jueves, 14 de octubre de 2010

Work in progress (1)

E., enferma (no sabemos, nadie, todavía…) me pide que haga de acompañante en una misión algo deplorable. Casi lo suplica, pues entre judíos anda el juego.
La lluvia incesante, racheada, fría, y el helor cortante de un viento inclemente, constante y difícil de soportar. “Odio el viento, lo odio con todas mis fuerzas”, dijo al salir del metro en la tarde dominguera prematuramente anochecida, agachando la cabeza frente las embestidas de un aire loco, imprevisible, que lanzaba contra nosotros la lluvia desde todas direcciones. Pero el clima de esta ciudad no admite la templanza. No hay tregua. Un invierno durísimo (que debe ser el del 68/69, diciembre tal vez, o quizás ¿fue febrero? Elle, una amiga de E. Sí, ahora recuerdo, a primeros de febrero del 69, en Brooklyn, en Midwood. Con helor navajero, brutal, llegamos entumecidos a la casa de piedra de dos plantas, muy deteriorada, de L., un pintor holandés que en breve emigraría a Israel. Su mujer, budista, de una gordura morbosa, no iba a acompañarle. Tres días antes había estallado la crisis. El pintor holandés era amigo de Elle, del grupo de Yale. Ambos, la mujer y él, buscaban el auxilio de Elle, algún tipo de solución ante la ruptura que se avecinaba, quizás definitiva. La luz eléctrica, amarilla y sin tapujos, provenía de la lámpara del techo; provocaba un ambiente depresivo, de una incomodidad violenta; ninguna otra lámpara, de pie o de mesa, se veía en la pequeña habitación. Las paredes estaban cubiertas, casi tapadas en su totalidad por los malos cuadros del dueño de la casa, pintor pero falso artista, meras imitaciones de los campos cromáticos de R., amigo asimismo de la pareja. En un ángulo de la habitación se erguía una biblioteca de madera barnizada. Durante mi penosa permanencia en la casa echaba frecuentes vistazos mal disimulados a lo estantes: salvo un recetario de cocina y una historia del arte en edición escolar de bolsillo, a los que habría que añadir una biblia hebrea volcada en el estante superior, los demás volúmenes eran novelas policíacas. Un televisor encendido, pero con el volumen sofocado, agregaba a la atmósfera un no sé qué de triste pasatiempo, un acento de miseria espiritual (emitían escenas sin continuidad de partidos de fútbol americano), como de paréntesis letal en el ánimo. El hombre cogió del mínimo aparador una botella de whisky. Entonces empecé a sentir un frío estremecedor, que me obligó a sentarme en el sofá raído y quejidor con el abrigo puesto. Elle me miró asustada a su vez por la baja temperatura que empezaba a experimentarse nada más entrar en el interior de la casa y no se despojó tampoco de su trenca. La mujer se dio cuenta, pero aparentó una normalidad que certificaba chocantemente su propia vestimenta, casi primaveral, un pantalón de pana y un suéter de fina lana que retaban, no sin imprudencia, la falta de calefacción en la estancia. Su marido compartía la misma despreocupación, y su atuendo consistía en una camisa gruesa de felpa, de las llamada de leñador, y unos vaqueros. El whisky me reconfortó bastante al momento, pero me pareció percibir que Elle tiritaba. En ese instante, la mujer, con los ojos llorosos, exponía la precaria situación que la decisión del marido iba a provocar en todo tipo de asuntos, especialmente el económico, pero éste se mantenía en un mutismo hosco. Afuera bramaba el viento, y empecé a temer que el viaje de regreso, si es que se hacía posible, iba a convertirse en un infierno: de la casa a la boca del metro, del vagón a la calle al cabo de media hora, de la calle al apartamento de Houston, todo ello bajo una lluvia incesante y un viento irrefrenable, con el paraguas maltrecho y ya completamente inservible a esas horas. Sólo deseaba salir de aquél antro de domingo amarillo, descorazonador y gélido. El holandés bebía en silencio, y a pesar de que rehusaba con un gesto de la mano que llenara mi vaso, él hombre no dejaba de hacerlo, así que me encontraba en un dilema difícil de resolver: sino apuraba tragos, me helaba de frío; si continuaba a su semejanza, no tardaría en quedar ebrio, y dudo mucho que Elle pudiera arrastrarme ella sola hasta casa. El susurro gimoteante de la mujer apenas era inteligible para mí, y la adusta expresión del hombre no invitaba a una charla distendida. Observé a Elle, generosa y callada. Alcé la vista a los cuadros de la pared. Eran de una infame pedantería plagiaria. ¿Por qué se empeñaban los menores talentos en secundar los atisbos y vislumbre ajenos plasmados en la obra de los artistas de primera fila? Tan sólo alcanzan una plástica de vaciedad irrefutable. Incluso aquéllos menos talentosos deberían saber que, libre de reglados técnicos, de la tiranía artesana del oficio, era la imaginación la piedra axial de una pintura o escultura modernas, una aparente ocurrencia plástica que se nutría de los más oscuros laberintos del alma o la sabiduría. El holandés, si bien no imitaba descaradamente la plástica de R., abusaba impunemente de sus hallazgos, de la valentía intelectual y artística de quien iniciara con estupor, desesperación y tenacidad otro más de los numerosos y legítimos derroteros del arte contemporáneo. “Mi arte no es abstracto”, solía replicar R. a quienes así lo entendían, “está vivo.” Pero L. sólo tomaba de aquél la visible abstracción, la cáscara vacía de una metafísica ególatra y vivísima a causa de su exasperada sinceridad. L. era un espécimen subsidiario, una tentativa vicaria de experiencias inalcanzables por la elementabilidad sutil que se ocultaba tras su plasmación. Este hombre bebedor, taciturno y confuso que ahora tenía frente a mí no había pagado ningún precio por allegar a aquel dramatismo cromático y formal valiéndose de un léxico pictórico mínimo. Su estética procedía de otro talento y otras emociones ajenas. Incluso la bebida en él, así como el desastre de su vida personal abrumada de indecisiones e incertidumbres, parecía una farsa. Lejos de lo trágico, su mediocre poética, reducida a una domesticidad lacerante, únicamente revelaba algo positivo: el recuerdo inevitable hacia la obra del otro creador que, él sí, había de morir en el empeño. Aterido por el frío, aletargado (sino con fiebre) por el licor, dirigía miradas implorantes a Elle.
Afuera, una cortina de lluvia nos impedía ver más allá de un metro de nuestros pies. Tardamos dos horas en hacernos con un taxi conducido por un energúmeno sabelotodo, experto en los chismes del Daily News, que nos dejó en el apartamento de Manhattan pasada la medianoche luego de reclamar con una sonrisa amenazadora una propina generosa.
(02-1969/10-2010).

No hay comentarios:

Publicar un comentario