sábado, 12 de junio de 2010

Ensayos para un estilo (8)

Pude anticipar la culminación de años más adelante, una solapada identidad que la angustia y las confusiones no dejaban traspasar a la luz, una de las aristas de su dionísica sustancia que se perdía entre reflejos más anodinos: evocaba lánguidos cuadros memorables, un tortuoso sensualismo, la pintura lúbrica y mareante, nítido pompier de la carne más atrevida. La leyenda acerca de los otros, pequeña o grande, emerge de un piélago siempre emocionante y tapado de falsos gestos y dispares ocupaciones, discurre por impensables corredores de entretenimiento.
Una alta tensión se desbroza entre el pensamiento y la licencia voluptuosa. El hombre que se perdía en la callada plegaria transgredía vergüenzas y anticipaba delirios más colosales.
Mejor pintura aquella que, sutil o clamorosa, irrumpe en nuestra conciencia y nos procura el placer de la luz atrapada en unos colores de fuego.
Fue una sorpresa especialmente inesperada para mí, pues la visita la había presentido de lo más corriente.
Era un día de setiembre cálido y dorado, y el aire leve parecía adensado de un olor a aromas antiguos. La amiga más extraña (?) de Brell, T.B. [La pintora Teresa B..., de V...], con la que había iniciado una relación todavía inefable, vivía en un piso pequeño, aireado, alto y luminoso en las proximidades de la avenida de Francia, con excelentes vistas al mar. Era un apartamento lleno de plantas de brillantes hojas verdes, ligeras estanterías rojas repletas de libros y lienzos y tablas policromadas sin enmarcar en medio de luces diáfanas y sombras de placidez. Cualquier ángulo en la casa deparaba una sorpresa visual de suma originalidad, atractiva, una encendida muestra de adecuado entendimiento con las formas, los objetos y la referencia estética. Era como si la disposición de los muebles, hasta de los libros alineados escrupulosamente en los estantes, respondiese, en efecto, al trazado vigoroso y reconfortante a la vez de un dibujo muy meditado, capaz de enardecer el ánimo o infundir un estado de gracia.
Acudí a primeras horas de la tarde. Hasta ese momento T.B. no salía jamás del estudio, una antigua nave de suelo de tierra y paredes de fábrica, con grandes ventanas enrejadas, a un par de manzanas del apartamento. Se encerraba allí desde el alba, y no permitía la entrada a nadie. Por otra parte, yo me cuidaba mucho de contrariar una costumbre que era como el oficio inalterable de un estricto sacerdocio. Las manías en la práctica del arte son incomprensibles, variadas, conminatorias, hasta esenciales en algunos casos.
Tal era el pacto con ella, misteriosa y lejana las más de las veces, secreta y hermosa, acaso infantil en las tontas exigencias, y siempre, por así decirlo, donde estaba el amarillo: si para un lado, blanco; si para el otro, verde. Estaba en un punto indescifrable de lo místico. Uno ya podía adivinarlo en aquel tiempo.
Mirar lo prohibido. Pero ¿y si no hay nada prohibido para uno mismo? Antes del arte, está la mirada, la realidad. Toqué el timbre.
El fiasco no previene de la sorpresa buena o mala. Convives en el mundo, entre seres y cosas, entre la lógica, la inocencia y el cálculo, y, de pronto, irrumpe alevosamente un sueño malo que sacude los cimientos de un alma, incluso un punto heterodoxa, aunque siempre aletargada por el hábito, un alma que únicamente alcanza a ser herética sin llegar a la negación absoluta.

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