jueves, 17 de junio de 2010

Eva (IV)


El mejor refugio es el recuerdo (que nada tiene que ver con el pasado).
De aquel día registro una feliz sonrisa en sus labios, el cabello recogido en una cola de caballo graciosa y con garbo, y miraba el agua turbia, algo del cielo azul reflejado en la centelleante superficie, la forma de una plancha metálica a la que ella no dejaba de lanzar medidos vistazos, sumida en el cálculo de su apropiación: el arte está en la mirada, y de lo que deriva de ésta finalmente, lo expuesto, sólo es lo residual, la excrecencia material, en ocasiones hasta lo más prescindible.
Esta mística del escombro hace un uso magno del desperdicio: de sobra sabe ella la sustancia de lo entrópico en un universo cuya huida le aboca a su misma desaparición. Esta guapa y lista cuenta con el aliado del tiempo: a sus obras constituidas por lo más perecedero del material del siglo las concluirá el deterioro inevitable, se destruirán, se harán trizas y, contaminadas por los años y su decurso, se volverán definitivamente invisibles. Ya calculaba ella su desintegración, el final apoteósico de una agonía prevista en el enunciado mismo de su concepción. La ecuación postrera, implícita en su obra, la resuelve lo temporal.
De aquel día, acaso memorable por lo insustancial de sus anécdotas, recuerdo el paseo escrutador entre metales y tierras oscuras, las aguas verdes, a ella raspando la oxidada baranda y recogiendo en el cuenco de la mano la raspadura y el polvo como un tesoro.
De regreso a su taller, escondido en un área de lofts al sur de la ciudad, nos detuvimos en una cafetería tosca y algo siniestra con una luz roja de neón franqueando la puerta, aún en el extrarradio, y nos tomamos un par de cervezas fuertes y muy frías acodados en la barra de latón, bajo la persistente mirada de unos hombres silenciosos y serios, manchados de grasa, que comían y bebían y no parecían comprender nada de nada.

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