miércoles, 13 de octubre de 2010

Ensayos para un estilo (23)

TUMOR.
En los últimos estadios de la enfermedad.
Trastornos psíquicos y sueño patológico …
He aquí la fantasía, humores a ciegas, la loca de la casa delira. Es la fiebre. Animales y viajes. A saber.
“Se ha recalentado”, me dijo el tipo oscuro y bajo, sin afeitar, con el cigarrillo entre los labios, limpiándose las manos de grasa y petróleo con el trapo, el mono azul hecho un asco, lleno de costurones. “Estos coches… Muy imperfectos, sabe. Antiguallas. Un modelo fallido.” Un aprendiz con cara de chimpancé sonreía detrás del mecánico, asintiendo con la cabeza y la llave inglesa en la mano. El aire espeso olía a aceite pesado, a hierro sucio, a grasa estratificada, las paredes mugrientas, el terrible foso y la luz de la bombilla en el extremo del cordón flexible…
La joven mujer calva yacente (sedente a veces) habla. Desea explicarse. A toda hora. Ya no puede hacer otra cosa. Lo peor para un artista: explicarse. Qué desastre.
Como los perros, sueña. Los párpados eléctricos celebran fugaces sacudidas, lamentan las imágenes: ¿qué concepto…? Ay, si los árboles hablaran entre ellos…
El cerebro indisoluble de tu cuerpo, su magia, sus traiciones.
No es el motor, ni todo aquello que recubre el poder y temor de su nombre: es la velocidad del coche, el movimiento, las imágenes que vuelan, se precipitan, los pensamientos que también vuelan, lo inefable… Y los materiales, por así decirlo, el metal, los plásticos, toda esa cacharrería de molde pintada y formateada, repetida hasta la saciedad, fabricada sin esfuerzo, rutinaria, monótono vaivén de la cadena de montaje (el fluido de la sangre, el hierro de los huesos, la carne y sus colores, el músculo fibroso, los nervios, la ventilación y el hígado depurador, la gasolina del estómago, los faros-ojos, los conductos-vertedero, la membrana-cristal, los sedimentos…)
El camino…
-Doctor…
El doctor (barba puntiaguda de diablillo) toma su mano, le sonríe sin decir palabra (de momento).
-… hay un pájaro en mi frente… azul…
-Cálmese, querida, cálmese –dice el doctor-mecánico.
Recuerda los óxidos del hierro, el olor de la herrumbre marina, la chaqueta de cuero del escritor. Luego, en el bar de aspecto cutre bajo la luz blanca, nada fiable la cerveza tibia sin burbujas, seguía sometiéndola al interrogatorio el tipo de ultramar. Se ha presentado como periodista, de Transgresionn. La revista existe; pero él no forma parte de la plantilla de redactores, sólo publica raras veces, y como free lance, pero le pagan.
-La elección de un material es fortuita, como azarosos son los resultados. En realidad, me importa muy poco la apariencia final de la escultura, si es que puedo llamarla de ese modo. Aunque supongo que sí, apariencia ha de haber, es la coartada, por así decirlo. ¿Por qué no había que hacerlo? Hoy la escultura nada tiene que ver con el pasado…, bueno, un poco, sí. Puedes hacer lo que quieras. De todas formas, todo tiene que ver con el arte del pasado, incluso si una hace lo más opuesto a lo que se ha hecho antes no deja de estar vinculada… ¡a él!
-Son alucinaciones. Podríamos decir que un patinazo, pero un desperfecto a fin de cuentas, querida.
Con una firmeza inesperada brotan las palabras ahora; incluso se incorpora algo al hablar, como subrayando la afirmación:
-El tiempo obra el arte, lo purifica y le otorga sentido. Así lo descubren las épocas.
El escritor se hace un lío con sus notas de garabatos. Las ha diseminado por la superficie de la mesa, algunas son simplemente pedazos de papel, otras son páginas arrancadas de una libreta rayada; también hay un bloc. “No entiendo nada.” (Alza la vista y descubre el disgusto y la irritación en los ojos de la otra. Rectifica inmediatamente.)
-Hablo de mis apuntes… Me estoy haciendo un pequeño lío.
-Pero lo que se muestra es lo residual, la morralla de aquel pensamiento creador que tanto nos hizo disfrutar en el momento de la creación, durante el proceso intelectual –divaga la enferma, casi delirante.
-¿Qué sucede si la misma precariedad de los materiales provocan el lento deterioro de la obra, hasta su misma desaparición?
-Nada, no pasa nada. Fue una escultura… y luego, ha dejado de serlo. Hay testimonio de ello. El arte es un acto de fe, de misticismo en el fondo, y su práctica es el rito, el verdadero oficio. Queda la apariencia, pero en fin…
-Supongamos que un artista oculta sus verdaderas intenciones… Vamos, que décadas después de su muerte promueve confusión y engaños. La hermenéutica se estrella contra un malentendido y nunca se allega al esclarecimiento absoluto de su propuesta.
-Un artista es un prestidigitador. No hay nada malo en que oculte sus propósitos, si es que los tiene. Qué más da el verdadero sentido de la obra, sólo es un pretexto. Yo, por ejemplo, no albergo intención alguna cuando organizo los materiales, o los manipulo, o los enmascaro. Voy a lo que salga. Como un paseo, ¿entiendes? Lo interesante no es la esquina, es lo que puede aparecer detrás. Y el goce de ese momento único de la creación, algo vedado para el espectador posterior.
(El escritor le ha pedido al doctor el bolígrafo plateado que sobresale del bolsillo superior de la bata. Este deniega con la cabeza y dice):
-Imposible del todo. Es el bolígrafo con el que escribo las sentencias… ¡los informes diagnósticos de los enfermos, quiero decir! Antes me dejaría cortar un brazo-. (Hace una pausa mientras se rasca la barbilla de modo teatral, y luego, no sin asombro, exclama): Oiga, esta joven dice cosas interesantes. ¿De qué trabajaba en la otra vida…? –Una pausa embarazosa-. Vamos, qué hacía antes de llegar al hospital. A eso me refiero. En fin (dirigiéndose a la enferma en el lecho), aún está usted en ésta… vida. (En un aparte, susurrando, con ojos entrecerrados): Por poco tiempo…
-Deshollinaba.
-¡No me diga!
-Pues sí, era La pequeña deshollinadora.
-Bonito oficio. Dickens puro.
-Ya ve.
-¿Ha leído Hard Times? ¿Y qué me dice de Nicholas Nickleby?
-Naturalmente. ¿Qué se ha creído usted? Soy de buena familia. Mi madre nos leía miles de páginas del gran Dickens a mis dos hermanos y a mí antes de dormir, y las admoniciones del Leviatán, ese manual de supervivencia. Cada uno en su lecho, limpitos y somnolientos, cebados por la abundante cena, bien arropados, con el embozo cerca de la nariz, a la luz de una vela, casi en penumbras, y el viento que ululaba más allá de la ventana, y la lluvia azotando los cristales, y la nieve…
-¡Muy bien hecho! Cuánto antes aprendan los niños a defenderse de las dentelladas de ahí afuera… ¡tanto mejor! ¡Gran Hobbes! Viejos tiempos aquellos cuando las madres leían a sus hijos las obras de Dickens y, sabias, les alertaban contra las arbitrariedades, la credulidad, el desfallecimiento…
-¡Ah, qué tiempos!
- … a la luz de una vela.
-Oiga, parece el título de una canción…
-¡Ah, el viejo Dickens!
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La artista encamada mira al techo. “No me sirve un ardite hacerme la víctima. Lo saben de sobra…”
Pide agua. Le lleno un vaso con el agua fresca de la jarra centelleante a esa hora de la mañana temprana, encima de la mesilla de las medicinas. Los ventanales, libres de la cortina, dejan entrar la luz clara, límpida, de la primavera majestuosa, azul, neoyorkina. Se incorpora con dificultad. Toma el vaso y bebe un sorbo. Hace una mueca de repugnancia. “Sabe a plástico quemado”, dice, y se deja caer sobre la almohada.
El doctor le había dicho antes de la segunda operación: “Mire, querida, déjese de cuentos. ¿Qué clase de verdad busca? Nos ha salido usted una mística de mucho cuidado. Toda la tosquedad de su obra es un disfraz para esconder su misticismo judío. Complica las cosas innecesariamente. Y no me replique. Sé de sobra de lo que estoy hablando. Soy el doctor Dolor y Muerte. Así que relájese, pequeña artista judía moribunda.”

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