viernes, 15 de octubre de 2010

Work in progress (2)

E., enferma (no sabemos, nadie, todavía…) me pide que haga de acompañante en una misión algo deplorable. Casi lo suplica, pues entre judíos anda el juego.
Habíamos quedado a comer un domingo lluvioso, en el apartamento, con una artista, una diseñadora de moda (The New Yorker, Vogue, French Window…) compañera de E. en Yale, que no se retrasó ni un solo minuto. Traía un excelente vino blanco que me apresuré a guardar en el frigorífico. Hacia media tarde E., que apenas había probado la ensalada de queso y unas pocas migas del pescado, se sintió indispuesta, febril, y decidió meterse en la cama. “Es un enfriamiento, nada de importancia”, sentenció tajante. El problema era que esa tarde debían acudir las dos a casa de otro amigo del grupo de Yale. Se habían comprometido en firme, y no podían eludir la cita. El y su mujer se hallaban en una situación difícil, crucial para su relación de pareja. Tal vez una charla entre todos ellos contribuyese a apaciguar los ánimos. La solución más fácil ante el impedimento de E. y el temporal calamitoso de afuera, era que aceptase convertirme en caballero acompañante. “Es ridículo”, me defendí, “se trata de una conversación que exige la plena confianza de los interlocutores. Soy un extraño para esas personas.” Los remordimientos de E. eran superiores a esa lógica discreción a la que yo apelaba. Se negó de plano a aceptar mi reserva. “Todo esto me parece en extremo inconveniente”, dije, pero la decisión de E. era ineluctable. Me vi forzado a admitir mi condición de acompañante.
La lluvia incesante, racheada, fría, y el helor cortante de un viento inclemente, constante y difícil de soportar. “Odio el viento, lo odio con todas mis fuerzas”, dijo al salir del metro en la tarde dominguera prematuramente anochecida, agachando la cabeza frente las embestidas de un aire loco, imprevisible, que lanzaba contra nosotros la lluvia desde todas direcciones. Pero el clima de esta ciudad no admite la templanza. No hay tregua. Un invierno durísimo (que debe ser el del 68/69, diciembre tal vez, o quizás ¿fue febrero? Elle Rainer, una amiga de E. Sí, ahora recuerdo, a primeros de febrero del 69, en Brooklyn, en una de las callejas mal iluminas de Midwood). Con helor navajero, brutal, recorrimos un par de manzanas hasta que llegamos entumecidos a la casa de piedra de dos plantas, muy deteriorada, de L., un pintor holandés que en breve emigraría a Israel. Su mujer, budista recién conversa, de una gordura morbosa, no iba a acompañarle, al menos eso declaraba con vehemencia. Tres días antes había estallado la crisis. El pintor holandés era amigo de Elle, del grupo de Yale. Ambos, la mujer y él, buscaban el auxilio de E. y Elle, algún tipo de solución brindada por aquéllas frente la ruptura que se avecinaba, quizás definitiva. Después de las presentaciones, tensas, entre educadas pero obligadas sonrisas, la mujer y Elle tomaron asiento en uno de los dos sofás y comenzaron a hablar en voz baja. Yo me senté en el extremo del otro, junto la pared opuesta. La luz eléctrica, amarilla y sin tapujos, provenía de la lámpara del techo; provocaba un ambiente depresivo, de una incomodidad violenta; ninguna otra lámpara, de pie o de mesa, se veía en la pequeña habitación. Las paredes estaban cubiertas, casi tapadas en su totalidad por los malos cuadros del dueño de la casa, un pintor falso artista, meras imitaciones de los campos cromáticos de Rothko., amigo asimismo de la pareja. En un ángulo de la habitación se erguía una biblioteca de madera barnizada. Durante mi penosa permanencia en la casa echaba frecuentes vistazos mal disimulados a los estantes: salvo un recetario de cocina y una historia del arte en edición escolar de bolsillo, a los que habría que añadir una biblia hebrea volcada con la cubierta al aire en el estante superior, los demás volúmenes eran novelas policíacas. Un televisor encendido, pero con el volumen sofocado, agregaba a la atmósfera un no sé qué de triste pasatiempo, un acento de miseria espiritual (emitían escenas sin continuidad de partidos de fútbol americano), como una letanía que provocara un paréntesis letal en el ánimo. El hombre, que aún no había tomado asiento, cogió del mínimo aparador una botella de bourbon todavía con el precinto sobre el tapón. Entonces empecé a sentir un frío estremecedor, que me obligó a replegarme sobre mí mismo con el abrigo puesto en el sofá quejidor, de raído tapizado. Elle me miró asustada a su vez por la baja temperatura que empezaba a experimentarse nada más entrar en el interior de la casa y no se despojó tampoco de su trenca. Ni se quitó los guantes. La mujer se dio cuenta, pero aparentó una normalidad que certificaba chocantemente su propia vestimenta, casi primaveral, un pantalón de pana y un suéter de fina lana que retaban, no sin imprudencia, la falta de calefacción en la estancia. Su marido compartía la misma despreocupación, y su atuendo consistía en una camisa gruesa de felpa, de las llamada de leñador, y unos vaqueros deslucidos. El whisky me reconfortó bastante, al momento, pero me pareció percibir que Elle tiritaba mientras no dejaba de escuchar. En ese instante la mujer había levantado la voz, y con los ojos llorosos, exponía la precaria situación que la decisión del marido iba a provocar en todo tipo de frentes, especialmente el económico, pero éste se mantenía en un mutismo hosco, como si el asunto no fuese con él. “Ahora que Daniel comienza a vender los cuadros a buen precio, que empezamos a salir a flote, se vuelve loco de repente y quiere echarlo todo por la borda… ¡No entiendo absolutamente nada!”, exclamaba con una expresión mezcla de incredulidad y desesperación. A mí todo aquello me estaba pareciendo una impudicia sin límites, pues comenzaba a entender que a la mujer le preocupaba más el posible deterioro de la cotización de las obras de su marido, debido al viraje que éste iba a imprimir a su vida, que la misma relación que le unía a él, y que yo había creído primordial en toda aquella refriega, por lo demás carente de verdadero interés para mí. Afuera bramaba el viento, y empecé a temer que el viaje de regreso, si es que se hacía posible, iba a convertirse en un infierno: de la casa a la boca del metro, del vagón a la calle al cabo de media hora, de la calle al apartamento de Houston, todo ello bajo una lluvia incesante y un viento irrefrenable, con el paraguas maltrecho y ya completamente inservible a esas horas. Sin embargo, sólo deseaba salir de una vez de aquél antro investido por el hedor de un domingo amarillo, descorazonador y gélido. Como fuere, si algo había de insólito en aquel escenario, ello era mi pacífica resignación, mi espera tranquila, al menos en apariencia, a que concluyese la intervención de Elle en aquel drama extravagante. El holandés bebía en silencio, y a pesar de que yo rehusaba con un gesto de la mano que llenara mi vaso, él hombre no dejaba de hacerlo huraño, sin dirigirme una sola mirada, así que me encontraba en un dilema difícil de resolver: sino apuraba tragos, me helaba de frío; si continuaba imitándole, no tardaría en acabar ebrio, y dudo mucho que Elle Rainer, estilista delgada y frágil, hubiera podido arrastrarme ella sola hasta casa. El susurro gimoteante de la mujer apenas era inteligible para mí, y la adusta expresión del hombre no invitaba a una charla distendida. Observé a Elle, generosa y callada. Alcé la vista a los cuadros de la pared. Eran de una infame pedantería plagiaria. Prácticamente, fotocopias intelectuales de las primigenias pinturas de Mark Rothko. ¿Por qué se empeñaban los menores talentos en secundar los atisbos y vislumbre ajenos plasmados en la obra de los artistas de primera fila? Tan sólo alcanzan una plástica de vaciedad irrefutable. Incluso aquéllos menos talentosos deberían saber que, libre de reglados técnicos, de la tiranía artesana del oficio, era la imaginación la piedra axial de una pintura o escultura modernas, una aparente ocurrencia plástica que se nutría de los más oscuros laberintos del alma o la sabiduría. El holandés, si bien no imitaba descaradamente la plástica de R., abusaba impunemente de sus hallazgos, de la valentía intelectual y artística de quien iniciara con estupor, desesperación y tenacidad otro más de los numerosos y legítimos derroteros del arte contemporáneo. “Mi arte no es abstracto”, solía replicar R. a quienes así lo entendían, “está vivo.” Pero L. sólo tomaba de aquél la visible abstracción, la cáscara vacía de una metafísica ególatra y vivísima a causa de su exasperada sinceridad. L. era un espécimen subsidiario, una tentativa vicaria de experiencias inalcanzables por la elementabilidad sutil que se ocultaba tras su plasmación. Este hombre bebedor, taciturno y confuso que ahora tenía frente a mí no había pagado ningún precio por allegar a aquel dramatismo cromático y formal valiéndose de un léxico pictórico mínimo. Su estética procedía de otro talento y otras emociones ajenas. Incluso la bebida en él, así como el desastre de su vida personal abrumada de indecisiones e incertidumbres, parecía una farsa. Lejos de lo trágico, su mediocre poética, reducida a una domesticidad lacerante, únicamente revelaba algo positivo: el recuerdo inevitable hacia la obra del otro creador que, él sí, había de morir en el empeño. Aterido por el frío, aletargado (sino con fiebre) por el licor, dirigía miradas implorantes a Elle.
Afuera, una cortina de lluvia nos impedía ver más allá de un metro de nuestros pies. Tardamos dos horas en hacernos con un taxi conducido por un energúmeno sabelotodo, experto en los chismes del Daily News, que nos dejó en el apartamento de Manhattan pasada la medianoche luego de reclamar con una sonrisa amenazadora una propina generosa.
(02-1969/10-2010).

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