domingo, 3 de octubre de 2010

Ensayos para un estilo (17)

-¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a pasarme a partir de ahora?
Una típica pregunta de adolescente.

Cuando ya el tumor crecía dentro de su cráneo y nadie podía saberlo, ¿qué va a pasar?:
-Nada en especial. Lo que a todos. Te irás haciendo mayor, cada día un poco más. Eso es lo que pasa.

Febrero.
Había llegado al aeropuerto Kennedy procedente de Madrid un sábado por la tarde, en torno a las cinco. Me encontraba cansado e inquieto, con falta de sueño, no sabía exactamente si había rellenado bien el formulario de entrada, y al descender del avión se me cayó el pasaporte a la pista y alguien lo pisoteó con una enorme bota justo por el lado de la fotografía. No quise ni imaginar lo que iba a suceder resolviendo los trámites de Inmigración y Aduanas.
Durante cinco días me facilitaban alojamiento: podría dormir en un sofá del apartamento de un amigo español que trabajaba en la Universidad de Nueva York. Su pareja coreana no había puesto impedimento, siempre que el asunto no se demorase más allá de ese plazo. Era comprensible. El apartamento medía menos de 40 metros cuadrados. Unas medias de cristal y otras prendas interiores de aspecto raído secándose en la barra de la ducha todavía explicaban mejor la situación.
El cielo estaba gris. Pero hacía menos frío del que esperaba. Mi amigo, el profesor de español, montaba guardia frente a una fila de taxis amarillos al otro lado de las puertas cristaleras. Arrastré la maleta hacia él, que no dio ni un solo paso.
Al día siguiente, domingo por la mañana temprano, di un paseo alrededor de la zona del apartamento. Luego, compré el New York Times, unos dos kilos y medio de papel por cincuenta centavos (¡el paraíso!), y me metí en una cafetería desangelada y vacía de parroquianos. Un par de camareras, pelirrojas las dos, uniformadas de azul celeste y blanco, se hallaban detrás de la barra, cerca de la entrada a la cocina. Me ignoraron y tardaron en atenderme. Hablaban en voz muy baja de sus cosas, de sus conspiraciones. Supongo. Al fin (siete minutos de reloj), una de ella me lanzó una mirada interrogativa (¿qué quieres gilipollas?) sin moverse un ápice de donde se encontraba:
-Kish mir in tuchis –pedí educadamente.
-¿What?
-Un café y un donut.
Eran los años aquellos cuando casi todo el menudeo se pagaba con fichas metálicas y unos miserables centavos, las camareras llevaban un gorrito gracioso y el agua de Nueva York, una ciudad sucia y ruidosa, era deliciosa.

Ray está mirando fijamente un punto de la superficie del mostrador de la librería, en absoluto silencio. Me alejo hacia las estanterías de las revistas y me pongo a husmear durante un rato infructuosamente. Al cabo de largos minutos regreso frustrado al mostrador, y, de repente, al notar mi presencia, alza los ojos y abre la boca:
-Una estrella se encuentra a 900 años luz; la vemos, por tanto, como era hace 900 años, en el 1070. Pero pensemos esto. En el momento que la vemos, “otro” espectador, hace 900 años, la mira a su vez en ese instante que parte la luz hasta nosotros…¡También él la observa hace 900 años atrás de su tiempo, exactamente a como era en el año 170! ¿Qué luz nos llega a nosotros en este caso? ¿Qué es entonces el tiempo? ¿Un lugar…?
Todo eso suena muy especulativo.
-Ray, maldita sea, ¿tienes el New Yorker con el relato de Cheever?
Vuelve a la tierra:
-¿Cuál de ellos?
-Aquel de la chica que reclama a su compañera de tenis la mitad del importe del viaje en taxi.
-Salinger.
-¿Cómo?
-Salinger, ése lo escribió Salinger -dice con voz muy suave pero firme. Luego, se calla de nuevo.
-Pero ¿lo tienes o no?
-Búscalo tú mismo.
Ha regresado a U5.

Universos paralelos. La broma de E. Pero en cierto sentido, esos estratos de la cultura americana, esos compartimentos estancos, nunca entrelazándose, siempre divergentes, o paralelos, yuxtapuestos… Sin verse jamás.
Kerouac. Hippies. Etc. Warhol y Factory. Etcétera. E., aislada, su obra naciente.

Como creador yo no la mataría. No se me ocurriría. Es más, ella no se merece morir. Ni como heroína de novela ni como encarnación de nada. Es inmortal. Vamos a decirlo de ese modo.
Yo sería un dios más justo, menos ruin y más explicable. Un creador menor, pero sentimental.

Gastronomía versus Hambre.
En U1 se ilumina la oficina del estómago de la siguiente guisa.
1968, 1969, 1970. Tú y yo hemos comido por dos dólares y medio; y cenado por poco más en decenas de restaurantes entre Houston y Canal, incluso más allá de la calle 14. Un verdadero festín no alcanzaba los 6 dólares. Hoy mismo, en 2010, si te recogo de U4 y te traigo de vuelta, nos bastaría con 30 dólares. Ahora bien, el hambre es una cosa; el arte, otra.
Menú de la casa, materias primas, de rigurosa temporada, pocos riesgos de desmesura creativa en consecuencia: 295 dólares (vino aparte, 80; servicios de mesa, 25). ¿Cómo?
1. Grisinis de parmesano con lardo de Colonnata.
2. Flores de calabacín en tempura.
3. Lascas de cecina de vaca.
4. Almejas al escabeche de manzanilla
5. Gelatina de gallina y setas.
6. Timbal de calabacines tiernos con berenjenas y salsa de almendrucos.
7. Cigalas sobre pasta fresca en salsa de perejil.
8. Entrecó a la provenzal.
9. Surtido de quesos.
10. Sopa fría de frutas.

Llego al apartamento con un periódico, pan y queso.
El profesor imparte clase en la Universidad.
La coreana, recién duchada, con el pelo mojado y en albornoz está sentada junto a la ventana. Come directamente de una lata de carne en conserva, con una cucharilla de madera. Al verme entrar inclina un poco la cabeza sin proferir palabra alguna. Continúa mirando a través del cristal el día frío, gris y sucio de afuera.

Me han bastado dos días.
La puerta del minúsculo dormitorio donde se halla mi amigo el profesor y su novia coreana se ha abierto lentamente sin un quejumbre y deja ver el interior a plena luz del día. La mujer, menuda y pálida, enclenque, está arrodillada y le está haciendo una felación al profesor de español sentado al borde de la cama. Tengo tiempo de observar los cabeceos hacia delante y atrás de la mujer, el rostro contraído del hombre que, en camiseta, tiene los calzoncillos enrollados sobre los tobillos y lleva puestos los calcetines; de color gris, me parece recordar. La imagen es de un patetismo desgarrador, hasta doloroso a esa hora matinal y luminosa. Me doy la vuelta con sigilo y salgo a la calle. Dos horas más tarde regreso a por mis cosas. Ambos me sonríen aliviados, inocentes, y me acompañan solícitos hasta la salida asegurando que no corría tanta prisa.
He elegido como solución provisional un hotel en la parte oeste de la calle 59. Es un edificio de quince plantas de ladrillo de un tono quemado, sucio. Está bastante destartalado por dentro, aunque el suelo del pasillo está cubierto por una alfombra. Me han alojado en la octava. Pago 45 dólares a la semana, y el 5% de impuestos. Limpian la habitación y cambian las sábanas cada cinco días, pero todas las mañanas me proporcionan un juego de toallas limpias. Sin embargo, la palabra que acude a mi mente desde que me he instalado aquí es “sórdido”, aunque contradice lo que realmente siento. Sórdida sería mi actual situación: en absoluta soledad y contando el dinero.
Anoche, al volver de la cena en el restaurante Delos (pato en salsa con alubias, un vaso de vino nacional y ensalada de frutas, 2,25), muy próximo al hotel, he visto las primeras cucarachas, delgadas, marrones, escondiéndose veloces en el armario de la ropa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario