jueves, 7 de octubre de 2010

Ensayos para un estilo (21)

Desde muy joven enredada en hospitales, el cuerpo como una traición.
-Desnúdese.
La acompaña su hermana mayor.
-Quítese la ropa.
La hermana mayor, vigilante.
Está harta del cuerpo, pero lo ama hasta con desesperación, él la vincula a las cosas y las visiones, a la realidad, a los otros. Y en él se reconoce, por él llegan a ella.
-Tiéndase, separe las piernas. Más.
Siente que la hurgan.
Su cuerpo agujero…

Sol Le Witt en Paula Cooper Gallery. No ha intervenido ni un solo instante en el proceso de la obra expuesta. Siguiendo sus instrucciones, unos ayudantes se encargan de la realización de los dibujos pintados. Su genialidad es su distanciamiento. E. lo entiende perfectamente. Jamás ha deseado inmiscuirse demasiado en el proceso, pero ella se resiste todavía a ser, en el arte, únicamente un ente pensante, una mente sin manos.

5 de junio 1968.
Andy Warhol aún se debate entre la vida y la muerte dos días después de que una actriz frustrada y escritora mediocre (bonita combinación) le descerrajara tres tiros –sólo acertó uno- con una pistola automática del 32 (de reserva, escondía en el bolso otro revólver del calibre 22).
E. tiene una teoría, puesto que tiene amigos del entorno de la Factory. Sin despegar los labios le dirijo una mirada impaciente. Empieza a explicarse cuando suena el teléfono. Luego de unos segundo empalidece, contesta con monosílabos y cuelga el auricular. Me mira con una expresión de incredulidad absoluta.
Robert Kennedy ha sido tiroteado en Los Ángeles cuando disputaba (y ganaba) unas primarias en su camino a la Casa Blanca.
Medianoche. En un pasillo cerca de la cocina del hotel Ambassador, por donde el senador se escabullía de la aglomeración entusiasta de sus seguidores, alguien le dispara a quemarropa. Casi parecía un arma de juguete, un calibre ridículo, del 22. Tres tiros, tres balas, una vida, y quien sabe el mundo de después. Y, no obstante, el destino (¡puesto que no existe!), una de las infinitas probabilidades del suceso, provoca que uno de los disparos penetre en la nuca y mate al candidato que se desploma como una marioneta a la que hubiesen cortado los hilos. Tumbado en un suelo lleno de pringues agoniza con los brazos extendidos en cruz, incrédulo pero ya resignado.
La bala que atravesó el cuerpo de Warhol destrozó…
Un mes más tarde W…
El arte.

Noviembre de 1969: Nobel a Beckett

-¿No estamos atados?
-No entiendo nada.
-Pregunto si estamos atados.
-¿Atados?
-Atados.
-¿Cómo atados?
-De pies y manos.
-Pero, ¿a quién? ¿Por quién?
-A ese tipo.
-¿A Godot? ¿Atados a Godot? ¡Qué idea! ¡Nunca en la vida! Todavía… no.

La invito al cine.
La semilla del diablo.
El director convierte en uno de sus protagonistas al vetusto edificio Dakota, frente a Central Park. Poco más de diez años después, a las puertas de ese viejo caserón neoyorquino, moría asesinado… (etcétera). A E. le ha gustado la crítica del New Yorker firmada por la Kael, así que está dispuesta a verla, aunque no siente especial predilección por el cine comercial. Viene acompañada de un tipo al que no me presenta (?). No queda una sola butaca libre. Al salir de la sala, el hombre se marcha sin despedirse. No hago preguntas, y ella ha aceptado tomar una copa en Minnie’s, cerca de la 72 con Broadway.
Le gusta la película, aunque prefiere otro tipo de filmes del cine independiente americano. Pregunto por ellos. Esta chica de vanguardia en minifalda me propina (todavía con el pelo de la dehesa) un varapalo que no olvidaré. Me habla de un Cassavetes director de las propias películas que escribe e interpreta. Me habla de Shadows, la primera versión en 16 mm, que, a su juicio “supera con creces una posterior reedición en 35 mm”. Hace escasas semanas ha visionado Faces, “una locura de 16 horas finalmente reducida a poco más de 2 en tan sólo cuatro interminables escenas”…
La escucho embelesado. Pero muy pronto comienzo a sentirme mal. Quizás me haya dejado influir por el terror sutil de las imágenes de Polanski, o que presienta algo desconocido y terrible, pero enseguida me invade un temor que no logro dominar, como si algo fatal e inevitable nos acechara de cerca. Es una sensación de inseguridad, de indefensión absoluta, de que el mal, lo absurdo y perverso de la existencia, empezara a tomar cuerpo, a cristalizar en algún sitio todavía desconocido y lejano y se aprestase a viajar hasta allí mismo, hasta esa mesa redonda y pulida, hasta nosotros inocentes y desarmados a pesar de lo recogido, confortable y seguro del recoleto local donde nos encontramos. Reprimí un escalofrío repentino. Apuré la copa y llamé la atención de la camarera. También ella repitió la bebida.
Esa noche, la fiebre no me abandona. Al final, baja ella al drugstore de dos calles más allá del apartamento y compra analgésicos y un antipirético que tomo con aprensión. Cuando al amanecer puedo dormirme, ya no despierto hasta media tarde. Y no tengo ni una décima de fiebre.
Acólito fiel, muerta ella, a una semana de regresar a España, fui a uno de los cines del Lower East Side donde tenían en cartel Husbands.
Tal vez, debido a que la película se articulaba por entero de diálogos, había sido como hablar con ella.
De camino a casa intenté contársela. E. ya se había instalado en U2, uno de sus universos de reserva (pues en U ya estaba muerta), y podía oírme con absoluta normalidad, pero fue inútil. Me prestaba atención pero… prueba a contar un color, una música, un poema. Pero no los describas ni los desestructures. Hay cosas que, sencillamente, es imposible contar, no son de esa clase de fábulas, como las mejores novelas modernas o… antiguas (intenta contar Ulysses –un tipo, convencido de que su mujer se la pega, pasea y divaga durante todo un día por las calles de Dublín- o Don Quijote –de tanto leer relatos romanceros un hijodalgo del siglo XVII pierde la chaveta, se disfraza de caballero medieval, se camela a un rústico de escudero y perpetra disparates sin fin hasta que recobra la razón y se muere-).

“Catherine sonreía, pero su aspecto era el de los días en que preparaba alguna jugarreta.”

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