jueves, 7 de octubre de 2010

Ensayos para un estilo (20)

En la calle 14, hacia la Octava Avenida: españoles.
Negocios y restaurantes baratos con nombre exóticos: Oviedo, Valencia, Lugo, Madrid…
Da un poco de lástima todo esto, esta forma de salir adelante que ni siquiera es una farsa. Es, simplemente, un estancamiento, un viaje a ninguna parte. Un día tras otro, amanece, riegan las aceras, el sórdido arqueo al echar el cierre, la noche eléctrica, los shows de la televisión, el sueño indigesto, el despertador. (1955-1970).

Salgo de Houston y, sin pensar muy bien lo que hago, camino hacia el norte por Lafayette; doblo por Washington y… ¡me doy de bruces con el profesor de español!
Su aspecto cetrino, abatido, mal encajado en el traje que viste, me sorprenden a esa hora del mediodía.
-¿Te has perdido? –pregunta a bocajarro.
-No, en absoluto –le miento.
Hace más de dos meses que escapé de aquel apartamento oscuro y deprimente, de la ruin domesticidad que todo lo impregnaba, de una fisiología aplastante.
-Acabo de terminar las clases –dice con la voz quebrada, expulsando el humo del cigarrillo al mismo tiempo. Tiene el pelo revuelto, y parece sucio, mal anudada la corbata con un goterón grasiento en la parte inferior-. ¿Quieres tomar una copa?
-Te lo agradezco, pero me es imposible. Llevo algo de prisa. He quedado en el parque Gramercy con un tipo de Artforum, un italiano que tiene vía libre hasta Le Witt. Tengo que empezar a trabajar cuanto antes.
-Pues estás bastante lejos aún. ¿Vas a ir andando?
-Por supuesto.
-Deberías coger el metro, ahí mismo –me indica una boca del metro, a poca distancia de donde nos encontramos-, línea 6, hasta la calle 23. Bueno, me voy a casa –dice, y gira la cabeza hacia atrás, señalando algo invisible con el periódico que porta en la mano, y enseguida vuelve los ojos de nuevo hacia mí-. Estoy harto de esa fábrica de inútiles. Cada día que pasa me aburro más. En cuanto termine el semestre me vuelvo a España. Ya no aguanto más esta ciudad.
Lo ha confesado con expresión de hastío, como si sintiera un cansancio infinito. Su desaliento, sin saber muy bien la razón, hace que me sienta confiado y optimista. Ha empezado a andar, pero sin quitarme la vista de encima.
-Claro –digo por decir algo. Continúo mi camino, pero no sé cómo diablos voy a disimular que conozco el trayecto. De seguro que tiene los ojos clavados en mi trasero. Me meto en un río de gente que camina apresurada, con toda la prisa y la ambición de un mundo que no se detiene ante nada. Estoy exactamente en una encrucijada, en Washington Saquare, y no tengo la menor idea por donde salir.

Debe hacerlo adrede. Siempre que entro en la librería ha desaparecido la silla baja junto al mostrador curvo. Ahora bien, ¿cómo adivina que voy a llegar en ese momento? Me tiene en pie durante todo el rato que permanezco en la tienda. Será una forma de estimular la conversación.
Guarda un libro para E. Lo ha metido en una pequeña bolsa de papel de color verde (no podía ser de otra manera). Lo golpea con los dedos de la mano derecha.
-Buena literatura –afirma-. Nada de esa narrativa sofisticada y barroca tan querida por los hijos de la España decadente.
-¿Puedo verlos?
-De ninguna manera. Secreto de confesión.
-En ese caso, ¿qué hay de lo mío?
Hace tiempo que le pedí una vieja edición de Harmonium.
-Todo a su tiempo. Mientras tanto deberías meter las narices aquí dentro. -Me tiende un libro algo grueso, usado pero en perfectas condiciones. Se trata de To the Finland Station-: La edición completa de Doubleday, amigo. Un dólar y es tuyo. –Lo bueno de The Green Train es que, siendo una tienda de novedades a la vez que de libros usados, su dueño y librero que la gobierna vende los volúmenes que son auténticas piezas de museo, perseguidas por los bibliófilos, como si fuesen de saldo, sin conferirles mayor importancia. Al no creer Ray en esa majadería del libro para coleccionistas, de sus manos salen verdaderas joyas a precios ridículos que destina para sus verdaderos lectores. Pasadas las décadas, una primera edición para Raymond Yeats es, simplemente, el mismo manojo de hojas de papel cosidas que se puso a la venta en el mismo día de su aparición, un medio de conocimiento sin valor de cambio material. Un in-folio de Shakespeare le merece el mismo respeto físico que el poemario recién aparecido de su amigo Gregory Corso o una novela en paperback de Bellow.
Una tarde descubrí con estupor a un lado del mostrador una de las ediciones de Leaves of grass impresa en Filadelfia en 1892, la última supervisada por el propio Withman, letrería vigilada por los mismísimos ojos del anciano vate. “Y… ¿esto?”, logré balbucear. Me dirigió una mirada sin interés, perfectamente natural. “¿Esto?, es para una de mis mejores clientes. Por cierto, no creo que tarde en llegar. ¿Ya han cerrado los colegios, no?”, se preguntó mirando la esfera del reloj de pulsera. Veinte minutos más tarde apareció una adolescente larguirucha y pecosa con una trenza graciosa que caía a un lado del pecho. Vestía una blusa modesta y unos tejanos con doblados. Saludó a Ray y preguntó por su libro con una sonrisa nerviosa. “Aquí lo tienes. Son setenta y cinco centavos, nena, pero aceptaría tres cómodos plazos.” La colegiala hurgó en un de los bolsillos del pantalón y extrajo un puñado de centavos que contó encima del mostrador. Hacía un par de minutos que la chica había salido y aún no me había repuesto de la sorpresa. “Pero, ¡ése es un precio absurdo, Ray!”. “¿Te lo parece?”. “¡Pagarían un par de cientos de dólares en cualquier almoneda!” “Ese libro tiene más de sesenta años, se cae a pedazos y se lee con dificultad. Setenta y cinco centavos es un precio más que razonable para una chica con aspecto de tener problemas con su asignación semanal. Su padre trabaja en el bar de la esquina, un irlandés católico, es decir, despreocupado hasta la indecencia en la cama, que ya le ha hecho a su mujer cuatro hijos. Además, lo necesita para su clase de Lengua Inglesa.” Señaló una de las estanterías donde acumula los libros de poesía: “Ahí hay una edición de bolsillo de reciente aparición, cuesta tres dólares y medio, y tiene una bonita portada con un dibujo a carbón del poeta. La que acabo de vender es una antigualla, de modo que he hecho un excelente negocio. A mí me costó el equivalente de dos centavos. No hay punto de comparación. Hace un par de semanas compré a peso una furgoneta repleta de libracos cubiertos de polvo que nadie se hubiera atrevido a tocar ni con un palo, la biblioteca completa y desastrada de una vieja maestra que apareció muerta en su apartamento de Brooklynn. En fin, que si a la chica le sirve, que de seguro le va a servir, los dos quedamos contentos.…”

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