sábado, 19 de junio de 2010

Las dudas poéticas de Rocamadour en sus idas y venidas parisienses del XXI (1)


Toda vez que la propuesta artística contemporánea alcanza una pluralidad tal que resulta de todo punto imposible contabilizar sus logros, sus fracasos o medianías, la aceptación universal de un canon de absoluta libertad se impone desde la mirada menos avisada del aficionado crédulo y la torticera del experto. Es arte todo aquello que proclama esa definición en boca de quien lo perpetra, o la invoca o la hace suya con desparpajo. A fin de cuentas, se trata de expresar lo más esencial de uno mismo y llevarlo a cabo mediante el sentido más democrático de la inspiración o el antojo, sin necesidad de justificarse ante nadie ni acogiéndose a reglado alguno capaz de infligir coerción. ¿A quien se le puede negar voluntad tan inocente? ¿Acaso existe alguien dueño de esa libertad, por lo demás indivisible? Más aún, ¿quién se cree que es a estas alturas quien dictamina lo que es arte o no es arte? Permeable y proteico, el arte recibe la
lluvia-tormenta y aun el diluvio de una invención constante, inagotable, renovable, caudalosa, infinita. El arte ha devenido una combinatoria cósmica sin duda, y cuya miscelánea multiplica sus posibilidades galácticas día tras día. Y no se trata de adosarle adiciones improbables como el fraude, la idiotez circense, el simplismo gamberro o el nihilismo lúdico. El arte contemporáneo ni siquiera es de mentiras. Todo lo que muestra es lo que es, alla prima, sin… ¡artimañas!
Es artista quien así se presenta y de esa manera se entiende, o da voces pregonándolo y se encanta con el eco que cosquillea sus orejas. A diferencia de otras épocas donde la experiencia, la técnica y el conocimiento prevalecían sobre la ocurrencia y lo insolente, cuando ser artista se pagaba la mayor parte de las veces con todo el tiempo del mundo, con el esfuerzo laborioso, con la aplicada entrega del alquimista, con hambre… y hasta con la vida, hoy pocos están dispuestos a pagar un precio por serlo: al parecer, nadie. Hasta ahí podíamos llegar. El artista, hoy, demanda su salario y la cotización que avale la pensión futura, como el conserje o el ferroviario o la secretaria de dirección. En el XXI todo eso suena a antigualla y se halla muy lejos de los quince minutos wharholianos de hace décadas. El arte ha devenido espectáculo de masas y, en la trastienda de los sabelotodos, secreto valor de tasación. El artista ha terminado por convertirse en el actor (peor aún, el figurante) de la función (mañana, tarde y noche). Giacometti fue un artista. Hoy, ya no. Es un activo financiero (104,3 millones de dólares es el precio alcanzado en una subasta reciente de una de las obras del escultor que, hombre tímido y noble del XX, habría regalado al primer amigo que se la hubiese pedido). Vincent van Gogh fue un pintor tenaz y disciplinado del XIX que pintaba a su pesar para los corrales de cabras, para tapar los agujeros en la pared desconchada o a cambio de media jarra de vino pasada la medianoche cuando la pesadilla rondaba su mente enferma: después de su siglo, tan demodé y pasado de moda, fue una penosa referencia para miles de pintamonas equivocados que confundieron el arte con un discurrir cronológico de llamativas alternancias abocado a la catástrofe (nunca la suya personal, por supuesto). Hoy, su lamentable biografía se ha visto sobrepasada por otra mitología multicultural y moderna, lista y calculadora, más acorde con la frivolidad y las solidarias cofradías imperantes en el valioso mercado de cambio del arte de nuestros días.
Hoy, para el espectador anónimo, es decir, la masa que guarda pacientemente cola a la entrada de los museos comerciales (cercano al lavabo donde vaciar la vegija y refrescar el rostro, sin necesidad de abandonar el recinto sagrado, se halla el restaurante donde saciar el apetito con el menú degustación), espesado de citas culturales y abrumado de canales de información, atontado por la maraña inaudita de Internet, creer en el artista-prestidigitador es una cuestión de fe, sin mayores hermenéuticas. Tragan lo que les pongan en el marco, cuelguen del techo o diseminen por el suelo, y pagan religiosamente el catálogo que les meten en una bonita bolsa de papel a la salida de la exposición.
Hoy, ser artista o no-artista es un gesto, una mueca, el nombre de un lugar de citas, el disfraz de la vestimenta o el desdén en la mirada, medianos saberes ocultos en el silencio soberbio o en la carpeta de los proyectos sublimes.
En la actualidad, ser artista es gratis. Como el gato callejero o la nube, pero sin gracia y en venta, con el tique de entrada en la mano.

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