesto.
Vive o muere.
Esta mujer alta, de ojos intimidantes, carnosa y huesuda a la vez, de rostro devastado, ha empezado a leer, y la voz, apenas modulada, brota de un acto desesperado que nadie es capaz de ver y todos perciben en el poema terrible.

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