martes, 15 de junio de 2010

Eva (II)


No eran los suyos ojos implorantes. Todavía no; al contrario, la irritación le iba aproximando a la agresión (física, si pudiera) hacia todo aquello que se oponía a la más inveterada de sus creencias. Pero la enfermedad que iba a matarla estaba tan cerca que podía tocarse con los dedos, quizá estuviera ya sobre la piel de su rostro, de una plácida hermosura, a punto de entrar en ella, o ya en ella, dispuesta a revelarse a la luz, esa luz macilenta de cascotes y herrumbre que nos rodeaba.
-No soporto la alusión tan directa -exclamó de pronto-, todo aquello que sea capaz de interpretarse, dilucidarse, reconocerse. No acepto que no tenga a mi alcance algo contra esa maldición, contra esa mierda sucedánea de cualquier forma. En mi obra he de intentar que el resultado sea nada, corporeizar la nada.
-Es inevitable la analogía, el sobreentendido, todo ese fárrago de lo denotativo –afirmaba yo.
-Es un asco –replicó vehemente, y después de un corto silencio (podía oír su respiración entrecortada)-: Ya sé que nos traicionan los objetos, las imágenes y sus equívocos, el entramado grosero de su materia, su función o no…
Secundaba lo que ella decía, pero con un cansancio infinito, y porque entendía perfectamente lo que trataba de decirme la artista. Mi discurso era vago y hasta desinteresado, como liberando del cerebro el lastre de unos pensamientos confusos:
-Los objetos siempre explican algo a despecho de la invención o lo estrafalario de su disposición en el espacio. Hasta la misma materia que los constituye parece connotar lo indecible, lo inexistente.
Se escondió casi del todo debajo del abrigo negro y largo, talar, por poco no rozando la mugre de la tierra.
De la parte del río y las naves destartaladas y ruinosas que se alzaban en sus orillas soplaba un aire helado y turbio en un crepúsculo por instantes más sucio y desolador.
La sirena de una barcaza fantasmal a lo lejos pareció precipitar la noche.
No me miró al hablar, dirigía la vista hacia las grandes moles sombrías de las chimeneas que descollaban más allá de los muelles ya en tinieblas.
-No quiero que nada de lo que hago explique algo, signifique algo, recuerde a algo. No quiero discursos de ningún tipo, ni lenguajes, ni siquiera me hace falta la imagen.
-Pero –repuse-, ese noarte es imposible. Necesitas el objeto. Ese aislamiento, esa selección ya lo concreta, lo define incluso en lo ininteligible.
-Detesto las formas, pero ¿cómo trabajar con ellas desmaterializándolas, reduciéndolas al más completo silencio, a la mudez más asignificativa?
-No existe, y puede que no exista jamás, el arte invisible, que ni signifique, ni sea materia, ni sea objeto, apariencia…
Bajé la vista al suelo. Tenía los zapatos, y parte del dobladillo de los pantalones, embarrados. Toda la desazón que sentía al final de ese día la focalicé ahí, resumía una congoja inexplicable en esos sucios grumos de barro y polvo de hierro.
-Eso es lo malo de las apariencias –dijo después de una pausa-. No sólo nos delatan, también nos disfrazan de malentendidos contra nuestra voluntad, nos llenan de supercherías. –Suspiró, y añadió con voz lúgubre, premonitoria-: A nuestro pesar, siempre terminan por explicar algo que no deben.
(…)

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