domingo, 13 de junio de 2010

Ensayos para un estilo (9)

Lo veía, lo había visto todo el tiempo, afuera del restaurante, en el comedor, imprudentemente sentado en compañía de Muñoz Rigaud, Martín Chafer, Grau y Giner (los asténicos de todos los cursos, soporíferos y monosilábicos), los cinco en torno la mesa redonda (¿de qué demonios hablarían?), y nuestras miradas se habían cruzado un par de veces: Ignacio Brell, sólo cuatro pupitres detrás del mío, el compañero sobrio, delgado y serio (seguía siéndolo), autosuficiente y adelantado (a los trece años le descubrí bajo la tapa del pupitre una biografía de Stendhal oculta entre el diccionario de latín y el sectario libro de lecturas del F.E.N.), quien siempre me auxiliaba en los trances más ignominiosos, el que sin dudarlo siempre salía en mi defensa en las explosivas y frecuentes peleas en el patio de recreo. Juntos solíamos regresar a casa al término de las clases, en un paseo lento al mediodía o al atardecer que, sin embargo, nunca fraguaría en una amistad sólida ni alentaría la íntima confidencia. Por entonces, aunque por poco tiempo, los Brell vivían en el mismo barrio que el mío, a un par de manzanas una casa familiar de otra, y al llegar al cruce de san Vicente con Marvá, ya frente a la Finca Roja, nos despedíamos cortésmente, como dos caballeros que acabaran de conocerse y del que poco sabían uno del otro. Liberados definitivamente del colegio, nos cruzamos tres o cuatro veces en algunas calles de la ciudad desde entonces. El siempre con libros en la mano. Al principio nos saludamos con la cabeza, pero en la última ocasión ambos fingimos no habernos visto. No coincidimos jamás en ningún acto social o cultural, y los dos carecíamos de amigos comunes, salvo los conocidos compañeros de promoción colegial que, pronto, desaparecerían a su vez bajo la marea de las consecuciones, los logros y los casorios, las obligaciones y las falsas necesidades de los selectos: hasta que alguna reunión de antiguos alumnos, alguna conmemoración, como ésa, única y ejemplar, veinticinco años de graduación colegial, impresionante, eh, Montaner, quien iba a decirlo, nos congregaba de nuevo, amontonaba a esos desgraciados cuarentones bien vestidos a las puertas del restaurante ya medianamente saciados, perplejos y, especialmente, asustados en su fuero interno, pues el tiempo, peroraba Montaner Ripoll, o cualquier de ellos, quien fuese, todos en realidad al mirarse unos a otros, no se detiene, lo mata todo, acaba con todo, qué extraña sustancia la del tiempo, tan invisible, tan diferente a la materia que nos lo traduce a los ojos, y nos hace consciente de su decurso, del pavoroso poder de transformación que tiene sobre todas las cosas. Crecen, cambian, nuestros hijos, ya son como éramos, y a veces hasta les odiamos por eso, crecen las cuentas corrientes que proclaman las tarjetas de crédito, crece nuestro prestigio, crece la suma de nuestros días, la adición indeseable de años a aquellos niños y adolescentes que éramos, todo se empeña en sumas, un crecimiento metástico contra el que nada, ni siquiera el gimnasio ni el estiramiento del pellejo ni los vaciados de grasa de tu esposa o el mismo divorcio o las coyundas con jovencitas que pudieran ser tus hijas, pueden hacer, y nos resta la vida, una suma que no decrece, hacia atrás y hacia delante, una flecha estirada hasta una nada inconcebible. Lo vi, y era él, pero otro él, con algo a cuestas, pero con otras cosas menos, porque todo lo nuevo, u obsceno y abyecto, o bueno o noble, o reiterado hasta la náusea, también nos arrebata algo de lo que fuimos, lo vi y encaminé por fin mis pasos hacia la figura reclinada, contundente por todas las imaginaciones y cábalas que le debía desde que dejé de verlo y empecé a imaginarlo, se apoyaba ahora contra la pared cercana a la puerta, con las manos a la espalda, aún con un mínimo flequillo encanecido agitado por la brisa reconfortante, desabrochado el botón superior de la camisa, aliviado el nudo de la corbata azul, medio sonriéndome al ver que me aproximaba a él. Todavía eran las palabras de rigor, las primeras preguntas, los ojos escrutadores y al tiempo amables, y Lara Briz, por detrás, con la voz gutural, algo escandalosa, la que ya proclamaban sus años colegiales, chanceaba a nuestra costa, nos señalaba con el dedo, enarcaba las cejas buscando la aprobación de quienes nos rodeaban, la mayoría en mangas de camisa, con la chaqueta al hombro, mirad a éstos, están como siempre, miradlos, parece como si a estos dos nunca les pasara nada. Lara Briz el gordo tenía razón respecto a mí, soy el espectador que observa atentamente la función, cazador de monstruos, y, al final, no aplaude, en cuanto a Brell…

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