lunes, 21 de junio de 2010

Ciudad de eternidad

En el atardecer se sumen los pasos vencidos. Un sol oblicuo y cálido adelanta la sombra de la anónima figura. Tuvo una vez un nombre en esa ciudad de ficus gigantes al lado del mar el hombre que transita el pasado. El cielo, rosa y azul, cambiante y antiguo, parece el de antes. Ahora lo sabe, era el de hoy.

Perdurable es el aire de la plaza ociosa donde se alzan los grandes árboles de antaño. Rótulos de polvoriento cristal aún proclaman los viejos menesteres y los arcaicos comercios olvidados, los secretos ritos de la infancia. Los espejos negros adornan vetustos edificios. Busca su vago reflejo en las oscuras olas del azogue. Se adivina de niño y se descubre de hombre. Descubre las voces y los días, descubre el limpio frescor de las mañanas y las innumerables tardes del estío profundo y las calles encendidas de la noche.

Atraviesa el puente de piedra.
Entonces ve al otro, fugitivo y niño,
alborozado, huir hacia el futuro.

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