miércoles, 16 de junio de 2010

Eva (III)


Nueva York. Primavera, 1970.
Mira a través de la ventana.
Una luz verde y blanca parece dominarlo todo.
Está sola en la habitación. Una asepsia total.
Está reclinada en la cama, la cabeza apoyada sobre la almohada, y tiene el rostro vuelto a la luz de afuera.
Es una joven mujer calva.
Una moribunda sedente y rota directa a lo desconocido.
Las manos pequeñas, artesanas, poderosas sin duda, arrugan las sábanas, crean puñados de tela.
El bloc de notas y la estilográfica han caído al suelo hace rato, cuando se adormiló un poco. Pero ahora, aturdida, no tiene ganas de inclinar el cuerpo maltrecho, esforzarse desde la cama para recobrarlos. Además, ya ha escrito demasiado en ese bloc. En los últimos meses, aún descifrando los mimbres de la fatalidad que el destino le deparaba, exaltada por la rebelión y la ira inevitables, casi prestaba más atención a las notas que escribía que a la escultura.
El cerebro asesino todavía deja capturar algunas frases, palabras aisladas. Yacente, entrevé el dibujo de unas obras que nunca va a realizar.
Las visiones eran propias, de un léxico que nacía de la entraña rocosa que era ella, aunque las alentaban el soporte heteróclito, el detritus de la técnica. El material era una escritura (a pesar de todo), un alfabeto de pensamientos y ocurrencias destinado a fagocitarse a sí mismo deviniendo metáforas en un proceso de reconversión objetual, un discurso pletórico de laberintos y del recoveco que proporciona el equívoco plural del imaginario terreno.
En el fondo, y lo piensa ahora, que vuelve la cabeza hacia el vaso de agua sobre la mesilla, que no siente ninguna gana de llorar, pero sufre a escondidas en la blancura total de la indefensión, corroída por la pena, sólo la soledad de esa hora, de esa luz ultra que empieza a convertirlo todo en irreal, recrea aquello que la impelía a trabajar en la armadura tenaz de su obra: la luz irreal, la forma irreal, tan desconocida, un tropo que a fuerza de disparates alcanza el místico sentido de lo inefable.
La fórmula arbitraria que sustentaba la obra era una reflexión desde un museo formal compuesto del fantástico basural de materiales de aluvión, y vertía el drama de su conversión sobre el vacío, el cuerpo, la nada. Un biomorfismo que pendulaba entre lo mitológico y lo matemático, la razón y lo gestual. Luego, se adentraría en el no-caos. Para ello tuvo que arrumbar la referencia, la tautología de unas formas siempre enmascaradas bajo mil disfraces. Pura metáfora de lo indecible, puro nihilismo. El vocabulario extravagante de lo trágico.
Por fin, en el instante que estira el brazo hacia la luz, sin fuerzas para nada, sabe que el arte era exactamente eso, una puerta abierta a lo desconocido.

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