sábado, 30 de enero de 2010

La heroína (3)

A finales de enero de 1994 dejé de ver a T.B.
[La primera semana de febrero, quizás. Recuerdo (compruebo en el dietario) que fue una madrugada desapacible y gris, lluviosa y especialmente desoladora la del 4. Me despertó un trueno, o mi propia voz desconocida y terrible diciéndome: "Ayer fui injusto con T.B." En efecto, ahora pienso en la víspera triste, un agujero negro donde ella lloraba, secuencias falsas de la cita que descollaban extravagantemente en la pesadilla nocturna del 3: me golpeaba con furia en un tramo de la escalera de..., debajo de la ventana interior... Todo parecía tan cierto... ¡Pero no existe ninguna ventana interior en...!]
Nuestra relación había sido difícil y esporádica. Al cabo de los años no sólo era imperfecta, parecía instalada en la angustia y el tedio. Ahora había concluido. La ansiedad mía, el miedo y la tribulación de ella, las mentiras, los desencuentros... Ese medio amor había cristalizado en una pena recíproca que abonaba la incomprensión y la desconfianza. En los últimos meses vivíamos ambos de fragmentos de los tiempos pasados, de una inconfesa y ruinosa dependencia alimentada de altibajos. En común sólo teníamos la incertidumbre ante el futuro.
Me convertí en un apocado testigo de sus malas andanzas, y, a veces, en el torturado notario de su capitulación. Al final, en un cobarde que huyó de la encerrona suya para encerrarse en su propia cárcel.
Aún la quería, nunca dejaría de hacerlo, pero no aprendí a protegerla, y yo a ella siempre la había desconcertado profundamente. A partir de aquellos momentos, pues, sólo cabía esperar hechos dolorosos más allá de cualquier explicación.
La última vez que estuvimos juntos fue en París.
Una amiga de ella, S.G., pintora de prestigio por entonces, muy celebrada por sus ingeniosas y calculadas caligrafías, colgaba una exposición en Barcelona. Dejaría libre durante unas semanas su apartamento de la calle des Feuillantines, en las inmediaciones de los Jardines de Luxemburgo. Nos lo prestaba hasta su regreso.
Aceptamos la sugerencia de S.G. con la misma apatía con que la hubiésemos declinado. Todo presagiaba la culminación de la tragedia, su predominio en todo.
Hicimos el viaje en tren. La noche fue larga y extraña, parecía irreal. T.B. era la suma expresión del cansancio. Descansaba la cabeza contra mi hombro, entornaba los ojos y emitía un suspiro entrecortado que hacía que me estremeciera. Pero no durmió ni un solo instante. En todo el trayecto no cruzamos ni una sola palabra.
(Presagiaba miedos intolerables: ¿a qué clase de infierno se me obligaba a bajar? ¿Qué dios aguardaba allí? Derrotado el diablo...)
Era como la noche más cómplice en el desengaño y la resignación, horas raras. Ya no quedaban más trampas. La fingida aventura del pasado se liquidaba en ese viaje postrero que clausuraba cualquier crónica de la iniciación. Se me revelaba la peor de las sospechas: la demora sólo era impotencia; el renacimiento postergado, un espejismo. Uno es lo que es.
(Aún prefería creer que todo podía ser lo contrario, que aquello era la esperanza):
Ibamos como inmersos en un túnel poderoso e inexorable, intemporal y lleno de luz. Sentía que aquel vértigo era acaso el definitivo, y que el viaje raudo y medianamente confortable, infalible y predestinado, me alejaba irrevocablemente de los sitios y las costumbres de un presente ya agotado a cada vuelta de las ruedas sobre los rieles del tiempo. Por un instante pensé que jamás volvería de aquel éxodo crucial y anónimo, helado y desnudo, espectral, y que tan fugaces como las imágenes encendidas de la noche pasaban ante mí a través de la ventanilla, así se alejaban las añagazas y los trabajos que ahora dejaba abandonados en el punto de partida.
Al término (?) del viaje T.B. estaba enferma y exhausta. Nada más salir de la estación de Austerlitz tomamos un taxi, y, al llegar al apartamento, se metió en la cama trémula y febril, humillada por el desfallecimiento y con el pensamiento del terror hurgando en su cerebro. Se negó en redondo a ser asistida por un médico.
Asustado, con un vaso de agua en la mano, veía desde el umbral de la habitación el bulto encogido bajo las mantas, sin saber qué decir ni qué hacer, como si yo mismo fuese una sombra, temeroso de alguna torpeza o de proferir palabras innecesarias, sin decidirme a apagar la luz o a dejarla encendida.
Por espacio de unos días nos encerramos en el pequeño y abuhardillado apartamento, en la última planta de un edificio de piedra arenisca y ladrillos grises coronado por un vistoso tejado cónico de pizarra. Las paredes eran blancas y el suelo estaba cubierto de moqueta amarilla. Era un recinto acogedor y cálido, con pequeñas ventanas y lumbreras circulares y ovaladas que miraban al cielo o a la calle. El silencio casi era absoluto, lejos del fragor y el ruidoso discurrir de las aceras.
Nevaba y hacía un frío temible. El cielo de plomo y el aire glacial y espeso sembraban el ánimo de un quietismo sombrío. Apenas comíamos. T.B. lloraba a escondidas, replegada sobre su cuerpo, entre el delirio y la tortura.
Una tarde sonó varias veces el timbre de la puerta. Otra noche el súbito y urgente vibrar del teléfono rasgó como un cuchillo escalofriante la calma y la oscuridad de la vigilia. Y otro día alguien golpeaba la puerta con rudeza, con exasperada insistencia, pero el repentino sobresalto y la inicial turbación nos parecieron tan desesperantes, tan normales, que comprendimos sin asombro que nada ni nadie podía traspasar los límites de la auténtica postración. Eramos como invisibles al mundo y a sus asuntos, pompas o calamidades. Cualquier invocación de afuera era un error, toda llamada o visita sería un fiasco. Quietud. Una mesura inesperada burlaba las premuras de atrás. La veía a ella, en ella me entretenía: nada hay que seduzca más malévolamente que una renuncia sin paliativos. Nunca pensé en alguna circunstancia venturosa que entibiara la condena o aliviase aquel silencio dramático. Sabía lo peor: yo me salvaría, taimado o bueno para siempre; ella estaba condenada. La espera era un engaño.

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