martes, 19 de octubre de 2010

Work in progress (4)

1969. Finales de invierno.
E., enferma me pide que haga de acompañante en una misión algo deplorable. Casi lo suplica, pues entre judíos anda el juego. (No sabemos, no sabíamos, nadie, todavía, cómo la fatalidad nos acecha invisible, dispuesta a saltar sobre nosotros como una bestia silenciosa, inexorable, de entre sombras también invisibles. Inmersos en la jungla de la genética o el infortunio tras las bodas oficiantes de la adversidad, al cabo la muerte…)
Habíamos quedado a comer (una semana antes, ignorando lo que se avecinaba, festivos celebrantes de la pausa sagrada) un domingo lluvioso, en el apartamento, con una artista, una diseñadora de moda (The New Yorker, Vogue, French Window…) compañera de E. en Yale que no se retrasó ni un solo minuto. Traía un excelente vino blanco, que me apresuré a guardar en el frigorífico, y un tarro de frutas escarchadas. Cerca de la media tarde E., que apenas había probado la ensalada de queso y unas pocas migas del pescado, se sintió indispuesta, febril, y decidió meterse en la cama. “Es un enfriamiento, nada de importancia”, sentenció tajante. Durante un rato consintió en que le hiciéramos compañía en torno a la cama, bebiendo el resto de la botella de vino. No me hubiera ido jamás de ese lugar, escueto de mobiliario pero con el adorno descuidado de los cuadros pequeños en la pared y unos mínimos rimeros de libros sobre la moqueta del suelo. La luz inteligente de la lámpara de mesa, tan confortable, tamizaba los rostros y los objetos de un decorado íntimo que propendía a la absoluta serenidad. Con el vaso en la mano, en medio de aquellas mujeres jóvenes, artistas, excelentes conversadoras y el monótono vaivén sonoro de la lluvia de afuera cayendo sobre las aceras oscuras, el tiempo moroso, suspenso en un spleen irresistible, convocaba el ensueño. El problema era que esa tarde debían acudir las dos a casa de otro amigo del grupo de artistas y profesores invitados de Yale. Se habían comprometido en firme, y no podían eludir la cita. El y su mujer se hallaban en una situación difícil, crucial para su relación de pareja. Tal vez una charla entre todos ellos contribuyese a apaciguar los ánimos. La solución más fácil ante el impedimento de E. y el temporal calamitoso de afuera era que aceptase convertirme en caballero acompañante. “Es ridículo”, me defendí inútilmente, “se trata de una conversación que exige la plena confianza de los interlocutores. Soy un extraño para esas personas, a las que, por otra parte, no he visto jamás.” Los remordimientos de E. eran superiores a esa lógica discreción a la que yo apelaba. Se negó de plano a aceptar mi reserva. “Todo esto me parece en extremo inconveniente”, dije, pero la decisión de E. era ineluctable. Con una sola mirada y una medio sonrisa me suplicaba sin palabras mi acatamiento. Me vi forzado a admitir mi condición de acompañante, un gregarismo que finalmente resultó grotesco y, como era de prever, fuera de lugar.
La lluvia era incesante, racheada, fría, y el helor cortante de un viento inclemente, constante y difícil de soportar, se estampaba contra los cuerpos indefensos. “Odio el viento, lo odio con todas mis fuerzas”, dijo al salir del metro en la tarde dominguera prematuramente anochecida, agachando la cabeza frente las embestidas de un aire loco, imprevisible, que lanzaba contra nosotros la lluvia desde todas direcciones. Pero el clima de esta ciudad no admite la templanza. No hay tregua. Un invierno durísimo (que debe ser el del 68/69, diciembre tal vez, o quizás ¿fue febrero? Elle Rainer, una amiga de E., sí, ahora recuerdo, a primeros de febrero del 69, en Brooklyn, en una de las callejas mal iluminas de Midwood). Con helor navajero, brutal, recorrimos un par de manzanas hasta que llegamos entumecidos a un chaflán oscuro donde se alzaba la casa de piedra (muy deteriorada a juzgar por lo poco que me fue posible ver desde el exterior) de dos plantas con una ventana ovalada en cada una de ellas de L., un pintor holandés que en breve tenía el propósito de emigrar a Israel. Su mujer, budista recién conversa (antes judía y poetisa hermética en yidish), de una gordura morbosa, ojos saltones y boca agria, no iba a acompañarle, al menos eso declararía más tarde con terca vehemencia. Días antes había estallado la crisis matrimonial. El pintor holandés era amigo de E. y Elle Rainer, del grupo de Yale. Ambos, la mujer y él, pero especialmente la mujer, buscaban el auxilio de E. y Elle, algún tipo de solución brindada por aquéllas frente la ruptura que se avecinaba, quizás definitiva. Después de las presentaciones, tensas, entre educadas pero obligadas sonrisas, la mujer y Elle tomaron asiento en uno de los dos sofás y comenzaron a hablar en voz baja. Yo me senté en el extremo del otro, junto la pared opuesta. La luz eléctrica, amarilla y sin tapujos, provenía de la lámpara del techo; provocaba un ambiente depresivo, de una incomodidad violenta; ninguna otra lámpara, de pie o de mesa, se veía en la pequeña habitación. Las paredes estaban cubiertas, casi tapadas en su totalidad por los malos cuadros del dueño de la casa, pintor pero falso artista, meras imitaciones de los campos cromáticos de Rothko, amigo asimismo de la pareja. En un ángulo de la habitación se erguía una biblioteca de madera barnizada. Durante mi penosa permanencia en la casa echaba frecuentes vistazos mal disimulados a los estantes: salvo un recetario de cocina y una historia del arte en edición escolar de bolsillo, a los que habría que añadir una biblia hebrea volcada con la cubierta al aire en el estante superior, los demás volúmenes eran novelas policíacas. Por encima, un calendario (y ahora sé: 21/2/1969) colgado en la pared que anunciaba una marca de alimentos en conserva, la sopa de Warhol. Un televisor encendido, pero con el volumen sofocado, agregaba a la atmósfera un no sé qué de triste pasatiempo, un acento de miseria espiritual (emitían escenas sin continuidad de partidos de fútbol americano), como una letanía que provocara un paréntesis letal en el ánimo. El hombre, que aún no había tomado asiento, cogió del mínimo aparador de madera maciza una botella de bourbon todavía con el precinto sobre el tapón. Entonces empecé a sentir un frío estremecedor, que me obligó a replegarme sobre mí mismo con el abrigo puesto en el sofá quejidor, de raído tapizado. Elle me miró asustada a su vez por la baja temperatura que había empezado a experimentar nada más entrar en el interior de la casa y que persistía después, así que no se despojó tampoco de su trenca. Ni se quitó los guantes de piel. La mujer se dio cuenta, pero aparentó una normalidad que certificaba chocantemente su propia vestimenta, casi primaveral, un pantalón de pana y un suéter de fina lana que retaban, no sin imprudencia, la falta de calefacción en la estancia. Su marido compartía la misma despreocupación, y su atuendo consistía en una camisa gruesa de felpa, de las llamada de leñador, y unos vaqueros deslucidos. El whisky me reconfortó al momento, pero me pareció percibir que Elle tiritaba mientras no dejaba de escuchar al estilo Rainer: hermosa, complaciente, elegante y, sobre todo, empática con cualquier semejante con los brazos caídos. En ese instante, la mujer, había levantado la voz, y con los ojos llorosos, exponía la precaria situación que la decisión del marido iba a provocar en todo tipo de frentes, especialmente el económico, pero aquél se mantenía en un mutismo hosco, como si el asunto no fuese con él. “Ahora que Dan comienza a vender los cuadros a buen precio, que empezamos a salir a flote, se vuelve loco de repente y quiere echarlo todo por la borda… ¡No entiendo absolutamente nada!”, exclamaba con una expresión mezcla de incredulidad y desesperación. A mí todo aquello me estaba pareciendo una impudicia sin límites, pues comenzaba a entender que a la mujer le preocupaba más la posible rebaja de la cotización de las obras de su marido, debido al sorprendente viraje que éste iba a imprimir a su vida, que la misma relación que le unía a él, y que yo había creído primordial en toda aquella refriega, por lo demás carente de verdadero interés para mí en todos sus aspectos. Afuera bramaba el viento, como deseando atravesar los cristales de las ventanas y participar de la tormenta callada de adentro, y empecé a temer que el viaje de regreso, si es que se hacía posible, iba a convertirse en un infierno: de la casa a la boca del metro, del vagón a la calle al cabo de media hora, de la calle al apartamento de Houston, todo ello bajo una lluvia incesante y un viento irrefrenable, con el paraguas maltrecho y ya completamente inservible a esas horas. Habría que tomar un taxi hasta el mismo Manhattan, algo que nos costaría una fortuna. Sólo deseaba salir de una vez de aquél antro investido por el hedor de un domingo amarillo, descorazonador y gélido. Como fuere, si algo había de insólito en aquel escenario, ello era mi pacífica resignación, mi espera tranquila, al menos en apariencia, a que concluyese la intervención de Elle en aquel drama extravagante. El holandés bebía en silencio, y a pesar de que yo rehusaba con un gesto de la mano que llenara mi vaso, él hombre no dejaba de hacerlo huraño, sin dirigirme una sola mirada, así que me encontraba en un dilema difícil de resolver: si no apuraba tragos, me helaba de frío; si continuaba imitándole, no tardaría en acabar ebrio, y dudo mucho que Elle Rainer, estilista delgada y frágil, hubiera podido arrastrarme ella sola hasta casa. El susurro gimoteante de la mujer apenas era inteligible para mí, y la adusta expresión del hombre no invitaba a una charla distendida. Observé a Elle, generosa y callada, escuchando unas argumentaciones cuya razón, si bien era legítima, adolecía de verdadera trascendencia, además de hallarse bien lejos de cualquier efectividad: el tipo quería largarse a la tierra prometida y ella no podía convencerle de lo contrario; por otro lado, tampoco era posible convencerla a ella para que se le uniera en su viaje de promisión… o lo que fuese. Alcé la vista a los cuadros de la pared. Eran de una infame pedantería plagiaria. Prácticamente, fotocopias intelectuales de las primigenias pinturas de Mark Rothko. ¿Por qué se empeñaban los menores talentos en secundar los atisbos y vislumbre ajenos plasmados en la obra de los artistas de primera fila? Tan sólo alcanzan una plástica de vaciedad irrefutable. Incluso aquéllos menos talentosos deberían saber que, libre de reglados técnicos, de la tiranía artesana del oficio, no sólo era la imaginación la piedra axial de una pintura o escultura modernas: la aparente ocurrencia plástica que se nutría de los más oscuros laberintos del alma o la sabiduría informaba mucho más en una lectura atenta de la superficie. El holandés, si bien no imitaba descaradamente la plástica de Rothko, abusaba impunemente de sus hallazgos, de la valentía intelectual y artística de quien iniciara con estupor, desesperación y tenacidad otro más de los numerosos y legítimos derroteros del arte contemporáneo. “Mi arte no es abstracto”, solía replicar Rothko a quienes así lo entendían, “está vivo.” Pero L. sólo tomaba de aquél la visible abstracción, la cáscara vacía de una metafísica ególatra y vivísima a causa de su exasperada sinceridad. L. era un espécimen subsidiario, una tentativa vicaria de experiencias inalcanzables por la elementabilidad sutil que se ocultaba tras su plasmación. Este hombre bebedor, taciturno y confuso que ahora tenía frente a mí no había pagado ningún precio por allegar a aquel dramatismo cromático y formal valiéndose de un léxico pictórico mínimo. Su estética procedía de otro talento y otras emociones ajenas. Incluso la bebida en él, así como el desastre de su vida personal abrumada de indecisiones e incertidumbres, parecía una farsa. Sospecho que el alcohol para Rothko, a diferencia de aquel falsificador, lejos de un fácil estimulante o un solitario y accesible embrutecedor era el vino sagrado de una liturgia que le proyectaba a una práctica artística muy por encima de lo aparentemente trivial de su sencillo formalismo. En L., lejos de lo trágico, y tan cerca de una estética de suplantación, su mediocre poética, reducida a una domesticidad lacerante, únicamente revelaba algo positivo: el recuerdo inevitable hacia la obra del otro creador que, él sí, había de morir en el empeño. L. sería incapaz, siempre, de pagar el mínimo precio o de sacrificar la escasa dosis de valor para allegar a una plástica propia. Sólo era una copia. Aterido por el frío, aletargado (sino con fiebre paradójica) por el licor, dirigía miradas implorantes a Elle, que parecía haberme olvidado. L. alargó la botella casi vacía hacia mí. Con un gruñido instó a que llenara mi vaso. Obedecí. La cruel Leda, pensé sin venir a cuento. De nuevo el sueño… y su hermana, la muerte. Der Doppelgänger, acompaña el ritmo de un sentir nada emocionado. Escancia, cobarde. Hizo del arte la misa de un alma desesperada, inteligente, aquel judío artista, Rothko, no este otro atormentado del no saber del más allá que cree imprescindible dejar rastro (la firmita de su existencia, la rúbrica de su artificio)
Afuera, una cortina de lluvia nos impedía ver el suelo más allá de un metro de nuestros pies. Tardamos cerca de una hora en hacernos con un taxi conducido por un energúmeno sabelotodo, experto en los chismes del Daily News del día anterior y las estupideces sociales enhebradas de lugares comunes, que nos dejó en el apartamento de Manhattan bajo una lluvia encolerizada y enemiga pasada la medianoche, no sin reclamar con una sonrisa amenazadora una propina generosa.
(02-1969/10-2010).

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