jueves, 10 de junio de 2010

Ensayos para un estilo (7)

Pero le duele el tiempo, y todo lo por venir no es sino una confusa amalgama de ratos y días que le inspiran temor porque no logra comprender su sentido.
Lo que es en realidad cierto en este razonamiento es que, estando en vida, no podemos irnos a una estrella.
En estos días se siente lejano a esa naturaleza que tanta vida ha hecho germinar en él, pero es consciente de su grandeza cercana, aunque ahora hosca, y la fascinación que le produce. Y tampoco puede, en justicia, abstraerse de ella, pues ama demasiado las cosas reconocibles y se halla enraizado bien a su pesar en lo terreno y en todo aquello que constituye el aspecto exterior de la realidad.
Desde la casa escucha nuevos ruidos que no le son familiares, el signo de la cruda temporada invernal y un tenue resplandor desconocido lo aleja del rito y la costumbre de los meses pasados. Le embriaga de melancolía el olor fresco a tierra y a agua. Se adentra más y más en sí mismo, creyéndose a salvo en las galerías de la memoria. ¿Cuántas veces habrá pensado en el niño extraño, misterioso y solo que fue? A media mañana, el humo que asciende de las chimeneas envuelve al pueblo de una fragancia sustanciada de leña de encina, de manzano, de pino y olivo ardiendo en los toscos hogares de las cocinas. La gente ha desaparecido.
De la mano de la luz cernida se abalanza el tiempo implacable, todo lo contamina a su paso, lentamente lo destruye, como un enemigo fenomenal e invisible.
En el aire calmo de la tarde, corta y fría, parece suspenderse una emoción contenida por el orden de los ciclos naturales, el incesante giro de la rueda cósmica que con lenta e implacable precisión inspira una falsa eternidad y tanto burla a la vida.
Luego, de noche, calla todo, y vuelve el sonido del agua, el silencio de la tierra.
[¿Escribir sobre Van Gogh? No, no...]
Son inciertos los caminos de un artista. Y esa escritura innecesaria, que había colmado hojas y hojas, de nada sirve ahora. Sin embargo...
Queda pasmado ante la elección ajena: ¡Un pintor que ama a Giotto, y le percibe mejor que a los poetas...! El Dante, Petrarca..., ese parloteo.
A veces es vana la pretensión. Sigue siendo un artificioso que escribe a tientas en la noche mientras duermen los justos.
[En una de sus cartas a T.B.: "Sólo leo", miente.]
Por los verdes caminos de la huerta, al atardecer, conversa con Beyle. También en la casa, o apoyados tranquilamente contra el ribazo húmedo y feraz, dejando pasar las horas hasta que el cielo se ennegrece del todo...
Pero hablaba poco. Al amparo del viejo, improvisa alguna confesión en voz alta. Tiene, aún, manías de evangelista. Su mala conciencia...
Ese único amigo, viejo (ha de verle morir) y sordo (en nada contradice sus mentiras), le cuenta cosas de inesperada providencia. En ocasiones, le confunde con una conclusión imprevista:
"Lo conté años atrás", suele decir, mirándole de un modo extraño, al terminar el relato antiguo o una historia curiosa. Y B., a su vez, le mira incrédulo. Cuando le interpela ante esa confusión, Beyle le responde con sencilla naturalidad: "Al otro, al que vino antes."
Creo que terminaré por dejar de sentirme solo en la casa, y que, de algún modo, en invierno, los días de mal tiempo, en las largas veladas, encontraré una ocupación que, quizás, me absorberá.
B. invita a Beyle algunas tardes de la semana a tomar una taza de café muy caliente en la casa. El viejo siempre acepta en silencio, como si nada, como si le diera igual, sin mudar lo más mínimo de expresión. Se sientan, se miran, y esperan a hablar. Componen un cuadro raro.
Será mucho más tarde cuando él, que ha aprendido a prestar atención, se sienta a gusto en esa ocupación de anfitrión, embelesado por un relato trabajosamente urdido, entrecortado de silbidos, de un estertor súbito y angustioso. La nostalgia [Pero pienso ahora: ¿no era desprecio?] anima los ojos turbios y blancos de Beyle cuando balbucea el recuerdo de las cosas pasadas. La voz resonante y sin matices le llega a medias sepultada por insospechadas gravedades y mesuras. "No cabe duda que esto es sencillamente la serenidad", se dice escuchando entre los libros, los cuadros pobremente clavados en el bastidor, la carpeta de dibujos, frente al hombre magnífico, cargado de años, que ya prolonga una existencia en la paz más absoluta, ajeno al tiempo, al error, a toda obligación, inmersos los dos en el círculo de luz amarilla y opulenta de la lámpara, mientras afuera brama el viento sombrío del otoño.
El arte en el cual trabajamos sentimos que tiene un gran porvenir todavía... ¿Pero qué dirás tú y qué terminará pareciéndome esto a mí dentro de algún tiempo? ¿Quién habrá sabido de nosotros?
Le cuenta cosas Beyle. El le deja hablar. Del forastero nada quiere saber el viejo. Será que es poca cosa, o eso aparenta. ¿Le ha preguntado alguien de dónde es, o qué es lo que quiere? Sus mezquinos asuntos importan muy poco, o no importan nada. ¿A Beyle? No... ¡bah! El viejo huye de la escarcha, del helor de la mañana, del frío implacable de la puesta del sol. Le gusta verle cerca de él a la noche, en torno a la lumbre. [B.] Solamente le hace compañía, y acaso agregue algo de exotismo, pero muy doméstico y previsible en todo lo que hace y lo que dice. Nada lo revela singular, sólo es nuevo .
Beyle escarba en la fronda del recuerdo, que es una madeja revuelta donde el hilo hace tiempo que anda perdido. Hurga en el monto gris, múltiple y enmarañado de tantas cosas vistas o oídas, lo que le contaron, lo que él vio, o supo. Sus frases entreveradas de emoción a veces, de prudencia siempre, terminan ordenadas con sobriedad. Evoca lo que era sin ornamento, no hay nada sobrante o añadido que erosione la nitidez de un recuerdo que brota fatigoso pero sin malicia ni engaño.
Ante el viejo, se escuda en la simpatía, da por sentado un respeto imposible de calificar, ¿compasión?, ¿encanto? Su deferencia es la del acólito. Acepta esa jerarquía tan tosca de la experiencia vital e iletrada, y mantiene bajo esa égida libremente consentida su libresca cultura de nombres que allí son un gratuito adose a las cosas, algo inútil e inservible. Beyle le podría decir, "¿Para que sirve lo que haces?" ¡Pche! Para un hombre como él absolutamente de nada.
Una noche soñó que Beyle era un árbol muy enraizado en la tierra, y muy viejo: de las ramas brotaba la ronquera. Despertó. Se dijo: "Beyle no existe."

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