lunes, 25 de enero de 2010

Artistas (1)

"Son como metáforas de la promiscuidad. Dibuja la carne, la rellena con muecas de espanto", susurró, entornando los ojos hermosos.
"O de resignación", le contesté.
"De muerte", dijo ella.
"La pobre luz desvaída de los cuerpos contra los fondos negros, velazqueños..."
"No, esa atmósfera espectral... la plegadura tenebrista... Tal vez, T." [Qué torpeza... ¡T.!]
Los cuerpos erráticos, una argamasa de colores pálidos y cerúleos, rosas y blancos, se despiezaban en una danza trágica que se proyectaba de un lado a otro de los lienzos. El límite de los bastidores los dejaba prisioneros en un frenesí de carne que se autofagocitaba a sí misma en una inmolación averna... Descubría admirado algún ojo aterrado que asomaba entre el revoltijo, una mirada sombría y condenada. ¡Ja, la suya desde la tumba...!
Entonces comprendí la mansa desesperación de F.B., la inevitable culminación del desafío desigual.
Pero era un arte de una inmediata transmisión... inteligible y elemental. Un discurso de símbolos sin tregua, acaso burdo... motivado por mecanismos de corrección lejos de una estética objetiva, pues el artista postergó su interés plástico por la corriente subterránea de su propia encrucijada vital, que terminaría imponiendo la temática del desamparo y la intensa reflexión sobre la condición del ser humano y las servidumbres de su tránsito efímero y natural. Su muerte, pensaría sin duda, justificaba en esa época la regresión de un lenguaje expresivo, aunque horrendo, canónico y complaciente con la más pura tradición.
En otra etapa F.B. disertó artísticamente sobre el espacio y la línea, sobre una orientación formalista ajena a la anécdota de una sintaxis de explícita correspondencia con la realidad y su representación, sobre sus hechos o sus acontecimientos. Inventaba el mundo de nuevo; para ello, desordenaba sus formas y se mofaba de su espacio. En definitiva, lo recreaba.
F.B. había creído en el castigo y la maldición en tanto su entidad de artista prevalecía sobre la carestía física de su supervivencia. Fue insolente y puro mientras la fuerza de su brazo competía con el soso divertimento de un dios creador al que había que corregir con severidad. La arrogancia se aliaba con la heterodoxia y el sacrilegio. Su protesta de pintor desmentía las figuras y los colores de un mundo que inspiraba su desdén. Ahora, refugiado en la mordacidad y el temor, en la degradación física irremediable, en la desesperanza y la pesadumbre, en la angustia y la enfermedad, recluía su ofrenda final no en el arte sino en la imagen y el dibujo de una pintura cuya creación testimonial a despecho de su apariencia se acreditaba sobre la única injusticia de un destino implacable que ya le mostraba su mismo cuerpo hecho pedazos. Creyó que bastaba con eso. La mansedumbre y la búsqueda de piedad desposeyeron de ínfulas una pintura finalmente derrotada. La razón intensa del arte de aquellos cuadros, pues, habría que buscarla en el propio artista y no en la trascendencia estética. Su dialéctica radicaba en la amedrentada combinación del recuerdo del pasado, el pensamiento manierista y dócil y la amarga certidumbre de su inminente postración y muerte segura...

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